XXIV. A bordo de «El Realista».

Diez minutos después, el pequeño schooner de James Brooke abandonaba la bahía, saliendo a alta mar.

Desplegadas las velas por la numerosa tripulación del rajá, la nave, impulsada por la fresca brisa que soplaba de tierra, corría velozmente sobre las azuladas y límpidas aguas de Borneo, dejando atrás una nívea estela.

Sandokán y Yáñez, de pie a popa, pero custodiados por cuatro marineros con la bayoneta calada, tenían los ojos fijos en el islote, ante el cual veíase aún el yate de lord Guillonk.

Parecía como si todavía tratasen de distinguir los rostros de Ada y de Kammamuri.

Cuando la distancia hizo imposible ver nada, el Tigre se volvió hacia su fiel compañero, que encendió un cigarrillo y comenzó a fumar con su calma acostumbrada.

—¡Esto se acabó! —le dijo con un suspiro—. Hemos pagado muy cara una buena acción, amigo mío.

El portugués se contentó con encogerse de hombros.

—¿No tienes miedo? —le preguntó.

—No —repuso Yáñez.

—Sin embargo, estamos en las manos del exterminador de los piratas.

—¿Pero no eres tú el Tigre de Malasia? ¿Quién es más fuerte?

—Si fuese libre aún y tuviera mi cimitarra, te contestaría que el Tigre vencería al exterminador, pero ahora…

—Confío en ti, Sandokán.

Una triste sonrisa se dibujó en los labios del jefe de los piratas.

—Los valientes que me seguían han sido aniquilados por el hierro y por el fuego —murmuró con voz ronca.

—En Mompracem quedan otros no menos terribles capaces de hacer que muerda el polvo el mismo exterminador.

—Mompracem queda muy lejos y nosotros estamos prisioneros.

—Pero tú te sobras para romper las cadenas y para derribar los muros de una prisión —dijo Yáñez.

—Ante todo, ¿sabes qué hará con nosotros James Brooke?

—Pronto lo averiguaremos; ahora se viene hacia aquí.

El rajá, después de conferenciar con sus oficiales, subió a cubierta y se acercó a los prisioneros. Hizo seña a los cuatro guardianes para que se alejasen, y luego, volviéndose hacia Sandokán y su amigo, les dijo:

—Seguidme.

—¿Qué quieres? —le preguntó el Tigre.

—Antes de que el sol se oculte, lo sabréis —respondió el rajá—. Mis oficiales, reunidos en Consejo de Guerra, han pronunciado vuestra condena.

—No les reconozco semejante derecho.

—Lo reconozco yo, que soy el rajá de Sarawak.

—¡James Brooke!… ¡El Tigre de Malasia no ha muerto aún! —gritó Sandokán, en tanto que en sus pupilas brillaba un terrible relámpago.

—¿Qué quieres decir?

—Que algún día podré volver a tu reino al frente de los tigres de Mompracem.

—¡Bah! Ese día está muy lejano —replicó el rajá, con sonrisa irónica—. Dentro de un mes os hallaréis en el gran océano, entre vuestra isla y la otra…

—¿Qué otra?

—La de Norfolk.

Sandokán hizo un gesto de estupor y de cólera, pero en seguida, con voz tranquila, al par que burlona, dijo:

—¡Ah! ¿Quieres enviarnos con los forzados que Inglaterra y Australia relegan en Norfolk? ¡Tu idea no es mala, James Brooke! ¿Y será El Realista quien emprenderá tan largo viaje?

—Mi nave me será más útil aquí que en los mares de Australia.

—Entonces será en la que debe conducir allí a Tremal-Naik.

—Sí.

—¿Y ha llegado ya a Sarawak? —preguntó el pirata, socarronamente.

—Ayer tarde ancló frente a Matany.

—Pues vamos a Norfolk, salvo que lo impida un caso imprevisto.

—¿Qué caso? —preguntó el rajá, mirándolo con desconfianza.

—En el mar nunca hay seguridad de llegar al puerto de destino; eso ya lo sabes, James Brooke.

—No querías decir eso. Pero si esperas huir antes de que el barco llegue a Norfolk, te equivocas. Ignoras aún lo que es una fragata destinada al transporte de forzados.

—Lo aprenderé muy pronto, puesto que tu Realista se hallará esta tarde en aguas de Matany.

James Brooke lo contempló fijamente, como si leyese en su alma; luego, encogiéndose de hombros y haciendo un gesto de indiferencia, exclamó:

—Seguidme.

—¿Quieres colocarnos ya los grilletes? —preguntó Sandokán, siempre burlonamente.

—Mientras permanezcáis a bordo de mi barco, os trataré como a huéspedes —replicó James Brooke, con nobleza—. Venid.

Bajó al comedor, seguido del Tigre y de Yáñez, y se sentó a la mesa, espléndidamente servida.

—Después de un combate tan largo y terrible, vosotros, lo mismo que yo, sentiréis hambre —dijo—. Si no os desagrada, hacedme compañía.

—Con mucho gusto —respondió Sandokán, en tanto que el portugués se inclinaba silenciosamente.

El rajá y los dos cabecillas de la piratería malaya empezaron a comer con excelente apetito, charlando como si fuesen los mejores amigos del mundo.

Rivalizaban en cortesía; hablaban de mares, de navegación, de construcciones navales, de armas y de abordajes, sin hacer la más pequeña alusión a su rivalidad, ni nombrar a Norfolk ni a Mompracem.

La nave, impulsada por viento favorable, dirigíase rápidamente hacia Matany, cuya gigantesca cima, de dos mil novecientos metros, aparecía, dorada por los últimos rayos del sol.

El mar perdía poco a poco sus reflejos de fuego, tomando un color oscuro, con fugaces resplandores de oro.

Algunas aves marinas revoloteaban, ya dejándose caer al agua, ya levantándose rápidamente con chillidos agudos. Eran golondrinas de mar y petreles.

En ocasiones también cruzaba una fragata, veloz como una exhalación, o se dejaba ver un grueso albatros de robusto pico y blancas plumas orladas de negro en sus extremos.

El rajá y los dos piratas pasearon cerca de media hora, y seguían charlando, cuando el primero se detuvo bruscamente, mirando hacia proa. En medio de las tinieblas, descubrió dos puntos luminosos que brillaban en la dirección de Matany.

Su frente se contrajo, y su semblante, hasta entonces sereno y afectuoso, tomó de pronto un aspecto casi terrible. Volvióse hacia un marinero, diciéndole:

—Dispara un cohete.

Sandokán y Yáñez no dijeron nada. Sin embargo, sus miradas permanecían fijas en aquellos dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde, que indicaban la presencia de un barco.

Pocos momentos después, un cohete partía de al popa de El Realista y estallaba en el espacio, esparciendo una lluvia de chispas de oro.

El rajá no apartaba la vista de los puntos luminosos. Al cabo de un instante, otro cohete hendía las tinieblas hacia la parte de Matany, mostrando una línea de puntos azulados.

—Allí está el barco —dijo James Brooke.

Luego, volviéndose hacia Sandokán y Yáñez, añadió con cierta dureza:

—Desde ahora dejáis de ser mis huéspedes y yo vuelvo a ser el Exterminador de los piratas.

—¿Aquel buque es el que ha de conducirnos a los mares de Australia? —preguntó el Tigre, en voz baja.

—Sí —respondió secamente el rajá.

—Estamos preparados…

Los tripulantes de El Realista botaron al mar una chalupa y en ella se acomodaron un oficial y ocho marineros, armados de fusiles y de sables.

Sandokán, antes de poner el pie en la escala, acercóse al rajá y, mirándolo fijamente, le dijo en voz lenta y pausada:

—James Brooke, algún día volveremos a vernos; mi corazón no me engaña.

En los labios del Exterminador se dibujó una irónica sonrisa.

—¿Lo dudas? —añadió el Tigre.

—Sí.

—Haces mal. Guárdate de los piratas de Mompracem y guárdate también de los dayakos.

—¿Qué pretendes dar a entender? —le preguntó el rajá, por cuyo semblante cruzó una sombra de inquietud—. Los dayakos de Muda-Hassin, el sobrino del sultán, están sometidos y el pretendiente se halla entre mis manos.

—Veremos si Muda-Hassin sigue mucho tiempo en tu poder. ¡Adiós, James Brooke! La lucha entre nosotros no ha terminado y tal vez al no matarme cometas un error, que lamentarás.

Y Sandokán bajó rápidamente la escala y se colocó entre los soldados, seguido de Yáñez, de Sambigliong y de Tanauduriam, que habían sido llevados a cubierta.

A una breve orden del oficial, la chalupa se puso en marcha, dirigiéndose hacia los dos focos luminosos que brillaban en las tinieblas.

Antes de alejarse, Sandokán levantó la cabeza y vio al rajá que, inclinado sobre la borda, lo miraba.

Con la mano le hizo una seña que quería decir adiós, pero que también significaba una amenaza; luego sentóse junto a Yáñez, que había encendido un cigarrillo, y murmuró:

—Vamos a ver el barco de los forzados.

—Será alegre como un entierro —contestó el portugués, sonriendo.

—Más tarde será alegre como una fiesta —agregó el jefe de los formidables piratas, en el idioma de Borneo.

—¿Qué estás tramando, Sandokán?

—Un golpe soberbio, Yáñez. Los forzados no son tontos y menos cobardes. Con tal de recobrar la libertad se hallarán dispuestos a todo. Esperemos los acontecimientos.

La chalupa, impulsada por tres pares de remos, se deslizaba muy de prisa sobre las oscuras olas.

Los soldados, con el fusil entre las rodillas, se habían sentado unos delante y otros detrás de los cuatro prisioneros. Querían evitar una evasión, cosa por otra parte nada fácil, hallándose la barca a más de diez millas de la costa.

Un hora después, la luna asomó por encima de la cumbre del Malang y la masa del barco se hizo visible. Era una gran fragata de tres palos y de gigantescas formas; una de aquellas viejas naves de vela que formaban parte de la escuadra inglesa en 1830, buenas veleras en su época, pero ya fuera de uso.

El portugués y Sandokán la observaban, contemplando sus elevados mástiles y su extenso casco; luego, miráronse sonrientes.

—Encontraremos numerosa compañía —dijo el primero.

En aquel momento, roncos gritos, que nada tenían de humanos, retumbaron en las entrañas del enorme buque, con fragor semejante al rugido lejano de una manada de bestias feroces; luego, bruscamente, los ecos se extinguieron, en tanto que una voz, desde lo alto del puente, preguntaba:

—¿Quién vive?

—Chalupa del rajá —contestó el oficial de James Brooke.

La embarcación abordó a la fragata bajo la escala, que ya había sido echada.

—Seguidme —ordenó el oficial de la chalupa a Sandokán y a Yáñez.

Los dos jefes de la piratería obedecieron y subieron la escala escoltados por cuatro soldados.

Al llegar a cubierta, un oficial salió al encuentro del enviado del rajá, examinándolo a la luz de un fanal.

—He aquí a mis hombres —dijo al marino—. James Brooke se los confía a usted.

—¿Estos son los dos famosos piratas? —preguntó el teniente de la fragata, fijando una escudriñadora mirada a Sandokán y Yáñez.

—Sí, señor.

—¿Peligrosos?

—Los vigilará usted atentamente.

—Eso corre de mi cuenta, señor. Mis respetos a Su Alteza.

—¿Se va usted?

—En seguida. El viento es favorable para alcanzar las costas septentrionales de Borneo.

En tanto que el emisario del rajá y sus hombres volvían a la chalupa y la fragata viraba hacia el Norte, el teniente llamó a cuatro marineros, e indicándoles a Yáñez y Sandokán, les dijo:

—Encadenad a esos nuevos prisioneros y conducidlos bajo cubierta; son peligrosos.

Al oír tales palabras, Sandokán hizo un movimiento de enérgica protesta, pero el portugués le detuvo, murmurando:

—Calma, hermano, o echarás a rodar tu proyecto.

—Tienes razón —contestó su compañero, con los dientes apretados.

Un marinero se acercó a ellos y, para impedir que anduviesen con facilidad, les colocó cadenas en las piernas; después los empujó violentamente hacia proa, diciéndoles:

—Venid, bribones…

Aún no había terminado la frase, cuando la diestra de Sandokán caía sobre su espalda con tal ímpetu que estuvo a punto de hacerle rodar por el entarimado.

—¿Bribón yo? —gritó con rabia—. ¿No sabes que esta mañana era el jefe de los piratas de Mompracem y que llevo en las venas sangre real?… ¡Mucho cuidado!… ¡Soy hombre que mata!…

El teniente, al ver la escena y al oír aquellas palabras, acudió presuroso. En vez de revolverse contra Sandokán, dio un puntapié al marinero, diciéndole severamente:

—Estos dos hombres están bajo la protección del rajá de Sarawak y no son vulgares malhechores. Al que los insulte, mandaré que le pongan hierros en los pies.

—Renuncio a la protección de James Brooke —replicó Sandokán, con orgullo—. Pido que se me trate lo mismo que a los demás, pero ¡desgraciado del que me insulte!… ¡Vamos!…

Después de dirigir un ligero saludo al oficial, siguió al marinero, que le precedía rascándose la espalda como si temiese la vigorosa mano que le había hecho crujir los huesos.

Bajaron por una escala y pasaron al entrepuente, donde Yáñez y Sandokán se detuvieron, haciendo un gesto de repugnancia.

—¡Mil truenos! —exclamó el portugués—. No creí acabar en un antro así. Esto es el infierno.

—Sí, pero un infierno que estallará como un volcán —exclamó su camarada.

Luego, volviendo hacia el marinero, le preguntó:

—¿Cuál es nuestro sitio?

—Allá, hacia proa.

—Pues vamos…