La vieja fragata había sido conquistada, pero ¡a qué precio!… De cuatrocientos forzados, más de ciento cincuenta yacían sobre la toldilla horriblemente mutilados por la metralla y, otros, sesenta o setenta estaban gravemente heridos.
La nave se hallaba en un estado deplorabilísimo. El incendio estaba extinguido, pero en pocas horas había originado perjuicios irreparables.
La despensa se encontraba completamente destruida, la cámara de los oficiales incendiada, el alcázar amenazaba ruina, los maderos de popa agrietados y en algunos lugares abiertos, y como si fuera poco, el palo mayor y el de mesana habían caído.
También la proa sufrió graves daños a causa de los proyectiles. El castillo, falto de sostén, estaba a punto de hundirse, el bauprés se hallaba casi inservible y las bordas aparecían destrozadas en muchos sitios por la caída de los palos.
El espectáculo que ofrecía la toldilla era horrendo.
Desde proa hasta el alcázar, veíanse amontonados los cadáveres de los galeotes y la sangre corría en abundancia por la cubierta enrojeciendo el agua alrededor del buque.
De aquella masa elevábanse de vez en cuando gritos, rugidos, maldiciones y alguna cabeza ensangrentada o brazo mutilado por la metralla.
Sandokán, al oír las exclamaciones de los penados que anunciaban el comienzo de una repugnante orgía, lanzóse en medio de la turba que se disponía a invadir el entrepuente para apoderarse de los barriles de licor destinados a la tripulación, empuñando el hacha con gesto amenazador.
—¡A los heridos, canallas! —gritó.
El inglés corrió en su auxilio, esgrimiendo una barra de hierro, arma que en sus manos era más formidable que una pieza de artillería.
Los galeotes respondieron con una carcajada.
—¡Al diablo los heridos!… —dijeron unos.
—¡Tenemos sed!… —añadieron otros.
Luego, todos a coro, vocearon:
—¡Gin!… ¡Brandy!… ¡Arak!… ¡Bebamos, camaradas!… ¡Viva la galera!… ¡Vamos!…
El Tigre de Malasia lanzó un rugido de furor.
—¡Al que no me obedezca, lo mato! —tronó, cerrándoles el paso y levantando el hacha.
—¡Al infierno ese negro! —gritó un forzado—. Veremos si me impide vaciar un barril de arak.
Un hombrachón de mirada torva, cara angulosa, y que ostentaba en la frente una profunda cicatriz, recuerdo, sin duda de un navajazo, verdadero tipo de malhechor encanallecido, acercóse a Sandokán blasfemando y armado de uno de esos largos cuchillos que los norteamericanos llaman bowie-knife[10].
—¡O me dejas beber el arak, o beberé tu sangre! —exclamó.
—¡Atrás, o te mato! —respondió el Tigre, conteniendo con un ademán al inglés, que se disponía a descargar la barra de hierro sobre el galeote.
—¡Hola!… —exclamó este último, haciendo una mueca—. Te advierto, lindo salvaje, que no estamos dispuestos a dejarnos dominar.
—¡Bien dicho, Paddes! —aprobó una voz.
El forzado arrojóse sobre Sandokán, gritando:
—¡Quiero beber!…
Sin terminar la frase, cayó al suelo como herido por un rayo. El hacha del terrible jefe de los piratas de Mompracem había dividido en dos la cabeza del miserable.
—¡A los heridos!… —repitió Sandokán, amenazador—. Os he dado la libertad y me obedeceréis.
Entre los galeotes hubo un momento de vacilación, pero al ver la actitud del Tigre y del inglés, y ver además a Yáñez que, con Sambigliong y Tanauduriam, acudían armados de fusiles, cedieron. Por otra parte, sabían que sin el concurso de aquellos hombres, los únicos que podían conducirlos a la costa, difícilmente lograrían salir de aquella terrible situación, a pesar de la victoria.
—Te obedeceremos —dijeron algunos—. ¡Camaradas!… Atendamos a esos pobres diablos que están a punto de morir.
Los forzados se dispersaron por la toldilla, removiendo los montones de cadáveres y sacando de entre ellos a los heridos que gemían desesperadamente. Los infelices fueron conducidos al entrepuente, donde se hallaban las hamacas de los tripulantes, y allí los curaron lo mejor posible. Eran unos sesenta y casi todos se encontraban en estado tan deplorable que no podían pensar en alivio, sobre todo sin asistencia de un médico.
Hecho esto, los galeotes corrieron en todas direcciones para saquear el buque, buscando ante todo las bebidas y los víveres.
Sandokán juzgó su intervención inoportuna, comprendiendo que tendría que recurrir a nuevas violencias, con peligro de verse aniquilado por aquella horda de criminales. Además tenía que ocuparse del barco, que comenzaba a moverse a merced de las olas, amenazando tumbarse sobre una de sus bandas.
El mar, durante el combate, encrespóse más y más, a causa del cálido viento que soplaba del Sur, con creciente violencia.
Grandes olas, coronadas de espuma, se entrechocaban con sordos mugidos, levantando impetuosamente el casco de la vieja nave, imprimiéndole tales sacudidas que su estabilidad se veía gravemente comprometida y hacían temer que el palo del trinquete, falto del apoyo de los otros dos, cayese.
Por Oriente brillaban algunos relámpagos, recortando enormes nubarrones que el viento arrastraba a toda velocidad hacia el Oeste, y de tarde en tarde el trueno retumbaba sordamente en las profundidades del cielo.
Sandokán, ayudado por el inglés, Yáñez, los dos piratas y por algunos voluntarios, arrojaron al mar el palo mayor para descargar un poco la fragata por la banda de babor; después arriaron los juanetes para no forzar demasiado el mástil, contentándose con mantener desplegada la vela del trinquete.
Luego izaron una vela de gavia para dar a la nave mayor estabilidad.
—¿Esperas poder llevar el barco hasta la costa? —le preguntó el inglés.
—Sí —contestó Sandokán—. Probablemente tendremos que luchar; de todas formas, llegaremos a la playa de Borneo.
—¿Sabes dónde nos encontramos?
—Supongo que frente al cabo Sirik.
—Una costa peligrosa, según creo.
—Está llena de escollos, pero no importa que el buque se haga trizas. Por ahora contentémonos con tocar en tierra; más tarde veremos lo que conviene hacer.
—¿No se echarán entonces los tripulantes encima de nosotros?
—No me inquieta eso; somos bastante numerosos para no temerles.
—¿Se habrán dirigido hacia la costa?
—No lo creo; el mar está cada vez más picado y las chalupas son difíciles de gobernar. ¡Hola… ya vuelven esos bribones! Borrachos; así nos darán menos que hacer.
Gritos de alegría resonaron en el entrepuente. Los galeotes habían descubierto nuevas provisiones de licores y de víveres y se disponían a festejar la reconquistada libertad con una orgía que con toda seguridad acabaría con embriaguez general.
—Dejadlos que se diviertan —exclamó el Tigre, al observar que Sambigliong y Tanauduriam se apresuraban a coger los fusiles—. Seguidme a popa y ocupémonos del buque.
—¿Y qué piensas hacer con todos esos bribones? —preguntó Yáñez—. Empieza a asustarme su compañía.
—En cuanto podamos nos desembarazaremos de ellos —contestó Sandokán—. No tengo la menor intención de llevarlos a Mompracem; prefiero a mis tigres.
—Lancémoslos contra James Brooke.
—¿Crees que nos obedecerán? Apenas toquemos en tierra los dejaremos.
—No seré yo quien me oponga, hermano. ¡Al diablo con todos!
En aquel momento los galeotes aparecieron sobre la toldilla como una banda de condenados. Llevaban en triunfo cuatro barriles de gin, descubiertos en el fondo de la bodega, una bota de vino de España y enorme cantidad de galleta, tasajo, queso y tocino, salvados milagrosamente del incendio.
Era lo que habían logrado encontrar, y disponíanse a consumirlo todo, sin preocuparse del día siguiente.
En un segundo, aquellos infames improvisaron una mesa, encendieron gran número de antorchas y lámparas que suspendieron de las cuerdas, y comenzaron la orgía entre gritos, risas, blasfemias y brindis, sin pensar siquiera que las olas comenzaban a azotar brutalmente la fragata y que el huracán avanzaba amenazador.
Devoraban como lobos después de una semana de ayuno y atacaban sin cesar los barriles ya horadados, alternando vasos de gin y vasos de vino, gritando a pleno pulmón, insultándose y abrazándose, pisoteando los cadáveres que aún cubrían la toldilla, resbalándose a veces en la sangre.
Yáñez, Sandokán, el inglés y los dos piratas de Mompracem, reunidos a popa alrededor de la barra del timón, asistían impasibles a la monstruosa orgía.
Toda su atención se concentraba en la costa que vieron dibujarse vagamente, a la luz de los relámpagos, hacia el Este, y que ignoraban si pertenecía a una isla o a Borneo.
Pudieron verla sólo un instante, pero a Sandokán y a Yáñez les bastó para medir la distancia y orientarse.
—Puede ser el cabo Sirik —dijo el portugués— o alguno de los islotes que le rodean por la parte septentrional.
—Opino igual —respondió el Tigre.
—Al amanecer podemos encontrarnos allí; el viento nos empuja hacia el Norte, pero nos arreglaremos de forma que arribemos a la playa.
—Sin embargo, no será fácil, Yáñez, tenemos pocas velas desplegadas; el timón funciona mal, y para colmo las olas son cada vez mayores.
—Peor para esos borrachos.
—El viento arrecia —indicó el inglés— y el trinquete sufre tales sacudidas que temo se venga abajo. Ya han caído los obenques de babor.
—Si cae, lo repondremos —replicó Sandokán—. Ve a proa con Sambigliong y Tanauduriam; Yáñez y yo cuidaremos del timón.
—¿Y esos desgraciados que siguen bebiendo mientras estamos a punto de naufragar?
—Déjalos, John; sería peligroso oponerse a sus deseos.
—¡Magnífica ocasión para que volvieran las chalupas!
—No te inquietes por eso; probablemente habrán llegado a la playa. ¡Eh, Yáñez, gobierna siempre a sotavento!
En tanto que los cuatro piratas de Mompracem y el inglés se ocupaban de conducir el buque a la costa, los forzados seguían su orgía. Después de dar fin a las provisiones, comenzaron a beber desenfrenadamente, en medio de un griterío ensordecedor, que aumentaba de minuto en minuto.
Parecía que ninguno se diese cuenta del peligro que amenazaba al buque ni de la tempestad que iba a estallar. Tendidos sobre la toldilla, entre los cadáveres, las mesas derribadas, y los restos de las viandas, bebían ya sin tasa, llenos los vasos del infernal licor, cantando, haciendo muecas y gesticulando.
Algunos, menos ebrios, organizaron un baile y con las ollas y las cacerolas de a bordo improvisaron una orquesta diabólica, danzando locamente, empujándose, cayendo y rodando entre los cadáveres.
Otros, en cambio, enfurecidos por la embriaguez, se dirigían insultos, golpes y amenazas con cuchillos y hachas; otros armaron una partida de juego para quitarse mutuamente el dinero que robaron de los petates de los marineros y de la cámara de los oficiales.
Sin embargo, gran número de ellos, vencidos por la borrachera, roncaban en el entarimado de la toldilla, en el castillo de proa o bajo el alcázar, rodando en medio de los cadáveres con los incesantes bandazos de la vieja fragata.
Un barco que hubiese pasado a breve distancia, seguramente se habría abstenido de acercarse, por miedo a tenérselas que haber con una banda de espíritus infernales salidos de las profundidades del mar junto con algún buque náufrago.
Durante la orgía la tempestad siguió en aumento. Las olas se sucedían unas a otras, cada vez con mayor furia y crecientes mugidos, estrellándose rabiosamente contra los amplios costados de la fragata.
El viento tampoco amainaba y se le oía silbar con furia entre las jarcias y la vela del trinquete, amenazando tronchar el palo.
Hacia el Sur seguía el relampagueo y el sordo fragor de los truenos.
Sandokán empuñó el timón, en tanto que el inglés, Tanauduriam y Sambigliong maniobraban en las velas.
¡Qué fantástico aspecto ofrecía aquella nave casi desarbolada, a merced de las olas, iluminada por antorchas y lámparas y tripulada por una horda de borrachos que parecían desafiar la cólera del mar y del cielo, y cuyos gritos se confundían con los amenazadores mugidos del océano!
Bruscamente cesaron las carcajadas, las imprecaciones y los cantos. Una ola, mayor que las otras, después de pasar por encima de la banda de babor, extendióse por la toldilla, derribando a los hombres y apagando lámparas y antorchas.
Hasta aquel momento no se dieron cuenta los galeotes del peligro que corría la fragata. Al estrépito y a la algazara, sucedió un alarido de terror.
Los que aún podían tenerse en pie, levantáronse y miraron con espanto a las tremendas olas.
El silencio siguió a la ensordecedora bacanal.
Todos los ojos se fijaron ansiosamente en el Tigre de Malasia, cuya figura se recortaba en el alcázar, a la luz de dos antorchas. Aquel hombre formidable desafiaba serenamente al huracán y guiaba impávido a la vieja nave, sin que se contrajese un músculo de su rostro.
Yáñez, sentado junto a él, en un cubo vuelto boca abajo, fumaba flemáticamente su eterno cigarrillo, observando con la mayor indiferencia el revuelto mar.
Un grito se elevó entre los forzados, enloquecidos, repentinamente, de terror:
—¡Sálvanos!…
Sandokán no respondió. Levantó los ojos y los fijó hacia el Este, donde a la luz de un relámpago había visto al mar romperse con gran violencia.
Un galeote se adelantó hasta el alcázar, repitiendo:
—¡Sálvanos!…
Sandokán le dirigió una mirada de desprecio, diciéndole:
—¡Vete a beber! ¡Este no es tu sitio!
—¡El barco se hunde!
—Y los tiburones nos rodean —explicó Yáñez, riendo irónicamente—. Tienen hambre.
—¡No quiero morir! —gritó el forzado, palideciendo.
—Pues bien, coge el timón y encárgate de conducir el buque —dijo Sandokán.
—Pero…
—¡Vete al diablo! —rugió el Tigre, furioso.
—Sí, vete a digerir tu ginebra —añadió el portugués.
El penado juzgó prudente no insistir y volvió al lado de sus camaradas, diciendo:
—Camaradas, preparémonos para la gran zambullida.
—En ese caso bebamos hasta reventar —gritó una voz.
—¡Bien dicho, Burthon!…
—¡Así los tiburones se emborracharán cuando nos coman! —exclamó otro.
Una carcajada acompañó la terrible broma.
—¡Sí, bebamos, bebamos! —rugieron todos.
Iban a reanudar la orgía, cuando una segunda ola, y luego una tercera, se extendieron sobre el buque, barriendo la cubierta de babor a estribor.
—¡Teneos firmes! —gritó Sandokán.
La fragata se balanceaba de un modo espantoso. Tan pronto levantaba la proa, cual si intentase desgarrar las nubes con el bauprés, como elevábase bruscamente la popa en medio de las olas y luego caía con sordo estrépito que repercutía en las profundidades de la cala.
Los galeotes corrían en todas direcciones, chocando los unos con los otros, mientras los cadáveres, arrastrados por las olas ya hacia popa ya hacia proa, rodaban y saltaban como si hubiesen recobrado la vida.
El mar, en tanto, parecía aumentar de momento en momento. Se hinchaba, retorcíase, mugía y lanzaba oleadas en todas direcciones.
Yáñez tiró el cigarrillo y se puso en pie.
—¿Qué ocurre, Sandokán? —preguntó.
—Estamos entre los escollos —respondió el Tigre de Malasia, con tranquilo acento.
—Nos estrellaremos.
—Eso temo, hermano; el timón no obedece.
El inglés, Tanauduriam y Sambigliong se acercaron.
—Nos hallamos en pleno arrecife —dijo el marinero.
—Lo sé —contestó Sandokán.
—Y el trinquete está en peligro.
—Déjalo caer, John.
—Pero la costa se halla muy lejos.
—Nada más que veinte millas, John, lo he visto ahora a la luz de un relámpago.
—¿Y cómo la alcanzaremos si el barco se deshace en estos escollos? El botecillo que llevamos a bordo apenas puede contener a tres o cuatro personas.
—Bastará para nosotros —observó Yáñez.
—¿Y esos pobres diablos? No debemos abandonarlos —dijo Sandokán—. Nos han ayudado a conquistar la libertad.
—¡Valientes borrachos! Merecen una buena zambullida en el fondo del mar.
—A no ser por ellos estaríamos camino de Norfolk.
—Es verdad.
—Procuraremos, pues, ser agradecidos. ¡Ah!…
La vieja nave, levantada por las olas que se estrellaban contra los escollos, había experimentado una violenta sacudida, como si la quilla hubiese tocado en algún fondo.
Yáñez y el inglés corrieron hacia proa, donde Sambigliong y Tanauduriam, auxiliados por algunos galeotes menos borrachos que los demás, desplegaban la trinquetilla para hacer que el buque virase.
A doscientos pasos del barco descubríanse confusamente los escollos más elevados, dispuestos en doble hilera y tras ellos aparecían otros de dimensiones gigantescas, formando como un minúsculo archipiélago de islotes.
El mar encrespábase furioso ante los arrecifes. Montañas de agua se precipitaban, con ímpetu irresistible, sobre ellos, deshaciéndose con mugidos ensordecedores y dando lugar a ese mar de fondo tan temido por los navegantes.
El barco, arrastrado por el vendaval, a pesar de los esfuerzos de Sandokán y de sus compañeros, marchaba hacia los bajos. Había enfilado ya la especie de canal abierto entre el caos de islotes sin tocar en ellos, pero no podía avanzar así mucho tiempo.
Los forzados, dándose cuenta al fin del grave peligro que corrían, empezaron a sentir miedo.
Los que aún podían tenerse en pie, se apresuraron a ponerse a disposición de Yáñez y del inglés. Los demás se contentaban con gritar, como si tuvieran el agua al cuello, implorando auxilio. Pero ninguno se acordaba ya de los toneles que rodaban por cubierta, chocando con los cadáveres y los borrachos.
De repente, en medio de los mugidos de las olas, de los silbidos estridentes del viento y los ayes de dolor de todos aquellos hombres, se dejó oír la vibrante voz del Tigre de Malasia.
—¡Alerta! —gritó—. ¡Vamos a estrellarnos!…
La fragata, impulsada por el oleaje, saltaba y cabeceaba por entre los escollos, haciendo agua por todas partes.
De súbito resonó un golpe espantoso y la nave crujió desde la quilla hasta el extremo del trinquete. El mástil, ya mal seguro, cayó sobre cubierta, aplastando a muertos y vivos.
Luego se oyó un segundo golpe, más formidable que el primero, que repercutió sordamente en la cala, y el pobre barco, destrozado por las rocas que penetraron en el casco, inclinóse sobre la banda de estribor, apoyándose en una roca en tanto que una ola gigantesca barría la cubierta después de romper contra la borda.
Entre la espantosa algarabía de aquellos pobres diablos que caían revueltos en las olas, oyóse todavía la voz del Tigre que gritaba:
—¡El barco se ha estrellado!