XXIX. La destrucción de «Los Forzados».

La costa, que milagrosamente habían alcanzado, parecía desierta.

No se advertía huella alguna de vivienda humana ni vestigio de salvajes.

La inmensa selva terminaba allí, bañando en las aguas del mar las raíces de sus últimos árboles. Como casi todas las selvas de Borneo, estaba constituida por infinita variedad de plantas, cuyas frutas podían ser utilísimas a los náufragos.

Abundaban sobre todo las plantas gomíferas, la giunta wan, gruesa trepadora perteneciente a la familia de las apocíneas y de la cual se extrae, aparte de excelente goma, una especie de liga usada por los malayos para cazar pájaros, la isonandra gutta, de la que se obtiene el caucho por simples incisiones practicadas alrededor de la corteza; pero abundan los mangos de exquisita fruta, los naranjos de dorados racimos, los nepelios que dan un fruto semitransparente, algo ácido, y los árboles del pan, cargados de enormes frutos que, tostados, resultan sabrosísimos.

Tampoco faltaban animales salvajes, que no demostraban espanto alguno por la proximidad de tantos hombres.

Entre las espesas ramas de los naranjos, agitábanse infinitos budeng, hermosos monos tan grandes como el piteco, de pelo negro y brillantísimo, algo más claro en el hocico y en las manos, y con la cabeza cubierta por espeso pelo que se prolongaba hasta la boca formando una especie de barba.

Jugaban tranquilamente con sus pequeñuelos, realizando extraordinarios ejercicios, manteniéndose con la larga cola sujetos a las ramas.

Sandokán y Yáñez, después de ordenar a los náufragos que permaneciesen unidos y que improvisasen un campamento, porque el sol calentaba demasiado, internáronse en la selva, escoltados por el inglés, Sambigliong y Tanauduriam, armados todos de fusiles.

Deseaban, ante todo, asegurarse de si la costa estaba realmente desierta, para no exponer a los forzados a un súbito ataque de los dayakos, salvajes audacísimos y antropófagos, muy numerosos en las playas y bosques occidentales de Borneo.

Su expedición se prolongó hasta el atardecer, sin que encontrasen aldea ni señal de habitantes.

Seguros ya de la ausencia de los peligrosos salvajes, regresaron al campamento, levantado al borde de la selva, en una explanada que se prolongaba hasta la playa.

Durante la exploración de los tres jefes, los galeotes habían construido cabañas, utilizando las gigantescas hojas de algunos bananos silvestres y recogieron muchas frutas de toda especie, vaciando los árboles que crecían al borde de la selva.

Entretanto, otros forzados dirigiéronse a los arrecifes, hicieron abundante recolección de esas gruesas ostras llamadas de Singapur, veinte veces mayores que las comunes, de grandes cefalópodos y haliotis, preciosas conchas de gigantescas proporciones que ostentan todos los colores del arco iris y que contienen un molusco muy apreciado que se exporta en grandes cantidades a los mercados chinos.

También cogieron un par de tortugas marítimas, muy gruesas, que escarbaban la arena para poner sus huevos.

Tenían, pues, cena segura y suculenta, sin necesidad de tocar a las provisiones de carne, muy escasa, puesto que la mayor parte había sido arrebatada por las olas que destruyeron la balsa. Mas, cuando los forzados quisieron encender fuego, se encontraron con que no tenían eslabón ni pedernal.

Siendo, además, necesario el fuego para mantener alejadas a las fieras, Sandokán y Yáñez encargaron a Sambigliong y a Tanauduriam que lo procurasen.

La cosa, en realidad, no era tan difícil como pensaban los forzados. Es fácil comprender que no todos los pueblos conocen el uso del eslabón y del pedernal y, sin embargo, disponen del fuego necesario para condimentar los alimentos y para calentarse cuando las noches son húmedas y frías.

Los malayos emplean un procedimiento muy ingenioso. Cogen una rama de bambú, planta que en sus selvas crece por todas partes, la cortan por la mitad, en sentido longitudinal, y en la superficie convexa practican una pequeña hendidura.

El borde agudo de la otra mitad lo frotan sobre aquella hendidura, primero lentamente, luego con rapidez.

El polvillo que se desprende de la frotación arde muy pronto y el fuego se comunica a un filamento de junco colocado debajo.

Después de encender numerosas hogueras, los forzados cenaron alegremente; tendiéronse luego bajo las improvisadas tiendas, sin cuidarse de colocar centinelas alrededor del campamento, a pesar de los consejos de Sandokán, de Yáñez y del inglés.

—Si sentís miedo, vigilad vosotros —contestaron, y sin preocuparse de más, echáronse a dormir.

—Que hagan lo que quieran —dijo el Tigre al portugués—. Se verán atacados y morirán todos.

—Ya sabía yo que, en cuanto pasase el peligro, no se podría obtener nada bueno de ellos. Mañana nos negarán obediencia y pasado mañana serían capaces de asesinarnos.

—Ciertamente —agregó el gigante—. Ahora que están a salvo se burlarán de nosotros y se sublevarán contra nuestra autoridad.

—Tanto peor para ellos —replicó Sandokán—. Nuestra misión ha terminado.

—¿Partiremos, hermano? —preguntó Yáñez.

—En cuanto se duerman todos. ¿Sigue el bote en la playa?

—Lo he recogido cuando estaba a punto de ser arrastrado por las olas.

—¿Tenemos municiones?

—Cerca de cuarenta cartuchos.

—Nos bastan para llegar hasta Uri —dijo el Tigre de Malasia—. Tendámonos también y finjamos dormir. Si se dieran cuenta de nuestra fuga, estos salvajes serían capaces de asesinarnos.

Tumbáronse los cinco bajo el ramaje de un cocotero gigantesco, a trescientos pasos de la playa, y aparentaron dormir profundamente.

Algunos galeotes velaban aún en torno de las hogueras, narrando historias espeluznantes; sin embargo, el sueño no debía tardar mucho en rendirlos.

A eso de las once, todos dormían en el campamento. Las fogatas, faltas de combustible, iban poco a poco extinguiéndose, lanzando fugaces resplandores.

Sandokán, para evitar el peligro de ser descubierto, esperó a la medianoche; entonces sacudió a sus compañeros, diciéndoles:

—Ha llegado la hora; vamos…

—¿Estás seguro de que duermen todos? —le preguntó Yáñez.

—No veo a nadie junto a las hogueras; en cambio, oigo roncar por todas partes.

—Si intentasen detenernos, responderemos a tiro limpio —replicó el portugués.

El gigante púsose en pie y, oculto tras el grueso tronco del árbol, miró atentamente a su alrededor.

Ningún hombre velaba ya junto a las casi extinguidas hogueras, y en la extremidad del campamento no se veía centinela alguno. Los galeotes, confiados, dormían a pierna suelta bajo las chozas, como si se hallasen aún en la fragata.

—Partamos —murmuró el coloso, empuñando el fusil.

Los dos jefes piratas, Sambigliong y Tanauduriam, levantáronse, lanzaron una última mirada al campamento y luego, guiados por el inglés, dirigiéronse silenciosamente hacia la playa, escondiéndose tras algunos montículos de arena.

Oculto entre dos escollos encontraron el botecillo. El inglés lo había provisto de un mástil, de una vela y de un par de remos y, como hombre prudente, había llevado un barril de agua. Faltaban víveres, pero tenían la posibilidad de procurárselos en la costa.

—Embarquemos —dijo Sandokán.

Ya se disponía a acomodarse en el banco de popa, cuando oyó un agudo silbido.

—¿Qué pasa? —se preguntó, deteniéndose.

—¿Será alguna señal? —dijo Yáñez.

—Razón de más para apresurarnos —exclamó el inglés.

—Tal vez algún galeote nos habrá oído y ha dado la voz de alarma.

—¡A los remos! —ordenó Sandokán.

Sambigliong y Tanauduriam comenzaron a remar vigorosamente, en tanto que el Tigre, Yáñez y el inglés montaban los fusiles para estar dispuestos a rechazar cualquier ataque.

A pesar de sus temores, no se vio a ningún galeote levantarse ni correr hacia la orilla.

El bote llegó muy pronto a la escollera contra la cual se había deshecho la balsa y se dirigió hacia un promontorio que cerraba el horizonte por la parte septentrional.

Se hallaban ya los fugitivos a media milla del campamento, cuando de súbito estallaron espantosas vociferaciones en la playa que acababan de abandonar.

Sandokán, el gigante y Yáñez pusiéronse en pie.

Dos puntos luminosos, tal vez dos antorchas, se veían correr por la linde de la selva, al mismo tiempo que numerosos relámpagos, seguidos de fuertes detonaciones, brillaban alrededor del campamento.

Gritos feroces y aullidos de desesperación se oían por todas partes. Parecía como si el campamento hubiese sido repentinamente asaltado y los atacantes estuvieran acuchillando a todos los infelices galeotes.

—¡Atacan a los presidiarios! —gritó el Tigre de Malasia.

—O bien se zurran mutuamente —dijo Yáñez.

—¿No oyes esas exclamaciones?… Son el grito de guerra de los dayakos. ¡Amigos, volvamos!…

—¿A dónde?

—Al campamento, Yáñez.

—Deja que los maten, Sandokán.

—No, hermano. No podemos asistir impasibles a esa carnicería.

—Volvamos, puesto que lo quieres. Temo, sin embargo, que lleguemos demasiado tarde.

Sambigliong y Tanauduriam, auxiliados por el inglés, volvieron la proa hacia el Sur, remando con todas sus fuerzas.

Parecía, en efecto, que el campamento había sido asaltado por alguna horda de los terribles indígenas que pueblan las costas occidentales de Borneo, hombres vigorosos y enemigos encarnizados, no sólo de los blancos, sino también de los malayos.

Los gritos ensordecedores, salvajes, retumbaban a lo largo de la costa ahogando las detonaciones de las armas de fuego. Entre el clamoreo, a intervalos, oíanse los ayes de dolor de los infelices galeotes, apuñalados despiadadamente.

Tal vez los más animosos habían intentado organizar la resistencia, pues en un extremo del campamento brillaban relámpagos y sonaban descargas, pero esta resistencia no duró mucho. Las voces de los que atacaban, voces de triunfo y de victoria, denunciaban que los galeotes llevaban la peor parte.

El botecillo, dejando atrás la escollera, llegó pronto frente al campamento.

Sólo entonces Sandokán y sus compañeros pudieron darse cuenta de la terrible situación en que se encontraban los forzados.

La playa estaba llena de salvajes armados de lanzas y de parangs. Eran varios centenares y habían rodeado por completo el campamento, tratando de aniquilar, con furiosos asaltos, a la turba de presidiarios.

Estos, ya medio destrozados, habíanse congregado alrededor de un grupo de árboles e intentaban oponer una resistencia desesperada con las escasas armas de que disponían. De vez en cuando sonaban algunos tiros, pero hubiese hecho falta un cañón para rechazar a aquel enjambre de fieras que se lanzaban ciegamente al ataque.

El Tigre de Malasia aprovechó un momento de calma para gritar:

—¡Ánimo!… ¡Vamos en vuestro auxilio!…

En seguida sonaron cuatro tiros y cuatro salvajes rodaron por el suelo.

El botecillo se dispuso a atracar.

Los dayakos, al oír los disparos, se volvieron rápidamente y treinta o cuarenta de ellos, al ver avanzar la embarcación, corrieron hacia la playa para cerrar el paso a aquellos cinco hombres que iban a atacarlos por la espalda.

—Quememos todos nuestros cartuchos —exclamó el gigante—. No es fácil que logremos salvar a esos desdichados, pero, al menos, pagarán cara su victoria.

Protegidos por el bote, para librarse de la lluvia de flechas que caía por todas partes, Sandokán y sus compañeros abrieron un fuego acelerado, apuntando a la masa más compacta de los asaltantes.

—¡Fuego! —gritaba sin cesar el Tigre—. Cuando los hayamos rechazado desembarcaremos.

Pero los dayakos, a pesar de las descargas de fusilería que abrían grandes brechas en su filas, no hacían intención de retirarse. Mientras sus compañeros, dando un último asalto más impetuoso que los anteriores, remataban a los galeotes, arrojáronse al agua resueltamente para atacar a nado a la pequeña embarcación.

Para evitar aquel peligroso abordaje, Sambigliong y Tanauduriam se vieron obligados a empuñar los remos y alejarse, mientras Yáñez, Sandokán y el inglés rechazaban a tiros a los nadadores. Viendo que sus esfuerzos resultaban inútiles, los salvajes, después de un postrer intento para dar caza al bote, replegáronse hacia la orilla chillando furiosamente.

La lucha había ya terminado en el campamento y los salvajes se retiraban precipitadamente a la tenebrosa selva, llevándose las armas y cabezas de los vencidos, pues los dayakos son los mejores coleccionistas de cráneos humanos.

Cuando desapareció la última banda, Sandokán y sus compañeros desembarcaron.

Un silencio de muerte reinaba en el campamento.

En medio de las chozas levantadas por los náufragos yacían montones de cadáveres horriblemente mutilados por los parangs y por las mazas de los salvajes. Aquellos infelices, completamente desnudos, habían sido decapitados.

—¡Mil truenos!… ¡Qué espantosa carnicería!… —exclamó el inglés.

—Seguramente ninguno de los galeotes habrá escapado con vida —dijo Yáñez—. Ha sido una fortuna para nosotros el haber huido a tiempo. Una hora de retraso y también nuestras cabezas habrían ido a adornar las chozas de esos antropófagos. Sandokán, vámonos; aquí ya nada tenemos que hacer.

—No tan pronto, Yáñez —respondió el Tigre.

—¿Qué esperas?

—Que alguno de estos desgraciados se haya librado de la matanza y se encuentre oculto en la selva.

—¿Vas a internarte en la espesura? Acaso estén escondidos los dayakos.

—Permaneceremos aquí, junto al bote, dispuestos a hacernos a la mar si nos amenaza algún peligro. Si algún forzado ha conseguido salvar la piel, volverá seguramente al campamento con la esperanza de encontrar armas o compañeros.

—Es verdad —dijo el inglés—. ¿Habrán hecho algún prisionero los dayakos?

—No lo creo —replicó Sandokán.

—¿Qué les habrá impulsado a degollar a esos pobres forzados que ningún daño les habían hecho?

—El deseo de apoderase de sus armas y de cosechar una buena cantidad de cráneos humanos. Los dayakos son peores que las bestias feroces, y cuando pueden atacar por sorpresa a un enemigo lo hacen sin vacilación. El cráneo de un adversario es para ellos muestra de valor y todos los guerreros procuran poseer el mayor número posible. Son como los pieles rojas de América.

—Con la diferencia, sin embargo, de que los pieles rojas se contentan con la cabellera del vencido, mientras que estos salvajes quieren toda la cabeza —dijo Yáñez.

—¿Crees que volverán?

—No me sorprendería, John —replicó el Tigre de Malasia—. Quedan aquí muchos cadáveres que les ofrecen copiosísimos banquetes. Cuando los dayakos devoren los cuerpos que se han llevado, vendrán a buscar más.

—¡Miserables! —exclamó el coloso—. ¡Qué lástima no haber tenido los dos cañones de la fragata para darles una dura lección!

—No nos habrían servido para nada —dijo el portugués—. La tripulación los clavó antes de abandonar la fragata.

—¿Qué ocurre, Yáñez? —preguntó Sandokán.

—Veo una sombra que se desliza sobre el mar. ¡Mira allí!…

El Tigre y el coloso miraron hacia el mar. Dos formas, indecisas aún, pero que no debían ser otra cosa que dos chalupas o canoas labradas en el tronco de un árbol, habían aparecido de improviso en la extremidad del promontorio que cerraba la ensenada por la parte del Sur.

—Deben ser dos embarcaciones —dijo Sandokán.

—¿Se dispondrán los dayakos a atacarnos por mar? —preguntó Yáñez—. Eso es que había también enemigos en el bosque.

—Y acaso espiándonos —añadió el gigante, con inquietud.

—Sí, son dos chalupas —confirmaron Sambigliong y Tanauduriam, dirigiéndose a la orilla.

—Sandokán, huyamos —dijo Yáñez—. Tal vez los salvajes se habrán emboscado en la selva y se dispondrán a atacarnos por la espalda.

—Esas dos chalupas nos darían caza, Yáñez —respondió el Tigre—. En un abordaje no saldríamos bien librados.

—Entonces, ¿qué decides?

—Fortificarnos en cualquier escollo y quemar todos nuestros cartuchos.

—Solamente nos quedan diez o doce de ellos —replicó el coloso.

—Pues bien, nos defenderemos con las culatas de los fusiles y con las hachas —replicó Sandokán—. ¡Al bote, en seguida!

Disponíase a correr hacia la playa, cuando Tanauduriam, que ya había embarcado, anunció:

—No son chalupas de salvajes. Veo a muchos hombres armados con carabinas.

—Tal vez sean náufragos —dijo Yáñez, deteniéndose.

—Pongámonos en guardia y esperemos —añadió el Tigre de Malasia.

Las dos chalupas, que avanzaban rápidamente, se hallaban a unos doscientos o trescientos pasos de la playa. Iban tripuladas por veinticuatro marineros armados con hachas y fusiles.

Sandokán inclinóse rápidamente hacia Sambigliong, diciéndole:

—No abandones el bote y estáte dispuesto a todo.

El pirata saltó dentro de la pequeña embarcación y se ocultó.

En aquel momento una voz que partía de la primera chalupa preguntaba en inglés:

—¿Quién vive?

—Náufragos —respondió en seguida Sandokán.

—¿Habéis sido atacados por los salvajes? Hemos oído las voces y los disparos.

—Nos sorprendieron mientras dormíamos y han asesinado a todos nuestros compañeros.

—¿Han huido los salvajes?

—Se han retirado a la selva —repuso Sandokán.

—¿Queréis embarcar con nosotros? —preguntó el hombre que hizo las preguntas anteriores.

—No deseamos otra cosa. ¿Sólo tenéis la chalupa?

—En alta mar tenemos un giog.

—Si nos admitís a bordo pagaremos el pasaje.

Las dos chalupas llegaron entonces a la playa. Los veinticuatro hombres que las tripulaban desembarcaron sin abandonar las armas y se dirigieron al grupo formado por Sandokán, Yáñez, el inglés y Tanauduriam.

De repente los veinticuatro hombres precipitáronse sobre los tres piratas y el coloso, apuntándoles con los fusiles, al mismo tiempo que una voz ordenaba con acento amenazador:

—¡Entregaos o perdéis la vida!…

Sandokán, sorprendido por aquel inesperado ataque, quedó inmóvil, sin pensar en hacer uso del fusil.

Una exclamación del inglés le advirtió del peligro que corría.

—¡Mil demonios!… ¡Los tripulantes de la fragata!…

Sandokán lanzó un rugido de furor y se lanzó contra los enemigos empuñando el fusil por el cañón, para utilizarlo como una maza; pero al momento fue sujetado por diez manos que lo derribaron, arrancándole el arma.

Por su parte, el inglés levantaba el hacha, dispuesto a herir; Yáñez, con la rapidez del relámpago, le contuvo, diciéndole:

—¿Quieres hacerte matar?

Los marineros apuntaban ya algunos fusiles al pecho del inglés, y se disponían a disparar a quemarropa.

—Nos rendimos, hijitos —exclamó el portugués, que no había perdido un átomo de su flema habitual—. ¡Vive Dios!… ¡Qué agradable sorpresa!

Adelantóse un hombre, y dirigiéndose a Yáñez le preguntó:

—¿Me conoces?

—¡Por Júpiter! ¡El teniente de la fragata!

—En persona, amigo Yáñez —rio el oficial—. Estaba seguro de que en alguna playa nos encontraríamos, porque la fragata no podía ya tenerse a flote.

—Tuviste buen olfato.

—Y también buena fortuna. ¿Han muerto todos los forzados?

—No puedo asegurarlo. Sin embargo, si quieres dar un paseo por la selva y trabar amistad con los dayakos, te esperaremos aquí —replicó Yáñez, con ironía.

—Lo que me interesaba era volver a apoderarme de vosotros; los demás me importan poco. Ya se cuidarán los salvajes de acabar con ellos.

—¡Ah! ¿Te corría prisa hacernos prisioneros? ¿Y para qué?

—Para llevaros de nuevo a Sarawak.

—¿En las chalupas?

—No, hemos encontrado un giog que nos ha recogido. Pero no esperéis encontrar allí forzados que se subleven contra nosotros.

—Tal vez encontremos algo mejor…

Yáñez miró a su alrededor; luego, alzando la voz, de modo que le oyese Sambigliong, que no había salido del bote, dijo riendo:

—Tal vez nos tropezaremos con el sobrino de Muda-Has-sin o con cierto señor Sambigliong…

Después, observando que el teniente le miraba con estupor, añadió:

—Tenía ganas de bromear; vamos en busca de James Brooke. Se alegrará de volver a vernos.

Y se dejó conducir a la chalupa mayor, donde ya se encontraban Tanauduriam, Sandokán y el inglés.