El entrepuente de aquel viejo buque ofrecía un espectáculo repugnante y horrible.
Trescientos hombres, la hez de Inglaterra y de las colonias británicas de Asia, yacían amontonados en aquel lugar, encadenados unos a otros como bestias feroces.
Veíanse allí jóvenes embrutecidos por el vicio y por los delitos, hombres en la plenitud de la vida y ancianos de blancos cabellos, pero que acaso registraban en su existencia mayor número de infamias que los demás. Ladrones, incendiarios, borrachos incorregibles y asesinos, encontrábanse juntos, con rumbo a la isla de Norfolk, el establecimiento penitenciario más horrible del Océano Pacífico.
Veíanse colosos de bestiales rostros, adolescentes devorados por la tisis o consumidos por todo género de vicios, naturalezas vigorosas que resistían muchos años y que tal vez cometerían nuevos delitos, y organismos ya agotados en los cuales probablemente se extinguiría la vida antes de ver las copas de los gigantescos pinos de la isla maldita.
Un morboso vaho, como de fieras, emanado de aquellos trescientos cuerpos, aspirábase en el entrepuente, a la vez que un ronquido sonoro, que hacía vacilar hasta la llama de las dos linternas que alumbraban aquella inmensa prisión oscilante, dejábase oír, interrumpido de tarde en tarde por el lúgubre tintineo de alguna cadena.
Sandokán y Yáñez se detuvieron, mirando con asco aquel montón de carne.
—¡Es horrible! —exclamó el portugués—. ¡Nunca había soñado semejante escena! Un campo de batalla bañado en sangre y cubierto de cadáveres y de moribundos es preferible a esta cueva de bandidos.
—¡Venid! —ordenó bruscamente el marinero.
Los dos jefes de la piratería y sus compañeros le siguieron sin hablar más. Pasaron junto a aquel amasijo de durmientes, cuidando de no despertar a ninguno, y llegaron a popa.
El marinero les hizo que se sentaran junto a otras tantas argollas de hierro fijas en el entarimado, y les mandó que se durmiesen.
—¿No tienes orden de atarnos? —preguntó Sandokán.
—Es inútil —respondió el marinero, sonriendo—. Sois personas… respetables. Sin embargo, este es vuestro puesto.
Y se alejó.
Sandokán y Yáñez se miraron.
—Esta libertad favorecerá mis planes —dijo el primero.
—¿Y la cadena que llevamos en los pies? —preguntó Yáñez.
—En el momento oportuno caerá rota.
—¿Qué te propones?
—Pienso en la libertad, Yáñez. ¡Ah! ¿Supone James Brooke que voy a dejar que me lleven a Norfolk? Se equivoca, amigo mío. Acaso presenciaremos una matanza espantosa, pero antes de que el barco esté a la vista del cabo Sirik, seremos dueños de esta vieja fragata.
—¿Piensas amotinar a estos galeotes?
—Sí, Yáñez.
—¿Y crees que te obedecerán?
—¿No desean también verse libres?
—¿Y la tripulación?
—Ante el formidable ataque de estas fieras, desencadenadas por nosotros, cederá.
—¿Y luego?…
—Luego volveremos a Sarawak.
—¿Otra vez?…
—¿Crees que el Tigre de Malasia puede resignarse con su derrota? No, Yáñez. Arrojaré del trono a James Brooke. Muy tarde he pensado en Muda-Hassin, pero ya tendremos ocasión de poner en juego al pretendiente y de sublevar a sus dayakos.
—¿Conoces a Muda-Hassin?
—Hace ya muchos años.
—Es sobrino del sultán de Sarawak, ¿verdad?
—Sí, de aquel sultán que en vez de ceder el trono a Muda ha preferido dejárselo a Brooke.
—¿Dónde está el pretendiente?
—En Sedang, vigilado por gentes adictas al rajá.
En aquel instante una voz, desde el extremo del entrepuente, gritó:
—Silencio, u os haré callar con el «gato de nueve colas».
—Es el centinela que vigila a proa —explicaron Sambigliong y Tanauduriam, que se habían tendido tras de sus jefes.
—Cerremos los ojos —murmuró Sandokán—. Aún no ha llegado el momento…
Los cuatro piratas se tumbaron en el entarimado. Cerraron los párpados y se durmieron plácidamente, mecidos por las olas que azotaban los costados del viejo buque.
Dos o tres veces durante la noche despertóse Sandokán y se incorporó para observar a los forzados que reposaban junto a él. Sus miradas se fijaron singularmente en un hombre de gigantesca estatura, ancho pecho y brazos muy desarrollados, indicios de una fuerza más que extraordinaria.
Aquel forzado podría tener unos cuarenta años. Era un hércules de cabello jaro y crespo, frente bastante espaciosa y facciones regulares, que contrastaban con las feroces y crueles de sus vecinos.
Aunque llevaba el uniforme de los forzados, por su bronceado cutis y por el modo de dormir, cualquier observador habría podido adivinar en él a un hombre de mar o a un corredor de bosques.
Más de una vez asaltó a Sandokán la idea de despertarlo, pero le detuvo el miedo a llamar la atención del centinela que vigilaba en el extremo del entrepuente, apoyado en el fusil.
—Este es un hombre que puede serme útil —murmuró—. Gigantes así son objetos preciosos. Mañana veremos…
Y volvió a dormirse junto a Yáñez, con las manos en la faja, según costumbre, creyendo que aún tenía armas.
Un ensordecedor estrépito de cadenas, unidos a gritos de dolor, le arrancó bruscamente de su sueño, haciéndole abrir los ojos.
Dos marineros recorrían el entrepuente, haciendo silbar en el aire dos látigos y gritando:
—¡Canallas!… ¡En pie!…
De vez en cuando los dos látigos caían sobre un grupo de forzados y en seguida dejábase oír un coro de gritos y de maldiciones.
Ambos marineros manejaban aquellos terribles instrumentos sin misericordia, sin mirar dónde daban. Hemos dicho terribles instrumentos: en la frase no hay exageración, porque se trataba del famoso «gato de nueve colas», en uso hasta hace pocos años en la marina inglesa y en las penitenciarías.
Estas especies de disciplinas, designadas con aquel nombre porque se componen de nueve correas sujetas a un mango corto y terminadas en otras tantas bolitas de plomo, son, sin duda, peores que el knut[8] de los rusos y que el cour-base de piel de hipopótamo de los sudaneses y de los abisinios.
Cada vez que caen, las bolas dejan un surco sangriento en la espalda de la víctima, y bastan cinco golpes, y en ocasiones menos, para matar a un hombre.
Es increíble el pavor que semejante instrumento inspiraba a los marineros de los barcos de guerra y a los rematados de las penitenciarías inglesas.
Puede asegurarse que producía miedo más grande que la horca. Para acabar con la terrible banda de los estranguladores londinenses que durante varios años se ensañó con pacíficos transeúntes, bastó con la amenaza de los jueces de aplicar cincuenta azotes a los culpables, en vez de la horca, para verlos desaparecer.
Yáñez, Tanauduriam y Sambigliong levantáronse para no recibir alguna de aquellas brutales caricias. Sandokán, en cambio, después de enterarse de lo que se trataba, volvió a tumbarse, cerrando los ojos.
Los dos marineros, prosiguieron su carrera, llegaron muy pronto hasta los cuatro piratas. Al ver que el Tigre no había obedecido la orden de despertarse, uno de ellos se inclinó sobre él, gritando:
—¡En pie!
Sandokán no se movió. Tanauduriam y Sambigliong, creyendo que el jefe no había oído el mandato del marinero, se acercaron para sacudirlo. Una terrible mirada de Yáñez los detuvo.
El portugués se había dado cuenta de que su camarada no dormía; luego, tendría sus motivos para permanecer con los ojos cerrados.
—¡En pie, bribón! —repitió el marinero, haciendo silbar en el aire el látigo.
Al notar que su voz no producía efecto alguno, dejó caer el «gato de nueve colas», hiriendo a Sandokán en mitad del pecho y desgarrándole la camisa de seda verde.
Apenas sintió el golpe de las disciplinas, el Tigre de Malasia se puso en pie de un brinco. Coger por la cintura al marinero y levantarlo a pulso como si fuera un muñeco, fue obra de un segundo.
Su voz tronó como un cañonazo, retumbando en el entrepuente:
—¡Miserable!… ¡Te atreves a pegarme a mí, al Tigre de Malasia, al jefe de los formidables piratas de Mompracem!… ¡Voy a matarte!
El marinero, medio ahogado por aquella enérgica presión que hacía crujir sus huesos, lanzó un grito de dolor y de imponente rabia.
Su compañero precipitóse sobre Sandokán con el látigo en alto. Pero Sambigliong y Tanauduriam velaban por su jefe. Echándole la zancadilla, hicieron rodar por el suelo al marinero y lo sujetaron contra el entarimado.
El formidable pirata, dando prueba de su vigor extraordinario y de su audacia, causó profunda impresión en aquellos hombres encallecidos en el delito y habituados a sentir admiración por los seres animosos y resueltos. Además, las pintorescas y ricas vestiduras del jefe de la piratería, aquel gran turbante de seda blanca y verde, adornado con un magnífico diamante que a la rojiza luz de la linterna despedía vivísimos resplandores, eran causas sobradas para darles una elevada idea de su compañero, al que consideraban no como un vulgar forzado, sino como un príncipe de Borneo.
Gritos de estupor y de admiración se escaparon de todos los labios.
—¡Qué hombre!…
—¡Bravo!… ¡Ahoga a ese pícaro!
Una aguda voz gritó de repente:
—Camaradas… Os propongo que proclamemos rey de los forzados a este valiente príncipe.
Un estrepitoso aplauso acogió tan extraña proposición: el eco se extinguió en seguida, ahogado por el rumor de cadenas.
El centinela había hecho la señal de alarma, y una docena de marineros armados de fusiles y con la bayoneta calada, invadieron el entrepuente, corriendo en auxilio de sus dos compañeros. Un teniente —el mismo que la noche anterior se hizo cargo de Sandokán—, mandaba la tropa.
—¡Dejad libre a ese hombre! —gritó, amartillando resueltamente la pistola y apuntando al pecho del Tigre de Malasia.
Tanauduriam y Sambigliong, a una señal de Yáñez, dejaron que el segundo marinero se levantara, pero después de quitarle las disciplinas.
Sandokán, al oír la intimidación del teniente, se volvió.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo—. Ahí tienes a tu subordinado, pero te advierto que si se atreve a levantar otra vez el látigo contra mí, lo mato.
Y empujando violentamente al marinero, añadió:
—¡Vete!
—Te prometo que mientras permanezcas a bordo de esta nave nadie te tocará, porque tal es la orden de Su Alteza —contestó en tono cortés el oficial—. No obstante, tengo que encadenarte.
—Hazlo —contestó Sandokán.
—Puedo evitarte tal humillación si me das palabra de no volver a rebelarte contra mis subordinados.
—No prometo semejante cosa.
—Entonces, obedeced —exclamó el teniente, dirigiéndose a sus soldados.
Dos hombres acercáronse a Sandokán y sujetaron a la argolla del entrepuente la cadena que llevaba al pie. El pirata los dejó hacer, pero luego, aferrando la cadena con ambas manos, la retorció y con una brusca sacudida la rompió, rodando los anillos por el suelo.
—Mira tu cadena —dijo—. Para el Tigre de Malasia hace falta otra más recia.
Los forzados no respiraban siquiera. Miraban con una especie de terror supersticioso a aquel hombre que, en tan breve tiempo, había dado dos pruebas de su fuerza extraordinaria y que parecía no temer a aquellos brutales guardianes que sólo con su presencia hacían temblar a todos.
El oficial, al ver rota la cadena, contempló con la más profunda sorpresa al formidable hombre.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—Ya lo ves —repuso Sandokán—. Me molestaba la cadena y la he roto.
Luego, levantándose fieramente y cruzando los brazos sobre el pecho, añadió con acento desdeñoso:
—Llevo en las venas sangre real y, aunque tenga que luchar con todos vosotros, no soportaré semejante humillación.
—Te mataré.
—El Tigre de Malasia no teme a la muerte; la he desafiado en cien abordajes. Déjame en paz y no me rebelaré contra tus subordinados. James Brooke no te autoriza para que me insultes ni me maltrates.
—¿Te tranquilizarás?
—Sí —contestó Sandokán, con cierta burla.
—Te prometo que nadie te molestará.
—Está bien.
Y el Tigre volvió a sentarse en medio de sus compañeros, en tanto que el teniente se retiraba.
Los presidiarios no se habían movido. Seguían contemplando con admiración al terrible pirata.
En primera línea aparecía el gigante que había llamado la atención de Sandokán. Revelaba mayor sorpresa que los otros y no apartaba los ojos del jefe de los piratas de Mompracem.
La llegada de algunos marineros cargados con enormes ollas y con rimeros de platos, rompió aquella especie de fascinación.
—¡El rancho!… —exclamaron algunos.
En el entrepuente se dejó oír gran ruido de cadenas.
Comenzaba la distribución del rancho matutino. Los platos, llenos de una bazofia negruzca y humeante, circulaban con rapidez entre aquellos desgraciados, que los vaciaban con igual rapidez.
Cuando llegaron junto a los prisioneros de James Brooke, los marineros colocaron ante ellos cuatro escudillas, añadiendo, seguramente por orden del comandante, un vaso de vino en vez de agua, galletas y un trozo de jamón.
—¡Qué lujo! —exclamó Yáñez, que conservaba su inalterable buen humor—. Nuestros compañeros de galera sentirán envidia.
—A su tiempo tendrán algo mejor —contestó Sandokán, que había comenzado a devorar el rancho con excelente apetito.
—¿Piensas aún en tu proyecto?
—Por supuesto. ¿Crees que iba a armar tal escándalo por el solo capricho de levantar en el aire aquel marinero y para buscarme un latigazo?
—¡Ah! Ya lo sospechaba.
—Es preciso que los forzados se enteren de lo que soy capaz y que sepan que me llamo el Tigre de Malasia. Entre un pirata y un bandido la diferencia no es muy grande, hermano. Ahora verás cómo estos galeotes me obedecen.
—Empiezo a creerlo, Sandokán. Esos hombres no temen más que a la fuerza.
—Ahí tienes a un individuo, tal vez más fuerte que yo.
—¿Ese gigante que tenemos al lado y que nos mira de reojo? Me parece que el pobre siente vivísimos deseos de participar de nuestro almuerzo.
Sandokán volvióse. El hombre los miraba con ojos que revelaban impulsos de arrojarse sobre los víveres que devoraban sus vecinos. Seguramente, al infeliz no le bastaba la escasa ración de los forzados.
El Tigre comprendió en seguida que aquella era la mejor ocasión para trabar amistad con el hércules.
—¿Quieres? —le preguntó, alargándole una galleta.
El forzado vaciló un momento, avergonzado tal vez de que aquel hombre le hubiera sorprendido en semejante actitud y de que hubiese adivinado su deseo; luego, alargó rápidamente la mano, cogió la galleta y se la llevó a la boca, murmurando:
—¡Gracias!
Y dos lágrimas rodaron por sus tostadas mejillas.
—La ración no te basta, ¿verdad? —le preguntó Sandokán, ofreciéndole otros bizcochos y un pedazo de jamón.
—No; hace más de siete semanas que tengo hambre —contestó el gigante, con rabia.
—Debes quejarte a los oficiales o al capitán.
—Estos señores tienen otras cosas más importantes que hacer. He suplicado muchas veces a los marineros que añadiesen algo a la ración y se han reído de mí y me han llamado canalla… Sin embargo, soy más desgraciado que culpable.
—¿Eres inglés?
—Del país de Gales.
—¿Marinero, quizá…?
—De la tripulación de una fragata; la Scotia.
—¿Y por qué estás aquí, con rumbo a la isla de los forzados?
El gigante bajó los ojos; luego, con voz entrecortada por los sollozos, murmuró:
—Porque maté a… un hombre.
—¿A algún camarada?
—A un contramaestre. Era un verdugo que atormentaba a mis compañeros. No sé lo que pasó… Una tarde yo había bebido… Tuvo la audacia de golpearme… de abofetearme… a mí, a John Fulton… al hombre más fuerte de Inglaterra… Perdí la noción de las cosas… no comprendí la enormidad que iba a cometer… Levanté el puño y se lo dejé caer sobre el cráneo… ¡El infeliz murió pocos momentos después!… ¡Maldita sea la tarde que convirtió a un honrado marinero en galeote!
El atleta se cubrió el rostro con las manos. Entre los dedos le corrían abundantes lágrimas.
Yáñez y Sandokán lo contemplaban en silencio.
—¡Pobre madre mía a la cual he causado pena tan grande y acaso no volverá a verme jamás! —añadió el gigante, con temblorosa voz—. ¡Yo seré la causa de su muerte!…
—¿Y no se te ha ocurrido pensar en la libertad? —le preguntó repentinamente Sandokán.
El inglés levantó la cabeza y clavó una mirada ardiente en el Tigre de Malasia.
—¡La libertad!… —exclamó—. ¡Daría toda mi sangre por recobrarla, por ver de nuevo a mi madre, a mi blanca casita, a mi aldea! Pero no, ese sueño es irrealizable y acabaré mi vida en la maldita isla del Océano Pacífico.
—¿Y si hubiese un hombre capaz de darte esa libertad?
—¿Dónde está? Mi vida sería suya.
—Soy yo —dijo Sandokán.
—¿Tú?… —exclamó el coloso, estupefacto—. ¿No eres también condenado a la isla de Norfolk?
—¿Y qué importa?
—Eres el Tigre de Malasia, el terrible jefe de los piratas de Mompracem. Durante mis viajes a Borneo he oído hablar de tus empresas; he visto, hace poco, lo que eres capaz de hacer, pero… que puedes devolverme la libertad… perdona… lo dudo…
—Mira en torno tuyo, John Fulton —dijo Sandokán—. ¿Crees que los hombres que nos rodean no suspiran, lo mismo que tú, por la libertad?
—Seguramente.
—¿Y que lo arriesgarían todo por conquistarla?
—También es verdad.
—Desencadenemos a esta horda de hombres y los verás hacer prodigios, lanzarse contra la muerte como mis piratas de Mompracem y rivalizar con ellos en valor y en ferocidad. Colócate a la cabeza de los más resueltos, decidido a todo, y me dirás si la conquista de este barco es imposible.
El coloso escuchaba en silencio. Sus ojos, poco antes húmedos por las lágrimas, despedían ahora relámpagos, mientras una oleada de sangre le coloreaba las mejillas y la frente.
—¡La libertad! —rugió—. ¡Sí, desencadenar a esos hombres, colocarse a la cabeza de ellos, atacar a la tripulación, apoderarse del buque! Si eres capaz de hacer eso, mi vida será tuya.
—Ante todo, dime: ¿tienes influencia entre los forzados? —le preguntó Yáñez.
—Sí. Mi prodigiosa fuerza, que cierta vez les protegió contra un marinero que los martirizaba a golpes con el «gato de nueve colas», me ha valido cierta autoridad. Por eso me obedecen como si fuera su jefe.
—Entonces explícales nuestros propósitos. Espero que ninguno de ellos nos traicionará.
—Por esa parte no hay que temer; entre condenados y guardianes existe mucho odio.
—¿Cuántos hombres calculas que hay a bordo?
—Ochenta marineros y cuatro oficiales.
—¿Y cañones sobre cubierta? —preguntó Sandokán.
—Dos en el alcázar.
—Eso me inquieta —murmuró el Tigre, cuya frente se contrajo—. Al primer asalto, la tripulación se atrincherará en el alcázar y nos ametrallará despiadadamente. Será preciso clavarlos.
—Es Imposible, Sandokán —dijo Yáñez. En el timón hay guardia.
—Lo sé, pero temo que esas dos piezas de artillería causen gran estrago entre nosotros.
De pronto, se golpeó la frente.
—¡Ah! —exclamó.
—¿Qué te pasa?
—¡Por Alá! —exclamó el Tigre, mientras a sus labios asomaba una siniestra sonrisa—. Tal vez arda la nave, pero el cabo Sirik no se halla lejos. John Fulton, manos a la obra. Dentro de tres días, todos debemos estar preparados para la lucha.