El Tigre de Malasia dio un salto hacia la puerta, lanzando un verdadero rugido.
—¡El enemigo aquí! —exclamó con los dientes apretados.
Desenvainó la cimitarra, arma terrible en manos de aquel hombre, y salió del fortín gritando:
—¡A mí, tigres de Mompracem!…
Yáñez, los piratas, Kammamuri y hasta los futuros esposos corrieron tras él con las armas en la mano. Ada empuñaba también una cimitarra, dispuesta a luchar al lado de sus bienhechores.
Aíer-Duk y sus ocho hombres bajaron precipitadamente la cuesta que conducía a la playa.
Tras ellos, medio oculto entre los árboles, Sandokán vio un numeroso destacamento de hombres armados, blancos unos y otros negros y dayakos.
—¡Alerta, piratas de Mompracem! ¡El enemigo! —gritó Aíer-Duk, corriendo hacia la barca amarrada a la ribera.
Retumbaron seis o siete disparos de fusil y algunas balas cayeron en el agua.
—¡La tropa del rajá Brooke! —exclamó Sandokán—. ¡Precisamente en el momento en que yo creía terminada mi misión! ¡Bueno, James Brooke, ven a desafiarme! ¡El Tigre de Malasia no te teme!
—¿Qué hacemos, hermano? —preguntó Yáñez, sin quitarse de la boca el cigarrillo encendido pocos segundos antes.
—Luchar —respondió el pirata.
—Nos bloquearán.
—¿Qué importa?
—Estamos en una isla.
—Pero dentro de una fortaleza.
Aíer-Duk y sus camaradas atravesaron velozmente el brazo de mar y desembarcaron en la isleta. Yáñez y Sandokán salieron al encuentro del bravo dayako, que llevaba una mano ensangrentada.
—¿Te han sorprendido? —le preguntó el Tigre.
—Sí, capitán; pero vuelvo con todos mis compañeros.
—¿Cuántos son los enemigos?
—Por lo menos trescientos.
—¿Quién los manda?
—Un blanco, capitán.
—¿El rajá?
—No, un teniente de marina.
—¿Un hombre alto, con largos bigotes rubios? —preguntó Yáñez.
—Sí —contestó el dayako—. Y van con él cuarenta marineros europeos.
—Es el teniente Churchill.
—¿Quién es ese Churchill? —preguntó Sandokán.
—El comandante del fortín que domina a la ciudad de Brooke.
—¿No has visto al rajá? —dijo el Tigre, dirigiéndose a Aíer-Duk.
—No, capitán.
El pirata rechinó los dientes.
—¿Qué ocurre? —interrogó Yáñez.
—Temo que ese canalla nos ataque por mar —dijo Sandokán—. Acaso El Realista navega hacia la bahía.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, arrugando el entrecejo—. ¡Entonces nos cogerán entre dos fuegos!
—Seguramente.
—¡Diablo!
—Pero lucharemos, y cuando se nos acaben las balas nos defenderemos con la cimitarra y con el kriss.
El enemigo, que se había detenido a seiscientos metros de la orilla, comenzaba a avanzar, ocultándose tras de los árboles y de los espesos matorrales. Los disparos dejáronse oír de nuevo.
—¡Mil truenos! —exclamó Yáñez—. ¡Empieza a granizar!
—Retirémonos al fuerte —ordenó Sandokán—. Es sólido y resistirá las balas de fusil.
Los piratas, Tremal-Naik, Ada y Kammamuri, después de echar la barca a pique, con el fin de que no pudiera utilizarla el enemigo para atravesar el brazo de mar, entraron en la fortaleza.
Amontonaron enormes piedras tras la puerta, abrieron numerosas troneras en la empalizada, que era lo suficientemente alta para evitar un escalo, y en seguida cada cual, a excepción da la muchacha, que fue conducida a la espaciosa cámara, ocupó el puesto que juzgó conveniente.
—¡Fuego, tigres de Mompracem! —mandó Sandokán, que había trepado al techo del fortín con Yáñez y siete u ocho de los más audaces piratas.
A la orden respondió el grito de guerra de los piratas y una descarga de fusilería.
—¡Viva el Tigre de Malasia! ¡Viva Mompracem!…
El enemigo llegó a la playa. Algunos hombres intentaron derribar varios árboles, acaso con el propósito de construir una balsa y pasar a la isla.
Sin embargo, muy pronto comprendieron que no era empresa fácil acercarse al fortín.
Homicidas descargas partían del edificio y con tal rapidez y con precisión tan matemática, que pocos minutos después quince o dieciséis hombres yacían sin vida.
—¡Fuego, tigres de Mompracem! —oíase gritar, a cada instante, a Sandokán.
—¡Viva el Tigre!… ¡Viva Mompracem! —contestaban los piratas, y disparaban apuntando a lo más compacto de la masa enemiga.
Los soldados del rajá se vieron obligados a retroceder hasta el bosque y a ocultarse tras los troncos de los árboles.
Apenas se retiraron, en la orilla opuesta de la bahía, a la incierta claridad de las estrellas apareció otra columna enemiga.
Una terrible granizada de balas cayó sobre el fortín, en cuyo techo, de pie y fusil en mano, permanecía Sandokán.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, oyendo silbar el plomo junto a su cabeza—. ¡Más gente!
—Y también barcas —añadió Sambigliong, que estaba cerca.
—¿Dónde?
—Allá, en el extremo de la bahía. Son siete, una verdadera flotilla.
—¡Mil truenos! —rugió Yáñez—. ¡Eh, hermano!
—¿Qué te ocurre? —preguntó Sandokán, cargando la carabina.
—Nos van a pescar.
—¿No tienes fusil?
—Sí.
—¿Y kriss y cimitarra?
—Por supuesto.
—Pues entonces, hermano, lucharemos.
Trepó hasta lo más alto de la techumbre, sin preocuparse de las balas que silbaban a su alrededor, y gritó:
—¡Tigres de Mompracem, venganza! ¡Se acerca el exterminador de los piratas! ¡Todos a la empalizada y fuego sobre esos perros que nos desafían!
Los piratas abandonaron precipitadamente las troneras y treparon por la empalizada como gatos.
Tremal-Naik, Sambigliong, Tanauduriam y ATer-Duk los dirigían, animándolos con el ejemplo.
Se reanudó el fuego muy pronto, pero con furia increíble. Bajo cada uno de los árboles de la costa brillaba un relámpago, seguido de una detonación. Cientos y cientos de balas cruzaban el espacio.
De vez en cuando, en medio de aquel terrible estrépito, oíase la voz del Tigre de Malasia, los gritos de los piratas, las voces de mando de los oficiales del rajá y los salvajes aullidos de los indios y de los dayakos. Sin embargo, no siempre eran gritos de triunfo ni aullidos de entusiasmo; eran desgarradoras exclamaciones, lamentos de heridos, ayes de moribundo.
De repente, hacia el mar, oyóse un fuerte estruendo que ahogó el estampido de los fusiles. Era la potente voz del cañón.
—¡Ah! —exclamó el Tigre—. ¡La flota del rajá!…
Miró hacia el océano. Una masa negra se acercaba al islote; dos fanales, verde el uno, rojo el otro, brillaban en sus costados.
—¡Eh, Sandokán! —gritó una voz—. ¡Mil truenos!…
—¡Ánimo, Yáñez! —respondió Sandokán.
—¡Por Júpiter! Tenemos un barco a la espalda.
—Si se acerca lo asaltaremos y…
No acabó. Una llamarada brilló a proa de la nave que entraba en la anchurosa bahía y una bala fue a estrellarse contra el edificio.
—¡El Realista! —exclamó Sandokán.
En efecto, el buque que acudía en auxilio de los asaltantes era el schooner del rajá James Brooke, el mismo que en la desembocadura del Sarawak asaltó y echó a pique al Helgoland.
—¡Maldito! —rugió el Tigre, mirándolo con ojos que despedían chispas—. ¿Por qué no tendré yo también un praho? ¡Te haría ver cómo saben batirse los piratas de Mompracem!…
Otro cañonazo retumbó en el puente del barco enemigo y la bala fue a abrir una nueva brecha.
El Tigre de Malasia profirió un grito de dolor y de rabia.
—¡Todo se ha acabado! —exclamó.
Seguido de sus compañeros, bajó precipitadamente de lo alto del fortín, en tanto que un diluvio de metralla caía sobre la techumbre del fuerte. El pirata subió a la barricada que los bandidos levantaron a la entrada de la pequeña fortaleza, gritando:
—¡Fuego, tigres de Mompracem, fuego! ¡Demostremos al rajá cómo se baten los piratas de Malasia!…
La lucha adquiría entonces proporciones espantosas. Las tropas de James Brooke, que hasta aquel momento se habían mantenido ocultas entre los bosques, lanzáronse hacia la playa y desde allí hicieron un fuego infernal; la flotilla, que permanecía a distancia, al verse apoyada por los cañones del barco, avanzó resuelta, con intención de llegar hasta la isleta.
La situación de los piratas se hizo desesperada. Combatían con rabia, disparando sobre la nave, sobre la flotilla, sobre las tropas agrupadas en la playa; animados siempre por los gritos del Tigre de Malasia; pero eran muy pocos para hacer frente a tantos enemigos.
Llovían las balas entrando por las troneras y derribando a los piratas que disparaban desde lo alto de la empalizada.
Y no eran sólo balas sencillas, sino granadas que los cañones de El Realista vomitaban y que al estallar con terrible violencia, abrían espantosas brechas, por las cuales el enemigo, así que desembarcase, podría penetrar en el edificio.
A las tres de la madrugada, los sitiadores recibieron un nuevo socorro. Era un esbelto yate armado con un solo cañón de gran calibre; en seguida rompió el fuego contra la empalizada, abierta por todas partes.
—¡Se acabó! —dijo Sandokán desde lo alto de la barricada, disparando sin cesar contra la flotilla, que seguía avanzando—. Dentro de diez minutos tendremos que rendirnos.
A las cuatro de la mañana no quedaban en el fortín más que siete personas: Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik, Ada, Sambigliong, Kammamuri y Tanauduriam. Dejaron la barricada, donde la defensa era casi imposible, y se retiraron a la gran estancia, parte de la cual estaba destruida por los cañonazos de El Realista y del yate.
—Sandokán —dijo el portugués—. No podemos resistir más.
—Mientras nos queden pólvora y balas, no debemos rendimos —contestó el Tigre de Malasia, mirando a la flotilla que, rechazada seis veces consecutivas, volvía a la carga con intención de desembarcar a sus tripulantes.
—No estamos solos, hermano. Nos acompaña una mujer, la Virgen de la Pagoda.
—Aún podemos vencerles, Yáñez. Dejemos que los enemigos pongan pie en tierra y luchemos con ellos cuerpo a cuerpo. Me siento capaz de pelear contra todos esos miserables enviados del rajá.
—¿Y si una bala hiriese a la joven? ¡Mira, Sandokán, mira!…
En aquel momento estalló una granada de El Realista, hundiendo un gran trozo del muro. Algunos fragmentos de hierro cayeron en medio del grupo de piratas.
—¡Qué matan a mi novia! —gritó Tremal-Naik, colocándose ante la Virgen de la Pagoda.
—Hay que rendirse o disponerse a morir —dijo Kammamuri.
—Rindámonos, Sandokán —exclamó Yáñez—. Se trata de salvar a la prima de Mariana Guillonk.
El pirata no contestó. Asomado a una ventana, los ojos centelleantes, entreabiertos los labios y contraídos los músculos por la rabia, miraba al enemigo, que se acercaba rápidamente a la isla.
—Rindámonos, Sandokán —repitó Yáñez.
El Tigre de Malasia contestó con un ronco suspiro. Otra granada se estrelló contra el muro esparciendo a su alrededor multitud de enrojecidos fragmentos.
—¡Sandokán!… —gritó por tercera vez Yáñez.
—Hermano —murmuró el Tigre.
—Es preciso rendirse.
—¡Rendirse!… —exclamó el pirata con acento que nada tenía de humano—. ¡El Tigre de Malasia no se rinde a James Brooke!… ¡Oh!… ¿Por qué no tengo un cañón para hacer frente a esos miserables? ¿Por qué no dispondré ahora de los amigos que he dejado en Mompracem?… ¡Rendirse!… ¡Rendirse el Tigre de Malasia!
—Debemos salvar a una mujer.
—Lo sé…
—Y esa mujer es prima de tu difunta esposa. Rindámonos, Sandokán…
Una tercera granada reventó en la misma estancia, mientras dos balas de grueso calibre hundían gran parte del techo. El Tigre volvióse y miró a sus compañeros. Todos permanecían con las armas en la mano, dispuestos a continuar la lucha; en medio de ellos se hallaba Ada. Parecía tranquila, pero en sus ojos se reflejaba la ansiedad.
—No queda esperanza —murmuró el pirata—. Dentro de diez minutos, ninguno de estos valientes estará en pie. No queda más recurso que capitular.
Cogióse la cabeza entre las manos, y se la oprimió con violencia.
—¡Sandokán! —gritó Yáñez.
Un fragoroso ¡hurra!, ahogó su voz. Los soldados del rajá habían atravesado el mar y se dirigían hacia el fuerte.
El bandido se estremeció. Empuñó la terrible cimitarra e hizo ademán de lanzarse fuera para cerrar el paso a los vencedores, pero se contuvo.
—¡Ha sonado la última hora para los tigres de Mompracem! —exclamó con dolor—. Sambigliong, iza la bandera blanca.
Tremal-Naik detuvo al pirata, que estaba atando un trozo de lienzo blanco en el cañón del fusil, y se acercó a Sandokán, llevando de la mano a su prometida.
—Si te rindes —le dijo—, Kammamuri, Ada y yo nos salvaremos; pero tú, que eres pirata, serás ahorcado con tus compañeros. Si queda aún esperanza alguna de vencer, dilo, y nos lanzaremos contra el enemigo al grito de «¡Viva el Tigre de Malasia! ¡Viva Mompracem!…».
—¡Gracias, amigos! —respondió Sandokán, conmovido, estrechando vigorosamente las manos de la joven y del indio—. El enemigo ha desembarcado ya y nosotros no somos más que siete. Rindámonos.
—¿Pero…? —preguntó Ada.
—James Brooke no me matará —dijo el pirata—. El Tigre dispone aún de mil recursos.
—La bandera blanca, Sambigliong —exclamó Yáñez, encendiendo un cigarrillo.
El bandido, desde el techo del fortín, agitó el trozo de lienzo.
En el acto oyóse el eco de una bocina en el puente de El Realista y después un «¡viva!», estrepitoso…
Sandokán, cimitarra en mano, atravesó el patio cubierto de maderos y de cadáveres, de armas y de balas de cañón, y se detuvo junto a la deshecha barricada.
Doscientos soldados del rajá habían desembarcado y hallábanse preparados para lanzarse al asalto. Una chalupa tripulada por el rajá Brooke, lord Guillonk y doce marineros, separóse de los costados de El Realista y dirigióse hacia la isla.
—¡Él y mi tío! —murmuró Sandokán, con tristeza.
Después de envainar la cimitarra, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó tranquilamente a sus dos encarnizados enemigos.
La barca, vigorosamente impulsada por los remeros, llegó en pocos minutos hasta el fortín; James Brooke y lord Guillonk pusieron el pie en tierra y, seguidos a corta distancia por su escolta, acercáronse a Sandokán.
—¿Pides una tregua o te rindes? —le preguntó el rajá, saludándolo con la espada.
—Me rindo —contestó el pirata, devolviéndole el saludo—. Tus cañones y tus hombres han domado a los tigres de Mompracem.
Una sonrisa de triunfo apareció en los labios del rajá.
—¡Ya sabía yo que acabaría por vencer al indómito jefe de los piratas de Malasia! —dijo—. Ríndete.
Sandokán, al oír aquellas palabras, levantó orgullosamente la cabeza, dirigiendo al rajá una de esas miradas que hacen estremecer hasta a los hombres más valientes.
—Brooke —dijo con voz vibrante—. Tengo tras de mí cinco tigres de Mompracem, sólo cinco, pero capaces de sostener todavía un combate contra todas tus tropas. Son cinco hombres que a una señal mía se arrojarían sin vacilar sobre ti y te matarían, a pesar de los soldados que te rodean. Yo sólo me entregaría cuando mis compañeros depusiesen las armas.
—¿No te rindes?
—Sí, pero con una condición.
—Te advierto que mis tropas han desembarcado ya; sois siete y nosotros doscientos cincuenta. Bastaría un solo gesto mío para que te fusilasen. Me parece extraño que el Tigre de Malasia, vencido, pretenda aún imponer condiciones.
—El Tigre de Malasia no ha sido vencido aún, Brooke —contestó Sandokán con fiereza—. Todavía me quedan mi cimitarra y mi kriss.
—¿Ordeno el ataque?
—Cuando te haya dicho lo que quiero.
—Habla.
—James Brooke; yo, el capitán Yáñez de Gomara y los dayakos Tanauduriam y Sambigliong, todos ellos pertenecientes a la banda de Mompracem, nos rendimos con esta condición:
—Que nos juzgue el Tribunal Supremo de Calcuta y que concedas amplia libertad para que vayan adonde estimen más conveniente, a Tremal-Naik, a su servidor Kammamuri y a Ada Corissanth…
—¡Ada Corissanth! —interrumpió lord Guillonk, acercándose a Sandokán.
—Sí, Ada Corissanth —repitió el pirata.
—¡Es imposible que esté aquí!
—¿Por qué?
—Porque fue raptada por los thugs indios y no se ha vuelto a oír hablar de ella.
—Sin embargo, se encuentra en este fortín.
—Lord James —exclamó el rajá—. ¿Conoció usted a Ada Corissanth?
—Sí, Alteza —respondió el viejo lord—. La conocí pocos meses antes de que fuese robada por los fanáticos creyentes en la diosa Kali.
—¿Si la viese la reconocería usted?
—Sí, y estoy seguro de que ella también me reconocería, aunque ya han transcurrido cinco años.
—Pues entonces, seguidme —dijo Sandokán, interviniendo.
Atravesaron la empalizada y entraron en la cámara, en medio de la cual se veían reunidos en torno de Ada, con los fusiles en la mano y el kriss entre los dientes, a Yáñez, Tremal-Naik, Kammamuri, Tanauduriam y Sambigliong.
Sandokán cogió de la mano a Ada y, presentándosela al viejo lord, le preguntó:
—¿La reconoces?
Dos gritos le respondieron.
—¡Ada!
—¡James!
Luego, el anciano y la joven se abrazaron y se besaron con efusión.
Se habían reconocido.
—¿Cómo se encuentra Ada Corissanth en tus manos? —exclamó lord James, volviéndose hacia Sandokán.
—Ella misma te lo dirá —contestó el pirata.
—¡Sí, sí, quiero saberlo! —añadió el anciano, que seguía abrazando y besando a la joven, llorando de alegría—. Quiero saberlo todo.
—Explícaselo, Ada —replicó Sandokán.
La joven, sin aguardar a que le repitiesen la invitación, narró al lord y al rajá la historia que nuestros lectores ya conocen.
—James —dijo Ada cuando terminó—, debo mi salvación a Tremal-Naik y a Kammamuri; mi felicidad al Tigre de Malasia. Abraza a estos hombres…
Lord James acercóse a Sandokán que, con los brazos cruzados sobre el pecho y el semblante ligeramente alterado, miraba a sus compañeros.
—Sandokán —dijo el anciano, conmovido—. Me robaste a mi sobrina, pero me devuelves a una mujer tan amada por mí como la otra. Te perdono, ¡abrázame, sobrino, abrázame!…
El Tigre de Malasia se echó en los brazos del lord y al cabo de tantos años aquellos encarnizados enemigos se besaron.
Cuando se separaron, gruesas lágrimas rodaban por las mejillas del anciano.
—¿Es verdad que tu esposa ha muerto? —le dijo con entrecortada voz.
Ante aquella pregunta, el semblante del Tigre de Malasia se contrajo. Cerró los ojos, cubrióse el rostro con las manos y lanzó un ronco gemido.
—Sí, ha muerto —contestó con dolorido acento.
—¡Pobre Mariana! ¡Pobre sobrina!
—¡Cállate, cállate! —murmuró Sandokán.
¡El Tigre de Malasia lloraba!
Yáñez se acercó a su amigo y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo:
—¡Ánimo, hermano! El Tigre de Malasia no debe mostrarse débil ante el exterminador de los piratas.
Sandokán enjugóse las lágrimas y levantó la cabeza con fiero ademán.
—Rajá Brooke, estoy a tu disposición. Mis compañeros y yo nos rendimos.
—¿Quiénes son tus compañeros? —le preguntó el rajá.
—Yáñez, Tanauduriam y Sambigliong.
—¿Y Tremal-Naik?
—¿Cómo?… ¿Te atreves?…
—Yo no me atrevo a nada —contestó James Brooke—. Me limito a obedecer. Tremal-Naik quedará prisionero lo mismo que vosotros.
—¡Alteza!… —exclamó lord Guillonk—. ¡Alteza!…
—Lo siento por usted, milord, pero no puedo conceder la libertad a Tremal-Naik. Lo he recibido en depósito y debo entregarlo a las autoridades inglesas, que no dejarán de reclamarlo.
—Pero ya ha oído Vuestra Alteza la historia de este nuevo sobrino mío.
—Es cierto, pero no puedo infringir las órdenes recibidas de las autoridades anglo-indias. Dentro de algunos días, un barco de deportados tocará en Sarawak y tengo que entregar al prisionero.
—¡Señor!… —exclamó Tremal-Naik—. Vuestra Alteza no permitirá que me separen de mi Ada ni que me conduzcan a Norfolk.
—Rajá Brooke. Cometes una infamia —dijo Sandokán.
—No; obedezco —replicó el rajá—. Lord Guillonk podrá encaminarse a Calcuta, explicar los crímenes de los thugs y solicitar el indulto. Por mi parte, prometo apoyar su gestión…
Ada, que hasta entonces había permanecido muda, adelantóse, angustiada.
—Rajá —murmuró confusamente—. ¿Quiere Vuestra Alteza que yo me vuelva loca otra vez?
—Le prometo que verá usted de nuevo a su prometido, señorita. Las autoridades anglo-indias efectuarán la revisión del proceso y dejarán en libertad a Tremal-Naik.
—Entonces, permítame Vuestra Alteza que embarque con él.
—¿Usted?… ¿Qué está diciendo?… ¿Bromea, señorita?…
—Deseo seguirlo.
—¿En un barco de forzados?… ¿A semejante infierno?
—Digo que quiero seguirlo —exclamó la joven, con exaltación.
James Brooke la miró con cierta sorpresa. Parecía impresionado por la energía de aquella niña.
—Respóndame Vuestra Alteza —añadió Ada.
—Es imposible, señorita —dijo luego—. El comandante del barco no la admitiría a bordo. Mejor será que siga usted a su tío a la India, para alcanzar el indulto de su futuro esposo. Su testimonio bastará para que le devuelvan la libertad.
—Es cierto, Ada —agregó lord Guillonk—. Si te vas con Tremal-Naik me quedaré solo y, para salvar a tu prometido, me faltará la declaración de más fuerza.
—¡Todos se empeñan en que lo abandone! —exclamó la joven, estallando en sollozos.
—¡Ada!… —murmuró Tremal-Naik.
—¿Me concedes cinco minutos de libertad? —preguntó Sandokán, acercándose al rajá.
—¿Para qué? —dijo James Brooke.
—Intentaré convencer a Ada para que siga a lord Guillonk.
—Puedes hacerlo.
—Pero tu presencia no es necesaria. Deseo hablarle sin testigos.
—Te concedo lo que pides, pero te advierto que es inútil que pienses en la fuga, porque toda la bahía está ocupada.
—Lo sé. Seguidme, amigos…
Salieron del fortín y se dirigieron a la empalizada.
—Escuchadme —dijo el Tigre a los que le rodeaban—. Aún dispongo de recursos que, si los conociese, harían palidecer al rajá. Ada, lord James…
—No, lord James, no, llámame tío, Sandokán —le interrumpió el inglés—. Eres sobrino mío.
—Ciertamente, tío —añadió el pirata, conmovido—. Ada, renuncia a la idea de seguir a tu prometido a la isla de Norfolk. En cambio, procuraremos conseguir del rajá que retenga en Sarawak a Tremal-Naik hasta que las autoridades de Calcuta revisen el proceso.
—Pero la separación será larga —dijo la joven.
—No; será breve, yo te lo aseguro. Intento obtener esto del rajá para ganar tiempo.
—¿Qué quieres decir? —preguntaron a un tiempo Tremal-Naik y lord Guillonk.
Leve sonrisa asomó a los labios de Sandokán.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Creéis que ignoro la suerte que me espera en Calcuta?… Los ingleses me odian. Les he hecho una guerra muy encarnizada para confiar en que me dejen con vida. Y, sin embargo, aún tengo la esperanza de ser libre, de azotar el mar, de ver otra vez mis selvas de Mompracem.
—¿Qué proyectas? ¿En qué confías? —preguntó lord James Guillonk.
—En el sobrino de Muda-Hassin.
—¿Del sultán destronado por Brooke?
—Sí, tío. Sé que conspira para reconquistar el trono y que, lenta, pero incesantemente, mina el poderío de James Brooke.
—¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó Ada—. Te debo mi salvación y te deberé la libertad de Tremal-Naik.
—Ir en busca del sobrino del sultán y decirle que los tigres de Mompracem están dispuestos a prestarle auxilio. Mis piratas desembarcarán aquí, se pondrán a la cabeza de los vencidos y asaltarán, ante todo, nuestra prisión.
—Pero yo soy inglés, sobrino —exclamó lord Guillonk.
—Nada exijo de ti, tío. Tú no puedes conspirar contra un compatriota.
—Entonces, ¿quién desempeñará esa comisión?
—Ada y Kammamuri.
—¡Ah, sí! —exclamó Ada—. Dime, ¿qué debo hacer?
Sandokán se desabrochó la chaqueta y sacó de la faja que llevaba sobre la camisa de seda, una bolsa repleta.
—Buscarás al sobrino de Muda-Hassin y le dirás que Sandokán, el Tigre de Malasia, le regala estos diamantes, que valen dos millones, para apresurar el triunfo de la revolución.
—Y yo, ¿qué hago? —preguntó Kammamuri.
El pirata se quitó una sortija de forma especial, adornada con una gruesa esmeralda, y se la alargó, diciéndole:
—Irás a Mompracem, enseñarás a mis camaradas este anillo, les dirás que me han hecho prisionero y, en mi nombre, les ordenarás que embarquen para ayudar al sobrino de Muda-Hassin. Volvamos: el rajá es desconfiado.
Entraron de nuevo en la ruinosa estancia donde esperaba Brooke rodeado de sus oficiales.
—¿Y bien?… —preguntó brevemente.
—Ada renuncia a la idea de seguir a su prometido, con la condición de que Vuestra Alteza retenga prisionero en Sarawak a Tremal-Naik, hasta que los tribunales de Calcuta vean de nuevo la causa —contestó el anciano lord.
—Sea —murmuró James Brooke, después de algunos instantes de reflexión.
Entonces Sandokán, arrojando al suelo la cimitarra y el kriss, dijo:
—Soy tu prisionero.
Yáñez, Tanauduriam y Sambigliong tiraron también sus armas.
Lord James, húmedos los ojos, se interpuso entre el rajá y Sandokán.
—¿Qué se propone Vuestra Alteza hacer de mi sobrino?
—Le concedo lo que me ha pedido.
—¿Y es?…
—Lo enviaré a la India. El Tribunal Supremo de Calcuta se encargará de juzgarlo.
—¿Cuándo saldrá?
—Dentro de cuarenta días; en el vapor-correo procedente de Labuán.
—Alteza… es sobrino mío y yo he cooperado a su captura.
—Lo sé, milord.
—Ha salvado a Ada Corissanth, Alteza.
—También lo sé, pero nada puedo hacer. Ya sabéis que me llaman el Exterminador de los piratas.
—¿Y si mi sobrino prometiese a Vuestra Alteza abandonar para siempre estos mares?… ¿Y si mi sobrino jurase no volver nunca a Mompracem?
—Calla —le interrumpió Sandokán—. Ni mis compañeros ni yo tememos a la justicia humana. Cuando para los tigres de Mompracem suene la última hora, sabrán morir como valientes.
Acercóse al anciano lord, que lloraba en silencio, y lo abrazó, mientras Tremal-Naik abrazaba a Ada.
—Adiós —murmuró luego, estrechando la mano de la joven, que sollozaba—. ¡Ten esperanza!
Volvióse hacia el rajá, que esperaba junto a la puerta, y, alzando la cabeza, le dijo:
—Estoy a tus órdenes.
Los cuatro piratas y Tremal-Naik salieron del fuerte y se acomodaron en las embarcaciones. Cuando estas soltaron las amarras, el Tigre fijó la mirada en el islote.
En la puerta del fortín permanecía el lord teniendo a Ada a la derecha y a Kammamuri a la izquierda. Todos lloraban.
—¡Pobre tío y pobre muchacha! —murmuró Sandokán, suspirando—. Pero la separación será breve, y tú, James Brooke, perderás el trono.