XI. Una noche en la cárcel

Aquel grito dado por chinos en un barrio chino, tenía que producir el mismo efecto que produce el sonido de un gong en las calles de Cantón o de Pekín.

Antes de cinco minutos, doscientos hijos del Celeste Imperio, armados de bambúes, de cuchillos, de piedras y de sombrillas, hallábanse reunidos ante la puerta de la taberna, lanzando penetrantes chillidos.

—¡Muera el ladrón! —gritaban los unos, esgrimiendo bastones y sombrillas.

—¡Acabemos con el blanco! —gritaban los otros, mostrando los cuchillos.

—¡Arrojadlo al río!

—¡Descuartizad a ese sinvergüenza!

—¡Cogedlo! ¡Matadlo! ¡Ahogadlo! ¡Quemadlo!

Los parroquianos, asustados de aquella algazara y temiendo que los apedreasen, abandonaron apresuradamente la tienda. Sólo quedó el portugués, que reía hasta reventar, como si asistiese a una divertidísima farsa.

—¡Bravo!, ¡magnífico! —gritaba, aunque amartillando al mismo tiempo las pistolas y sacando el kriss del cinto.

Un chino que armaba más ruido que todos sus compañeros, le tiró una piedra, pero el proyectil fue a dar en un gran frasco de ginebra, cuyo licor se esparció por el suelo.

—¡Eh, granuja! —exclamó el portugués—. Que perjudicas al tabernero.

Recogió la piedra y se la tiró al agresor, rompiéndole un diente.

La algarabía aumentó y otros chinos acudieron, algunos de ellos armados con viejos arcabuces. Tres o cuatro, animados por el tabernero, intentaron penetrar en la tienda, pero al ver las pistolas con que el portugués apuntaba hacia la puerta de fuera, apresuráronse a mostrar la suela de fieltro de sus zapatillas.

—¡Apedreadlo! —dijo una voz.

—¿Y mi taberna? —gimió el dueño del figón.

—¡Apedreadlo, amigos, apedreadlo!…

Una granizada de adoquines entró en la tienda, rompiendo linternas, frascos, botellas, tarros y vasos.

El portugués, al darse cuenta de que el juego comenzaba a ponerse serio, descargó al aire las dos pistolas.

A los disparos contestaron desde la calle siete arcabuzazos, sin más resultado que aumentar la confusión.

De pronto se oyeron varias voces:

—¡Alto!… ¡Alto!…

—¡Los guardias del rajá!

El portugués respiró. Aquel tumulto, aquellos bastones levantados, aquellos cuchillos, aquella granizada de piedras, aquellos mosquetazos y aquel incesante aumento de la turba, empezaban a inquietarle.

—Ahora que no hay peligro alguno, hagamos ruido —se dijo.

Lanzóse hacia una mesa y la volcó, rompiendo todos los frascos, copas y botellas que tenía encima.

—¡Sujetadlo! ¡Sujetadlo! —decía llorando el tabernero—. Ese hombre me lo está rompiendo todo.

—¡Alto! ¡Alto a la guardia! —gritaron algunos.

Abrióse la multitud y en la puerta de la taberna aparecieron dos hombres altos, robustos, con chaqueta y calzones de tela blanca y armados de sables.

—¡Atrás! —gritó el portugués, apuntándoles con una pistola.

—¡Un europeo! —exclamaron los dos guardias, llenos de asombro.

—Decid un inglés —replicó Yáñez.

Los dos guardias envainaron los sables.

—No queremos hacerle ningún daño, señor —dijo uno de ellos—. Estamos al servicio del rajá Brooke, compatriota de usted.

—¿Qué pretendéis?

—Librarle de esta turba.

—¿Y conducirme a la cárcel?

—Eso lo decidirá el rajá.

—¿Me llevaréis a su presencia?

—Claro.

—Si es así, bueno. Del rajá Brooke no tengo nada que temer.

Los guardias colocáronse uno a cada lado y desenvainaron otra vez los sables para proteger al preso contra la furia de los chinos.

—¡Paso! —gritaron.

Los hijos del Celeste Imperio desobedecieron la intimidación. Querían colgar al europeo, ya que los guardias no lo habían hecho.

Sin embargo, los dos policías no se desanimaron. Repartiendo palos y vigorosos puntapiés, lograron abrirse paso y condujeron al prisionero por una estrecha callejuela, jurando matar a cuantos les siguiesen.

La amenaza produjo excelente resultado.

Los chinos, después de lanzar imprecaciones contra los guardias, contra Yáñez y contra el mismo rajá, a quien acusaban de proteger a los ladrones, se dispersaron, dejando solo al tabernero y a sus cuatro pinches.

Sarawak no es una ciudad muy grande, ni tiene muchas calles, así es que los dos guardias, en menos de cinco minutos llegaron al pequeño palacio del rajá, construido de madera, como todas las casas de los blancos.

En la parte más alta ondeaba una bandera, que al portugués le pareció roja, como la inglesa; a la puerta estaba de centinela un indio armado de bayoneta y fusil.

—¿Me llevaréis en seguida a presencia del rajá?

—Es demasiado tarde —respondió uno de los guardias—. El rajá duerme.

—¿Y dónde pasaré la noche?

—Le llevaremos a una habitación.

—¡Con tal que no sea a una cueva…!

—A un compatriota del rajá no podemos encerrarle en una cueva.

En efecto, el portugués, después de subir una escalera, se halló en una estancia de regulares dimensiones, con ventanas defendidas por espesas celosías de hojas de nipa, una hamaca de filamentos de coco, algunos muebles europeos y una lámpara encendida.

—¡Por Júpiter! —exclamó, frotándose las manos alegremente—. Voy a dormir como una marmota.

—¿Desea usted algo? —le preguntó uno de los policías.

—Que me dejéis en paz.

Un guardia salió, pero el otro sentóse junto a la puerta, metiéndose en la boca una nuez de areca envuelta en una hoja de betel.

El portugués frunció el ceño, pero pronto se tranquilizó.

—Aprovecharé la ocasión para hacerle hablar, ignoro muchas cosas que indudablemente este hombre sabe.

Lio un cigarrillo, lo encendió, aspiró algunas bocanadas de humo y se acercó a su carcelero, preguntándole:

—Muchacho, ¿©res Indio?

—Bengalés, señor.

—¿Hace mucho que estás aquí?

—Dos años.

—¿Has oído hablar de un pirata que se llama el Tigre de Malasia?

—Sí…

Yáñez reprimió un gesto de alegría.

—¿Es cierto que el Tigre se encuentra en esta ciudad? —preguntó.

—No lo sé, pero dicen que los piratas han asaltado un barco a veinte o treinta millas de la costa y que luego han desembarcado.

—¿Dónde?

—No sé exactamente el sitio, pero pronto nos enteraremos.

—¿De qué modo?

—El rajá tiene excelentes espías.

—¿Es cierto que hace algunos meses naufragó un buque inglés junto al cabo Tanjung-Datu?

—Sí. Era un buque de guerra procedente de Calcuta.

—¿Quién acudió en su auxilio?

—Nuestro rajá, con su schooner El Realista.

—¿Se salvaron los tripulantes?

—Todos, incluso un indio condenado a deportación perpetua.

—¿Un indio condenado a deportación perpetua? —exclamó Yáñez, fingiendo la mayor sorpresa—. ¿Quién era?

—Ya se lo he dicho, señor; un indio.

—¿Sabes su nombre?

El bengalés meditó algunos instantes.

—Se llamaba Tremal-Naik.

—¿Y qué delito había cometido? —preguntó Yáñez, con ansiedad.

—Me dijeron que había asesinado a muchos ingleses.

—¡Qué infame! ¿Y dónde está ahora?

—Encerrado en el fortín.

—¿En cuál?

—En aquel que se levanta sobre la colina. En Sarawak no hay más que uno.

—¿Tiene guarnición?

—Sí, lo defienden los marineros del buque náufrago.

—¿Son muchos?

—Unos sesenta.

Yáñez hizo un mohín.

—¡Sesenta hombres! —murmuró—. Y, además, dispondrán de cañones…

Encendió un segundo cigarrillo y empezó a pasear por el cuarto. Tras dar algunas vueltas, se tumbó en la hamaca, suplicó al centinela que apagase la luz y cerró los ojos.

Aunque prisionero y con muchas preocupaciones en la cabeza, el portugués se durmió como si se hallase a bordo de la Perla de Labuán o en la cabaña del Tigre de Malasia.

Cuando se despertó, un rayo de sol se filtraba a través de las hojas de nipa que servían de cortina.

Miró hacia la puerta, pero el centinela no estaba ya en su puesto. Al verlo dormido, se había marchado, seguro de que un prisionero de aquella especie no saltaría por las ventanas.

—Perfectamente —se dijo el portugués—. Aprovechemos la ocasión…

Dejó la hamaca, arreglóse un poco el traje, y se acercó a una de las ventanas, respirando a plenos pulmones el aire de la mañana.

Sarawak presentaba un aspecto magnífico, con sus palacetes de madera rodeados de verdura; su caudaloso río surcado por pequeños prahos, esbeltas piraguas y ligeros botecillos; sus extrañas casitas del barrio chino, de arqueado techo, pintadas con colores deslumbrantes; sus cabañas de hojas de nipa, asentadas sobre palos de considerable altura; su arrabal dayako y sus calles y callejuelas llenas de chinos, de indios y de macasareses.

El portugués, recorrió la ciudad con rápida ojeada y fijó la vista en la colina. Como queda dicho, elevábanse en este lugar elegantes palacios de madera habitados por europeos. Más allá levantábase una graciosa capillita, y no muy lejos de ella, un fuerte sólidamente construido y con muchas troneras.

El portugués lo miró con profunda atención.

—Allí está Tremal-Naik —murmuró—. ¿Cómo le libertaremos?…

En aquel momento una voz pronunció estas palabras:

—Señor, el rajá espera.

Volvióse Yáñez y se encontró frente al bengalés.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo—. ¿Cómo está Brooke?

—Espera, señor…

—Iré a darle un apretón de manos.

Salieron del cuarto, subieron otra escalera y entraron en una salita cuyas paredes desaparecían bajo una infinidad de armas de todas formas y tamaños.

—Entre usted en ese gabinete —dijo el bengalés.

Yáñez se estremeció.

«¿Qué le diré? —pensó—. ¡Ánimo, portugués! ¡Tienes que entendértelas con un viejo zorro!…».

Empujó la puerta y, resueltamente entró en el gabinete, en medio del cual, ante una mesa llena de cartas geográficas, se hallaba sentado el rajá de Sarawak.