XIX. En el cementerio

Mientras en el palacio del rajá ocurrían los acontecimientos que se acaban de narrar, Sandokán, en unión del maharato, acercábase a grandes pasos a la ciudad, seguido de toda su terrible banda, dispuesta a la lucha.

Era una noche espléndida. Millones y millones de estrellas brillaban en el cielo. La luna vagaba en el espacio, esparciendo sobre los inmensos bosques su azulada luz.

Un silencio casi absoluto reinaba por todas partes, interrumpido de vez en cuando por la suave brisa que soplaba del mar y que, con ligero murmullo, inclinaba las ramas de los árboles.

Sandokán, con la carabina bajo el brazo, los ojos muy abiertos y el oído alerta, marchaba a la cabeza de su gente, escoltado por el maharato a unos pasos de distancia.

Los piratas iban detrás, con el dedo en el gatillo del fusil, pisando con precaución las hojas secas y el ramaje muerto, y mirando a derecha e izquierda para no caer en ningún cepo.

A las diez, en el momento de comenzar la fiesta del rajá, los piratas dejaban el límite de la vasta espesura.

Hacia Oriente centelleaba el río, y junto a sus orillas, blanqueaban las casas y chozas de la población.

En medio de esta, la penetrante mirada de Sandokán percibió la mansión de James Brooke, cuyas ventanas aparecían iluminadas.

—¿Distingues algo allá lejos? —preguntó a Kammamuri.

—Sí, capitán. Veo las ventanas.

—Parece que bailan en Sarawak.

—Seguramente.

—Está bien. Mañana James Brooke se arrepentirá…

—Eso creo, capitán.

—Ponte a la cabeza de la tropa y guíanos al cementerio. Procura mantenerte alejado de la ciudad.

—No temas, Sandokán.

—Adelante.

La banda salió de la selva y atravesó una vasta llanura cultivada. Esparcidos aquí y allá veíanse bellísimos grupos de cettings y de palmeras sacaríferas.

De la población, cuando el viento soplaba con alguna fuerza, llegaban confusos gritos, pero en el campo no aparecían tropas ni habitantes.

No obstante, el indio apresuró el paso y condujo a la banda a otro bosque que se extendía alrededor de la colina defendida por el fortín.

Le constaba que el rajá tenía muchas sospechas y que sus espías rondaban por la ciudad, temiendo un repentino ataque de los piratas de Mompracem.

Al cabo de veinte minutos hizo seña a la tropa para que se detuviera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sandokán, adelantándose.

—Nos hallamos cerca del cementerio —dijo el maharato.

—¿Dónde está?

—Mira hacia el prado, capitán…

Sandokán volvió los ojos en la dirección indicada. La luna blanqueaba los sarcófagos y arrancaba chispas de las cruces de hierro de los sepulcros de los europeos.

—¿Oyes algo? —preguntó Sandokán.

—Nada —contestó el maharato—; sólo el rumor de la brisa que susurra entre las ramas de los árboles.

El jefe lanzó un silbido. Los piratas le rodearon.

—Oídme, tigres de Mompracem —les dijo—. Tal vez no ocurra nada, pero hay que desconfiar. James Brooke es hombre perspicaz y astuto y daría su reino con tal de aplastar a los piratas de Malasia y a su capitán. Adoptemos precauciones para que no nos perturbe en nuestra tarea. Tú, Sambigliong, elige ocho hombres y apóstalos en los alrededores del cementerio, a mil pasos de distancia. Tan pronto como escuches algún ruido o veas gente, me avisas.

—Está bien, capitán —contestó el pirata.

—Tú, Tanauduriam, con seis hombres, te situarás también junto al cementerio, a quinientos pasos de nosotros. Lo mismo que tu compañero, en seguida que oigas o veas algo sospechoso, me advertirás.

—Perfectamente, capitán.

—Y tú, Aíer-Duk, con cuatro camaradas, te colocas en la mitad de la cuesta de aquella colina. Allí hay un fortín habitado y podría bajar alguien.

—A tus órdenes, Tigre de Malasia.

—Idos, pues, y al primer silbido que lance, replegaos todos hacia el cementerio.

Las tres guerrillas pusiéronse en marcha. Los demás piratas, guiados por Sandokán y por Kammamuri, bajaron hacia el camposanto.

—¿Sabes con exactitud dónde fue enterrado? —preguntó el Tigre al indio.

—En medio del cementerio —respondió el maharato.

—¿A mucha profundidad?

—No sé. Yáñez y yo estábamos al pie de la colina cuando los marineros lo enterraron. ¿Lo encontraremos vivo?

—Desde luego, pero no abrirá los ojos hasta mañana, después de mediodía.

—Cuando lo hayamos desenterrado, ¿a dónde iremos?

—Volveremos a los bosques y, apenas se nos una Yáñez correremos en busca de Ada.

—¿Y luego?

—Partiremos en seguida. Si James Brooke se entera de lo que hemos hecho, nos dará caza.

—Pero estamos sin praho, capitán.

—Compraremos uno. Yáñez y yo disponemos de bastante dinero.

En aquel momento entraron en el sagrado recinto.

—Por lo visto, estamos solos —dijo el Tigre—. ¡Adelante!

Dirigiéronse hacia el centro del cementerio y se detuvieron ante una fosa cubierta recientemente.

—Aquí debe de ser —exclamó el maharato, emocionado—. ¡Pobre!

Sandokán desenvainó la cimitarra y levantó con precaución la tierra. Kammamuri y los piratas, con sus kriss, lo imitaron.

—¿Lo encerraron en un ataúd o lo envolvieron en una hamaca? —preguntó el capitán.

—En una hamaca —contestó el maharato.

—Entonces cavad con cuidado; podríais herirle.

Excavando con prudencia y retirando la tierra con las manos, profundizaron hasta que la punta de un kriss tropezó con un cuerpo bastante duro.

—Aquí está —dijo un pirata, retirando bruscamente el brazo.

—¿Has encontrado el cuerpo? —preguntó Sandokán.

—Sí.

—Levanta la tierra.

El bandido metió el brazo en la fosa e hizo volar la tierra a derecha e izquierda. En seguida apareció la hamaca que envolvía Tremal-Naik.

—Prueba de sacarlo —dijo el jefe.

El pirata cogió la hamaca y, reuniendo todas sus fuerzas, comenzó a tirar. Poco a poco separóse la tierra y apareció el cuerpo.

—¡Amo mío! —murmuró el maharato, emocionadísimo.

—Tráelo —dijo Sandokán.

Empuñó el kriss y desgarró el resistente tejido, poniendo al descubierto el cuerpo de Tremal-Naik.

El indio tenía el aspecto de un muerto. Los músculos parecían rígidos, la piel brillante y de color gris, los labios abiertos y manchados con baba sanguinolenta. Todos, al verle, habrían asegurado que aquel hombre había fallecido víctima de un activo veneno.

—¿Es verdad, capitán, que no ha muerto? —preguntó el indio.

—Te lo garantizo —respondió Sandokán.

El maharato apoyó la mano en el pecho de Tremal-Naik.

—¡El corazón no le late! —exclamó con terror.

—Te digo que no ha muerto.

—¿No hay manera de que resucite ahora?

—Imposible.

—¿Y mañana?…

El maharato no acabó de formular la pregunta. En la llanura se dejó oír de repente un agudo silbido: el silbido de alarma.

Sandokán, que estaba arrodillado junto a Tremal-Naik, púsose en pie de un salto y miró a los bandidos.

—Un hombre se acerca —dijo.

Un pirata, con la rapidez de un ciervo, corría hacia el sagrado recinto. En la diestra llevaba una cimitarra desenvainada que, a la luz de la luna, brillaba como si fuese de plata. En breves instantes, después de saltar de un brinco la empalizada, llegó hasta Sandokán.

—¿Eres tú, Sambigliong? —preguntó el Tigre de Malasia, frunciendo el entrecejo.

—Sí, mi capitán —contestó el pirata, con voz entrecortada por la carrera.

—¿Qué noticias me traes?

—Estamos a punto de ser atacados.

Sandokán dio un salto. De repente se había transformado. Sus ojos despedían chispas, sus contraídos labios mostraban los dientes blancos cual los de un animal carnívoro. El Tigre de Malasia despertaba.

—¿Atacados nosotros? —repetía, oprimiendo su terrible cimitarra.

—Sí, capitán. Un pelotón de hombres armados acaba de salir de la ciudad y se dirige hacia este lugar.

—¿Cuántos soldados son?

—Por lo menos, sesenta.

—¿Y vienen hacia aquí?

—Sí, capitán.

—¿Qué habrá ocurrido?… ¿Y Yáñez?… ¿Estará preso?… ¡Ay de ti, James Brooke, ay de ti!…

—¿Qué hacemos? —preguntó Sambigliong.

—Lo primero, concentrar a nuestros hombres.

Llevóse a los labios un silbato, y los piratas se congregaron en torno suyo.

—Somos cincuenta y seis —dijo; pero todos valientes; cien hombres no nos harán temblar.

—Ni doscientos —dijo Sambigliong, envainando el acero—. Tan pronto como el Tigre de Malasia lo ordene, caeremos sobre Sarawak y lo incendiaremos.

—Por ahora no hay que llegar a ese extremo —replicó Sandokán—. Escucha.

—Habla.

—Tú, Sambigliong, tomarás ocho hombres e irás a ocultarte tras de aquellos árboles. Tú, Tanauduriam, con otros tantos, te esconderás entre aquel grupo de arbustos, frente a Sambigliong. Y tú, Aíer-Duk, con tres hombres, ocuparás el centro del cementerio y fingirás cavar una fosa.

—¿Para qué?

—Para dejar que la tropa se acerque sin temor. Yo me ocultaré tras de la cerca con el resto de nuestra gente y, cuando llegue el momento oportuno, daré la señal de ataque.

—¿Cuál será? —preguntó Sambigliong.

—Un tiro. Hecha la señal, todos descargaréis las armas sobre el enemigo y en seguida lo atacaréis con las cimitarras.

—¡Magnífico pian! —exclamó Tanauduriam—. Los cogeremos en medio.

—¡A vuestros puestos! —ordenó el Tigre.

Sambigliong y sus compañeros fueron a emboscarse en la espesura; Tanauduriam, con los suyos, ocultáronse a la izquierda. El Tigre de Malasia se arrodilló tras el cercado en unión de la mayor parte de los bandidos, y Aíer-Duk, con sus camaradas, acercóse a Tremal-Naik, fingiendo cavar.

En aquel momento una doble fila de indios desembocaba en la pradera, precedida por un hombre vestido de blanco. Los soldados avanzaban silenciosamente, con los fusiles en la mano, preparados para la carga.

—Kammamuri —dijo Sandokán, que espiaba a la banda enemiga—, ¿ves a ese hombre del traje blanco?

—Sí, capitán.

—¿Puedes decirme quién es?

El maharato enarcó las cejas y observó atentamente.

—Capitán —dijo, muy alterado—, apostaría a que es el rajá Brooke.

—¡Él… él!… ¡Venir a desafiarme!…

—¿Pretendes matarlo?

—Mi primer disparo será para él.

—No hagas eso, capitán.

El Tigre de Malasia volvióse hacia Kammamuri, mostrando los dientes.

—¿Quién me lo impedirá? —preguntó con ira.

—Tal vez Yáñez se encuentre prisionero.

—Es verdad.

—¿No sería mejor que nos apoderásemos del rajá?

—Te comprendo. Querrías hacer un canje.

—Sí, capitán.

—La idea me parece excelente, Kammamuri. Pero odio a ese hombre, que tanto daño ha causado a la piratería malaya.

—… Yáñez vale más que el rajá.

—Tienes razón. Sí, Yáñez ha caído prisionero. Me lo dice el corazón.

—En ese caso, ¿quién le libertará?

—Nosotros dos. Y ahora silencio y atención.

Los indios habían llegado a cuatrocientos pasos del cementerio. Temiendo que Aíer-Duk, que seguía cavando lo mismo que sus tres compañeros, les descubriesen, echáronse al suelo y avanzaron arrastrándose.

—Esperemos a que adelanten diez pasos más —murmuró Sandokán—, y entonces le enseñaré cómo se bate el Tigre de Malasia en medio de los cachorros de Mompracem.

Pero los indios, en vez de seguir avanzando, detuviéronse a una señal del rajá, dirigiendo las miradas hacia los matorrales que rodeaban a la pradera.

Sin duda temían alguna emboscada.

Después de unos cuantos minutos, se extendieron, formando un semicírculo, y continuaron su marcha con mayor prudencia.

De repente, Sandokán, se puso en pie.

Echóse la carabina a la cara, miró a su alrededor durante breves segundos, y al fin oprimió el gatillo. Un disparo repercutió en el espacio, turbando el profundo silencio que reinaba en el cementerio. Un indio —el que formaba a la cabeza de la columna— cayó de espaldas a consecuencia de un balazo en la frente.