Aún no se había extinguido el eco de la detonación, cuando una espantosa gritería se dejó oír en la pradera.
En seguida diez, quince, veinte disparos partieron de la espesura. Dieciséis o dieciocho indios, muertos unos y heridos otros, rodaron entre la hierba, mucho antes de que hubieran podido hacer uso de las armas.
—¡Adelante, hijos míos! —gritó el Tigre de Malasia, saltando la tapia, seguido de Kammamuri, de Aíer-Duk y de los demás bandidos—. ¡Caigamos sobre esos canallas!
Sambigliong y Tanauduriam salieron de la espesura y con la cimitarra en la mano se lanzaron a la cabeza de sus pequeños grupos.
—¡Viva el Tigre de Malasia! —gritaron unos.
—¡Viva Sandokán! ¡Viva Mompracem! —gritaban otros.
Los indios, al ver que tantos hombres caían sobre ellos, concentráronse rápidamente e hicieron una descarga cerrada. Tres o cuatro piratas ensangrentaron el suelo.
—¡Adelante, hijos míos! —repitió el Tigre.
Los piratas, animados por su jefe, arrojáronse contra las filas enemigas, hiriendo sin piedad a cuantos se ponían delante.
El choque fue tan terrible que los indios replegáronse unos sobre otros, formando una compacta masa de cuerpos humanos.
El Tigre de Malasia, como una cuña en el tronco de un árbol, penetró en las filas y las dividió en dos.
Tres, cinco, diez piratas le siguieron y atacaron por la espalda a los indios, los cuales, viendo ya perdida toda esperanza de vencer, corrían a derecha e izquierda tratando de ponerse a salvo.
Diez o doce se mantenían firmes y en medio de ellos se hallaba James Brooke.
Sandokán acometió al grupo, resuelto a acabar con su enemigo.
Kammamuri, Aíer-Duk, Tanauduriam y otros compañeros le seguían, mientras Sambigliong daba caza a los fugitivos para impedir que se rehicieran y que volvieran a la carga.
—¡Ríndete, James Brooke! —gritó Sandokán.
El rajá respondió con un pistoletazo cuya bala hizo blanco en un pirata.
—¡Adelante, muchachos! —aulló Sandokán, derribando a un indio que se le puso delante.
En menos que se dice, el grupo, a pesar de su desesperada resistencia, fue abierto por las cimitarras y por los kriss envenenados de los tigres de Mompracem. Kammamuri y Tanauduriam se arrojaron sobre el rajá, impidiéndole seguir a sus fieles, que huían acosados por Aíer-Duk y sus compañeros.
—¡Entrégate! —le gritó Kammamuri, arrancándole la pistola y la espada.
—Me entrego —respondió Brooke, comprendiendo que la resistencia era inútil.
Sandokán, con la cimitarra en la mano, avanzó.
—James Brooke —dijo con acento irónico—, eres mi prisionero.
El rajá, sujeto por el férreo puño de Tanauduriam, miró al jefe de los piratas, a quien nunca había visto.
—¿Quién eres? —le preguntó con voz sofocada por la ira.
—Mírame —respondió el pirata.
—¿Serás acaso…?
—… Sandokán o, mejor dicho, el Tigre de Malasia.
—Lo sospechaba. ¿Qué quieres de James Brooke?
—Ante todo, que contestes.
Una sarcástica sonrisa se dibujó en los labios del rajá.
—¿Y crees que lo voy a hacer? —preguntó.
—Sí, y para hacerte hablar hasta emplearé el fuego. James Brooke, te odio, ¿me oyes?, pero te odio como sabe odiar el Tigre de Malasia. Has hecho mucho daño a los piratas de Mompracem y podría vengar a los que tú has asesinado sin piedad.
—¿Acaso yo no tenía derecho a exterminarlos?
—También yo tengo derecho a exterminar a los hombres de raza blanca que me han mordido el corazón. Pero dejémonos de derechos y contesta a mi pregunta.
—Habla.
—¿Qué has hecho de Yáñez?
—¿Yáñez? —dijo el rajá—. ¿Te interesa mucho ese individuo?
—Bastante.
—No te falta razón. Ese blanco posee un valor verdaderamente extraordinario y puede prestarte inmensos servicios.
—¿Lo has hecho prisionero?
—Sí.
—Lo sospechaba. ¿Y cuándo?
—Esta noche.
—¿De qué modo?
—Eres muy curioso.
—¿No quieres contarlo?
—Sí, te lo diré.
—Habla, pues.
—¿Conoces a lord Guillonk?
Sandokán se estremeció. Una profunda arruga se marcó sobre su frente.
—Sí —dijo.
—Si no me engaño, lord Guillonk es tío tuyo.
Sandokán no contestó.
—Tu tío fue quien reconoció a Yáñez y quien lo mandó detener.
—¡Él!… —exclamó el Tigre—. ¡Siempre él!… ¿Y dónde se encuentra Yáñez?
—En mi habitación, atado sólidamente y bien guardado.
—¿Qué te propones hacerle?
—No lo sé aún; ya lo pensaré.
—¿Que lo pensarás?… —exclamó el Tigre de Malasia, sonriendo, pero con risa que causaba estremecimientos—. ¿Y no ves, James Brooke, que estás en mis manos? ¿No comprendes que te odio? ¿No te das cuenta de que mañana al amanecer podrías dejar de ser el rajá de Sarawak?
James Brooke, a pesar de que poseía un valor extraordinario, al oír estas palabras palideció.
—¿Intentas asesinarme? —le preguntó con tono que revelaba intranquilidad.
—Si no aceptas el canje te mataré —afirmó Sandokán, resueltamente.
—¿Un canje? ¿Cuál?
—Que tus soldados me devuelvan a Yáñez y yo te dejaré en libertad.
—¿Te interesa mucho ese hombre?
—Bastante.
—¿Por qué?
—Porque siempre me ha querido como si fuese un hermano. ¿Aceptas mi proposición?
—Acepto —dijo el rajá, después de un momento.
—Tienes que consentir que te aten y te amordacen.
—¿Con qué objeto?
—Tus soldados podrían volver en mayor número y atacarnos.
—¿A dónde me llevarás?
—A lugar seguro.
—Haz lo que quieras.
Sandokán dirigió una seña a Kammamuri. En seguida unos cuantos piratas llevaron cuatro parihuelas, formadas con ramas. La primera estaba vacía, la segunda se hallaba ocupada por Tremal-Naik, y las otras por dos dayakos de la guerrilla de Sambigliong, gravemente heridos.
—Ata y amordaza al rajá —dijo Sandokán al indio.
—Está bien, capitán.
Sujetó al rajá con sólidas cuerdas, lo amordazó con un pañuelo de seda y lo colocó en la parihuela vacía.
—¿A dónde vamos? —preguntó así que acabó su tarea.
—Al campamento.
Llevóse a los labios el silbato de plata y lanzó tres agudas notas.
Los piratas que perseguían a los indios retrocedieron velozmente con Sambigliong y Aíer-Duk.
Sandokán pasó revista.
Faltaban once hombres.
—Han muerto —exclamó Tanauduriam.
—En marcha entonces —ordenó Sandokán, ahogando un suspiro.
La tropa internóse en los bosques, describiendo un semicírculo alrededor de la colina dominada por el fortín. Diez hombres, guiados por Tanauduriam y Sambigliong, abrían la marcha con las carabinas bajo el brazo, dispuestos a rechazar cualquier ataque; seguían las parihuelas de los heridos, con el rajá y con Tremal-Naik. Aíer-Duk, con los demás piratas, cerraba la marcha.
El viaje fue corto. A las cinco de la mañana, sin haber tropezado con indios ni con dayakos, llegaban a la derruida aldea, defendida por recias empalizadas y por trincheras.
Sandokán distribuyó algunos hombres, en previsión de un repentino ataque de las tropas de Sarawak; después ordenó que desatasen al rajá, el cual, durante el viaje, no había hablado.
—Si no te sirve de molestia, escribe, James Brooke —le dijo Sandokán, presentándole un pliego de papel y una pluma.
—¿Qué debo poner? —preguntó el rajá, que parecía bastante tranquilo.
—Que estás prisionero del Tigre de Malasia y que para salvarte es preciso que pongan inmediatamente en libertad a Yáñez, mejor dicho, a lord Welker…
El rajá empezó a escribir.
—Un momento —dijo Sandokán.
—¿Qué más quieres? —preguntó el inglés, enarcando las cejas.
—Añadirás que si dentro de cuatro horas Yáñez no se encuentra aquí, te colgaré del árbol más alto de la selva.
—Está bien.
—Agrega otra cosa —dijo el pirata—. Que no intenten liberarte por la fuerza; tan pronto como sea que se acerque gente armada, te hago ahorcar también.
—Parece que tienes muchos deseos de verme muerto —exclamó el rajá, con ironía.
—No lo niego, James Brooke —replicó Sandokán, dirigiéndole una feroz mirada—. Escribe.
El rajá concluyó la carta, que entregó en seguida al capitán.
—Está bien —dijo este, después de leerla—. ¡Sambigliong!
El bandido acudió presuroso.
—Lleva este pliego a Sarawak —dijo el Tigre—. Se lo entregarás a lord James Guillonk.
—¿Me harán falta las armas?
—Ni siquiera el kriss. Anda y vuelve cuanto antes.
—Correré como un caballo, capitán.
El pirata ocultó la carta en el cinturón, arrojó al suelo la cimitarra, el hacha y el kriss y echó a correr.
—Aíer-Duk —dijo Sandokán, volviéndose hacia el bandido, que se hallaba cerca—. Vigila a este inglés. Si se escapa, te fusilo.
—Puedes estar tranquilo, capitán —contestó el pirata.
El Tigre montó la carabina, llamó a Kammamuri, que estaba junto a su aletargado amo, y abandonó la aldea, dirigiéndose hacia una altura desde la cual veíase la ciudad de Sarawak.
—¿Salvaremos al capitán Yáñez? —preguntó el maharato, que lo seguía.
—Sí —respondió Sandokán—. Dentro de dos horas estará aquí.
—¿De veras?
—No lo dudes. El rajá vale tanto como Yáñez.
—Sin embargo, estemos en guardia, capitán. Los indios —y en Sarawak abundan— son capaces de atravesar un bosque sin producir el más pequeño rumor.
—No temas, Kammamuri. Mis piratas son aún más astutos que los indios. Ningún enemigo se acercará a la aldea sin ser descubierto.
—¿Nos perseguirá James Brooke?
—Seguramente. Apenas vuelva a Sarawak reunirá a su guardia y a los dayakos y se lanzará tras de nosotros.
—Entonces, habrá una segunda batalla.
—No, porque nos iremos en seguida.
—¿En qué dirección?
—Hacia la bahía donde se encuentra Ada Corissanth.
—¿Y luego?
—Como ya te he dicho, adquiriremos un praho y abandonaremos para siempre estas costas.
—¿Y a dónde llevarás a mi amo?
—A donde él quiera ir.
En aquel momento llegaban a la altura, que se elevaba unos cuantos metros por encima de los árboles más copudos de la selva.
Sandokán cubrióse los ojos con las manos para defenderse de los rayos del sol y miró el paisaje vecino.
A diez millas extendíase Sarawak. El río se deslizaba entre las verdes plantaciones y semejaba una cinta de plata.
—Mira hacia allí —dijo Sandokán, señalando a un hombre que corría como un gamo en dirección de la ciudad.
—¡Sambigliong! —exclamó Kammamuri—. Si continúa a ese paso, estará de vuelta dentro de dos horas.
—Eso creo.
Sentóse al pie de un árbol, y sacando un cigarrillo empezó a fumar, mirando hacia la población. El maharato le imitó.
Transcurrió una hora sin que sucediera nada. Luego pasó otra. Finalmente, a las diez, un grupo de personas apareció junto a un bosquecillo.
Sandokán se levantó. En su rostro reflejábase viva ansiedad. Aquel hombre sanguinario quería extraordinariamente al intrépido Yáñez.
—¿Dónde? ¿Dónde?… —le oyó murmurar Kammamuri, con voz temblorosa.
—Veo un traje blanco en medio de la tropa. ¡Mira!
—¡Sí, sí! —exclamó Sandokán, con indescriptible alegría—. Es Yáñez.
Permaneció inmóvil, inclinado, fijos los ojos en el traje blanco; luego, cuando el grupo se internó bajo la espesa selva, corrió hacia la llanura.
Dos piratas de los que custodiaban el bosque llegaron en aquel mismo momento.
—Capitán —gritaron—. Ya traen a Yáñez.
—¿Cuántos hombres vienen? —preguntó el Tigre, que a duras penas podía dominarse.
—Doce, contando a Sambigliong.
—¿Armados?
—No.
Sandokán llevóse el silbato a los labios y lanzó tres agudas notas. En breves instantes todos los piratas se congregaron a su alrededor.
—¡Preparen armas! —ordenó.
—¡Por favor! —exclamó James Brooke, que permanecía sentado al pie de un árbol, vigilado por Aíer-Duk—. ¿Quieres asesinar a mi gente?
El pirata se volvió hacia el inglés.
—James Brooke —le dijo—. El Tigre de Malasia mantiene su palabra. Dentro de cinco minutos estarás en libertad.
—¿Quién vive? —gritó en aquel instante un centinela apostado a doscientos pasos de la trinchera.
—Amigos —contestó Sambigliong—. Baja el fusil.