XV. Tremal-Naik

A pesar de su cansancio, el buen portugués no pudo cerrar los ojos en toda la noche. La imagen del viejo que iba al frente de una banda de dayakos y que tanto se parecía al tío de la esposa del Tigre permanecía fija en su mente y llenábale el alma de grandes zozobras.

En vano hacía esfuerzos por tranquilizarse, repitiéndose que tal vez el malayo se hubiera equivocado; que el lord estaba seguramente muy lejos, acaso en Java, quizás en la India y quién sabe si en Inglaterra. Parecíale oír la voz de aquel hombre en el inmediato corredor; parecíale sentir sus pasos; acercándose a su estancia, parecíale escuchar choque de aceros.

Varias veces, no pudiendo dominar la inquietud, saltó del lecho y abrió la ventana; y varias veces se acercó a la puerta de la habitación, temiendo que hubiese allí centinelas para impedirle la fuga. Por fin, al amanecer, se durmió un par de horas.

Despertóse al oír los ecos de un gong golpeando en la calle.

Se levantó, se vistió, cogió dos pistolas cortas y dirigióse a la puerta. En aquel mismo momento golpearon esta por la parte de fuera.

—¿Quién es? —preguntó con ansiedad.

—El rajá espera al señor en su gabinete —contestó una voz.

A Yáñez le corrió un estremecimiento por todos los huesos. Abrió y encontróse ante un indio.

—¿Está solo el rajá? —dijo, con los dientes apretados.

—Solo, milord —respondió el indio.

—¿Qué quiere?

—Espera al señor para tomar el té.

—Voy en seguida —replicó Yáñez, encaminándose al gabinete del príncipe.

El rajá hallábase sentado ante una mesita en la cual se veía un servicio de té de plata. Al entrar Yáñez, levantóse con una sonrisa en los labios y le tendió la mano.

—Buenos días, milord —exclamó—. Ayer volvió usted muy tarde.

—Perdóneme Vuestra Alteza si falté a la hora de la comida, pero no es mía la culpa —dijo Yáñez, ya tranquilo.

—¿Qué le sucedió a usted?

—Me extravié en medio del bosque.

—Y, sin embargo, llevaba usted guía.

—¿Guía?

—Me dijeron que le acompañaba Un indio que pasa por proveedor de los mineros de Poma.

—¿Quién le ha dicho eso a Vuestra Alteza? —preguntó Yáñez, haciendo un extraordinario esfuerzo para conservar la serenidad.

—Mis espías, milord.

—Vuestra Alteza tiene gente lista a su servicio.

—Eso creo —replicó el rajá, sonriendo—. ¿Encontró usted a ese hombre?

—Sí, Alteza.

—¿Hasta dónde le acompañó?

—Hasta un pueblecito de dayakos.

—¿Adivina usted quién era aquel individuo?

—¿Quién? —preguntó Yáñez, pronunciando con esfuerzo esta palabra.

—Un pirata —dijo el rajá.

—¿Un pirata?… Imposible, Alteza.

—Se lo aseguro a usted.

—¿Y cómo no intentó asesinarme?

—Los piratas de Mompracem algunas veces se muestran generosos, como su jefe.

—¿Es generoso el Tigre de Malasia?

—Eso dicen. Me han referido que en diversas ocasiones regaló enormes diamantes a pobres diablos a los que poco antes había herido a sablazos.

—Entonces resulta un pirata original.

—Es valiente y generoso al mismo tiempo.

—¿Pero Vuestra Alteza está seguro de que el indio formase parte de la banda de Mompracem?

—Segurísimo, porque mis espías lo vieron hablar con los piratas que acaudilla el Tigre de Malasia. Pero no volverá a hablar con ellos. A esta hora habrá caído en manos de mi gente.

En aquel momento oyéronse en la calle gritos agudos y luego un fuerte golpe de gong.

Yáñez, agitadísimo, precipitóse hacia la ventana para ver lo que ocurría, pero ante todo para ocultar su emoción.

—¡Por Júpiter! —exclamé con voz entrecortada y palideciendo—. ¡Kammamuri!

—¿Qué pasa? —preguntó el rajá.

—Aquí traen al indio, Alteza —replicó tranquilamente.

—No me había equivocado.

Inclinóse sobre el alféizar y miró.

Cuatro guardias, armados hasta los dientes, conducían a Kammamuri, que marchaba fuertemente atado por los brazos con sólidas fibras de rota. El prisionero no oponía resistencia; parecía aterrado. Andaba despacio y miraba a la multitud de dayakos, chinos y malayos que le seguían gritando.

—¡Pobre hombre! —exclamó el portugués.

—¿Lo compadece usted, milord? —preguntó el rajá, asombrado.

—Un poco, lo confieso.

—Sin embargo, ese indio es un pirata.

—Lo sé, pero conmigo se portó muy bien. ¿Qué piensa hacer con él Vuestra Alteza?

—Primero trataré de hacerle hablar. Si logro averiguar dónde se oculta el Tigre de Malasia

—¿Le atacará Vuestra Alteza?

—Reuniré a mi guardia y le atacaré.

—¿Y si el prisionero se obstina en no hablar?

—Ordenaré que lo ahorquen —dijo fríamente el rajá.

—¡Pobre diablo!

—Todos los piratas acabarán del mismo modo, milord.

—¿Cuándo lo interrogará Vuestra Alteza?

—Hoy no podré, porque tengo que recibir a un embajador holandés, pero mañana, que estaré desocupado, hablaré con él.

En los ojos de Yáñez brilló un relámpago.

—Alteza —dijo, después de un momento de vacilación—. ¿Podré asistir al interrogatorio?

—Si lo desea…

—Gracias, Alteza.

El rajá tocó una campanilla de plata que estaba sobre la mesa. Un chino, vestido de amarilla seda, con una coleta que medía más de un metro de largo, entró, llevando una tetera de porcelana de Ming, llena de té.

—Espero que no le desagradará a usted esta bebida —dijo el rajá.

—Dejaría de ser inglés —contestó Yáñez, sonriendo.

Tomaron varias tazas del delicioso líquido y luego se levantaron.

—¿A dónde piensa usted ir hoy, milord? —preguntó James Brooke.

—A visitar los alrededores de la ciudad —respondió Yáñez—. He descubierto un fortín y, con vuestro permiso, lo visitaré.

—Allí encontrará usted compatriotas, milord.

—¡Compatriotas! —repitió el portugués, fingiendo completa ignorancia.

—Recogidos por mí hace algunas semanas, cuando estaban a punto de morir ahogados.

—¿De modo que son náufragos?

—Usted lo ha dicho.

—¿Y qué hacen en el fuerte?

—Esperan la llegada de una nave. Entretanto guardan a un thug indio que tengo allí encerrado.

—¿Cómo? ¿Un thug? ¿Un thug indio? —exclamó Yáñez—. ¡Oh, querría ver a uno de esos terribles estranguladores!

—¿Lo desea usted?

—Ardientemente.

El rajá cogió una hoja de papel, trazó en ella algunas líneas, y, después de plegarla alargósela al portugués, que se apresuró a tomarla.

—Entréguesela al teniente Churchill —dijo el rajá—. Él le enseñará al thug y, si a usted le place, le acompañará a visitar el fortín, que en realidad no tiene mucho que ver.

—Gracias, Alteza.

—¿Comerá usted conmigo esta tarde?

—Se lo prometo.

—Pues hasta la vista, milord.

Yáñez, que deseaba salir cuanto antes del gabinete, se dirigió a su cuarto.

—Razonemos, Yáñez —murmuró, cuando se encontró solo—. Se trata de dar un gran golpe sin ser descubierto.

Encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana, sumiéndose en profundos pensamientos.

Allí permaneció durante diez o doce minutos, inmóvil y con los ojos en el fortín, arrugando de cuando en cuando el entrecejo.

—¡Vaya! —exclamé de pronto—. Mi querido Brooke, el bueno de Yáñez te prepara una jugarreta que, si todo resulta como está calculado, será lindísima. ¡Por Júpiter!… Sandokán quedará contento de su hermano europeo.

Acercóse a la mesa, cogió pluma y un trocito de papel y escribió:

Tu fiel Kammamuri me envía para salvarte. Tremal-Naik, sí quieres ser libre y ver de nuevo a tu Ada, toma al mediar la noche, las píldoras que aquí encontrarás; a ser posible, no lo hagas ni antes ni después.

Yáñez, amigo de Kammamuri.

Envolvió las dos píldoras en el papel y ocultó este, hecho una bolita, en el bolsillo de la chaqueta.

—Mañana los ingleses le darán por muerto y cuando llegue la tarde le enterrarán —murmuró, frotándose las manos—. Para avisar al Tigre enviaré a Kammamuri. ¡Ah, querido James Brooke, todavía no sabes tú de lo que somos capaces los tigres de Mompracem!

Cubrióse con un sombrero de paja, se colocó en la cintura su kriss y salió del cuarto, bajando lentamente la escalera.

Al atravesar un pasillo, vio, ante una puerta, a un indio armado de carabina y con la bayoneta calada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el portugués.

—Estoy de guardia —contestó el centinela.

—¿A quién guardas?

—Al pirata detenido ayer.

—Mucho cuidado, no se te escape. Es peligroso.

—Tengo los ojos muy abiertos, milord.

—Bravo, muchacho.

Le saludó con la mano, bajó la escalera y salió a la calle. Una irónica sonrisa vagaba por sus labios. Sus ojos se fijaron en seguida en la colina que se elevaba frente a él y en cuya cumbre, entre el verde oscuro de los árboles, se destacaba la blanquecina forma del fortín.

—Ánimo, Yáñez —murmuró—. Hay mucho que hacer.

Atravesó la ciudad, invadida por numerosa turba de soberbios dayakos, de horribles malayos y de coletudos chinos que gritaban en todos los tonos vendiendo fruta, armas, vestidos y juguetes de Cantón, y siguió un estrecho sendero, sombreado por altísimas arecas, que conducía al fuerte.

A mitad de camino encontró a dos marineros Ingleses que bajaban a la ciudad, tal vez para recibir órdenes del rajá o acaso para averiguar si en la desembocadura del río había anclado algún barco.

—¡Hola, amigos! —dijo Yáñez, saludándolos—. ¿Está arriba el teniente Churchill?

—Le hemos dejado fumando en la puerta del fortín —contestó uno de los marineros.

—Gracias.

Siguió adelante y, después de un largo rodeo, desembocó en una plaza muy amplia, en medio de la cual se elevaba la pequeña fortaleza. En la puerta, apoyado en el fusil, vio a un soldado inglés que masticaba una hoja de tabaco; a pocos pasos, tendido en medio de la hierba, fumaba un teniente de marina, de elevada estatura. Yáñez se detuvo.

—¡Un europeo! —exclamó el oficial.

—Y que viene buscándole a usted —dijo el portugués.

—¿A mí?

—Sí, señor.

—¿Qué desea?

—Traigo una carta para el teniente Churchill.

—El teniente Churchill soy yo, señor —replicó el marino, levantándose y saliendo a su encuentro.

Yáñez sacó la carta del rajá y se la alargó al inglés, el cual la abrió y la leyó lentamente.

—Estoy a sus órdenes, milord —dijo el teniente después de leerla.

—Quisiera ver al thug.

—Lo que usted desee.

—Acompáñeme, pues. Siempre he tenido ganas de conocer a uno de esos terribles estranguladores.

El teniente guardóse la pipa en el bolsillo y entró en el fortín, seguido de Yáñez, que sonreía. Atravesaron un pequeño patio en medio del cual se enmohecían cuatro cañones viejos, y se internaron en el edificio, construido con fuertes maderas de teca, capaces de resistir a las balas del calibre seis y aun las del ocho.

—Hemos llegado —dijo Churchill, deteniéndose ante una sólida puerta cerrada—. Ahí dentro está el thug.

—¿Es tranquilo o feroz?

—Manso como un tigre domesticado —dijo el inglés, sonriendo.

—Entonces es inútil entrar con armas.

—No nos ha hecho daño nunca, pero, sin embargo, no pase usted sin sus pistolas.

Descorrió los dos cerrojos y abrió con precaución la puerta, asomando la cabeza.

—Duerme —dijo—. Entremos, milord.

Yáñez experimentó un estremecimiento, no porque sintiera miedo del estrangulador, sino por temor a que este lo delatase. El indio, en efecto, podía rechazar el billete y los gránulos y descubrírselo todo al teniente Churchill.

«Ánimo —se dijo—, ya no es hora de retroceder».

Atravesó el umbral y entró. Encontróse en una pequeña celda con paredes de madera de teca, y alumbrada por un ventanillo protegido por férreos barrotes.

En uno de los ángulos, tumbado en un lecho de hojas secas y envuelto en una corta túnica de seda, estaba Tremal-Naik, el amo de Kammamuri, el prometido de Ada.

Era un arrogante indio, de cinco pies y seis pulgadas de alto. Su pecho era ancho y robusto, sus brazos y piernas musculosos, y sus facciones orgullosas y correctas. Yáñez, que había visto chinos, malayos, javaneses, africanos, macasareses y tagalos, no recordaba haber encontrado ningún hombre de color tan bello y tan vigoroso. Únicamente Sandokán podía superarle.

El prisionero dormía, pero su sueño no era tranquilo. Su pecho se dilataba, su amplia frente se contraía, sus labios temblaban y sus manos, pequeñas como las de una mujer, se abrían y cerraban como si quisieran coger algo y triturarlo.

—¡Guapo mozo! —comentó Yáñez.

—¡Silencio! Habla… —murmuró el teniente.

Roncas palabras se escapaban de los labios del indio.

—¡Mía!… —dijo.

Una vena que le surcaba la frente se hinchó de pronto.

—¡Suyodhana! —musitó el indio, con acento de odio.

—¡Tremal-Naik! —exclamó el oficial inglés.

Al oír este nombre, el prisionero se estremeció, saltó como un tigre y fijó en el marino sus ojos, que fulguraban cual los de una serpiente.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Un señor quiere verte.

El indio miró a Yáñez, que se mantenía a algunos pasos de distancia. En sus labios se dibujó una desdeñosa sonrisa que puso al descubierto sus dientes, blancos como el nácar.

—¿Soy acaso alguna fiera? —preguntó—. Que…

De pronto se detuvo. Yáñez, que permanecía detrás del teniente, le hizo una rápida señal. El indio, comprendió, sin duda, que se hallaba en presencia de un amigo, y siguió la comedia.

—¿Cómo te encuentras aquí? —le dijo el portugués.

—Como puede encontrarse un hombre que nació y vivió en medio de la selva —contestó Tremal-Naik, con tristeza.

—¿Es cierto que eres un thug?

—No.

—Sin embargo, has estrangulado a muchas personas.

—Es verdad, pero no soy thug.

—¡Mientes!…

Tremal-Naik irguióse, con los ojos fulgurantes, pero una señal del portugués le tranquilizó.

—Si me permites que te levante la túnica, veré si llevas el tatuaje que distingue a los thugs.

—Levántala tú —dijo Tremal-Naik.

—No se acerque, milord —exclamó el teniente.

—No tengo armas —dijo el indio—. Si muevo un brazo dispara sobre mí tus dos pistolas.

Yáñez se acercó al lecho de hojas y se inclinó sobre el preso.

—Kammamuri —murmuró con casi ininteligible voz.

Un relámpago brilló en los ojos del indio. Con un rápido movimiento alzóse la túnica y recogió el papel que contenía las píldoras y que el portugués había dejado caer.

—¿Ha visto usted el tatuaje? —preguntó el oficial inglés, que por precaución tenía una pistola amartillada.

—No —respondió Yáñez, incorporándose.

—¿De modo que no es thug?

—¿Quién puede asegurarlo? Los thugs, tienen tatuajes en muchas partes del cuerpo.

—Yo no los tengo —interrumpió Tremal-Naik.

—¿Cuánto tiempo lleva este hombre aquí? —preguntó Yáñez al teniente.

—Cerca de dos meses, milord.

—¿Adónde le llevarán?

—A cualquier penitenciaría de Australia.

—¡Pobre diablo! Sigamos, teniente…

El marino abrió la puerta. Yáñez aprovechó aquel momento para volverse y hacer a Tremal-Naik una última seña que significaba: «obedece».

—¿Quiere usted visitar el fuerte? —preguntó el oficial, después de cerrar la puerta y de correr los cerrojos.

—Creo que no tiene nada de particular —respondió el portugués—. Hasta que nos volvamos a ver en casa del rajá, caballero.

—Hasta entonces, milord.