Aún no se habían alejado trescientos metros las chalupas, cuando una cabeza humana surgió bruscamente del agua, ocultándose tras la popa del botecillo que permanecía en la playa, enclavado entre dos escollos.
Aquella cabeza era de Sambigliong. El astuto pirata, aprovechando el momento en que los tripulantes se arrojaban sobre Sandokán y sus compañeros, dejóse caer al agua y fue a esconderse tras un escollo que aparecía a breve distancia. Comprendiendo que su libertad podía ser más útil a sus jefes que su prisión, permaneció oculto.
Como el escollo que le ocultaba estaba a unos cuarenta pasos de la orilla, oyó perfectamente las últimas palabras de Yáñez.
—El sobrino de Muda-Hassin… —murmuró—. Comprendo lo que el portugués quería darme a entender. Sí, el proyecto del Tigre consiste en pedir auxilio al pretendiente al trono de Sarawak… Sambigliong es astuto y pronto dará fe de vida…
Corrió al campamento y buscó algo entre los cadáveres de los forzados y en las chozas.
Sus pesquisas duraron poco y al volver al botecillo llevaba un barril de agua, fruta y carne en conserva.
Lo guardó todo en la minúscula embarcación y empuñó los remos, diciendo:
—Ante todo veamos a dónde llevan a los jefes; luego pondré proa hacia Mompracem. Reuniré a todos los piratas y caeremos sobre Sarawak después de atraer a nuestra causa al sobrino de Muda-Hassin.
Las dos chalupas habían doblado ya el promontorio meridional y avanzaban con rapidez. Sambigliong las siguió, manteniéndose a gran distancia para no ser descubierto, cosa poco probable porque la noche era muy oscura.
Muy pronto el pirata vio brillar dos puntos luminosos que se movían de Norte a Sur, y luego delinearse confusamente un velero. Sin duda se trataba del giog que había recogido a los tripulantes de la fragata. Sambigliong soltó los remos y esperó, fijos los ojos en la nueva embarcación.
Luego observó que las dos chalupas atracaban a sus costados y en seguida desplegaba las amplias velas.
—Se dirige hacia el Sur —murmuró el pirata—. Llevan otra vez al Tigre y al portugués a presencia del rajá.
Cuando el velero emprendió de nuevo la marcha, con la proa hacia la costa de Sarawak, Sambigliong comenzó a remar vigorosamente rumbo al Norte.
«Acaso mañana pueda llegar a Uri —se dijo—. Allí es posible que encuentre algún praho que se encamine a las Romades o a Labuán. Si todo marcha bien, dentro de dos semanas James Srooke volverá a ver en su reino a los tigres de Mompracem».
Toda la noche el valiente y fiel Sambigliong remó, sin tomar más que breves momentos de descanso, y al amanecer llegaba al cabo Sirik, elevado promontorio que señala uno de los dos puntos extremos de la gran bahía de Sarawak.
Agotado completamente por tan largo y fatigoso ejercicio, pensaba dirigirse a una de las islas que se extienden al Norte del promontorio, para comer a la sombra de algún banano, cuando, de pronto, le llamó la atención un velero magnífico que avanzaba del Sur, tratando de doblar el cabo.
—¿Dónde irá ese barco? —se preguntó Sambigliong—. Parece que viene de Sarawak y tiene intención de dirigirse al Norte.
Miró con mayor atención y un grito se le escapó de los labios:
—¡Es un yate!… El de… ¿Es posible?… ¡Sería demasiada fortuna!…
Empuñó los remos y comenzó a remar con todas sus fuerzas para cortar el paso al velero. Un relámpago de alegría brilló en los negros ojos del pirata.
—¡Sí, es el yate de lord Guillonk! —exclamó—. Tal vez estén a bordo Tremal-Naik, Ada y Kammamuri. ¡Qué suerte tan inesperada!… ¡El Tigre de Malasia y el capitán Yáñez se han salvado!…
Remó, apelando a todas sus fuerzas, e hizo volar al botecillo sobre las aguas.
El yate había doblado ya el promontorio y seguía hacia el Norte. Temiendo no llegar a tiempo de abordarlo, Sambigliong abandonó los remos, montó rápidamente el fusil y disparó al aire.
Pronto vio a algunos hombres aparecer en el alcázar y mirar con anteojos. Cargó de nuevo el fusil y disparó por segunda vez; luego, sacando un pañuelo, lo ató al cañón de su arma y lo agitó desesperadamente.
Esta señal de socorro fue comprendida por los tripulantes del yate. Probablemente lord James o Kammamuri habían reconocido al fiel pirata de Mompracem.
El yate viró entonces y dirigióse hacia el bote.
Al llegar a cien metros de distancia se oyó una voz que exclamaba:
—¡Eh!… ¿Eres tú, Sambigliong?
—¡Yo soy, Kammamuri! —contestó el pirata.
—¡Por Siva! ¡Es Sambigliong!
En el puente se encontraban lord James y Ada.
Desde la banda de babor arrojaron una cuerda.
—¿Cómo te encuentras en ese bote? —preguntaron al mismo tiempo lord Guillonk y Kammamuri.
—¿Qué le ha pasado a Sandokán? —añadió Ada.
—¿Y al capitán Yáñez? —murmuró Kammamuri.
—Van camino de Sarawak —contestó el pirata.
—¿De Sarawak?… —exclamaron todos.
—Otra vez prisioneros. Los sorprendieron anoche cuando intentaban marchar a Mompracem.
—Entonces, ¿huyeron del barco que debía llevarlos a Norfolk? —preguntó lord James—. ¿Lo veis? Estaba seguro de que escaparían y de que los volveríamos a encontrar en Mompracem. Habla, cuéntalo todo, Sambigliong.
El pirata explicó con pocas palabras lo sucedido a bordo de la fragata. Cuando Ada y Kammamuri supieron lo ocurrido desde que zarparon de Sarawak, lanzaron un grito:
—Nuestro deber es salvarlos.
—No hay que precipitar los acontecimientos, sobrinos míos —dijo lord James—. Brooke no es hombre a quien se pueda burlar dos veces.
—Milord, la intención del Tigre de Malasia era volver a Sarawak con todos los piratas de Mompracem y valerse del sobrino de Muda-Hassin para derribar del trono al rajá —explicó Sambigliong—. Los dayakos siguen siendo fieles al legítimo heredero del sultán.
—Lo sé.
—Pues bien, pongamos en práctica el proyecto de Sandokán —dijo Ada—. Ese hombre valiente y leal me ha devuelto a Tremal-Naik y me ha hecho recobrar la razón, y nosotros pagaremos nuestra deuda dando la libertad a él y a sus compañeros.
—Sí, lo intentaremos todo —afirmó Kammamuri.
—Sin la banda de Mompracem no podremos hacer nada —advirtió lord Guillonk.
—Milord, estoy dispuesto a partir hacia el cubil de los tigres —dijo Sambigliong—. Que me den una chalupa y algunos marineros y reuniré a todos los piratas para que ayuden al sobrino de Muda-Hassin.
—Tengo una chalupa de vapor; la pongo a tu disposición.
—Marcharé en seguida, milord.
—¿Y qué haremos entretanto nosotros? —preguntó Kammamuri.
—Volveremos a Sarawak.
—Una palabra, milord —dijo Kammamuri.
—Habla.
—¿No infundiremos sospechas al rajá? ¿No sería preferible hacerle creer que seguimos nuestro viaje a la India?
—Es verdad —replicó el lord, sorprendido por el razonamiento—. Podía sospechar que intentábamos la liberación de Sandokán y de Yáñez… Eres muy perspicaz, Kammamuri.
—Soy maharato —contestó el indio, con orgullo.
—Milord —dijo Sambigliong—. ¿Dónde está el sobrino de Muda-Hassin?
—En Sedang.
—¿Libre?
—Con centinelas de vista.
—Sedang, si no me engaño, se halla junto al río del mismo nombre, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces que ancle el yate en la desembocadura y prometo que antes de dos semanas estaré allí con la flotilla de Mompracem. Entretanto, el sobrino del rajá se pondrá al corriente de los sucesos que se avecinan.
—Ese proyecto me parece mejor —dijo Kammamuri—. Así evitaremos que el rajá desconfíe.
—Tienes razón, Kammamuri —aprobó lord James—. ¡Harry!…
El segundo de a bordo, hombre de elevada estatura, piel ligeramente bronceada, que delataba la mezcla de sangre india y europea, ojos negros y expresivos y facciones enérgicas que revelaban una salvaje fiereza, adelantóse, exclamando:
—A sus órdenes, milord.
—Que boten al agua la chalupa de vapor y que pongan en ella víveres, armas y el carbón necesario para cinco días.
La orden fue ejecutada inmeditamente. Cuatro hombres y un maquinista acomodáronse en la chalupa; el horno fue encendido al momento.
—¿Cuáles son las últimas Instrucciones, milord? —preguntó Sambigliong, antes de descender por la escala.
—Armar la flotilla entera de Mompracem y que se reúna con nosotros en la desembocadura del Sedang. ¿Cuántos piratas quedan en la isla?
—Doscientos, milord.
—¿Hay muchos prahos?
—Unos treinta, armados con cuarenta cañones y sesenta espingardas.
—Al volver, mucho cuidado, a fin de evitar una sorpresa de la escuadra del rajá.
—Si la encontramos, la hundiremos, milord.
—Y daríais la señal de alarma.
—Es verdad. Obraremos con prudencia.
—Pues en marcha. Los minutos son preciosos. La chalupa navega a diez nudos por hora y en dos días puedes llegar a Mompracem.
—Hasta la vista, milord.
Sambigliong descendió a la chalupa y en seguida dio orden de marcha. Un cuarto de hora después, la rápida embarcación no era más que un punto negro, apenas visible en la azulada superficie del mar.
El yate puso la proa hacia Oriente, alejándose de la desembocadura del Sarawak, para no ser descubierto por los pequeños guardacostas del rajá y llegar a Sedang sin que le observaran.
Durante la noche, el rápido velero dejó atrás la estrecha bahía encerrada entre las dos largas penínsulas que forman el antepuerto de la ciudad, y a la mañana siguiente dirigióse hacia la costa.
A las siete de la tarde, con viento bastante fresco, llegó al río, en cuyas orillas se eleva la pequeña ciudad de Sedang.
Fondeó en una minúscula dársena, medio oculta por altísimas palmas que proyectaban oscura sombra.
—¿Se ve algo, tío? —preguntó Ada, que había subido a cubierta.
—Nada —respondió el lord—. Sedang es un lugar poco frecuentado.
—¿Cuándo veremos al sobrino de Muda-Hassin?
—Mañana; es preciso cambiar de piel.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Los hombres blancos llamarían en seguida la atención y el rajá no tardaría en ser informado.
—Entonces, ¿qué debemos hacer?
—Con tal de salvar a Sandokán y a sus compañeros, estoy dispuesta a todo, tío.
—Hasta mañana, Ada.