Cerró con pestillo la puerta y asomóse a la ventana. A cuarenta pasos del palacio, bajo la fresca sombra de una colosal palmera, hallábase el maharato, apoyado en un largo bambú armado de aguda punta de hierro en el extremo probablemente envenenada. No sin sorpresa, el portugués vio junto a él un caballo cargado con dos grandes cestos de nipa, llenos hasta los bordes de frutas de toda especie y de panes de sagú.
—El muchacho es más prudente de lo que yo creía —murmuró Yáñez—. Parece un proveedor de los mineros…
Lio un cigarrillo y lo encendió. El resplandor de la cerilla atrajo al punto las miradas de Kammamuri.
—El chico me ha visto —se dijo el portugués—, pero no se mueve. Comprende que hay que mostrar prudencia…
Le hizo una seña con la mano, y luego se retiró de la ventana y abrió un cajoncito del velador. En él encontró pliegos de papel, plumas y una bolsa bien repleta que, al tocarla, despidió un sonido metálico.
—Mi amigo Brooke ha pensado en todo —exclamó Yáñez, riendo—. Aquí hay flamantes esterlinas…
Cogió un pliego, lo partió por la mitad y escribió con menudísimos caracteres:
«Sé cauto y mira bien a tu alrededor. Espérame en la taberna del chino».
Enrolló el trozo de papel y de la pared descolgó un bastón cilíndrico, de dura madera, hueco, y rematado en uno de los extremos por un hierro de lanza. Era un sumpitan, especie de cerbatana, que medía cerca de metro y medio de largo y con la cual los dayakos lanzan a sesenta pasos y con precisión extraordinaria, flechas impregnadas en el venenosísimo jugo de upus.
«Aún tendré habilidad», pensó, examinando el arma.
Sacó una flecha de veinte centímetros de larga, envolvió en ella el pliego escrito y la hizo entrar en la cerbatana. Un fuerte soplido bastó para que llegase hasta el maharato, el cual se apresuró a recogerla y a leer el papel.
—Y ahora salgamos —dijo Yáñez, cuando observó que Kammamuri se alejaba.
Echóse al hombro un fusil de dos cañones y se dirigió hacia la puerta. El centinela le saludó respetuosamente.
Recorriendo calles y callejuelas, bordeando chozas junto a las cuales dormitaban perros y cerdos y saltaban monos, desprendiendo un insoportable olor, llegó, en menos de un cuarto de hora, a la taberna, en cuya puerta estaba atado el caballo del maharato.
—Preparemos las esterlinas —dijo el portugués—. Es de esperar una borrascosa escena.
Miró a la taberna. En un ángulo, sentado ante un plato de arroz, hallábase Kammamuri; tras el mostrador, con gafas de cuarzo ahumado, veíase al tabernero, entretenido en escribir en un libro muy grande con un pincel de respetable altura. El chino ocupábase en arreglar las cuentas.
—¡Hola! —exclamó el portugués, entrando.
El tabernero, al oír la voz, levantó la cabeza. Verlo, ponerse en pie de un brinco y lanzarse contra él, empuñando fieramente su monstruosa pluma mojada en tinta china, todo fue uno.
—¡Bribón! —gritó.
El portugués le detuvo.
—Vengo a pagarte —le dijo, tirando sobre la mesa un puñado de libras esterlinas.
—¡Justo Budha! —exclamó el chino, precipitándose sobre las monedas—. ¡Ocho libras! Pido mil perdones al señor…
—Bien, tráeme una botella de vino de España.
El tabernero sirvió la botella, que puso ante Yáñez, luego se acercó a un gong colgado en la puerta y empezó a golpearlo furiosamente.
—¿Qué haces? —le preguntó el portugués.
—Salvar al señor —contestó el chino—. Si no advirtiese a mis amigos que el señor me ha pagado, no sé lo que dentro de algunos días le ocurriría.
Yáñez echó sobre la mesa otras diez libras esterlinas.
—Avisa a tus amigos que lord Welker les invita a beber —dijo.
—¡El señor es un príncipe! —gritó el chino.
—Déjame solo…
El hijo amarillo recogió las esterlinas y corrió en busca de sus compatriotas, que, llenos de sobresalto por aquellos precipitados golpes, acudían de todas partes, armados de bambúes y de cuchillos.
Yáñez sentóse frente a Kammamuri y descorchó la botella.
—¿Qué noticias tienes que comunicarme, querido? —preguntó.
—Malas, señor Yáñez —contestó el indio.
—¿Corre Sandokán algún peligro?
—Por ahora no, pero de un momento a otro puede ser descubierto guardias y dayakos recorren las selvas. Ayer me detuvieron y me interrogaron; esta mañana me ha ocurrido lo mismo.
—¿Y qué dijiste?
—Que era un proveedor de los mineros de Poma. Para engañar mejor a estos espías, me he proporcionado un caballo y unos cestos.
—Eres astuto, Kammamuri. ¿Dónde está Sandokán? ¿Lo sabes?
—A seis millas de aquí, acampado junto a una aldea en ruinas. Está fortificándose, temiendo un ataque.
—Iremos a buscarlo.
—¿Cuándo?
—Tan pronto como vaciemos esta botella.
—¿Hay alguna novedad?
—He sabido dónde está tu amo.
El maharato dio un brinco, loco de alegría.
—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó con ansiedad.
—En el fortín de la ciudad, custodiado por setenta marineros ingleses.
El maharato se dejó caer en el banquillo, presa del más profundo desaliento.
—Lo salvaremos, Kammamuri —dijo Yáñez.
—¿Pronto?
—Cuando podamos. Voy a buscar a Sandokán para ponerme de acuerdo con él acerca del proyecto.
—Gracias, señor, gracias.
—Déjate de agradecimientos y bebe…
El indio apuró el vaso.
—¿Quiere usted que nos vayamos?
—Ahora mismo —replicó Yáñez, arrojando algunos chelines sobre la mesa.
—Le advierto que el camino es largo y penoso y que para burlar a los espías habrá necesidad de alargarlo más aún.
—Yo no tengo prisa. Le he dicho al rajá que voy de caza.
—¿Se ha hecho usted amigo suyo?
—Sí.
—¿Cómo lo ha conseguido?
—Mientras andamos te lo contaré.
Salieron de la taberna. El portugués marchó delante. Detrás iba Kammamuri, llevando el caballo de la brida.
—¡Viva lord Welker! —gritó una voz.
—¡Viva el lord! ¡Viva el generoso blanco! —añadieron otras muchas voces.
Volvióse Yáñez y vio al tabernero rodeado de una turba de chinos, con vasos en la mano.
—¡Adiós, muchachos! —contestó.
—¡Viva el generoso lord! —exclamaron a coro los celestiales, levantando y chocando los vasos.
Abandonaron el barrio, atravesando por medio de montones de piezas de seda, de cajas de té de verlas clases, de abanicos, de sombrillas, de sillas de bambú, de linternas microscópicas y gigantescas, de armas, de amuletos, de vestidos, de sandalias y de toda clase de géneros procedentes de los puertos del Celeste Imperio, y entraron en el barrio malayo, que no era muy distinto del dayako, aunque sí algo más sucio y mal oliente.
Al fin llegaron a los bosques.
—Ande usted con precaución —dijo Kammamuri al portugués—. Esta mañana he visto algunas serpientes y huellas de tigre.
—Conozco las selvas de Borneo —respondió Yáñez—. Por mí no temas.
—¿Ha estado Usted aquí otras veces?
—No, pero he recorrido con frecuencia los bosques del reino de Varauni.
—¿Peleando?
—En muchas ocasiones.
—¿Era enemigo suyo el sultán de Varauni?
—Enemigo encarnizado. Odiaba a los piratas de Mompracem, porque en todos los encuentros vencieron a su flota.
—Dígame, señor Yáñez, ¿fue siempre pirata el Tigre de Malasia?
—No, hijo mío. En otro tiempo era un poderoso rajá del Borneo septentrional, pero un ambicioso inglés hizo que las tropas y la población se rebelasen contra él y lo destronó, después de asesinar a sus padres y a sus hermanos.
—¿Y vive aún ese inglés?
—Sí.
—¿Y no lo ha castigado?
—Es muy fuerte. Sin embargo, el Tigre de Malasia no ha muerto todavía.
—¿Cómo está usted asociado a Sandokán, señor Yáñez?
—No estoy asociado a él, Kammamuri; fui hecho prisionero cuando navegaba con rumbo a Labuán.
—¿Sandokán no mata a los prisioneros?
—No, muchacho; el Tigre se mostró siempre feroz con sus más encarnizados enemigos, pero generosísimo con los demás y especialmente con las mujeres.
—¿Y a usted le trató siempre bien, señor Yáñez?
—Me quiere lo mismo que a un hermano o quizá más.
—Cuando Tremal-Naik esté en libertad, ¿volverá usted a Mompracem?
—Es probable, Kammamuri. Cuando intenta sofocar su dolor, el Tigre de Malasia sufre crisis tremendas.
—¿Qué dolor?
—El de haber perdido a Mariana Guillonk.
—¿La quería mucho?
—Hasta la locura.
—Resulta extraño que un hombre tan terrible se enamorase.
—Y para colmo, de Una inglesa —añadió Yáñez.
—¿No ha sabido usted nada del tío de Mariana?
—Hasta ahora, nada.
—¿Estará aquí?
—Pudiera ser.
—¿Le teme usted?
—Tal vez…
—¡Alto! —gritó alguien en aquel instante.
Yáñez y Kammamuri se detuvieron.