La vieja fragata había dejado de existir.
Destrozada por los agudos escollos, no era ya más que un montón informe de maderos, destinado a ser destrozado poco a poco o sumergido trozo a trozo.
La quilla, partida en dos por efecto del segundo choque, quedó desprendida y el agua invadió la cala, derribando los puntales. La masa enorme del casco, doblemente pesada ahora por el líquido que ocupaba y sujeta por el escollo en que se apoyaba, no corría, momentáneamente, peligro alguno.
Las oscilaciones habían cesado, pero las olas seguían azotando la cubierta, amenazando llevarse a los náufragos.
Sandokán, Yáñez y el inglés, que no habían perdido la serenidad, ni siquiera en el terrible momento, se apresuraron a refugiarse en el alcázar que, hallándose muy alto, no podía ser invadido por las gigantescas olas.
Los forzados, comprendiendo que la salvación estaba allí, fueron poco a poco reuniéndose en aquel lugar, sin ocuparse de sus compañeros embriagados que rodaban por cubierta junto con los cadáveres.
De trescientos no quedaban más que ciento treinta, porque los heridos habían muerto por efecto de las incesantes sacudidas de la nave, o ahogados por el agua al inundar el entrepuente.
Durante toda la noche aquellos desgraciados lucharon, entre la mayor angustia, contra la muerte, manteniéndose agrupados estrechamente alrededor de los cuatro piratas de Mompracem y del inglés, resistiendo con tenacidad los continuos golpes de mar.
Afortunadamente, cerca de las dos de la mañana, el vendaval comenzó a disminuir en intensidad y las olas se fueron calmando.
Yáñez y Sandokán, tras largos esfuerzos, lograron trepar al escollo contra el cual se apoyaba la fragata, una roca gigantesca que se elevaba cerca de cien metros sobre el nivel del mar.
Desde allí esperaban descubrir la costa de Borneo, pero se encontraron con que otros escollos, mucho más altos, hacia Oriente, les impedían dominar el mar en aquella dirección.
—No importa —dijo Sandokán—. La costa no puede estar muy lejana y la alcanzaremos.
—¿De qué modo? —preguntó Yáñez—. A bordo no tenemos más que un botecillo.
—Construiremos una balsa.
—¿Y embarcaremos con nosotros a toda esta gentuza?
—No podemos abandonarla en esta escollera desierta que no ofrece refugio alguno, ni un trozo de selva.
—¿Y tú crees que encontraremos en la costa víveres suficientes para tantas personas?
—Cerca del cabo de Sirik hay tribus dayakas, que espero nos ayudarán.
—Eso suponiendo que no nos coman —replicó Yáñez—. No te olvides de que esos salvajes son, ante todo, antropófagos.
—Si se muestran belicosos, los atacaremos y entraremos a saco en su kampong[11].
—Espero que no marcharemos con esos bandidos.
—No se me ha ocurrido tal cosa —dijo Sandokán—. En el momento oportuno nos separaremos de ellos y procuraremos volver a Mompracem.
—¿Y James Brooke?
—¿Crees que lo he olvidado? No, Yáñez; aún le daremos mucho que hacer. Organizaremos una nueva expedición y volveremos a Sarawak, unidos al sobrino del sultán. Siento curiosidad por saber lo que ha sido de Tremal-Naik y de mi tío.
—Ya los encontraremos en Sarawak, Sandokán.
—Eso espero.
Mientras hablaba así, empezaba a clarear. El sol elevábase rápidamente en el horizonte, proyectando sus rayos sobre los nubarrones que, poco a poco, cambiaban sus tétricas tintas por maravillosos reflejos sonrosados.
Sandokán y Yáñez se volvieron para darse cuenta exacta de la situación.
La vieja fragata estaba en medio de un grupo de escollos y de islotes que formaban en el centro un pequeño lago que comunicaba con el mar por dos canales tortuosos cubiertos de bancos coralíferos.
La casualidad había arrastrado a la nave hasta aquella especie de estanque, estrellándola frente a una isla cubierta de espesa vegetación y que se elevaba, en forma de cono, cerca de doscientos metros sobre el nivel del mar.
—Desde allí podremos descubrir la costa —exclamó Sandokán, señalando la isla—. En cuanto se calme el oleaje, iremos a explorarla y escalaremos la cumbre.
Cuando pusieron de nuevo el pie en la embarcación, el primer rayo de sol se extendía sobre el mar, tiñendo de oro la superficie.
Los forzados, seguros ya de su suerte, pusieron mano a la obra de construir una balsa. El inglés, perito en la tarea, encargóse de dirigir el trabajo de demolición, ya que hacía falta mucha madera.
Entretanto Sandokán y Yáñez, seguidos por Tanauduriam y algunos galeotes, llevaron a cabo una rápida inspección en la bodega para asegurarse de si quedaban algunos víveres, puesto que la mayor parte habían sido consumidos en la noche anterior, durante la orgía.
Sus pesquisas dieron poco resultado. Aunque la despensa había sido totalmente destruida, pudieron encontrar en la cámara de los tripulantes algunas cajas de galleta y varias barricas de cerdo salado salvadas milagrosamente del incendio.
Las demás provisiones fueron definitivamente arrebatadas por las olas.
—Apenas hay lo necesario para calmar el hambre —dijo Yáñez—. Si esos bribones no hubiesen consumido en la orgía todas las cajas y barriles de víveres, habríamos podido aguantarnos muchos días.
—Lamentaciones inútiles, Yáñez —afirmó Sandokán—. Además, mañana llegaremos a la costa.
Al mediar el día, calmadas ya las olas en el pequeño lago, los dos jefes de los piratas y Tanauduriam y Sambigliong embarcaron en el botecillo para dirigirse al islote que se elevaba frente a la nave.
Estaban seguros de poder distinguir, desde la cima de aquel cono, la costa de Borneo, pues era mucho más alta que la escollera que se extendía hacia el Este.
La travesía del lago fue realizada en pocos momentos, a pesar de que la superficie estaba bastante agitada aún a causa de las olas que penetraban por los dos canales. El desembarco se efectuó sin dificultad en una playa de suave inclinación. Vencejos, petreles y gaviotas, al notar la presencia de los intrusos, volaban chillando, no tan pronto, sin embargo, que impidiesen a Yáñez hacer un blanco magnífico en un grueso pato silvestre.
—Nos servirá de almuerzo —dijo el portugués.
Recogida la presa y amarrada la embarcación, el Tigre y sus compañeros se internaron en la espesura, comenzando la ascensión al cono.
Así como los demás islotes eran áridos, aquel islote estaba cubierto de rica y exuberante vegetación. Sus faldas estaban llenas de helechos arborescentes, de áloes, de palmas y de matorrales espinosos; plantas todas que no podían ofrecer ningún fruto comestible.
En medio del verdoso follaje veíanse innumerables lagartos, los cuales huían lanzando estridentes chillidos; estos reptiles son muy semejantes a los gehko, tan numerosos en Java y en Sumatra, que no hay casa que no esté llena de ellos.
Marchando lentamente a causa de la espesura, Sandokán y sus compañeros llegaron al cabo de media hora al vértice del cono, el cual se erguía despojado del más pequeño hierbajo. Desde allí miraron hacia Oriente y distinguieron una costa baja que se dibujaba en el horizonte, defendida por gran número de islotes.
—Está sólo a unas veinte millas —declaró el Tigre—. Mañana desembarcaremos.
—Aquella punta que se prolonga hacia el Norte debe ser el cabo Sirik —añadió Yáñez.
—Lo mismo creo —repuso Sandokán.
Permanecieron allí algunos minutos, observando el mar con la esperanza de descubrir algún praho; luego descendieron y embarcaron, llevando con ellos el grueso pato.
Al volver a bordo encontraron a los galeotes demoliendo la obra muerta de la fragata, para dar principio a la construcción de la almadía.
Cuando se consideró suficiente el maderamen acumulado a popa, Sandokán, Yáñez y el inglés se encargaron de la dirección de la tarea, deseosos de que la balsa resultase sólida, capaz de resistir las olas, que eran violentísimas en aquellas costas erizadas de bancos y de rocas coralinas.
Arrojaron primeramente al agua los restos del trinquete y las vergas para formar el esqueleto; luego, tres maderos que fueron en seguida ocupados por varios hombres, elegidos entre los más prácticos e inteligentes.
Estando el mar tranquilo, la construcción del esqueleto de la balsa fue rapidísimo. Los restos del mástil y las vergas quedaron pronto sólidamente ligados, formando una especie de paralelogramo, sostenido en los ángulos por barricas vacías que encontraron en la cámara de la tripulación.
En seguida echaron al agua el maderamen arrancado a la obra muerta, las tablas de la toldilla y los trozos de las bandas. Luego, los improvisados carpinteros, bajo la dirección del inglés y de los dos jefes de Mompracem, dieron principio a la construcción de la plataforma.
Habiendo encontrado a popa la caja del carpintero, provista de numerosas herramientas y de clavos de todas dimensiones, la segunda parte de la obra marchó con tal rapidez que, antes de la puesta del sol, la balsa se hallaba en disposición de recibir a los náufragos de la vieja fragata.
A popa colocaron un largo timón, formado por una especie de remo, y en el centro de la plataforma izaron un pequeño mástil, formado con el asta del bauprés.
A las ocho de la noche, mientras la luna se elevaba en el horizonte, roja como un disco incandescente, los forzados embarcaron, llevando con ellos dos cajas de galleta, varias raciones de cerdo salado, algunos barriles de agua dulce, veinte fusiles con trescientos o cuatrocientos cartuchos —únicos que pudieron extraer de la anegada santabárbara— y cerca de cuarenta hachas. El botecillo, que podía ser de gran utilidad, fue también colocado en la balsa.
A las nueve, esta, impulsada por dos docenas de remos, abandonaba los restos de la fragata y avanzaba lentamente por entre los escollos.
Sandokán encargóse del timón, y Yáñez, el gigante, Sambigliong y Tanauduriam colocáronse a proa para señalar los arrecifes.
La travesía del canal, que se dirigía hacia el Este, resultó más fácil de cuanto imaginaron los dos jefes de los piratas, y media hora después la balsa, con la vela desplegada, navegaba en dirección a la costa de Borneo, cabeceando pesadamente a causa de las grandes olas que corrían de Norte a Sur.
—Si continúa esta brisa, mañana, a primera hora, tocaremos tierra —dijo Sandokán a Yáñez, que se acercaba a popa.
—No sabemos lo que nos espera en la costa —respondió el portugués—. Temo sorpresas desagradables.
—¿Por qué, Yáñez?
—Me atormenta un pensamiento, hermano.
—¿Cuál?
—No sé, pero constantemente pienso en la tripulación de la chalupa.
—Seguramente se halla muy lejos.
—¿Y si nos esperan en la playa? Aquellos hombres estarán furiosos por el descalabro sufrido.
—¡Bah!… Se habrán dirigido a Sarawak o a Sedang.
—Peor aún. Si James Brooke se entera de nuestra fuga, se embarcará en su maldito schooner para darnos caza.
—Llegará tarde, Yáñez.
—¿Tienes intención de abandonar pronto a los forzados?
—Mañana por la noche, mientras duerman, los abandonaremos.
—¿En qué embarcación?
—En el bote.
—¡Hum!… El viaje resulta un poco largo y no está exento de peligros. Estamos lejos de Mompracem, hermano.
—En Uri encontraemos algún praho que nos llevará al menos hasta las Romades.
—¿Vendrá también con nosotros el inglés?… Sería una adquisición magnífica, Sandokán.
—Ha prometido seguirnos. Prefiere nuestra compañía a la de los galeotes.
—¿Y volveremos luego a Sarawak?
—Sí —replicó Sandokán, en tanto que en sus ojos brillaba un relámpago sombrío—. He jurado destronar a James Brooke y lo conseguiré, aunque pierda en la empresa mi último praho y mi último soldado.
Mientras tanto, la balsa, impulsada por ligera e irregular brisa, seguía avanzando hacia el Este, en dirección a la playa, que Yáñez y Sandokán descubrieron desde la cumbre del islote.
El mar seguía agitado, pero la balsa sosteníase bien. De vez en cuando, alguna ola iba a estrellarse contra sus bordes, bañando a los galeotes que se hallaban agrupados alrededor del mástil; pero la armadura, sólidamente construida, y la plataforma, resistían con tenacidad aquellos choques.
Hacia medianoche el viento comenzó a ceder y la almadía permaneció casi inmóvil, aunque las olas seguían sacudiéndola brutalmente.
Cuando el sol surgió en el horizonte, la costa se hallaba aún a más de quince millas de distancia y la calma continuaba.
El mar aparecía desierto. Por ninguna parte se veía vela ni punto negro que indicase la presencia de una chalupa.
Sólo algunas aves marinas cruzaban el espacio, la mayor parte de ellas fragatas de vuelo rápido, elegantes voladores del mar que se encuentran sólo junto a los trópicos y cuyas alas son más parecidas a las de un halcón que a las de las palmípedas. No faltaban tampoco las inevitables gaviotas y golondrinas, volátiles muy numerosos en las aguas de Malasia.
En el océano veíanse multitud de diodones, peces bastante extraños que viven en la zona tórrida, que muy a menudo nadan con el vientre hacia arriba y que, de vez en cuando, absorben gran cantidad de aire y aparecen redondos.
Son feísimos, y la forma de su cuerpo cubierto de espinas blanquecinas matizadas de negro y de violeta hace que se parezcan a enormes granos de arroz.
Los galeotes, nada sobrados de víveres, probaron con buen resultado de cazar a los peces aquellos utilizando los arpones que llevaban como armas defensivas.
A las tres de la tarde la brisa volvió a hinchar la vela, y la balsa, después de tantas horas de inmovilidad, reanudó la marcha, hendiendo rumorosamente las olas que embestían la proa.
La costa distinguíase ya perfectamente. Describía una especie de arco, que iba de Norte a Sur, y aparecía cubierta de enmarañada vegetación. A lo lejos, sobre el luminoso horizonte, dibujábase una cadena de montañas; tal vez era una derivación de los Montes de Cristal, que corren paralelamente a la costa occidental de la gran isla, serpenteando a lo largo del sultanato de Varauni.
Gran número de pequeños escollos perfilábanse ante aquella especie de rada abierta, haciendo difícil, y tal vez peligroso, el abordaje, sobre todo para una embarcación tan deficiente que no siempre obedecía al impulso del timón.
—¡Preparaos para arriar la vela o la balsa se estrellará! —gritó Sandokán.
Las olas, al chocar contra el obstáculo de los escollos, revolvíanse con gran violencia, imprimiendo a la almadía incesantes sacudidas.
Sandokán y Yáñez, agarrados a la larga pala que les servía de timón, hacían esfuerzos desesperados para mantener la estabilidad de la balsa, pero los obstáculos aumentaban por instantes. Además de los escollos había bancos de arena que no siempre era posible descubrir a causa de la espuma que los cubría.
Los forzados permanecían en pie, dispuestos a lanzarse al agua. Algunos empuñaban las armas, otros cargaron con ios víveres, no queriendo de ningún modo que se perdiesen.
Las sacudidas de la balsa eran cada vez más fuertes. Las olas la golpeaban con tal violencia, que los hombres no podían tenerse en pie.
Sólo estaban ya a unos trescientos metros de la playa, gracias a la habilidad de Yáñez y de Sandokán.
De repente, una ola mayor que las demás cogió a la balsa por debajo, con extraordinaria furia, y la mantuvo un instante en posición casi vertical.
Un segundo después, la proa sufrió un choque terrible. La plataforma, desarticulada por el golpe, abrióse bajo los pies de los forzados y las tablas se deshicieron en el arrecife.
—¡Sálvese quién pueda!… —se oyó gritar al inglés.
Los ciento treinta hombres, en menos que se dice, se encontraron en el agua; gran parte de las armas y de los víveres fueron arrastrados por las olas.
Afortunadamente el fondo era muy bajo en aquel lugar. Los forzados, ayudándose unos a otros y dejándose llevar por el oleaje, encontráronse poco más tarde reunidos en la playa, donde les habían precedido Yáñez, Sandokán, el gigante y los dos piratas de Mompracem.