XXI. La resurrección de Tremal-Naik

El grupo componíase de Sambigliong, de un oficial de la guardia del rajá, de diez indios inermes y de Yáñez.

Sandokán, al descubrir a su amigo, corrió a su encuentro y, apartando violentamente a los indios, lo abrazó con gran cariño.

—¡Yáñez!… —exclamó con voz entrecortada por la alegría.

—Sandokán, ¡al fin vuelvo a verte! —gritó el portugués, no menos conmovido—. ¡Creí que no volvería a abrazarte!

—No volveremos a separarnos.

—Lo creo, hermano. Has tenido la bonísima idea de hacer prisionero al rajá. Siempre he dicho que eres un grande hombre. ¿Y Tremal-Naik? ¿Dónde está?

—A pocos pasos de nosotros.

—¿Vivo?

—Vivo, pero todavía aletargado.

—¿Y ahora? —preguntó en aquel instante una voz.

Sandokán y Yáñez se volvieron. James Brooke se hallaba ante ellos, tranquilo, pero un poco pálido.

—Eres libre —dijo Sandokán—. El Tigre de Malasia mantiene su palabra.

El rajá se inclinó ligeramente y se alejó algunos pasos; luego retrocedió.

Tigre de Malasia —exclamó—, ¿cuándo nos volveremos a ver?

—¿Quieres el desquite? —le preguntó Sandokán.

—James Brooke no perdona.

El pirata le contempló en silencio, como sorprendido de que aquel hombre se atreviese a desafiarlo; después, extendiendo el brazo hacia el mar, dijo:

—Allí hay una isla: Mompracem. El mar que la rodea está todavía rojo de sangre y lleno de naves deshechas. Cuando te acerques a aquella costa oirás los rugidos del Tigre, y sus cachorrillos te saldrán al encuentro. Pero no te olvides, James Brooke, de que el Tigre y su gente sienten sed de sangre.

—Iré a buscarte.

—¿Cuándo?

—El año que viene.

En los labios del pirata se dibujó una sonrisa.

—Será demasiado tarde —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Brooke, sorprendido.

—Porque entonces ya no serás rajá de Sarawak. La revolución habrá estallado en tu Estado y el sobrino del sultán MadaHassin ocupará tu puesto.

El inglés palideció y retrocedió un paso.

—¿Por qué inventas esos acontecimientos? —preguntó con voz poco segura.

—No invento nada —replicó Sandokán.

—Entonces, ¿sabes algo?

—Es probable.

—Si te pidiera que explicases…

—No me explico más —interrumpió Sandokán.

—Entonces gracias por el aviso.

Inclinóse de nuevo, reunió a su guardia y se alejó con paso rápido, dirigiéndose hacia Sarawak.

Sandokán, cruzados los brazos y el semblante sombrío, le siguió con la mirada. Cuando lo perdió de vista, un suspiro se le escapó del pecho.

«Presiento que ese hombre me traerá la desgracia» —murmuró.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Yáñez, acercándose—. Pareces inquieto.

—Tengo un mal presentimiento —contestó el pirata.

—¿Cuál?

—Entre nosotros y el rajá no ha concluido todo.

—¿Temes que nos ataque?

—El corazón me lo dice.

—No creo en presentimientos, hermano. Dentro de dos o tres días nos alejaremos de estas costas y entonces nada tenemos que temer. ¿A dónde vamos ahora?

—A la bahía. Aquí no estamos seguros.

—¿Y Tremal-Naik?

—Antes de mediodía volverá en sí.

Sandokán dio la orden de marcha, y la tropa, con los heridos y con Tremal-Naik, púsose de nuevo en camino, siguiendo un estrecho sendero abierto muchos años antes por los habitantes de la selva.

Llevaban recorrida cerca de media milla, cuando Aíer-Duk, que se había adelantado algunos pasos para explorar el camino, se detuvo de repente y montó la carabina. Sandokán y Yáñez apresuraron el paso.

—No os mováis —dijo el dayako.

—¿Qué has visto? —le preguntó el capitán.

—Una sombra que atraviesa aquellos matorrales.

—¿Un hombre o un animal?

—Me pareció un hombre.

—Tal vez fuera algún pobre dayako —dijo Yáñez.

—O acaso un espía del rajá.

—Aíer-Duk, elige cuatro hombres y recorre el bosque. Nosotros seguiremos nuestro camino.

El dayako llamó a cuatro compañeros y se internó en la espesura, tronchando raíces, ramas de árboles y brezos.

—Adelante —ordenó Sandokán a su gente.

Emprendieron de nuevo la marcha a través de dos apretadas líneas de sentar, especie de palmeras que, practicando una incisión en el tronco, desprenden cierto jugo azucarado bastante agradable; de las hojas de este árbol servíanse los pueblos de Malasia para escribir sobre ellas.

Poco después, Aíer-Duk y sus compañeros uniéronse al grueso de la tropa. Habían recorrido la selva en todas direcciones, pero sólo encontraron huellas recientes de pies humanos.

—¿Eran muchas? —preguntó el Tigre, inquieto.

—Cuatro —respondió el dayako.

—¿De pies desnudos o calzados?

—Desnudos.

—Probablemente esos dos hombres serían dayakos. Apresurémonos, muchachos; aquí no estamos seguros.

La columna se puso en marcha por tercera vez, observando atentamente árboles y matorrales, y después de tres cuartos de hora llegó a la orilla de una gran corriente de agua que formaba una bahía bastante amplia.

Sandokán indicó al portugués una isleta sombreada por árboles del sagú, mangos y palmas, y defendida, hacia la punta meridional, por un vetusto pero sólido fortín dayako, construido con piedras y con palos de teca, madera tan dura como el hierro y que resiste a las balas de cañón.

—¿Allí descansa la Virgen de la Pagoda? —preguntó Yáñez.

—Sí, en el fortín —contestó Sandokán.

—No pudiste encontrar sitio más a propósito. La bahía es muy hermosa y la isla está bien defendida. Si James Brooke intenta dar un asalto tienen trabajo para rato.

—El mar está a quinientos pasos del islote, Yáñez —dijo el Tigre.

—¿Qué quieres decir?

—Que un barco puede bombardear el fortín.

—Nosotros lo defenderemos.

—No tenemos cañones.

—Pero nuestros hombres son muy valientes.

—Sí, pero ten en cuenta que son pocos y…

—¿Qué pasa?

—¡Calla!… ¿Has oído?…

—¿Yo?… Nada, Sandokán.

—Me parece que han tronchado una rama.

—¿Dónde?

—En medio de aquel matorral.

—¿Será tal vez un espía?… Empiezo a estar inquieto.

—También yo; apretemos el paso; sueño con el momento de llegar a la islita. ¡Aíer-Duk!

El dayako se acercó.

—Quédate aquí con ocho hombres —le dijo Sandokán—. Si ves que alguien ronda por estos contornos, me avisas en seguida.

—Puedes estar tranquilo, capitán —respondió Aíer-Duk—. Sin mi permiso nadie se acercará a la bahía.

Sandokán, Yáñez y los demás piratas descendieron hacia la ría, cuyas orillas se hallaban cubiertas de espesa vegetación, y llegaron a una pequeña cala junto a la cual estaba oculta una chalupa.

El Tigre dirigió una rápida mirada a su alrededor, pero no vio a nadie. En su rostro reflejóse viva ansiedad.

—Dos piratas debían guardar la embarcación —dijo.

—Se habrán ido al fortín —exclamó Yáñez.

—¿Y han dejado abandonada a la chalupa?… Yáñez… siento el corazón oprimido… temo…

—¿Qué?

—Que hayan robado a Ada.

—¡Eso sería horrible!

—¡Calla!

—¿Se oye algún ruido?

—Sí, sí —confirmaron los piratas, empuñando las armas. En la espesura, a cien pasos de la orilla, se agitaban algunas ramas.

—¿Quién vive? —preguntó Sandokán.

—Mompracem —contestó una voz.

Poco después un pirata salió del matorral. Llegaba sudoroso y jadeante, como si hubiera corrido mucho, y empuñaba un fusil.

—¡Viva el Tigre! —exclamó, descubriéndose.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Sandokán.

—De la selva.

—¿En dónde está la Virgen de la Pagoda?

—En el fortín.

—¿Estás seguro?

—Hace cerca de dos horas la he dejado al cuidado de Koty.

Sandokán respiró.

—¿Cómo se encuentra? —dijo.

—Perfectamente.

—¿Qué hacía?

—Cuando yo la dejé estaba dormida.

—¿De dónde vienes?

—De los bosques.

—¿Has visto a alguien?

—Yo, no, pero a Koty le pareció esta mañana que un hombre recorría la costa y que miraba hacia el fortín. Al notar que lo vigilaban, apresuró el paso y desapareció.

—¿Y tú que has hecho?

—Lo he buscado, pero sin encontrarlo.

—Tal vez sea algún espía del rajá —dijo Yáñez.

—Es probable —replicó Sandokán.

—¿Vendrán a atacarnos?

—¿Quién podría asegurarlo?

—¿Qué piensas hacer?

—Dejar este sitio lo más pronto posible. Embarquemos…

Los dos jefes y sus soldados entraron en la chalupa, atravesaron el brazo de mar y desembarcaron en el torreón donde les esperara Koty.

—¿Duerme todavía la muchacha? —le preguntó Sandokán.

—Sí, capitán.

—¿Ha ocurrido algo extraordinario?

—Nada.

—Vamos a verla —dijo Yáñez.

El Tigre señaló con el dedo a Tremal-Naik, tendido en un montón de hierba y de hojas verdes.

—Faltan pocos minutos para el mediodía —dijo—. Espera a que se despierte.

Ordenó a su gente que entrase en el fortín y sentóse junto al indio, que seguía sin dar señales de vida. Yáñez encendió un cigarrillo y se tumbó junto a él.

—¿Tardará mucho en abrir los ojos? —preguntó, después de arrojar algunas bocanadas de humo.

—No, Yáñez. Veo que la piel va recobrando poco a poco su color natural. Eso prueba que la sangre ya circula.

—¿Verá en seguida a su novia?

—En seguida no, pero antes de que llegue la noche, sí.

—¿Lo reconocerá la loca?

—Tal vez.

—¿Y si no lo reconoce? ¿Y si no se cura?

—Se curará.

—Lo dudo.

—En ese caso intentaremos Una prueba.

—¿Cuál?

—A su tiempo te lo diré.

—¿Por qué?

—¡Calla!

Un débil suspiro acababa de levantar el amplio pecho de Tremal-Naik; sus labios temblaron ligeramente.

—Se despierta —murmuró Yáñez.

Sandokán inclinóse sobre el indio y le apoyó una mano en la frente.

—Ya vuelve en sí.

—¿Ahora?

—Ahora mismo.

—¿Hay que pincharle?

—No es preciso.

Un segundo suspiro, más fuerte que el primero, levantó nuevamente el pecho de Tremal-Naik y sus labios volvieron a moverse. Luego cerró las manos poco a poco y sus piernas se doblaron. Y al fin miró a todas partes y se fijó en Sandokán.

Así permaneció breves instantes, como sorprendido de encontrarse todavía con vida; después, haciendo un violento esfuerzo, sentóse, exclamando:

—¡Vivo aún!…

—Y libre —dijo Yáñez.

El indio miró al portugués. En seguida lo reconoció.

—¡Tú!… ¡Tú!… —murmuró—. ¿Pero qué ha sucedido? ¿He dormido?

—¡Por Baco! —exclamó Yáñez, riendo—. ¿No recuerdas las píldoras que te di en el fortín?

—¡Ah!… ¡Sí, sí… ya recuerdo!… ¡Tú fuiste a buscarme! ¡Cuánto te agradezco que me hayas devuelto la libertad!…

Y se precipitó a los pies de Yáñez. Este lo levantó, abrazándolo afectuosamente.

—¡Qué bueno eres! —exclamó el indio, que parecía haber recobrado las fuerzas y que no podía ocultar su alegría—. ¡Libre!… ¡Estoy libre al fin!… ¡Gracias, gracias!…

—A este hombre se lo debes, Tremal-Naik —dijo Yáñez, señalando a Sandokán que, cruzados los brazos sobre el pecho, miraba, conmovido al indio.

Tremal-Naik se arrojó sobre Sandokán, que lo estrechó entre sus brazos, diciendo:

—¡Desde ahora eres mi amigo!

En aquel momento oyóse un grito de júbilo. Kammamuri, que había salido del fuerte, corría con la rapidez de un ciervo, exclamando:

—¡Mi amo!… ¡Mi querido amo!…

Tremal-Naik salió al encuentro del fiel muchacho, que se había vuelto loco de alegría. Los dos indios se abrazaron varias veces, incapaces de pronunciar una palabra.

—¡Kammamuri, mi buen Kammamuri! —dijo al fin Tremal-Naik—. Creía que no iba a volver a verte. Pero ¿cómo estás aquí? ¿No te han matado los thugs?

—No, no. Huí para buscarte.

—¡Para buscarme! ¿Pero sabías que estaba en este lugar?

—Sí, lo sabía. ¡Ah, cuánto te he llorado desde aquella noche fatal! Te tengo entre mis brazos, y, sin embargo, me resisto a creer que estás vivo y libre. No te apartarás ya nunca de mi lado, ¿verdad?

—No, Kammamuri, nunca.

—Viviremos al lado de Yáñez y del Tigre de Malasia. ¡Qué hombres, amo, qué hombres! ¡Si supieses cuánto han hecho por ti! ¡Si supieses cuánto han luchado!…

—Alto, Kammamuri —interrumpió el portugués—. Otros hombres han hecho más que nosotros.

—No, amo, nadie podría hacer más que el Tigre de Malasia y que el capitán Yáñez.

—¿Por qué os interesáis tanto por mí? —preguntó Tremal-Naik—. Yo no os he visto hasta ahora.

—Porque un día fuiste el prometido de Ada Corissanth —contestó el Tigre—, y Ada Corissanth era prima de mi difunta esposa.

El indio retrocedió un paso, vacilando como si hubiera recibido una puñalada en mitad del pecho. Luego cubrióse el rostro con las manos, murmurando con voz temblorosa:

—¡Ada!… ¡Oh, mi querida Ada!…

Un sollozo levantó su pecho y dos lágrimas, tal vez las primeras que asomaban a aquellos ojos, rodaron por sus bronceadas mejillas.

Sandokán se acercó y, estrechándole las manos, le preguntó dulcemente:

—¿Por qué lloras, mi pobre Tremal-Naik? Hoy es día de júbilo.

—¡Ah! —murmuró el indio—. ¡Si supieras cuánto amé a aquella mujer!… ¡Ada!… ¡Ada mía!

Un segundo sollozo desgarró el pecho del indio.

—Cálmate, Tremal-Naik —dijo Sandokán—. Ada no ha muerto.

El indio levantó la cabeza, que tenía sobre el pecho. En sus negros ojos brillaba la esperanza.

—¿Vive?

—¡Vive!… —dijo Sandokán—. Y está aquí.

—¡Ella aquí!… ¡aquí!… —exclamó Tremal-Naik, lanzando a su alrededor miradas de asombro—. ¿Dónde está? ¡Quiero verla, quiero verla! ¡Ada!… ¡Ada! ¡Oh, mi querida Ada!

Hizo ademán de dirigirse hacia el fortín, pero Sandokán le sujetó con tal fuerza, que le crujieron los huesos.

—Cálmate —dijo—. Está loca.

—¡Loca!… ¡Mi Ada, loca!… —gritó el hindú—. ¡Quiero verla, quiero verla, aunque no sea más que un instante!

—La verás, te lo prometo.

—¿Cuándo?

—Dentro de pocos minutos.

—¡Gracias, gracias!

—¡Sambigliong!… —exclamó Yáñez.

El dayako que rondaba por las inmediaciones del fortín, examinando la empalizada con objeto de asegurarse de si era bastante sólida para resistir un asalto, acudió en seguida.

—¿Duerme la Virgen de la Pagoda? —preguntó Sandokán.

—No, capitán —contestó el pirata—. Hace algunos momentos que ha salido con sus guardianes.

—¿Adónde se dirigió?

—Hacia la playa.

—Ven, Tremal-Naik —dijo Sandokán, cogiéndole una mano—. Te recomiendo mucha calma, porque está loca…