Cerca de las diez de la noche, Yáñez regresó a Sarawak y se quedó sorprendido del extraordinario movimiento que reinaba en todos los barrios. Por todas partes pasaban y repasaban grupos de chinos en traje de gala, dayakos, malayos, macasareses, javaneses y tagalos, gritando, riendo, tropezando los unos con los otros y dirigiéndose todos hacia la plazoleta donde se alzaba el palacio del rajá. Sin duda, se habían olido la fiesta que su príncipe celebraba y corrían en masa, seguros de divertirse y hasta de beber algo permaneciendo en la plaza.
—Bueno —murmuró el portugués, frotándose las manos—. Sandokán podrá pasar junto a la ciudad sin ser visto por nadie. Mi querido príncipe, nos ayudas muy bien.
Al cabo de cinco minutos llegó a la plaza. Innumerables antorchas de resina ardían aquí y allá, iluminando fantásticamente las casas, los altos y magníficos árboles y el palacio del rajá, que aparecía rodeado por una doble fila de guardias.
Una considerable turba, en parte alegre y en parte embriagada, se aglomeraba en aquel espacio, lanzando endiablados gritos, mezclándose y confundiéndose. Los honrados ciudadanos de Sarawak, al son de la orquesta que tocaba en los salones del palacio, bailaban furiosamente, chocando contra las casas o contra los árboles y rompiendo la fila de guardias, que en más de una ocasión tuvieron que echar mano a las armas.
—Llego un poco tarde —dijo Yáñez, riendo—. El príncipe estará inquieto por mí.
Diose a conocer a la guardia, subió la escalera y entró en su habitación para arreglarse.
—¿Se divierten? —preguntó al indio que el rajá había puesto a sus órdenes.
—Mucho, milord —contestó el interpelado.
—¿Quiénes son los invitados?
—Europeos, malayos, dayakos y chinos.
—¡Buena mezcla! No será necesario que me ponga traje negro; además, no lo tengo.
Cepillóse los vestidos, se echó en el bolsillo una pequeña pistola, y se dirigió a la sala del baile, en cuyo umbral se detuvo, con viva sorpresa pintada en el rostro.
La sala no era grande, pero el rajá la había hecho decorar con gusto.
Numerosas lámparas de bronce pendían del artesonado, esparciendo luz eléctrica; grandes espejos de Venecia adornaban las paredes; esteras dayakas de brillantes colores cubrían el suelo y sobre los veladores veíanse anchos vasos de porcelana de China, que encerraban peonías rojas y soberbias magnolias que perfumaban el ambiente.
Los invitados no pasaban de cincuenta; pero ¡qué trajes y qué tipos tan diversos! Había cuatro europeos vestidos de blanco, quince chinos cubiertos de seda, con cráneos tan relucientes que parecían de marfil; diez o doce malayos de piel verde oscura; cinco o seis jefes dayakos con sus esposas, más bien desnudas que vestidas, pero adornadas con brazaletes y collares de dientes de tigre. Formaban el resto, maeasareses, tagalos y javaneses, que gesticulaban como poseídos y que voceaban como locos furiosos cada vez que la orquesta china, formada por cuatro tocadores de pienekia —instrumento compuesto de dieciséis piedras negras— y veinte flautistas, dejaba oír una marcha imposible de bailar.
—¿Qué fiesta es esta? —se dijo Yáñez, riendo—. Si la presenciase uno de nuestros señores de Europa, apostaría cien esterlinas contra un penique a que le daba dos puntapiés a Su Alteza Brooke y a la diabólica orquesta.
Después deambuló entre la gente.
—Aquí se divierte la gente —le dijo al rajá, que estaba hablando con un chino.
—¡Ah! —exclamó el príncipe, volviéndose hacia él—. ¿Usted aquí, milord? Ya hace más de dos horas que le espero.
—He dado un paseo hasta el fortín y al volver me extravié.
—¿Ha asistido usted a los funerales del prisionero?
—No, Alteza. Las ceremonias fúnebres no me hacen gracia.
—¿Le gusta a usted esta fiesta?
—Me parece algo confusa.
—Querido, estamos en Sarawak. Los chinos, los malayos y los dayakos no saben portarse mejor. Baile con alguna mujer dayaka.
—Con esta música resulta imposible, Alteza.
—Tiene razón —dijo el rajá, riendo.
En aquel instante, junto a la puerta, dejóse oír un grito, que fue ahogado por la algarabía que reinaba en la sala.
El rajá se volvió bruscamente y a la vez que él, Yáñez.
Apenas tuvieron tiempo de ver a un individuo de Sarga barba gris, el cual retrocedió en el acto.
—¿Qué ocurre? —preguntó el rajá.
Algunas personas se dirigieron hacia la puerta, pero, en seguida, retrocedieron.
—Espéreme aquí, milord —dijo James Brooke.
Yáñez no se movió.
Aquel grito le llegó hasta el fondo del alma. Ligera palidez le cubrió de pronto el rostro, y sus facciones, ordinariamente tranquilas, se alteraron.
—¡Qué grito! —murmuró al fin—. ¿Dónde lo he oído?… ¿Ocurriría una catástrofe ahora que todo va tan bien?
Metióse la mano en el bolsillo del pantalón y amartilló la pistola, resuelto a servirse de ella en caso necesario.
En aquel momento volvió a entrar el rajá. Yáñez notó la arruga que surcaba su frente. Estremecióse y su inquietud aumento.
—Buena, Alteza —dijo, haciendo un esfuerzo para aparecer sereno—. ¿Qué ha sucedido?
—Nada, milord —respondió el rajá, con indiferencia.
—Pero ese grito… —insistió el portugués.
—Lo lanzó un amigo mío.
—¿Por qué motivo?
—Porque se sintió enfermo.
—Sin embargo…
—¿Qué?
—Que el grito no era de dolor.
—Se equivoca usted… Vaya, invite a alguna dama dayaka y baile una polka.
El rajá le volvió la espalda y trabó conversación con uno de los invitados. Yáñez permaneció en el mismo sitio, dirigiéndole una inquieta mirada.
—Hay gato encerrado —murmuró.
Hizo como que se alejaba y fue a sentarse tras un grupo de malayos. Desde allí notó que James Brooke dirigía una mirada a su alrededor, como si buscase a alguien. Yáñez volvió a estremecerse.
—Me busca —dijo—. Pues mira, mi querido Brooke, te jugaré una mala pasada antes que tú a mí.
Levantóse, dio algunas vueltas por el salón y luego se detuvo a dos pasos de la puerta. Junto a ella permanecía un esclavo del rajá. El portugués le hizo señas para que se acercase.
—¿Quién era el hombre que, hace poco, dio un grito? —le preguntó.
—Un amigo del rajá —contestó el indio.
—¿Su nombre?
—Lo ignoro, milord.
—¿Dónde está ahora?
—En el gabinete del rajá.
—¿Está enfermo?
—No lo sé.
—¿Puedo entrar a visitarlo?
—No, milord. A la puerta de la estancia hay dos centinelas con orden de no dejar que pase nadie.
—¿Es inglés ese hombre?
—Sí.
—¿Desde cuándo se halla en Sarawak?
El indio meditó, rascándose la cabeza.
—Llegó inmediatamente después del combate librado en la desembocadura —dijo al cabo de un rato.
—¿Contra el Tigre de Malasia?
—Sí, milord.
—¿Es enemigo del Tigre?
—Debe de serlo, pues le ha estado persiguiendo por los bosques.
—Gracias, amigo —dijo Yáñez, deslizándole una rupia en la mano.
Salió de la sala y se dirigió a su habitación. Marchaba pálido y pensativo.
Una vez dentro, cerró la puerta, descolgó de la pared un par de pistolas y un kriss con la punta envenenada, y, abriendo la ventana, inclinóse sobre el alféizar.
Una doble fila de indios, armados de fusiles, rodeaba el palacio.
En la plaza, doscientas o trescientas personas bailaban desordenadamente, lanzando salvajes gritos.
—Por aquí es imposible huir —murmuró Yáñez—. Sin embargo, debo irme cuanto antes. Presiento que se avecina un peligro grave y que…
Detúvose repentinamente.
—Aquel grito… —añadió, volviendo a palidecer—. Sí, debió de lanzarlo lord Guillonk, nuestro enemigo… Sambigliong aseguró quel e había visto a la cabeza de una partida de dayakos, en la selva donde se ocultó Sandokán… Es él, no hay duda que es él…
Dirigióse hacia la mesa y empuñó una pistola, diciendo:
—Yáñez no matará al tío de Mariana Guillonk, pero defenderá su propia vida.
Acercóse a la puerta y descorrió el cerrojo, pero no pudo abrirla. Apoyó en ella la espalda e hizo fuerza, sin obtener mejor resultado. Sorda exclamación se escapó de sus labios.
—Me han encerrado —dijo—. Ahora sí que estoy perdido.
Buscó otra salida, pero la habitación no tenía más que dos ventanas, y bajo ellas veíanse a los guardias del rajá y a la multitud.
—¡Maldita sea esta fiesta! —exclamó con rabia.
En aquel instante llamaron a la puerta. Levantó la pistola, gritando:
—¿Quién es?
—James Brooke —respondió el rajá desde la puerta exterior.
—¿Solo o acompañado?
—Solo, milord, y sin armas.
—Pase Vuestra Alteza —dijo Yáñez, con ironía.
Colocóse la pistola en el cinto, cruzó los brazos sobre el pecho y, alta la cabeza y serena la mirada, esperó a que su adversario entrase.