XXVI. El motín

Mientras los forzados preparaban la rebelión que había de destruirlo todo, el buque navegaba tranquilamente con rumbo al Nordeste.

Impulsado por fresca brisa, había ya atravesado aquel pequeño mar, dando vista al río Palo y se lanzó hacia el Norte, para doblar el cabo Sirik y seguir costeando el sultanato de Borneo.

Aquella ruta podría parecer extraña a cualquiera porque, en vez de disminuirlo, alargaba considerablemente el camino, pero el motivo era justificado. Destinada la fragata a recoger todos los forzados de las colonias indomalayas sujetas a Inglaterra, tenía que tocar también en Labuán para que embarcasen allí a los infelices destinados a la isla de Norfolk.

Si Sandokán y Yáñez hubiesen podido adivinar la verdadera ruta del buque, no hubieran provocado tan pronto la rebelión, teniendo la probabilidad de acercarse a su isla. Ignorándolo y temiendo que la nave, una vez doblado el cabo Sirik, se internase en alta mar, decidieron precipitar los acontecimientos. Cuando se dieron cuenta de que habían dejado atrás el Palo y de que la pequeña ciudad de Reding quedaba a popa, resolvieron dar el audaz golpe de mano que habría de hacerles dueños del barco.

La sedición se hallaba ya secretamente organizada. Los trescientos galeotes habían acatado las órdenes del jefe de la piratería, dispuestos a luchar por la libertad.

La fama de Norfolk era bastante mala para no impulsarlos a la pelea. Ninguno de los condenados ignoraba las torturas físicas y morales que les aguardaban en aquella isla, perdida entre las olas del Gran Océano, en medio de la chusma de forzados de Australia.

John Fulton, que ejercía grandísima influencia, debido a su elevada estatura y a sus prodigiosas fuerzas, había amenazado con aplastar de un puñetazo al que dejase de tomar parte en el complot o se atreviera a descubrir la conjuración.

A los cuatro días del embarque de los piratas de Mompracem, todo estaba organizado. Los trescientos hombres, divididos en seis bandos, habían nombrado, a sus jefes, elegidos de entre los más vigorosos y distinguidos por su carácter resuelto, y tenían asignado ya el lugar que debían ocupar a la primera señal de rebelión, para dividir a los tripulantes y derrotarlos más fácilmente.

—Esta noche daremos el golpe —había dicho Sandokán al inglés—. Adviérteles a todos que estén preparados. Luego, cuando toquen a silencio, daré las últimas instrucciones.

El gigante comunicó la orden a su vecino para que este la transmitiese a los demás. Después, cuando la bocina de a bordo impuso silencio, tendióse en el suelo, de modo que su cabeza tocase con la de Sandokán y la de Yáñez.

Los trescientos forzados tumbáronse junto a sus argollas y fingieron dormir; sin embargo, de vez en cuando levantaban la cabeza y fijaban los ojos en el grupo formado por Sandokán, Yáñez y el inglés.

—Escúchame —dijo el Tigre al gigante—. Eres capaz de romper las cadenas de tus compañeros, ¿verdad?

—Para mí eso es cosa de juego.

—Pues empieza por la tuya; luego harás pedazos la de ese muchacho flaco que duerme a tu lado, porque necesito utilizarlo. ¿Les has dicho a los otros que estén atentos a nuestros gritos?

—Sí; apenas oigan la voz de «¡fuego!»… se levantarán, resueltos a obrar.

—Rompe tu cadena.

El inglés dobló las piernas; en seguida pasó ambas manos bajo el vientre para que el centinela que velaba en el extremo del entrepuente no lo descubriera, y con un golpe seco abrió los anillos de la cadena.

—Ya está-murmuró, volviendo a su primera postura.

—Ahora, tu compañero…

John Fulton miró al centinela. Aguardó a que volviese la espalda, e inclinándose sobre el joven que tenía cerca, le rompió la cadena, diciéndole:

—Acércate al jefe.

El forzado no se movió. Miraba al centinela, que volvía; apenas lo vio retirarse, deslizóse hasta Sandokán.

—¿Me oyes? —le preguntó el Tigre.

—Sí —respondió el muchacho.

—Te necesito.

—Estoy dispuesto a todo.

—¿Podrá pasar tu cuerpo por el tragaluz de la despensa?

El forzado levantó la cabeza y sus ojos, parecidos a los de un gato, fueron a clavarse en una estrecha abertura destinada a dar ventilación a la despensa.

—Con un ligero esfuerzo, pasaré —dijo luego.

—¿Tienes eslabón y pedernal?

—No.

Metió la mano en el bolsillo del portugués, sacó eslabón y pedernal y un pedazo de yesca y se lo alargó al joven.

—¿Qué debo hacer? —preguntó este, sorprendido.

—Una cosa sencillísima —respondió Sandokán—. Incendiar la despensa.

—¿Cómo? —exclamó el forzado, que creyó haber oído mal.

—Prenderás fuego al barco.

—Pero entonces nos quemaremos todos.

—Por ahora, no te ocupes de eso; obedece y calla.

—No discuto. ¿Y el centinela?

—Espera a que vuelva la espalda y obedece mis órdenes.

—Perfectamente.

El forzado permaneció inmóvil, fijos siempre los ojos en el marinero, que, con el fusil a la espalda, paseaba por el extremo del entrepuente.

Aguardó a que volviese sobre sus pasos, y entonces, deslizándose como una serpiente, atravesó el espacio que le separaba del agujero. Durante varios segundos, se le vio contraerse como si hiciese desesperados esfuerzos, luego desapareció por el tragaluz.

—¿Entró? —preguntó Yáñez, en voz baja.

—Sí —contestaron Sandokán y el inglés.

Transcurrieron algunos minutos de angustiosa espera. El centinela volvió hasta la mitad del entrepuente. En el momento en que reanudaba su paseo, el forzado apareció en la abertura. Salió con increíble celeridad y se unió al grupo formado por los cuatro piratas y el Inglés, murmurando con alegría:

—¡Ya está!

—¿Arde bien? —preguntó el Tigre.

—He incendiado dos cajas de tocino y he abierto un barril de petróleo.

En cuanto acabó de pronunciar aquellas palabras, una ráfaga de humo negro y denso salló del tragaluz, extendiéndose por el entrepuente.

En los prisioneros, tumbados en el suelo y siempre en guardia, notóse ligero movimiento, acompañado de un sordo ruido de cadenas.

El centinela, sospechando algo Insólito, volvióse bruscamente. Una lengua de fuego surgió por el ventanillo e iluminó el entrepuente.

Un grito se escapó de los labios del marinero:

—¡Fuego!

La voz del Tigre de Malasia retumbó entonces como un cañonazo:

—¡En pie!… ¡Fuego!… ¡Fuego!…

A este segundo grito respondió un rugido inmenso, ronco, salvaje, y un ensordecedor estrépito de cadenas.

Los forzados se habían puesto en pie como un solo hombre, dispuestos para la lucha. Sus rostros reflejaban espantosa ferocidad; los tigres, hasta entonces acobardados por los golpes del «gato de nueve colas», despertábanse.

Al ver que las llamas surgían a popa, comenzaron a retorcer las cadenas para destrozarlas, aullando y maldiciendo al mismo tiempo.

Los marineros de guardia que se hallaban sobre cubierta, precipitáronse al oír la voz de alarma del centinela hacia el entrepuente. Eran unos veinte en total, armados algunos de hachas y fusiles y la mayor parte inermes.

Cuando vieron en pie a los forzados, retrocedieron, creyendo que se trataba de una sublevación. Sin embargo, al descubrir las llamas, corrieron hacia popa, saltando por encima de los galeotes que aún permanecían tendidos, a la espera.

Aquel era el momento esperado por Sandokán.

—¡A ellos! —gritó.

Y, seguido del inglés, de Yáñez, de Sambigliong, de Tanauduriam y del joven, avanzó.

El centinela, que se encontraba en la mitad del entrepuente, al ver que aquellos cinco hombres se acercaban, echóse el fusil a la cara.

El tiro salió, y el joven delgado, que en aquel momento se colocó ante el inglés, empuñando un pesado garrote, cayó con el cráneo deshecho.

Sandokán se arrojó sobre el marinero y le sujetó el arma. Mientras le dejaba inerme, el inglés descargó sobre él su puño, que era una verdadera maza.

El centinela, al recibir el golpe, vaciló; luego rodó por el suelo.

Los trescientos galeotes sujetaron, casi en un momento, a los hombres de guardia que se habían lanzado sobre aquel montón de cuerpos.

En un segundo, los veinte hombres, vencidos por el número, fueron desarmados y casi desnudados. Algunos quedaron en el suelo, otros lograron escapar de aquellos centenares de brazos y se precipitaron hacia la escala de proa, gritando:

—¡Socorro!…

Un feroz rugido, que repercutió de una manera espantosa en el entrepuente y en las profundidades de la bodega, saludó a aquel inesperado acontecimiento.

Mientras las llamas se extendían, encontrando alimento fácil en las materias grasas de la despensa, en el tocino, en el aceite y en los barriles de petróleo ya destrozados, los galeotes, con las hachas arrancadas a los marineros de guardia, cortaban sus cadenas rápidamente.

No habían transcurrido veinte segundos cuando doscientos hombres se encontraban ya libres de las cadenas que durante tantos meses habían oprimido sus piernas.

Poco tiempo más y todos los forzados se encontrarían dispuestos para la lucha.

Las armas escaseaban; no poseían más que el fusil del centinela, una docena de dagas, varias hachas y cinco o seis pistolas, pero el número tenía que vencer.

Sandokán, Yáñez, el inglés y los dos malayos, el primero armado con un hacha, el segundo con el fusil del centinela y los otros con daga, se colocaron a la cabeza de la columna de forzados para lanzarse sobre cubierta.

El humo, que invadía el entrepuente amenazando asfixiarlos, les obligaba a obrar a toda prisa.

—¡Adelante! —exclamó Sandokán.

Encamináronse hacia la escala de proa, mientras sus compañeros trataban de arrancar, a golpes de hacha, la reja de hierro de la escotilla central, cuando terribles descargas dejáronse oír en el extremo del entrepuente.

Cuarenta marineros, armados de fusil y guiados por el capitán del barco y por uno de los oficiales, habían roto el fuego.

Algunos forzados cayeron, en tanto que, como ola irresistible, se dejaban arrastrar por el Tigre de Malasia, que repetía sin cesar:

—¡Adelante! ¡Al puente!

De pronto, un grito de terror retumbó tras la columna de los asaltantes y en seguida se escucharon algunos disparos. Yáñez, Sandokán y el inglés, creyendo que les atacaban por la espalda, se detuvieron y volvieron la cabeza.

Aquellas descargas no partían de la cámara de los oficiales, sino de la reja de hierro de la escotilla central. Algunos marineros que se hallaban sobre cubierta, fusilaban a los hombres, que a fuerza de hachazos pretendían romper las barras para invadir la toldilla por aquella parte.

—¡Si no nos desembarazamos de esos hombres que tenemos enfrente, estamos perdidos! —rugió el Tigre.

Realmente, la situación de los forzados comenzaba a ser desesperada. Atacados por arriba y por delante, con fuego a la espalda, que alcanzaba ya a la cámara de los oficiales y a las paredes del entrepuente, y en medio del humo cada vez más denso que no encontraba salida suficiente, corrían el riesgo de morir, o bajo las balas, o quemados vivos, o asfixiados.

Por fortuna, todas las cadenas habían caído destrozadas y otra masa de hombres precipitóse en auxilio de la primera columna.

—¡Al asalto! —gritó Sandokán.

El humano torrente, enfurecido por las crueles pérdidas sufridas y por el humo que le rodeaba por todas partes, lanzóse con irresistible ímpetu.

Nada podía frenar ya a aquellos trescientos hombres locos de rabia y ansiosos de libertad; eran acaso más temibles que los tigres de Mompracem.

Los marineros, agrupados en el extremo del entrepuente, hallábanse divididos en dos columnas.

Las descargas sucedíanse sin tregua, causando gran número de bajas entre los asaltantes. Los hombres, heridos por el plomo enemigo, caían, lanzando gritos de dolor que terminaban en rugidos de rabia.

¿Qué importaba que muchos rodasen por el suelo, nadando en su propia sangre? Los demás caían sobre los marineros, trabando con ellos una lucha desesperada. Combatían con los puños y con las uñas, a patadas y a mordiscos, animándose con salvaje griterío.

El hacha de Sandokán y el poderoso brazo del Inglés abrieron una brecha en la masa de los tripulantes.

—¡Ánimo!… ¡Otro esfuerzo!… —exclamaba el Tigre.

El ataque fue tan irresistible, que cuarenta marineros cayeron por el suelo. Trataron de agruparse al pie de la escala y de rechazar a bayonetazos a la marea humana, pero las armas les fueron arrancadas de las manos por centenares de brazos y se vieron obligados a subir precipitadamente, dejando en el entarimado a algunos compañeros, muertos a puñetazos o estrangulados.

Sandokán, al encontrar libre el paso, dirigióse a la escala. También el inglés logró apoderarse de un hacha, y le siguió, en tanto que Yáñez, Sambigliong y Tanauduriam, fusil en mano, disparaban con objeto de alejar a los marineros que se hallaban junto a la reja de hierro de la escotilla central.

Los prisioneros, ebrios de sangre, y seguros ya de la victoria, se agolpaban tras de sus jefes e invadían, con espantoso clamoreo, la cubierta de la fragata.

En el buque, la oscuridad era completa porque los fanales de popa y de proa se hallaban apagados.

El tiempo también se mostraba amenazador. Soplaba un cálido viento, mientras que el mar mugía y las olas azotaban la quilla.

Los galeotes se habían detenido. Sus ojos, deslumbrados aún por las llamas, no distinguían nada.

Sandokán, Yáñez y el Inglés, avanzaron sin encontrar resistencia. La tripulación había desaparecido.

—¿Dónde estarán? —preguntó el Tigre, inquieto.

—¡Mira hacia popa! —gritó en aquel momento el portugués—. Unas sombras humanas comienzan a dibujarse confusamente a través del humo que sale de la escotilla. Los marineros de la fragata se han reunido en el alcázar, tras las dos piezas de artillería, para ser dueños del timón y dominar la cubierta. Parece que no han pensado en el peligro que tienen bajo los pies. La cámara de los oficiales está ardiendo y, de un momento a otro, los puntales pueden ceder y envolverlos a todos en las llamas.

—¡Adelante! —gritó Sandokán—. Están allí, frente a nosotros.

Cuando se disponía a correr hacia aquel lugar, Yáñez le sujetó bruscamente y le hizo caer sobre la toldilla.

Un segundo después, dos lenguas de fuego surgieron a derecha e izquierda del alcázar, iluminando la noche, y una granizada terrible de metralla barrió la cubierta de popa a proa.

Una terrible gritería hizo eco a las detonaciones de las dos piezas de artillería.

Muchos hombres cayeron, atrozmente mutilados.

Sandokán se levantó con el hacha en la mano.

—¡Gracias, Yáñez! —dijo.

Luego gritó con todas sus fuerzas:

—¡Al asalto!

Los presidiarios no vacilaron; comprendían que si se retrasaban algunos instantes la metralla les barrería a todos, y por eso se adelantaron, resueltos a desalojar de su refugio a los tripulantes. De pronto, su arranque se vio detenido por un inesperado obstáculo. Una gigantesca lengua de fuego salió de la reja de hierro de la escotilla central y se extendió por la cubierta. La vela del palo mayor y la de la gavia, que permanecían desplegadas, incendiáronse, formando una enorme hoguera.

La lona cayó a pedazos, chamuscando el rostro y el cabello a los forzados que ocupaban la primera línea.

—¡Atrás! —gritó Sandokán.

En el mismo instante, los dos cañones dispararon, haciendo que la vieja fragata se estremeciese, y otra granizada de metralla atravesó la cortina de fuego y derribó a infinidad de asaltantes.

Los fusiles de los marineros concentrados a popa hicieron eco a los dos cañonazos y las balas silbaban en todas direcciones.

Los galeotes esgrimían furiosamente las armas, pero se reconocían impotentes en presencia de aquel enemigo, que se hallaba defendido también por el fuego que surgía de la escotilla, formando una infranqueable barrera.

—¡En retirada! —ordenó el Tigre de Malasia.

Los prisioneros replegáronse confusamente hacia proa, dejando la cubierta sembrada de muertos y heridos. Agolpáronse en el castillo, mientras que los que tenían la fortuna de poseer un fusil se ocultaban tras el palo del trinquete y tras el argano, intentando contestar, lo mejor posible, a la lluvia de balas que la tripulación disparaba sin piedad.

La distancia no bastaba a salvar a aquella masa de personas agrupadas en el extremo de la nave. El plomo enemigo se cebaba en ellas y por todas partes veíanse montones de heridos.

Para no morir, era necesario desalojar la cubierta. Algunos forzados se dirigieron a la cámara de los tripulantes para organizar la defensa, mientras los demás se precipitaban hacia el entrepuente, aun a riesgo de perecer asfixiados por el humo.

Sandokán, Yáñez y el Inglés, protegidos por el argano, deliberaron brevemente acerca de lo que se debía hacer.

La situación comenzaba a ser insostenible. Los marineros ocupaban un lugar inexpugnable y la fragata estaba a punto de arder completamente.

—¿Qué hacemos? —preguntó el inglés.

—Hay que resistir a todo trance —respondió Sandokán.

—El barco arde rápidamente —dijo Yáñez.

—Ponte al frente de cien hombres e intenta dominar el incendio. Ahí tienes dos bombas y en la cámara de la tripulación no faltarán cubos —ordenó el Tigre, dirigiéndose a su camarada.

—Las bombas están expuestas al fuego enemigo, Sandokán.

—Harás que amontonen sobre cubierta toneles, maderos y todo lo necesario para formar una barricada.

—¿Y nosotros? —preguntó el inglés.

—Apenas esté cortado el fuego, volveremos a la carga.

—Sólo tenemos veinte fusiles.

—El número suplirá las deficiencias del armamento. También nosotros procuraremos levantar una barricada entre el palo mayor y el trinquete y ordenaremos que la ocupen los hombres que disponen de fusiles. Si tuviéramos chalupas, pensaríamos en un ataque por la espalda, pero esos canallas se las han llevado a popa.

—Queda el recurso de construir una balsa.

—Perderíamos mucho tiempo. Además, nuestra gente tendría que estar expuesta mucho tiempo a los disparos de los cañones. Por otra parte, creo que la tripulación no resistirá ya mucho.

—¿Por qué?

—El fuego ha invadido la cámara de los oficiales y si los enemigos se quedan en el alcázar, acabarán por caer en el horno que arde bajo sus pies. Vaya, levantemos la barricada.

Mientras Yáñez, a la cabeza de cien hombres provistos de cubos, afrontaba valerosamente el humo y las llamas que amenazaban destruir el barco, Sandokán y el inglés, ayudados por los demás, formaban la barricada entre el palo mayor y el trinquete.

La empresa no era fácil, porque las dos piezas de artillería disparaban de vez en cuando sobre cubierta, y del palo mayor, en el que había hecho presa el fuego, caían cuerdas, trozos de lona Inflamada y pedazos de cofa.

Además, la fusilería causaba muchas bajas. Los cadáveres eran innumerables y en algunos lugares aparecían amontonados.

A pesar del fuego y de los disparos de los defensores, los presidiarios, animados por Sandokán y por el Inglés, lograron levantar la barricada, acumulando cubos, vigas, cajas, cadenas y áncoras.

Unos veinte hombres que habían tenido la fortuna de apoderarse de fusiles, la ocuparon y rompieron en seguida el fuego contra el alcázar. Sin embargo, aquellos disparos no produjeron mucho efecto, pues la cortina de fuego y humo que salía de la escotilla les impedían distinguir a los marineros que se aglomeraban a popa.

Cuando más fuerte era el balanceo del buque, peor podían hacer puntería. Durante la lucha, el mar, cada vez más enfurecido, levantaba en grandes oleadas que iban a estrellarse contra los amplios flancos de la fragata, sacudiendo bruscamente el aparejo.

También el viento aumentaba. Impetuosas ráfagas estrellábanse en los mástiles, silbando entre las cuerdas e hinchando la vela del trinquete, que no había sido arriada ni orientada.

Aquellos golpes de viento, en vez de apagar el fuego que devoraba el palo mayor, lo alimentaba. La gigantesca antena flameaba como enorme antorcha, despidiendo una nube de chispas.

El mar, iluminado por aquella llamarada, despedía vivísimos reflejos.

Entretanto, la tripulación, a pesar de la tenacidad de los forzados, manteníase firme. Aunque convencida de la imposibilidad de dominar el motín, seguía defendiéndose, tratando de causar en los adversarios las más desastrosas pérdidas.

No se preocupaba ya de la nave, que no podía reconquistar. Por eso intentaba demolerla, hacerla inservible, echarla a pique, con la esperanza de ahogar, como a bestias feroces, a la horda de piratas.

Los dos cañones del alcázar no callaban un momento. Consumida la metralla, tiraban con bala rasa, destrozando las bordas, deshaciendo el castillo de proa, derribando mástiles y destruyendo la cámara, abarrotada de presidiarios.

Un verdadero delirio destructor parecía haberse apoderado de aquellos hombres. Querían, antes de abandonarla, dejar la nave convertida en una criba. El Incesante fuego, apoyado por las descargas de fusilería, originaba daños enormes a los que atacaban. Las balas de los cañones, destrozando parte de la barricada, obligaron a los forzados a evacuar apresuradamente la cámara de la tripulación.

Por tres veces, el Tigre de Malasia, furioso al verse tenido a raya por aquellos cuarenta marineros, pretendió lanzar sus columnas al asalto del alcázar, pero la muralla de fuego que seguía saliendo de la escotilla le detuvo.

Algunos, más audaces, consiguieron atravesarla, pasando a través de la hoguera, pero antes de llegar al alcázar, todos cayeron, heridos por las balas enemigas.

La lucha duraba ya dos horas cuando, de repente, el fuego de los marineros, que iba disminuyendo gradualmente en intensidad, cesó.

Temiendo un ataque imprevisto, Sandokán reunió sobre cubierta a todos los hombres disponibles, dispuesto a rechazar cualquier asalto.

Sin embargo, pasaron algunos minutos sin que ocurriese nada. A popa reinaba un silencio absoluto.

—¿Qué proyectarán? —se preguntó el Tigre, con inquietud.

Avanzó hasta el palo mayor, desafiando la lluvia de chispas que caía, pero, a causa de la espesa humareda que el viento impulsaba hacia popa, no logró descubrir nada.

Iba a precipitarse en medio de la nube de humo, cuando el inglés le sujetó por un brazo, gritándole:

—¡Atrás!… ¡El palo se cae!…

Sandokán, en dos brincos, se halló al otro lado de la barricada. El palo mayor, consumido en su base por las llamas, se desplomó con gran estrépito sobre la banda de babor.

La fragata, ante aquel choque repentino, plegóse sobre el costado, mientras las bordas caían también, deshechas; pero en seguida se levantó, conservando solamente una ligera inclinación.

El palo de mesana, rodó un minuto más tarde. Por desgracia, en vez de dar sobre una u otra borda, fue a caer a lo largo de la toldilla, derribando a una docena de hombres y destrozando las cuerdas del trinquete.

Sin preocuparse de los gritos de los heridos, Sandokán y el inglés se lanzaron hacia el alcázar. Atravesaron por medio del humo que seguía saliendo de la escotilla, y se detuvieron al pie de la escala.

—¡Han huido!… —gritó el Tigre.

Era verdad. Los tripulantes, aprovechándose de la forzosa inacción de los rebeldes y de la cortina de fuego que los envolvía, botaron al mar las chalupas y se dejaron caer a ellas, amparados por la nave. Antes de abandonarla, clavaron los dos cañones y arriaron la bandera.

Sandokán y el inglés subieron rápidamente al alcázar y se inclinaron sobre la borda de popa.

Algunos puntos luminosos, ya muy lejanos, brillaban en medio de las tinieblas, hacia el Sur.

—Tratan de alcanzar la costa —dijo Sandokán.

—¿Y nosotros? —preguntó el inglés.

—Si es posible, les imitaremos —contestó el Tigre de Malasia.

—¿Lo conseguiremos?

—El barco está destruido y la marea sube.

—¿No confías en dominar el incendio?

—Creo que Yáñez lo conseguirá, pero ¿qué importa?… No podemos contar más que con el trinquete y con nuestros brazos, pues los galeotes no se ocuparán seguramente ni del buque ni de la maniobra.

—Supongo que entre ellos no había marineros; sin embargo, espero que nos ayudarán —dijo el inglés.

—Más tarde lo veremos —replicó el Tigre.

Luego, levantando la voz, gritó:

—¡La nave es nuestra!… ¡La tripulación ha huido!

Un inmenso rugido fue la respuesta; después se oyó una exclamación:

—¡A los toneles!… ¡Hay que celebrar la victoria!

—¡Sí, a los toneles!… —respondieron cien voces—. Gin, brandy, arak[9]… ¡bebamos!…