James Brooke, a quien Malasia entera y la marina de ambos mundos debían mucho, merece que le dediquemos algunas líneas de historia.
Descendía este hombre audaz, de la familia del barón de Vynes, que, bajo el reinado de Carlos II, fue lord mayor de Londres. Muy joven aún, se alistó en el ejército de la India con el grado de alférez, pero herido gravemente en una refriega contra los naturales de Borneo, tuvo poco después que presentar la dimisión de su empleo y se retiró a Calcuta. La vida tranquila no le gustaba al joven Brooke, hombre frío y positivo, pero dotado de energía extraordinaria y entusiasta de las más arriesgadas empresas.
Una vez curado de la herida, regresó a Malasia, recorriéndola en todas direcciones. A estos viajes debió su celebridad, que más tarde llegó a ser mundial.
Muy impresionado por los horribles estragos que causaban los piratas malayos, e indignado por la trata de los hombres de color, propúsose, no obstante los graves peligros que tal empresa encerraba, hacer segura la navegación y libertar a Malasia.
James Brooke era tenacísimo en sus proyectos, Vencidos los obstáculos que su gobierno opuso a la ejecución del atrevido plan, armó un pequeño schooner, El Realista, y en 1838 zarpaba con rumbo a Sarawak, pueblecillo de Borneo, que entonces no contaba más que con 1500 habitantes. Desembarcó en momentos muy críticos.
La población de Sarawak, instigada por los piratas malayos, habíase rebelado contra su sultán Muda-Hassin, y la guerra ardía por todas partes. Brooke ofreció su brazo al sultán, púsose a la cabeza de las tropas y, después de numerosos combates, en menos de veinte meses dominó la insurrección.
Terminada la campaña, hízose a la mar contra los piratas y los comerciantes en carne humana. Entrenada la tripulación después de dos años de lucha, dio principio a los combates frente a frente, a la destrucción, al exterminio, al incendio. No es posible calcular el número de piratas muertos por él, ni el de buques y de prahos echados a pique, ni el de guaridas arrasadas. Fue cruel y despiadado.
Vencida la piratería, volvió a Sarawak. El sultán Muda-Hassin, reconociendo los grandes servicios prestados, le nombró raja del pueblecillo y del distrito.
En 1857, el año en que ocurren los acontecimientos que estamos refiriendo, James Brooke había llegado a la cumbre de su grandeza, hasta el punto de que con un solo gesto, hacía temblar hasta al sultán de Varauni, es decir, al sultán que poseía el reino más extenso en la gran isla de Borneo.
Al oír el ruido que Yáñez hizo al entrar, el rajá levantóse Inmediatamente. A pesar de sus cincuenta años y de las emociones de su vida agitadísima, era un hombre fuerte y robusto, cuya indomable energía revelábase en su brillante mirada. Algunas arrugas que surcaban su frente y numerosas canas, anunciaban que se aproximaba una vejez prematura.
—¡Alteza! —exclamó Yáñez, inclinándose.
—Sea usted bien venido, compatriota —contestó el rajá, devolviéndole el saludo.
La acogida era benévola. Yáñez, que al entrar en el gabinete sintió que el corazón le latía con violencia, se tranquilizó.
—¿Qué le ocurrió ayer? —preguntó el rajá, después de señalarle una silla—. Mis guardias me han contado que disparó usted dos pistoletazos. Es preciso no irritar a los celestiales, querido, que son aquí numerosos y no aman a los hombres blancos.
—Había hecho un viaje larguísimo, Alteza, y estaba muerto de hambre. Encontrándome ante una taberna china entré a comer y beber, aun cuando no llevaba un chelín en el bolsillo.
—¡Oh! —interrumpió el rajá—. ¿Un compatriota mío sin un chelín? ¿De dónde venía usted y qué motivos le trajeron hasta aquí? Conozco a todos los blancos que habitan en mi Estado, pero a usted no le he visto nunca.
—Es la vez primera que pongo los pies en Sarawak —dijo Yáñez.
—¿Y de dónde viene?
—De Liverpool.
—Pero ¿en qué barco?
—En mi yate, Alteza.
—¡Ah! ¿Posee usted un yate? ¿Quién es usted?
—Lord Giles Welker de Glosebum —dijo Yáñez sin vacilar.
El rajá le tendió la mano, y el portugués se apresuró a estrechársela afectuosamente.
—Celebro infinito recibir en mi Estado a un lord de la nobleza de Escocia —replicó el rajá.
—Gracias, Alteza —dijo Yáñez, inclinándose.
—¿Dónde ha dejado usted el yate?
—En la desembocadura del Palo.
—¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—Recorriendo cerca de doscientas leguas por tierra, a través de bosques y de pantanos, alimentándome de frutas y de serpientes como un verdadero salvaje.
El rajá le miró sorprendido.
—¿Ha perdido usted el juicio? —le preguntó.
—No, Alteza.
—¿Acaso una apuesta?
—Tampoco.
—¿Entonces?…
—Una desgracia.
—¿Naufragó el yate?
—No, fue echado a pique a cañonazos, después que me robaron todo lo que contenía.
—Pero ¿por quién?
—Por los piratas, Alteza.
El rajá levantóse de un salto.
—¿Los piratas? —exclamó—. ¿No han sido exterminados aún?
—Parece que no, Alteza.
—¿Ha visto usted al jefe de los piratas?
—Sí —dijo Yáñez.
—¿Cómo es?
—Un hombre arrogante con cabellos negrísimos, ojos inteligentes y bronceado cutis.
—¡Es él! —exclamó el rajá, con emoción.
—¿Quién?
—El Tigre de Malasia.
—¿El Tigre de Malasia? Ya he oído otra vez este nombre —replicó Yáñez.
—Es un hombre muy poderoso, milord, un hombre que posee el valor del león y la ferocidad del chacal y que guía una banda de piratas que a nadie teme. Este hombre echó, hace tres días, el ancla en la desembocadura de mi río.
—¡Qué audacia! —interrumpió el portugués, conteniendo difícilmente un estremecimiento—. ¿Y Vuestra Alteza lo atacó?
—Sí, lo ataqué y lo derroté. Pero la victoria me costó cara, pues al verse sitiado, tras una lucha obstinadísima en la que murieron setenta soldados míos, prendió fuego al pañol de la pólvora y voló su buque, a la vez que uno de los nuestros.
—¿De modo que murió?
—Lo dudo, milord. He hecho buscar su cadáver, pero no ha sido posible encontrarlo. Sospecho que está refugiado en los bosques con gran parte de compañeros.
—¿Se propondrá asaltar la ciudad?
—Es hombre capaz de Intentar el golpe, pero no me sorprenderá. He dispuesto que tropas dayakas que me son adictas, y algunos indios de mi guardia, vayan a visitar la selva.
—Vuestra Alteza hace bien.
—Lo mismo creo, milord —dijo el rajá, riendo—. Pero, continúe usted su relato. ¿Cómo le atacó el Tigre de Malasia?
—Dos días antes dejé Varauni, poniendo la proa hacia el cabo Sirik. Antes de volver a Batavia y luego a la India, tenía intención de visitar las principales ciudades de Borneo.
—¿Hacía usted el viaje de recreo?
—Sí, Alteza. Llevaba en el mar once meses.
—Prosiga, milord.
—Al oscurecer del tercer día, el yate anclaba junto a la desembocadura del río Palo. Hice que me condujeran a tierra y me interné en la selva, con la esperanza de matar un tigre o una docena de tucanes. Ya llevaba dos horas de camino, cuando oí un cañonazo, después otro, en seguida un tercero, y al fin un estrépito continuo.
»Asustado, volví corriendo hacia la costa. Era demasiado tarde. Los piratas habían abordado mi yate, después de asesinar o hacer prisioneros a los tripulantes, y estaban saqueándolo.
»Permanecí oculto, hasta que mi barco se fue a pique y los piratas se alejaron; luego, me precipité hacia la playa. No vi más que cadáveres, que la resaca estrellaba contra los escollos, maderos flotantes y la extremidad del palo mayor, que sobresalía medio pie del agua.
»Toda la noche la pasé dando vueltas y vueltas junto a la desembocadura del río, llamando inútilmente a mis pobres marineros. Cuando amaneció me puse en marcha, siguiendo la costa, atravesando selvas, pantanos y ríos, y alimentándome con frutas y con los pájaros que me proporcionaba mi carabina.
»En Sendang vendí mi arma y mi reloj, la única riqueza que poseía, y descansé cuarenta y ocho horas. Compré vestidos nuevos a un colono holandés, un par de pistolas y un kriss, volví a ponerme en camino y llegué aquí, hambriento, cansado y, por añadidura, sin un chelín.
—¿Y ahora qué piensa usted hacer?
—En Madras tengo un hermano y en Escocia posesiones y castillos. Escribiré pidiendo algunos miles de libras esterlinas y en el primer barco que toque aquí saldré para Inglaterra.
—Lord Welker —dijo el rajá—, pongo mi casa y mi bolsillo a su disposición, y haré cuanto esté en mi mano para evitar que se aburra durante el tiempo que permanezca en mi Estado.
Un relámpago de alegría brilló en la cara de Yáñez.
—Alteza… —balbució, fingiendo turbación.
—Lo que hago por usted, milord, lo haría por cualquier compatriota mío.
—¿Cómo podré demostrar mi agradecimiento?
—Si algún día voy a Escocia, ya me pagará usted.
—Mis castillos estarán siempre abiertos a Vuestra Alteza y a sus amigos…
—Gracias, milord —interrumpió el rajá, riendo.
Tocó una campanilla. Se presentó un indio.
—Este señor es amigo mío —dijo el rajá, señalando al portugués—. Pongo a su disposición mi casa, mi fortuna, mis caballos y mis armas.
—Está bien, señor —respondió el indio.
—¿Dónde quiere usted ir ahora, milord? —preguntó el príncipe.
—Pasearé un rato por la ciudad y, si Vuestra Alteza me lo permite, daré una vuelta por los bosques. Soy muy aficionado a la caza.
—¿Quiere usted comer conmigo?
—Haré lo posible por llegar a tiempo, Alteza.
—Pandif, acompáñalo a su habitación.
Alargó la mano a Yáñez, que se la estrechó vigorosamente, diciéndole:
—Gracias por todo cuanto en obsequio mío hace Vuestra Alteza.
—Hasta la vista, milord.
El portugués salió del gabinete, precedido por el indio, y entró en el cuarto que le estaba destinado.
—Puedes retirarte —dijo al criado—. Si necesito tus servicios ya te llamaré.
Cuando se quedó solo, Yáñez recorrió la estancia con una mirada.
Era una pieza amplia, alambrada por dos ventanas que se abrían frente a la colina, tapizada con bellísima tunghoa y amueblada con lujo. Había en ella un buen lecho, un velador, varias sillas de ligerísimo bambú, vasos chinos, una magnífica lámpara dorada, procedente, sin duda, de Europa, y armas indias y malayas.
—Muy bien —murmuró el portugués, frotándose las manos—. Mi amigo Brooke me trata como si fuera un verdadero lord. Ya verás, querido, quién es lord Welker. ¡Pero prudencia, Yáñez, prudencia! Tienes que habértelas con un zorro viejo…
En aquel instante un agudo silbido resonó en la parte exterior. El portugués se estremeció.
—¡Kammamuri! —dijo—. ¡Qué imprudencia!