Dos hombres habían aparecido repentinamente tras un cetting, arbusto trepador, cuyo jugo es tan venenoso que en pocos instantes puede matar a un buey. Uno de ellos era un indio, alto, delgado, nervioso, vestido de blanco y armado de larga carabina con incrustaciones de plata; el otro, un dayako de miembros cargados con anillos de hojalata y perlas de Venecia, y dientes ennegrecidos por el cálido jugo del siuka. Un ciawat, pedazo de tela de algodón, cubría sus costados y en la cabeza lucía un pañuelo rojo, pero en cambio llevaba en la cintura un verdadero arsenal: la terrible cerbatana con flechas impregnadas de upas; el formidable parang, pesado sable de ancha hoja, empleado para decapitar a los enemigos, y el lazo que saben emplear mejor tal vez que los thugs indios; tampoco faltaba el kriss de envenenada punta.
—¡Alto! —repitió el indio, adelantándose.
El portugués hizo una ligera seña a Kammamuri y avanzó, con el dedo puesto en el gatillo del fusil.
—¿Qué quieres y quién eres? —preguntó al Indio.
—Soy guardia del rajá de Sarawak —contestó el interpelado—. ¿Y tú?
—Lord Giles Welker, amigo de James Brooke, el rajá.
El indio y el dayako presentaron armas.
—Milord, ¿está ese hombre a su servicio? —exclamó el indio, señalando a Kammamuri.
—No —contestó Yáñez—. Lo he encontrado en la selva y como el pobre tenía miedo de los tigres me ha suplicado que le deje seguirme.
—¿Adónde vas? —preguntó el indio al maharato.
—Ya te dije esta mañana que soy proveedor de los mineros de Poma —dijo Kammamuri—. ¿Por qué vuelves a preguntármelo?
—Porque el rajá lo ordena.
—Dile a tu rajá que soy uno de sus más fieles súbditos.
—Pasa…
El indio alcanzó a Yáñez, que seguía andando, en tanto que los espías volvían a ocultarse tras el arbusto.
—¿Qué piensa usted de esos hombres, señor Yáñez? —preguntó el maharato, después de asegurarse que no podían oírle ni verle.
—Pues que el rajá es tan astuto como una zorra.
—¿Nos apartamos de la senda?
—Apartémonos, Kammamuri. Esos dos espías podrían concebir sospechas y seguirnos.
—Borremos nuestras huellas…
Kammamuri abandonó el estrecho sendero que hasta entonces había recorrido y se apartó a la izquierda, seguido del portugués y del caballo. Muy pronto la marcha se hizo dificilísima. Millares y miliares de árboles, derechos los unos y retorcidos los otros, y multitud de plantas trepadoras enlazábanse hasta el punto de impedir el |paso.
Por todas partes elevábanse colosales árboles del alcanfor, que diez hombres no habrían logrado abrazar; palmas sacaríferas que cuando se les practica una incisión, dan un licor azucarado y embriagador; otras palmas enormes que se doblegan bajo el peso de sus dátiles, que forman grandes racimos; bellísimos mangos, tan altos como cerezos, cuya fruta, del tamaño de una naranja, es la más gustosa y la más delicada que se conoce; y arecas de anchísimas hojas, «uncaria», «cambir», «isonandra gutta» y «giunta wan», plantas estas tres últimas que producen el caucho.
Y como si todo esto no bastara a hacer el camino impracticable, desmesurados rotas —que en Borneo ocupan el lugar de lianas y de «nepentes»—, corrían de un tronco a otro, formando verdaderas redes que el maharato y el portugués se veían obligados a cortar a golpes de kriss.
Anduvieron media milla, describiendo grandes curvas, saltando sobre árboles caídos, arrancando matorrales, tronchando raíces. Al fin llegaron al borde de un canal de agua corrompida. Kammamuri cogió una rama y midió la profundidad.
—Dos pies —dijo—. Suba usted a caballo, señor Yáñez.
—¿Para qué?
—Nos meteremos en el canal y ^marcharemos un rato por él. Si los espías nos siguen, no encontrarán nuestras huellas.
—Eres prevenido, Kammamuri.
El portugués montó a caballo y el maharato a la grupa. El animal, después de vacilar un poco, se metió en el agua, que despedía un hedor insoportable, y con mucha dificultad avanzó por el cauce.
Cuando recorrió unos ochocientos pasos, volvió a la orilla. Yáñez y su compañero apeáronse y se tendieron en el suelo con la oreja apoyada en tierra.
—No oigo nada —exclamó Kammamuri.
—Tampoco yo. ¿Está muy lejos el campamento?
—Por lo menos milla y media. Debemos apretar el paso, señor Yáñez.
Una veredita, abierta por el paso de los animales, desaparecía en la espesura de la selva. Los dos piratas la siguieron. Media hora después, otros dos hombres levantáronse tras unos brezos e intimaron a los viajeros a detenerse. Kammamuri lanzó un silbido.
—Adelante —contestaron los centinelas.
Eran dos piratas de Mompracem, armados hasta los dientes. Al ver a Yáñez, dejaron escapar un grito de alegría.
—¡Capitán! —exclamaron, corriendo a su encuentro.
—Buenos días, muchachos —dijo el portugués.
—Le creíamos muerto, capitán.
—Los tigres de Mompracem, hijos míos, tienen la piel dura; ¿dónde está Sandokán?
—A trescientos pasos de aquí.
—Tened cuidado, amigos. En el bosque hay espías del rajá.
—Lo sabemos; ayer matamos uno.
—Bravo, muchachos…
El portugués y el indio redoblaron el paso y muy pronto llegaron al campamento levantado junto a un kampong en ruinas. De la aldea, que en otro tiempo tuvo numerosos habitantes, no quedaba intacta más que una choza de hojas de nipa, asentada sobre palos que medían cerca de treinta pies de altura, para ponerla a cubierto de los tigres y también de los asaltos de los hombres.
Los piratas estaban reconstruyendo las demás cabañas y plantando una empalizada muy sólida para defenderse de un posible ataque de las tropas del rajá.
—¿Dónde está Sandokán? —preguntó Yáñez, entrando en el campamento en medio de las aclamaciones de toda la banda.
—Allí, en la cabaña aérea —contestó un pirata—. ¿Hay soldados del rajá en el bosque?
—Lo que he dicho a los centinelas os lo repetiré a vosotros, muchachos. Estad en guardia, que los espías rondan.
—¡Qué se atrevan a asomar por aquí! —gritó un malayo, empuñando un pesado «parangilang»—. Los tigres de Mompracem no temen a los sabuesos del rajá.
—Capitán Yáñez —dijo otro—, si encontráramos a algunos de esos espías, les enteraríamos de que hemos acampado aquí. Hace cinco días que no luchamos y las armas empiezan a enmohecerse.
—Dentro de poco tendréis trabajo, hijos míos —replicó Yáñez—. Yo me encargo de enviaros gente.
—¡Viva el capitán Yáñez! —gritaron los tigres.
—¡Eh, hermano! —exclamó una voz desde lo alto.
El portugués alzó los ojos y vio a Sandokán, de pie en la pequeña plataforma de la cabaña aérea.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó Yáñez, riendo—. Pareces un gorrión en la rama de un árbol.
—Sube. Tengo que comunicarte algo importante.
—En seguida…
El portugués se dirigió hacia un elevado mástil que presentaba algunas cortaduras y con sorprendente agilidad llegó a la plataforma de la cabaña. Una vez allí se encontró en un grave apuro. El piso era de bambúes, pero distantes unos de otros más de un palmo, de modo que los pies del pobre Yáñez no encontraban punto de apoyo.
—¡Esto es una ratonera! —exclamó.
—Construcción dayaka, hermano mío —respondió Sandokán, riendo.
—¿Cómo tienen los pies estos salvajes?
—Tal vez más pequeños que los nuestros. ¡Un poco de equilibrio, caramba!
El portugués, vacilando y saltando de bambú en bambú, llegó hasta la choza.
Esta era bastante grande y se© hallaba dividida en tres departamentos de cinco pies de altura y otros tantos de largo; formaban el pavimento bambúes separados unos de otros varios centímetros, pero cubiertos con esteras.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Sandokán.
—Muchas novedades, hermano —contestó Yáñez, sentándose—. Pero ante todo, dime, ¿dónde está la pobre Ada, que no la he visto en el campamento?
—Este lugar no es muy seguro, Yáñez. La guardia del rajá puede atacarnos de un momento a otro.
—Comprendo; la tienes oculta en algún lugar.
—Sí. Yáñez. He ordenado que la lleven a la costa.
—¿Quién está con ella?
—Dos hombres de toda mi confianza.
—¿Sigue loca?
—Sí.
—¡Pobre muchacha!
—¡Se curará, yo te lo aseguro!
—¿Cuándo?
—Cuando se encuentre ante Tremal-Naik, experimentará una emoción tan violenta, que se pondrá bien del todo.
—¿Crees eso?
—Estoy seguro.
—¡Ojalá se realicen tus esperanzas!
—Dime, Yáñez, ¿qué has hecho en Sarawak durante estos días?
—Muchas cosas. He logrado hacerme amigo del rajá.
—¿Cómo? Explícate, hermano.
El portugués, en pocas palabras, le informó de cuanto había ocurrido. Sandokán le escuchó atentamente, sin interrumpirle.
—De modo que eres amigo del rajá —dijo, cuando Yáñez terminó su historia.
Amigo íntimo, hermano.
—¿Habrá concebido sospechas?
—No lo creo, pero sabe que estás aquí.
—Hay que apresurarse a liberar a Tremal-Naik. ¡Ah, si pudiera al mismo tiempo aplastar para siempre a ese maldito Brooke!
—Deja en paz al rajá, Sandokán.
—Fue muy cruel con nuestros hermanos. Daría mi sangre con tal de vengar a los millares de malayos asesinados por ese hombre implacable.
—Ten cuidado, no disponemos más que de setenta hombres…
Un siniestro relámpago brilló en los ojos del Tigre de Malasia.
—Tú sabes, Yáñez, de todo lo que soy capaz —exclamó—. Tú conoces mi pasado.
—Lo sé, Sandokán. Sé que has desafiado la ira de los reinos y de los imperios europeos. Pero la prudencia nunca está de más.
—Bien, seré prudente; me contentaré con libertar a Tremal-Naik.
—Que es algo más difícil de lo que parece.
—¿Por qué?
—En el fortín hay setenta hombres blancos y algunos cañones. Ya te lo he dicho.
—¿Y qué significan setenta hombres?
—Espera, hermano. Me olvidaba decirte que el fortín se halla muy cerca de la ciudad. Al primer cañonazo tendrás delante a los blancos y detrás a las tropas del rajá…
Sandokán mordióse los labios.
—Sin embargo, hay que salvarlo —dijo.
—¿Qué medio emplearemos?
—Nos valdremos de la astucia.
—¿Tienes algún plan?
—Creo que he dado con la solución.
—Habla.
—Soy de Borneo y, como mis compatriotas, me han atraído siempre los venenos. Con una sola gota se mata a un hombre por fuerte que sea; con otra gota se le adormece. Yo conseguiré que le den por muerto o le haré enloquecer. El veneno, como ves, es un arma terrible.
—Recuerdo que durante nuestra residencia en Java te ocupaste mucho de tóxicos. Y en cierta ocasión un narcótico muy activo te salvó de la horca.
—Pues ahora mis estudios y mis investigaciones comienzan a producir su fruto.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una cajita de piel, herméticamente cerrada. La abrió y mostró al portugués diez o doce frasquitos microscópicos llenos de líquidos blancos, verdosos y negros.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. Disponemos de un formidable surtido.
—No es todo esto —replicó Sandokán, abriendo una segunda cajita que contenía píldoras pequeñísimas que despedían un penetrante olor—. Aquí tienes más venenos.
—¿Qué pretendes hacer con esos líquidos y esas píldoras?
—Escúchame con atención, Yáñez. Me has asegurado que Tremal-Naik está encerrado en la fortaleza.
—Es cierto.
—¿Podrás entrar en ella pidiendo permiso al rajá?
—Creo que sí. A un amigo no se le niega un favor tan insignificante.
—Bien, irás y manifestarás deseos da ver al prisionero.
—Y cuando lo haya visto, ¿qué hago?
Sandokán sacó de la segunda cajita tres píldoras negras y se las puso en la mano.
—Estas pastillas contienen un veneno que no mata; pero que paraliza la vida durante treinta y seis horas.
—Ahora comprendo tu proyecto. Ordenaré a Tremal-Naik que trague una.
—O la disuelves en el jarro del agua. El prisionero no dará señales de vida, supondrán que ha muerto y lo enterrarán. Luego, por la noche, iremos a desenterrarlo.
—El proyecto es magnífico, hermano —exclamó el portugués.
—¿Intentarás el golpe? Ya ves que no corres peligro. Si no te permitieran la entrada sobornas a cualquiera de los soldados. ¿Tienes dinero?
Yáñez desabrochóse la chaqueta y el chaleco, abrióse la camisa y dejó ver un cinto bien repleto.
—Llevo dieciséis diamantes que, en total, valen un millón.
—Si quieres más, habla. Mi cinturón encierra el doble que el tuyo y en Batavia tenemos oro suficiente para comprar toda la escuadra de Portugal.
—Ya sé que no nos falta dinero. Pero por ahora me basta con mis dieciséis diamantes.
—Esconde las píldoras y los dos frasquitos —dijo el Tigre—. Uno, el verde, contiene un narcótico que no suspende la vida, pero que adormece profundamente por espacio de doce horas; el otro, el rosa, encierra un tóxico que mata sin dejar huella. Tal vez puedan serte útiles…
El portugués guardóse lo que el otro le entregaba, echóse el fusil a la espalda y se levantó.
—¿Te marchas?
—Sarawak está lejos, hermano.
—¿Cuándo piensas dar el golpe?
—Mañana.
—¿Me comunicarás en seguida el resultado por medio de Kammamuri?
—No dejaré de hacerlo. Adiós, hermano.
Bajó por la peligrosa escala, saludó a los bandidos y nuevamente internóse en la selva, tratando de orientarse. Llevaba recorridos seiscientos o setecientos metros cuando el maharato le alcanzó.
—¿Hay novedades? —le preguntó el portugués, deteniéndose.
—Una y grave, señor Yáñez —contestó el indio—. Un pirata que acaba de llegar le ha dicho al Tigre que a tres millas de aquí movíase una partida de dayakos mandados por un anciano de blanca piel.
—Si la encuentro le desearé buen viaje.
—Espere usted —añadió Kammamuri—. El pirata añadió que el viejo se parecía al hombre que ha jurado ahorcarles al Tigre y a usted.
—¡Lord James Guillonk!, exclamó Yáñez, palideciendo.
—Sí, señor; ese hombre se parecía al tío de la mujer de Sandokán.
—¡Imposible!… ¡Imposible!… ¿Quién le ha visto?
—El malayo Sambigliong.
—¡Sambigliong!… —balbució Yáñez—. Ese hombre nos acompañó cuando raptamos a la sobrina de lord James, y, si la memoria no me engaña, él mismo fue quien hizo frente a Guillonk cuando ya me iba a partir el cráneo. ¡Estoy en un grave peligro!
—¿Por qué? —preguntó el maharato.
—Si mi enemigo se halla en Sarawak, estoy perdido. Me verá, me reconocerá, aunque hayan pasado cerca de cinco años desde la última vez que nos encontramos, y hará que me prendan y me cuelguen.
—Pero el malayo no ha dicho que aquel anciano fuera el lord. Sólo asegura que se parecía a él.
—¿Te ha enviado Sandokán con este encargo?
—Sí, señor Yáñez.
—Pues ve y dile que estaré en guardia, pero que él trate de apoderase del viejo. Adiós, Kammamuri; mañana temprano te espero en la taberna del chino…
El portugués, lleno de zozobra, púsose de nuevo en marcha, mirando a su alrededor, temeroso de encontrarse ante el viejo.
Afortunadamente la gigantesca selva estaba solitaria. Sólo de vez en cuando rompían el silencio los gritos de los argos —magníficos faisanes que revoloteaban a centenares—, el grito no menos agudo de las cacatúas negras y el ronco de los monos de larga nariz.
El portugués caminó durante cinco horas, con grandes precauciones, entre espesos matorrales, ya torciendo a la derecha, ya a la izquierda. No llegó a Sarawak hasta el atardecer, rendido por la fatiga y hambriento como un lobo. Calculando que era ya demasiado tarde para presentarse a comer con el rajá, dirigióse a la taberna china.
Después de hacer una abundante comida y de vaciar unas cuantas botellas, volvió al palacio. Antes de entrar, preguntó al centinela si había llegado un anciano europeo, pero obtuvo una respuesta negativa.
El rajá se había retirado a sus habitaciones algunas horas antes.
—Mejor —murmuró Yáñez—. Un cazador que vuelve sin caza podría alarmar a un viejo tan astuto.
Encendió el trigésimo cigarrillo y, después de colocar las pistolas y el kriss bajo la almohada, se fue a dormir.