Eran las dos de la tarde.
El sol se reflejaba en las azuladas aguas de la bahía, y un vientecillo fresco y ligero soplaba del mar, murmurando misteriosamente entre las hojas de los árboles. Ni en la teleta ni en la bahía se escuchaba otro rumor que el de las olas que se estrellaban contra la costa.
Tremal-Naik, Sandokán, Yáñez y Kammamuri caminaban con paso rápido hacia el extremo septentrional de la isla, oculto por espesa cortina de árboles de goma y de plantas trepadoras.
A cuarenta pasos de la costa, uno de los guardianes de la loca, que estaba tendido tras un matorral, se incorporó.
—¿Y Ada? —le preguntó Tremal-Naik, precipitándose a su encuentro.
—En la orilla —contestó el pirata.
—¿Qué hace? —dijo Sandokán.
—Mira el mar.
—¿Dónde está tu compañero?
—A pocos pasos de aquí.
—Ve a buscarlo y retiraos los dos al fortín.
Tremal-Naik, Sandokán, Yáñez y el maharato atravesaron la tupida cortina de árboles y se detuvieron al otro lado. De los labios del indio se escapó un grito.
—¡Ada!… —exclamó.
Sandokán lo sujetó por un brazo.
—Tranquilízate —le dijo—. No te olvides de que esa mujer está loca.
—Me tranquilizaré.
—¿Lo prometes?
—Te lo juro.
—Entonces, vete. Aquí te esperamos.
Yáñez, el Tigre y Kammamuri sentáronse en el tronco de un árbol y Tremal-Naik, sereno en apariencia, pero en realidad muy emocionado, se dirigió a la playa.
A pocos pasos del mar, a la sombra de un soberbio clavillero, cuyas flores desprendían embriagador perfume, estaba la Virgen de la Pagoda, cruzadas las manos sobre la espléndida coraza de oro cubierta de numerosos diamantes, sueltos los negros cabellos y fijos los ojos en las olas que con dulce murmullo llegaban hasta besar sus pies.
No hablaba ni se movía. Cualquiera la hubiese tomado por una bellísima estatua colocada allí para adornar la playa.
Tremal-Naik, casi sin aliento, acercábase con paso rápido y silencioso. Se detuvo a dos pasos de la joven, que parecía no haberse dado cuenta de su presencia.
—¡Ada!… ¡Ada!… —exclamó de repente el indio.
La loca no se movió.
—¡Ada!… ¡Oh, mi querida Ada!… —repitió Tremal-Naik, poniéndose de rodillas ante la joven.
La Virgen de la Pagoda, al fijarse en el hombre que le tendía las manos con gesto suplicante, dio un salto. Miró al indio con fijeza y luego retrocedió dos pasos, murmurando:
—¡Los thugs!
La muchacha no reconoció a su prometido.
—¡Ada!… ¡Mi Ada querida!… —gritó Tremal-Naik—. ¿No me reconoces?
—¡Los thugs! —repetía la infeliz, empero sin mostrar terror.
Tremal-Naik lanzó una exclamación de rabia y de dolor.
—¿No te acuerdas de mí, Ada? —preguntó, clavándose las uñas en la carne—. ¿No te acuerdas del pobre Tremal-Naik, del cazador de tigres de la selva negra?
—Vuelve a ti, Ada, vuelve a ti. ¿Te has olvidado de aquella tarde que me encontraste en el bosque? ¿Te has olvidado de aquella noche que te vi en la sagrada pagoda? ¿Te has olvidado de aquella otra noche en que los thugs nos hicieron prisioneros? ¡Ada, Ada mía!
La loca le escuchaba, sin hacer el menor gesto. Indudablemente no recordaba nada.
—¡Ada! —siguió diciendo Tremal-Naik, sin poder contener las lágrimas—, mírame a la cara, mírame. No es posible que te hayas olvidado de mí. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no te echas en mis brazos? ¿Es porque han asesinado a tu padre?… Sí, asesinado… asesinado…
El indio, al evocar tan triste recuerdo, estalló en sollozos, ocultando el rostro entre las manos.
De repente, la loca, que había contemplado impasible la desesperación de aquel hombre, avanzó un paso, inclinándose hacia el suelo. En su rostro se operó un brusco cambio; y sus negros ojos relampaguearon.
—¿Sollozas?… —murmuró—. ¿Por qué lloras?…
Tremal-Naik, levantó la cabeza.
—¡Ada!… —gritó, tendiendo los brazos hacia ella—. ¿Me reconoces?
La loca lo contempló, frunciendo el entrecejo. Parecía como si intentase recordar dónde había visto el rostro del joven.
—¿Sollozas?… —repitió—. ¿Por qué lloras?
—Porque tú ya no me conoces, Ada —dijo Tremal-Naik—. Fíjate en mí, fíjate…
La joven se inclinó, luego retrocedió algunos pasos y se echó a reír.
—¡Los thugs! ¡Los thugs! —exclamó.
Después volvió la espalda y se alejó presurosa, dirigiéndose hacia el fortín.
—¡Gran Siva! —gritó el indio estallando en sollozos—. ¡Todo se ha perdido! ¡No me reconoce!
Cayó de rodillas, pero en seguida se levantó de un brinco y se lanzó en persecución de la loca, que iba a internarse en el bosquecillo.
No había recorrido cincuenta pasos, cuando dos férreos brazos le detuvieron.
—¡Cálmate, Tremal-Naik! —dijo una voz.
Era Sandokán, seguido de Yáñez y Kammamuri.
—¡Ah! —balbuceó el indio.
—¡Cálmate! —repitó Sandokán—. Aún no se ha perdido todo.
—No me conoce. ¡Y yo que al cabo de tanto tiempo, de tantas angustias y de tantas torturas creía poder estrecharla entre mis brazos! ¡Todo se acabó, todo!
—Todavía queda una esperanza, Tremal-Naik.
—¿Por qué forjarse ilusiones? Está loca y no curará.
—Curará esta misma noche; te lo asegura el Tigre de Malasia.
Tremal-Naik miró a Sandokán con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Entonces hay esperanza? —preguntó—. ¿Es cierto lo que dices? Tú, que tan generoso te has mostrado conmigo, que tanto bien me has hecho, realiza ahora ese milagro y mi vida será tuya.
—El milagro será realizado, te lo prometo, Tremal-Naik —dijo Sandokán.
—¿Cuándo?
—Ya te he dicho que esta noche.
—¿De qué modo?
—Pronto lo sabrás. ¡Kammamuri!…
El maharato se adelantó. El buen muchacho, como su amo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Habla, capitán —dijo.
—La noche en que tu amo se presentó en la caverna de Suyodhana, ¿estaba este en el templo?
—Sí, capitán.
—¿Podrías repetirme lo que dijeron el jefe de los thugs y tu amo?
—Sí, palabra por palabra.
—Entonces, ven conmigo.
—Y nosotros, ¿qué debemos hacer? —preguntó Yáñez.
—Por ahora no os necesito ni a ti ni a Tremal-Naik —contestó Sandokán—. Idos a pasear y no volváis al fuerte antes de la noche. Os preparo una sorpresa.
—¿Qué será? —preguntó Tremal-Naik al portugués.
—No sé; sin duda proyecta algo extraordinario.
—¿En favor de mi Ada?
—Claro.
—¿Conseguirá que se ponga buena?
—Creo que sí. El Tigre de Malasia sabe mil cosas que nosotros desconocemos.
—¡Ah, si lo lograse!
—Lo logrará, Tremal-Naik. Dime: ¿vive aún Suyodhana?
—Supongo que sí.
—¿Es poderoso?
—Poderosísimo. Manda en millares y millares de estranguladores.
—Será difícil aniquilarlo…
—Más bien imposible.
—Para todos, pero no para el Tigre de Malasia. Quizás algún día este y el Tigre de la India se encuentren frente a frente.
—¿Lo crees?
—Tengo ese presentimiento. Oye, Tremal-Naik, ¿ocupan todavía los thugs la isla de Raymangal?
—Creo que no. Cuando los ingleses me procesaron, me alejaron del lugar donde habitaban los thugs y algunas naves fueron enviadas a Raymangal, pero volvieron sin haber encontrado un solo estrangulador.
—¿Habían huido?
—Por lo visto, sí.
—¿Pero adónde?
—No lo sé.
—¿Los thugs son ricos?
—Riquísimos, porque no se contentan con estrangular. Saquean caravanas y países enteros.
—¡Qué enemigo tan excelente a quien combatir! El Tigre de Malasia se divertirá. ¡Quién sabe si algún día, cansados de Mompracem, iremos a la India para medir nuestras armas con Suyodhana y con su gente!
—¿Tienes intención de volver a Mompracem?
—Sí, Tremal-Naik —dijo Yáñez—. Mañana mandaremos algunos hombres a Sarawak para adquirir prahos y luego regresaremos a nuestra isla.
—¿Iré con vosotros?
—Si vinieses expondrías a la Virgen de la Pagoda a un continuo peligro. Ya sabes que somos piratas y que siempre tenemos que combatir.
—Entonces, ¿adónde voy?
—Te destinaremos una escolta de valerosos piratas que te acompañarán hasta Batavia. Allí tenemos un palacio y lo habitarás con Ada.
—Eso es demasiado —dijo Tremal-Naik, conmovido—. No os basta haber expuesto la vida por salvarme, sino que, además, queréis darme una casa.
—Y un puñado de diamantes que valdrá un millón, mi querido Tremal-Naik.
—Pero yo no lo aceptaré.
—No hay que rehusar nada del Tigre de Malasia. Una negativa le ofendería.
—Pero…
—Calla, Tremal-Naik. Para nosotros, un millón nada significa.
—¿Tan inmensamente ricos sois?
—Tal vez más que los thugs indios.
Mientras hablaban, el sol se había ocultado. Yáñez miró el reloj a la incierta claridad de las estrellas.
—Son las nueve —dijo—, podemos volver al fuerte. Vámonos ahora mismo.
Dirigió una última mirada a la desierta ría, y se alejó a la costa, penetrando en el bosquecillo.
Tremal-Naik, con la cabeza reclinada sobre el pecho, le seguía.
Pocos momentos después los dos compañeros se encontraban ante el fortín, en cuya puerta apareció Sandokán, fumando con su pipa, tranquilamente.
—Os esperaba —dijo, saliéndoles al encuentro—. Todo está preparado.
—¿Qué es lo que está preparado? —preguntó Tremal-Naik.
—Lo que es preciso ejecutar para que la Virgen de la Pagoda recobre la razón.
Cogió de la mano a los dos amigos y los condujo a una enorme cámara que ocupaba casi todo el recinto del fortín y que en otro tiempo estuvo destinada a contener una guarnición y gran cantidad de víveres y de municiones.
Tremal-Naik y Yáñez dejaron escapar un grito de sorpresa.
La anchurosa sala, habíase convertido, por obra de Sandokán, de Kammamuri y de los piratas, en horrible caverna que a Tremal-Naik le recordaba el templo de los thugs indios, donde el feroz Suyodhana había realizado su espantosa venganza.
Resinosas antorchas esparcían por todas partes su lívida claridad. Aquí y allá veíanse acumuladas enormes masas de roca, troncos retorcidos de árboles que podrían pasar por columnas, monstruos de arcilla toscamente labrados, representando algunos a Visnú, el dios conservador de los indios que tiene su residencia en Vaicondu o mar de leche de la serpiente Adissescieu, y otras deidades, gigantescos genios maléficos que, divididos en cinco tribus, van errando por el mundo, del cual no pueden salir ni alcanzar la felicidad prometida a los hombres, sino después de haber recogido cierto número de plegarias.
En el centro levantábase una estatua, horriblemente fea, también de arcilla. Tenía cuatro brazos y una lengua enorme; sus pies se apoyaban sobre su cadáver. Ante aquel monstruo veíase una vasija donde nadaba un pececillo.
—¿En qué lugar nos hallamos? —preguntó Yáñez, mirando con estupor a las deidades y a las antorchas.
—En una pagoda de los thugs indios —repuso Sandokán.
—¿Quién ha fabricado estos monstruos tan feos?
—Nosotros, hermano.
—¿En tan pocas horas?
—Cuando se quiere todo se hace.
—¿A quién representa aquella horrible figura que tiene cuatro brazos?
—A Kali, la diosa de los thugs —dijo Tremal-Naik, que la había reconocido.
—¿Crees que esta pagoda improvisada se parece a la de los thugs? —preguntó Sandokán.
—Sí, Tigre de Malasia. ¿Qué te propones?
—Estoy convencido de que solamente una impresión extraordinaria puede hacer que Ada recobre la razón.
—Soy de tu mismo parecer, Sandokán —dijo Yáñez—, y ya adivino tu propósito.
—¿De veras?
—Quieres repetir la escena que ocurrió en la pagoda cuando Tremal-Naik apareció ante Suyodhana.
—Sí, Yáñez. Yo seré el jefe de los thugs y pronunciaré las mismas palabras que el hombre terrible pronunció en aquella noche fatal.
—¿Cuándo empezamos?
—En seguida.
—¿Y los thugs? —preguntó Tremal-Naik.
—Los thugs serán mis hombres —replicó Sandokán—. Kammamuri los ha aleccionado.
—Entonces, adelante.
El Tigre acercóse a los labios el silbato de plata y lanzó una aguda nota. En seguida, treinta dayakos medio desnudos, con un lazo de fibras de rota ceñido a la entura y una serpiente con cabeza de mujer pintada en mitad del pecho, penetraron en la estancia y se tendieron junto a la monstruosa divinidad de los thugs.
—¿Por qué llevan esa serpiente en el pecho? —preguntó el portugués.
—Todos los thugs lucen un tatuaje semejante —respondió Tremal-Naik.
—Por lo visto, Kammamuri no ha olvidado ningún detalle.
—¿Estáis preparados? —dijo Sandokán.
—Todos —contestaron los dayakos.
—Yáñez, te confío una parte Importante —dijo el Tigre.
—Habla.
—Tú, que eres blanco, representarás al padre de Ada. Capitanearás a los piratas que desempeñarán el papel de cipayos indios y harás cuanto Kammamuri te indique.
—Está bien.
—Cuando yo finja un ataque al fortín, caerás como muerto ante Ada.
—Confía en mí. Cada cual a su puesto.
Tremal-Naik, Yáñez y Kammamuri salieron, mientras Sandokán se colocaba junto a la diosa Kali, y los dayakos, que representaban a los thugs, se apiñaban a su alrededor.
A una señal del Tigre, un pirata golpeó doce veces una especie de gong colocado en uno de los ángulos de la estancia.
Al sonar el último toque abrióse la puerta y entró la Virgen de la Pagoda sostenida por los dayakos.
—Avanza, Virgen de la Pagoda —mandó Sandokán—. Suyodhana te lo ordena.
Al oír el nombre de Suyodhana, la loca se detuvo, soltándose de los brazos de los dos piratas. De repente, sus ojos se dilataron; fijó la vista en Sandokán, que estaba de pie en medio de la pagoda, luego en los dayakos que conservaban una inmovilidad absoluta, y por último, en la diosa Kali.
Un estremecimiento sacudió su cuerpo y algunas arrugas se dibujaron en su frente.
—Kali —murmuró, con acento de terror—. Los thugs…
Avanzó algunos pasos, fijos siempre los ojos en Sandokán, o en los piratas, en la monstruosa divinidad india; después se llevó dos o tres veces la mano a la frente e hizo un supremo esfuerzo, como para evocar alguna horrible escena.
De pronto, Tremal-Naik penetró en la pagoda, gritando:
—¡Ada!
La joven se quedó inmóvil; su rostro, palidísimo, revelaba inexplicable ansiedad. Su mirada, se clavó en Tremal-Naik.
—¡Ada!… —repitió este con acento suplicante—. ¡Vuelve en ti!…
Oyóse un grito de:
—¡Fuego!
En el umbral de la pagoda sonaron unos cuantos disparos y varios hombres, capitaneados por Yáñez, entraron bruscamente, mientras los aleccionados dayakos huían en todas direcciones.
Ada seguía sin moverse. Al cabo de unos segundos se estremeció e inclinóse hacia delante, como si tratase de percibir el eco de una nueva descarga o de alguna otra voz.
Sandokán, sin perderla de vista, habíase detenido. ¿Comprendió lo que esperaba la desgraciada? Tal vez, porque, con voz de trueno, comenzó a gritar, como había gritado el feroz Suyodhana:
—¡Corred!… ¡Volveremos a vernos en la selva!…
Apenas pronunció estas palabras, un estridente chillido se escapó de los labios de la muchacha.
Adelantó un paso, desencajado el semblante y levantados los brazos, y cayó en los brazos de Yáñez.
—¡Muerta!… ¡Muerta!… —gritó Tremal-Naik, con desesperación.
—No —dijo Sandokán—. ¡Se ha salvado!…
Apoyó una mano en el pecho de la Virgen de la Pagoda. El corazón latía débilmente.
—Está desmayada —añadió.
—Entonces se ha salvado —repitió Yáñez.
—¡Ojalá sea verdad! —exclamó Tremal-Naik, que reía y lloraba al mismo tiempo.
Kammamuri se acercó con un jarro de agua. Sandokán roció con ella el rostro de la joven y esperó a que volviese en sí.
Pasaron algunos minutos; luego, un profundo suspiro se escapó de los labios de Ada.
—Ya vuelve en sí —dijo Sandokán.
—¿Debo quedarme? —preguntó Tremal-Naik.
—No —contestó el Tigre—. Cuando se lo hayamos contado todo, te mandaremos llamar.
El indio dirigió una penetrante mirada a su novia y salió.
—¿Tienes esperanzas, Sandokán? —preguntó Yáñez.
—Muchas —respondió el pirata—. Mañana estos dos desgraciados podrán unirse para siempre.
—Y nosotros…
—Cállate, Yáñez; ya abre los ojos.
La joven volvía en sí. Lanzó un segundo suspiro más largo que el primero y abrió los ojos, fijándose en Sandokán y en el portugués.
Su mirada no era la misma de antes; era la mirada de una mujer normal.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz débil, tratando de incorporarse.
—Entre amigos —repuso Sandokán.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —murmuró—. ¿He soñado? ¿Quiénes sois?
—Repito que estás entre amigos. Ya no estás loca.
—¿Loca?… ¿Loca?… —exclamó la joven, con profunda sorpresa—. ¿Loca yo?… ¿No he soñado?… ¡Ah… recuerdo!… ¡Es horrible… horrible!
Una explosión de lágrimas ahogó su voz.
—Cálmate —le dijo Sandokán—. Aquí no corres peligro alguno. Suyodhana no existe ya y los thugs están lejos de este lugar. Estamos en Borneo, no en la India.
Haciendo un violento esfuerzo, Ada se puso en pie, y estrechando fuertemente las manos a Sandokán, exclamó llorando:
—En nombre de Dios, dime lo que ha sucedido y quién eres. No comprendo nada…
Eran las preguntas que Sandokán esperaba. Entonces, le contó sucintamente todo lo ocurrido primero en la India, después en Mompracem y por último en Borneo.
—Ahora —concluyó el pirata—, si amas a Tremal-Naik, al hombre que por ti ha realizado milagros, haz una señal y caerá de rodillas a tus pies.
—¿Si lo amo? —exclamó Ada—. ¿Dónde está?… Déjame que lo vea.
—¡Tremal-Naik!… —gritó Yáñez.
El Indio entró en la pagoda y cayó a los pies de la joven, exclamando:
—¡Mía!… ¡Mía!… ¡Ada, dime que serás mi esposa!…
La joven puso las manos en la cabeza de su prometido.
—Sí, seré tu esposa —exclamó—. Mi padre me destinaba a ti y yo te amo…
En el mismo Instante una descarga cerrada retumbó en la orilla de la bahía. En seguida oyóse una voz que gritaba:
—¡Alerta, piratas de Mompracem!… ¡El enemigo se acerca!…