—¡Hola, buen hombre!
—¡Milord!
—¡Déjate de milores!
—Sir…
—Al infierno los sires.
—Mi amo…
—¡Idiota!
—Monsieur!… ¿Señor?…
—¿Qué clase de comida hay aquí?
—China, señor, china como la tienda.
—¿Y pretendes que coma cosas chinas? ¿Qué animalitos son esos que se mueven?
—Cangrejos borrachos del Sarawak.
—¿Vivos?
—Pescados hace media hora.
—¿Y quieres que me trague los cangrejos vivos?
—Cocina china, señor.
—¿Y este asado?
—Perro joven, señor.
—¿Qué dices?
—Perro joven.
—¡Bergante! ¿Y quieres que coma perro? ¿Y aquello qué es?
—Un gato, señor.
—¡Truenos y centellas! ¿Un gato?
—Bocado de mandarín, señor.
—¿Y ese plato?
—Topos fritos con manteca.
—¡Perro chino! ¿Te has empeñado en que reviente?
—Cocina china, señor.
—Cocina infernal, querrás decir. Cangrejos borrachos, topos fritos, perro asado… Si mi compañero estuviese aquí, se desternillaría de risa. Vaya, no hay que andarse con ascos. Si los chinos comen estas cosas, también puede comerlas un blanco.
Y el hombre que así hablaba acomodóse en la silla de bambú, sacó de la cintura un magnífico kriss con empuñadura de oro, esmaltado con magníficos brillantes, y partió en trozos el perro asado, que despedía un apetitoso perfume.
Entre bocado y bocado, púsose a observar el sitio en que se encontraba.
Era una sala muy baja de techo; en los muros veíanse pintados dragones monstruosos, extrañas flores, lunas sonrientes y animales vomitando fuego. Alrededor había escabeles y esteras donde se tendían chinos de amarillento rostro, y coleta larguísima y lacios bigotes; aquí y allá, sin orden, aparecían mesas de todos tamaños, ocupados por feísimos malayos de aceitunado color y negros dientes y por arrogantes dayakos medio desnudos, armados de pesados parangs, cuchillos que medían medio metro de largo y que probablemente en las grandes selvas del Sur habían cortado buen número de cabezas. Algunos de aquellos hombres masticaban el buyo, compuesto de hojas de betel y de nueces de areca, lanzando sobre el pavimento una saliva ensangrentada; otros bebían grandes vasos de arak o de towak, y otros fumaban pipas cargadas de opio.
—¡Hum! —murmuró nuestro hombre, descuartizando el perro—. ¡Vaya caras feas! No sé cómo ese bribón de James Brooke ampara a estos picaros. Debe de ser un gran zorro y un…
Un agudo silbido, que procedía del exterior le cortó la palabra.
—¡Oh! —exclamó.
Llevóse dos dedos a los labios e imitó el silbido.
—¡Señor! —gritó el tabernero.
—¡Que Confucio te ahorque!
—¿Ha llamado el señor?
—Silencio. Déjame en paz…
Un indio, alto, llevando un kriss suspendido del costado derecho, entró, dirigiendo a todas partes sus negrísimos y grandes ojos. El hombre que estaba royendo una pata de perro, al descubrir al recién llegado levantóse y dijo:
—¡Kammamuri!…
Iba a dejar su sitio, cuando una rápida señal del indio acompañada de una suplicante mirada le detuvo.
—Esto quiere decir que hay peligro —volvió a murmurar.
El indio, después de un segundo de vacilación, sentóse frente a él. El tabernero acudió en seguida.
—Una taza de tuwack.
—¿Y algo de comer?
—Tu coleta —dijo el indio, riendo.
El chino volvió la espalda, haciendo una feísima mueca, y se apresuró a servir una taza y un vaso de tuwack.
—¿Nos espían? —preguntó en voz muy baja el hombre que estaba frente a él, mientras seguía devorando.
El indio hizo una señal afirmativa con la cabeza.
Y luego dijo en voz alta:
—¡Qué apetito, señor!
—Hace veinticuatro horas que no como —contestó nuestro hombre, que, como el lector habrá imaginado, era el bravo Yáñez, el inseparable amigo del Tigre de Malasia.
—¿Viene usted de muy lejos?
—De Europa. ¡Eh, tabernero del diablo!, un poco de tuwack.
—Tome del mío —dijo Kammamuri.
—Acepto, joven. Siéntese a mi lado y pruebe esta porquería.
El maharato no se hizo rogar y colocó su taburete junto al portugués, empezando a comer sin más cumplimientos.
—Podemos hablar —dijo Yáñez al cabo de uno rato—. Nadie sospechará que somos amigos. ¿Os salvasteis todos?
—Todos, señor —respondió Kammamuri—. Antes que amaneciese, una hora después de la marcha de usted, abandonamos los bosques de la ribera y nos refugiamos en un pantano. El rajá envió soldados para explorar la desembocadura del río, pero no logró descubrirnos.
—¿Sabes que escapamos oportunamente?
—Medio minuto más y habríamos volado todos. Por fortuna, la noche era tan oscura, que nuestros enemigos no vieron nada hacia la orilla.
—¿No habrá sufrido nada la prometida de tu amo?
—Nada, señor Yáñez. Auxiliado por Sambigliong, pude llevarla a tierra con toda facilidad.
—¿Dónde está ahora Sandokán?
—A ocho millas de aquí, en una espesa selva.
—¿Da modo que está seguro?
—No lo sé. He visto a la guardia del rajá rondar por los alrededores.
—¡Diablo!
—Y usted, ¿no corre ningún peligro?
—¡Yo! ¿Quién va a ser el loco que irle tome por un pirata? ¡Yo, un europeo!
—Usted, sin embargo, viva prevenido, señor Yáñez. El rajá debe de ser muy astuto.
—Sí, pero nosotros lo somos más que él.
—¿No sabe usted nada de Tremal-Naik?
—Nada, Kammamuri. He preguntado a varias personas, pero sin resultado.
—¡Pobre amo! —murmuró el indio.
—Lo salvaremos, te lo prometo —dijo Yáñez—. Esta misma tarde pondré manos a la obra.
—¿Qué proyecta usted?
—Trataré de acercarme al rajá y me haré amigo suyo.
—¿Cómo?
—Me haré el borracho, fingiré querer acogotar a alguien y lograré que la guardia del rajá me detenga.
—¿Y luego?
—Cuando me hayan arrestado, Inventaré cualquier historia amena y me daré a conocer como un noble lord, como un baronet… Nos reiremos mucho.
—¿Qué debo yo hacer?
—Nada. Irás en busca de Sandokán y le dirás que todo marcha bien. Además, mañana rondarás el palacio del rajá. Tal vez tenga necesidad de ti…
El indio se levantó.
—Un momento —dijo Yáñez, sacando una bolsa bien repleta y alargándosela.
—¿Qué hago con esto? —preguntó el Indio.
—Para ejecutar mi proyecto es preciso que no lleve encima un céntimo. Dame tu kriss, que nada vale, y toma en cambio el mío, que tiene mucho oro y muchos diamantes. ¡Eh, tabernero del demonio, seis botellas de vino de España!
—¿Quiere usted emborracharse? —preguntó el maharato.
—Déjame hacer y ya verás. Adiós, querido…
El indio echó sobre la mesa un chelín y salió, mientras que el portugués descorchaba las botellas.
Bebió dos o tres vasos, y el resto lo ofreció a los malayos que estaban más próximos, a quienes les parecía increíble haber encontrado un europeo tan generoso.
—¡Eh, tabernero! —volvió a gritar el portugués—. Tráeme otra clase de vino y algún plato delicado.
El chino, contentísimo de realizar tan buen negocio y pidiendo cordialmente al buen Budha que le enviase todos los días una docena de aventureros como aquel, sirvió nuevas botellas y un tarrito de delicadísimos nidos de salangana, aliñados con aceite y sal, manjar que sólo los ricos pueden permitirse.
El portugués, aunque había comido por dos, volvió a dar trabajo a sus dientes y a beber y obsequiar con vino a todos los reunidos.
Cuando acabó, el sol se había ocultado y en la taberna encendieron gigantescas linternas de talco, que esparcían sobre los bebedores esa blanquecina luz tan grata a los hijos del Celeste Imperio. Sacó un cigarrillo, examinó sus pistolas y se levantó murmurando:
—Vámonos, querido Yáñez. El tabernero armará un escándalo endiablado, yo gritaré más que él, acudirán los guardias del rajá y me llevarán detenido. A Sandokán seguramente no se le habría ocurrido, un plan mejor…
Arrojó al aire dos o tres bocanadas de humo y se dirigió tranquilamente hacia la puerta. En el momento de salir se sintió sujeto por la chaqueta.
—¡Señor! —dijo una voz.
Yáñez volvióse y se encontró delante del tabernero.
—¿Qué quieres? —preguntó fingiéndose ofendido.
—La cuenta, señor.
—¿Qué cuenta?
—El señor no me ha pagado. Me debe tres libras, siete chelines y cuatro peniques.
—Vete al diablo. No tengo un céntimo.
El chino, de amarillo que era, se tornó color de ceniza.
—Pero el señor me pagará —gritó agarrándose a las ropas del portugués.
—Suéltame, canalla… —rugió Yáñez.
—El señor me debe tres esterlinas, siete chelines y…
—Y cuatro peniques, ya lo sé. Pero no te pagaré, bribón. Déjame en paz.
—El señor es un ladrón. Haré que lo detengan.
—Me gustaría verlo.
—¡Auxilio! ¡Detened al ladrón! —exclamó el chino.
Cuatro pinches se precipitaron en auxilio de su amo, armados de cacerolas, de ollas y de espumaderas. Esto era lo que deseaba el portugués.
Cogió al tabernero por la garganta, lo levantó a pulso y lo lanzó fuera de la puerta para que se rompiera la nariz contra las piedras de la calle. Luego cargó sobre los pinches, repartiendo con asombrosa rapidez tantos puntapiés que en menos tiempo del que se tarda en contarlo, se encontraban, unos sobre otros, junto al amo.
En seguida se oyó un aullido de rabia.
—¡Socorro, compatriotas! —gritó el tabernero.
—¡Al ladrón! ¡Al asesino! ¡Sujetadlo! ¡Matadlo! —vociferaban los pinches.