Mientras Yáñez preparaba la salvación de Tremal-Naik, el pobre Kammamuri, sintiendo mil temores y mil angustias, imaginaba multitud de proyectos para salir de la prisión. No temía ser ahorcado o fusilado como cualquier pirata vulgar; temía que lo sometiesen a algún espantoso suplicio que le obligase a confesarlo todo, comprometiendo a un tiempo la vida de su amo, la de la infeliz Ada, la del Tigre de Malasia, la de Yáñez y la de los valientes piratas de Mompracem.
Apenas lo encerraron intentó saltar por la ventana, pero la encontró defendida por sólidos barrotes de hierro, imposibles de romper sin una poderosa lima o sin una maza; luego pretendió perforar el pavimento, esperando caer en un cuarto deshabitado, pero después de destrozarse las uñas se vio obligado a renunciar a la empresa. Por último pensó estrangular al indio que le servía la comida, pero cuando se hallaba a punto de realizar su propósito, otro indio acudió en auxilio de su compañero.
Viendo la inutilidad de sus esfuerzos, retiróse a Un ángulo de la estancia, resuelto a morir antes que probar la comida, que podía contener algún misterioso narcótico y resuelto también a dejarse arrancar la carne trozo a trozo antes de pronunciar una sola palabra.
Transcurrieron diez horas sin que el indio se moviese. Ya el sol se había ocultado tras breve crepúsculo y las nieblas invadían la estancia, cuando un apagado silbido y un ligero golpe llegaron a sus oídos. Levantóse silenciosamente, dirigiendo a su alrededor una indagadora mirada y prestó atención. Sólo oyó los roncos gritos de los dayakos y de los malayos que cruzaban por la plaza.
Acercóse a la ventana y miró a través de los hierros. A lo lejos, junto a una gigantesca paimá sacarífera que proyectaba su sombra sobre gran parte de la plaza, vio a un hombre cubierto con amplio sombrero y que llevaba en la mano una especie de bastón. Al primer golpe de vista lo conoció.
—Señor Yáñez —murmuró.
Sacó un brazo e hizo algunos movimientos. El portugués levantó las manos y contestó con varias señas.
—Me ha comprendido —dijo Kammamuri.
Apartóse de la ventana y se dirigió a la pared opuesta. La observó atentamente, luego se inclinó y recogió una flecha, en cuya extremidad estaba sujeto un trozo de papel.
—Aquí dentro está mi salvación —dijo—. Por lo visto, el señor Yáñez maneja bien la cerbatana…
Abrió la carta y encontró las dos pildorillas negras, que despedían un olor particular.
—¿Veneno o narcótico? —se dijo—. Por la carta lo sabré.
Acercóse a la ventana y, con la mayor atención, leyó las siguientes líneas:
Todo marcha bien. Si no ocurren acontecimientos imprevistos, Tremal-Naik se hallará mañana en libertad. Las pildoritas que te envío, disueltas en agua, adormecen instantáneamente. Busca el medio de aletargar a tu guardián y de huir. Mañana a mediodía te espero cerca del fortín.
Yáñez.
—¡Buena persona! —murmuró el indio, conmovido—. Piensa en todo.
Apoyóse en los hierros de la ventana y meditó. Un ligero golpe dado en la puerta le distrajo de sus pensamientos.
Acercóse rápidamente, pero sin hacer ruido, a una mesa sobre la cual se veían, junto a un plato de arroz y otro de fruta, dos grandes vasos de tuwack, y echó en uno una de las píldoras, que se disolvió inmediatamente.
—¿Quién es? —preguntó luego.
—Guardia del rajá —contestó una voz.
La puerta se abrió y un indio armado con larga cimitarra y una pistola con incrustaciones de madreperla, entró con precaución. En una mano llevaba una linterna de talco semejante a las que usan los chinos y en la otra una cesta de provisiones.
—¿No tienes hambre? —preguntóle el guardia, al ver llenos los vasos e intacta la fruta y el plato.
El maharato, en vez de responder, le dirigió una torva mirada.
—Animo, amigo —continuó el guardia—. El rajá es clemente y no te ahorcará.
—Pero me envenenará —dijo Kammamuri, con fingido terror.
—¿De qué modo?
—Con la comida y con la bebida que me da.
—¿Por eso no has probado nada?
—Claro.
—No tienes razón.
—¿Por qué?
—Porque ni el tuwack, ni el arroz, ni la fruta están envenenados.
—¿Has probado ese licor?
—No. ¿Quieres que lo haga?
Kammamuri cogió la copa donde había disuelto la píldora del portugués y se la ofreció al carcelero.
—Bebe —le dijo.
El indio llevóse la copa a los labios y bebió buena parte del contenido.
—Pero… —exclamó, balbuciente—. ¿Qué han mezclado a este tuwack?
—No lo sé —dijo el maharato, que lo observaba atentamente.
—Siento que una sacudida… extraña agita… mis brazos. ¡Ah! La cabeza me da vueltas, me faltan las fuerzas, no veo, me parece…
No acabó la frase. Vaciló como si estuviese herido en mitad del pecho, levantó las manos, cerró los ojos y cayó al suelo, quedando inmóvil.
Kammamuri, dando un salto, se lanzó sobre él y le arrebató la pistola y la cimitarra.
Luego acercóse a la puerta y prestó oído.
Temía que el ruido producido por el indio al caer atrajese a la guardia. Afortunadamente, nada se oía en el corredor.
—Me he salvado —dijo, respirando—. Dentro de diez minutos estaré fuera de la ciudad.
Despojó al indio de los calzones cortos, la chaqueta y la faja y en un abrir y cerrar de ojos se vistió. Anudóse a la cabeza un pañuelo, de forma que le ocultaba parte del rostro, ciñóse la cimitarra y colocó en el cinturón una pistola.
—Pasaré por un guardia del rajá —murmuró.
Abrió la puerta sin hacer ruido, avanzó por el corredor, que estaba desierto y a oscuras, bajó la escalera y, pasando rápidamente junto al centinela, salió a la plaza.
—¿Eres tú, Labuck? —preguntó una voz.
—Sí —contestó Kammamuri, sin detenerse, temeroso de ser reconocido por el que le interrogaba.
—Que Siva te proteja.
—Gracias, amigo.
El maharato, con veloz paso, ojos muy abiertos y oído atento, marchaba pegado a los muros de las casas, ocultándose cuando en el fondo de alguna calle o callejuela descubría a cualquier persona.
Al cabo de diez minutos encontróse en la falda de la colina en cuya cima se levantaba el fortín. Se detuvo y prestó atención.
De la parte del río elevábanse monótonas canciones entonadas por los bateleros malayos y dayakos; del barrio chino llegaban agudos ecos de un yo —especie de flauta con seis agujeros— y las dulces notas de un kine, instrumento semejante a la guitarra, con cuerdas de seda.
De la plaza, donde se hallaba el palacio del rajá, no llegaba rumor alguno.
—Estoy a salvo —murmuró el indio, después de escuchar breves instantes—. Todavía no han descubierto mi fuga.
Internóse en los bosques de altísimos mangos, de bellísimas palmeras y de «cettings».
Unas veces saltando de un árbol a otro con la agilidad de un mono para borrar las huellas, otras metiéndose, con el mismo objeto, en los pantanos de negras y pútridas aguas, y en ocasiones atravesando por medio de los matorrales, llegó en menos de una hora a distancia de Un tiro de fósil del fuerte.
Trepó a un árbol enorme desde donde podía ver a cuantas personas subían y bajaban por la colina y esperó pacientemente la llegada del portugués.
La noche transcurrió sin incidentes. A las cuatro de la mañana el sol apareció de pronto en el horizonte, iluminando al mismo tiempo el río, que se deslizaba entre fértiles campiñas y enmarañadas selvas, la ciudad y las plantaciones que la rodeaban.
Desde su observatorio, el maharato vio, algunas horas después, a dos blancos que salían de la fortaleza y a todo correr se lanzaban por el sendero.
—¿Qué sucederá? —se dijo Kammamuri—. Para correr de ese modo es preciso que en la fortaleza haya ocurrido algo grave. ¡Por Siva! ¿Habrán avisado mi fuga a estos hombres?
Ocultóse en medio del follaje y esperó.
Una hora después, los dos ingleses volvían al fortín seguidos de un oficial de la guardia y de un europeo vestido de blanco que llevaba una cajita negra.
—¿Será un médico? —preguntóse Kammamuri, palideciendo—. ¿Se habrá puesto alguien enfermo? ¿Será mi amo?… ¡Señor Yáñez, por favor, dese prisa!
Dejóse caer a tierra y se encaminó hacia el sendero, resuelto a preguntar al primero que se presentase. Afortunadamente dieron las doce, luego la una, las dos y las tres, sin que ni guardias ni marineros pasaran por allí.
A las cinco, aproximadamente, un hombre con amplio sombrero de paja y un par de pistolas en el cinto, apareció en una revuelta del camino. Kammamuri le conoció en seguida.
—¡Señor Yáñez! —exclamó.
El portugués, que caminaba muy despacio, mirando atentamente a derecha e izquierda, como si buscase a alguien, se detuvo. Al ver a Kammamuri apresuró el paso, y cuando estuvo a su lado le empujó hacia un espeso matorral, diciéndole:
—Si algún guardia te descubre, te cuelgan. Hay que ser prudente, querido.
—¿Ocurre algo grave en el fortín, señor Yáñez? —preguntó el maharato—. Tuve una sospecha y dejé el escondrijo.
—¿Una sospecha?… ¿Cuál?
—Que mi amo puede estar muriéndose. He visto entrar a un blanco y me parece que era médico.
—Es verdad; tu amo ha puesto en movimiento a los soldados del fuerte.
—¿Mi amo?… ¿De modo que mi amo está ahí?
—Sí, hijo mío.
—¿Y está enfermo?
—Ha muerto.
—¡Muerto! —exclamó el maharato, vacilando.
—No te asustes, chiquillo. Le suponen muerto, pero vive.
—¡Ah, señor Yáñez!, qué susto me ha dado usted. ¿Le ha proporcionado algún narcótico?
—Le he dado unas píldoras que suspenden la vida durante treinta y seis horas.
—¿Y le suponen muerto?
—Eso es.
—¿Cómo nos arreglaremos para salvarlo?
Esta tarde, si no me equivoco, le enterrarán.
—Comprendo —dijo el maharato—. Entonces nosotros le desenterraremos y lo pondremos en seguro.
—Has adivinado, querido.
—Pero ¿dónde lo llevarán?
—Ya lo sabremos.
—¿De qué modo?
—Al salir del fuerte les seguiremos.
—¿Cuándo daremos el golpe?
—Esta noche.
—¿Nosotros dos?
—Tú y Sandokán.
—Entonces debo avisarlo.
—Claro.
—¿Y por qué no viene usted?
—No puedo.
—¿Que no puede?
—No.
—¿Quién se lo impide?
—Esta noche el rajá celebra un baile en honor del embajador holandés y, como comprenderás, no podría faltar sin infundir sospechas.
—¡Ah! —exclamé el indio, volviendo la cabeza hacia el fortín.
—¿Qué ocurre?
—De la fortaleza salen algunos hombres.
—¡Por Júpiter!…
Apartó con las manos varias ramas de la enmarañada espesura y miró hacia la cumbre de la colina.
Habían salido dos hombres conduciendo a hombros, en una parihuela, un cuerpo humano envuelto en una especie de hamaca. Tras ellos marchaban dos marineros, armados de picos y azadones, y una guardia del rajá.
—Preparémonos a partir —dijo Yáñez.
—¿Qué camino seguirán? —preguntó Kammamuri, con profunda ansiedad.
—Bajan la pendiente del lado opuesto.
—¿Irán a enterrarlo en el cementerio?
—No lo sé. Demos la vuelta al bosque, pero procura no hacer ruido.
Salieron del matorral y se ocultaron bajo el boscaje que cubría casi toda la colina. Saltando por encima de troncos derribados, arrancando brezos y cortando largas raíces, rodearon el fuerte y llegaron a la vertiente opuesta. Yáñez se detuvo.
—¿Dónde están? —preguntó.
—Ahí los tiene usted —dijo el maharato.
En efecto, el grupo de hombres se hallaba a la vista. Bajaba por una veredita que conducía a una explanada ceñida de árboles soberbios. En el centro, rodeado por una empalizada muy baja, veíase un espacio lleno de piedras y de tablas.
—Ese debe de ser el cementerio —dijo Yáñez.
—¿Se dirigen hacia allí? —preguntó Kammamuri.
—Sí.
—Me tranquilizo, señor Yáñez. Temía que arrojasen al río a mi pobre amo.
—También a mí me asaltó el mismo temor.
—¿Nos acercamos?
—Es inútil. La tierra recién movida nos indicará dónde lo han sepultado.
—¿Debo irme ya?
—Espera un poco…
Los marineros entraron en el cementerio y se detuvieron en el centro, dejando en el suelo a Tremal-Naik. Yáñez les vio dar vueltas durante algunos momentos, como si buscaran algo; luego, uno de ellos empuñó la azada y empezó a cavar.
—Lo enterrarán ahí —dijo el portugués al maharato.
—¿Y no corre peligro de morir asfixiado? —preguntó el indio.
—No, Ahora ve en busca de Sandokán y dile que reúna sus tropas, que venga aquí y que desentierre a tu señor. —¿Y luego?
—Volverás al bosque y mañana vendré a buscarte. Entonces podremos abandonar para siempre estos lugares. Anda, date prisa.
El indio no aguardó a que se lo repitiera. Empuñó la pistola con la rapidez de una ardilla y desapareció bajo los árboles.