IX. La batalla

La desembocadura del río ofrecía un magnífico espectáculo. A derecha, a izquierda y sobre las dos márgenes, extendíanse soberbios bosques de «pisang» de gigantescas hojas y dorado fruto, de colosales mangos, de preciosas palmeras de cuyo tronco se extrae una fécula muy nutritiva, de gambires, de beteles y de árboles de alcanfor en cuyas ramas gritaban multitud de monos y enjambres de tucanes de enormes picos.

Por el río iban y venían barcas, botes, prahos, gíongs javaneses con las velas pintadas, juncos chicos recios y pesados y pequeñas naves inglesas y holandesas; unas esperando carga y otras viento propicio que les permitiese salir al mar.

En los arrecifes y en los bancos veíanse a dayakos medio desnudos, ocupados en pescar albatros, gigantescos pájaros de grandes picos que pueden atravesar sin esfuerzo el cráneo de un hombre, y enjambres de rapidísimas aves marinas llamadas «fragatas».

Apenas el Helgoland echó el ancla en buen lugar, precisamente en medio del río, que descendía a la vez que la marea, Sandokán dirigió una mirada a las naves que lo rodeaban.

Sus ojos cayeron en seguida sobre un pequeño schooner[7], provisto de muchos cañones. Al verlo se le escapó una sorda imprecación.

—Yáñez —dijo a su camarada, que estaba junto a él—, fíjate en el nombre de ese barco.

—El Realista está escrito a popa.

—No me equivocaba. El corazón me decía que ese era el mismo barco que sirvió a James Brooke para exterminar a los piratas malayos.

—¡Por Baco! —exclamó el portugués—. Tenemos un vecino terrible.

—Al cual echaría con muchísimo gusto a pique.

—Pero es preciso ser prudente, hermano, si quieres salvar a Tremal-Naik.

—Lo sé.

—Mira, una barca viene ahí. ¿Quién será ese hombre tan feo?…

Sandokán inclinóse sobre la borda. Una barquichuela construida con el tronco de un árbol, tripulada por un hombre de piel amarillenta que por todo traje llevaba un pantaloncillo rojo y que se adornaba con anillos de cobre en los pies y las manos, un gorro de plumas en la cabeza y un gigantesco pico de tucán sobre la frente, se acercaba al buque.

—Es un bazir —dijo Sandokán.

—No sé lo que significa eso.

—Un ministro de Dinata o de Giuwata: las dos divinidades de los dayakos.

—¿Qué vendrá a buscar?

—Querrá obsequiarnos con algún estúpido presagio.

—Pues no nos hacen falta sus presagios.

—Debemos recibirlo, Yáñez. Nos dará informes acerca de James Brooke y de su flota.

El esquife había llegado junto al buque. Sandokán mandó echar la escala y el bazir, con pasmosa agilidad, subió hasta el puente.

—¿A qué vienes? —le preguntó Sandokán, hablándole en lengua dayaka.

—A venderte mis presagios —respondió el bazir, sacudiendo sus numerosos anillos.

—No los quiero. Necesito otra cosa.

—¿Qué?

—Óyeme bien, amigo mío. Deseo saber muchas cosas de ti, y si me contestas tendrás un magnífico kriss y tanto tuwack (líquido embriagador), que no te lo podrás beber en un mes.

Los ojos del dayako brillaron de codicia.

—Habla —exclamó.

—¿De dónde vienes?

—De la ciudad.

—¿Qué hace el rajá Brooke?

—Se fortifica.

—¿Teme alguna sublevación?

—Sí, de los chinos y de los sobrinos de Muda-Hassin, nuestro antiguo sultán.

—¿Has vivido fuera de Sarawak?

—Nunca.

—¿Has visto llevar a Sarawak un prisionero indio?

El bazir reflexionó.

—¿Un hombre noble y fuerte? —preguntó al fin.

—Sí, noble y fuerte —replicó Sandokán.

—Lo vi desembarcar hace algunos meses.

—¿Dónde lo encerraron?

—No lo sé; pero eso podrá decírtelo un pescador que vive allí —replicó el dayako, señalando con el dedo hacia una cabaña de hojas que se levantaba en la orilla izquierda—. Ese hombre acompañó al prisionero.

—¿Cuándo podré ver al pescador?

—Ahora está pescando, pero por la noche volverá a su casa.

—Está bien. ¡Hola, Hirundo! Regala tu kriss a este hombre y ponle en su embarcación un barril de ginebra.

El pirata no se hizo repetir la orden. Mandó que llevasen a la canoa una barrica de aquel licor y entregó su kriss al bazir, que se marchó tan contento como si le hubiesen regalado una provincia entera.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Yáñez, apenas el dayako abandonó el puente.

—Dentro de una hora será de noche y enviaremos a buscar al pescador.

—¿Y luego?

—Cuando sepamos dónde está Tremal-Naik, iremos a buscar a James Brooke.

—¿A James Brooke?

—No iremos ya como piratas, sino como grandes personajes. Tú serás un embajador holandés.

—Corremos mucho peligro, Sandokán. Si Brooke descubre la mentira, nos mandará ahorcar.

—No temas, Yáñez. Aún no han tejido la cuerda que ha de colgar al Tigre de Malasia.

—Capitán —dijo en aquel instante Hirundo, acercándose—. Se aproximan barcos.

El Tigre y Yáñez se volvieron hacia la desembocadura del río y vieron dos bergantines de guerra con bandera inglesa avanzar veloces, tratando de doblar la punta de Momtabar.

—¡Oh! —exclamó Yáñez—. ¡Son barcos de guerra!

—¿Te sorprende? —preguntó el Tigre.

—Un poco, hermano. Aquí, en este río, bajo los ojos de Brooke, no estoy a gusto. Dudo de todos.

—Haces mal en desconfiar, Yáñez. Aquí hay siempre buques ingleses…

Al cabo de media hora, los dos bergantines, entraron en el río, remolcados por seis embarcaciones. Saludaron con dos cañonazos a la bandera del rajá, pasaron a estribor del Helgoland y fueron a echar el ancla el uno a la derecha y el otro a la izquierda de El Realista, a una distancia de veinte metros escasos. Cuando terminó la maniobra, la noche cubría ya bloques, escollos, barcas, juncos, prahos y las aguas del río.

Sandokán eligió este momento para enviar a sus hombres a tierra y buscar al pescador. Botaron una barca. Hirundo y otros piratas se acomodaron en ella y remaron hacia la orilla. Apenas se habían alejado unas cuantas brazas, cuando el portugués corrió al encuentro de Sandokán, descompuesto el rostro y los ojos llenos de espanto.

—¡Hermano! —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó el pirata—. ¿Por qué esa cara de terror?

—Sandokán, se trama algo contra nosotros.

—¡Imposible! —exclamó el Tigre, dirigiendo a su alrededor una amenazadora mirada.

—Sí, Sandokán, preparan un ataque. Mira al mar.

El pirata, inquieto a pesar suyo, volvióse hacia la desembocadura del río. Sus manos oprimieron el kriss y la cimitarra. Un sordo rugido se le escapó de sus temblorosos labios.

A lo lejos, junto a la escollera, descubríase Una masa negra, enorme, amenazadora, tendida de forma que obstruía la salida. No hacían falta grandes esfuerzos para comprender que se trataba de un barco de guerra que presentaba el flanco al Helgoland.

—¡Rayos! —murmuró con reconcentrada rabia—. ¿Será verdad?… Sin embargo, no lo creo.

—¿No ves que nos presenta la boca de sus cañones? —dijo Yáñez.

—Pero ¿quién nos habría delatado?

—Tal vez la cañonera.

—No es posible. La cañonera llevaba rumbo al Norte.

—Pero a las dos de la madrugada los marineros de guardia descubrieron una sombra que cruzaba velozmente hacia Sarawak.

—¿Y supones que…?

—La cañonera nos habrá delatado —siguió Yáñez—. Tal vez habrá recogido a los ingleses de los botes, tal vez al hombre que gritó: «¡Hola, la cañonera!», fuese algún marinero enemigo caído al agua durante el combate…

Sandokán fijó los ojos en El Realista. La nave de James Brooke había anclado en su puesto, pero los dos barcos ingleses se habían acercado tanto al Helgoland, que lo tenían cogido entre dos fuegos.

—¡Ah! —exclamó el terrible pirata—, ¿quieres batalla? ¡Pues te haré ver quién soy al brillo de mis cañones…!

Aún no había terminado cuando un agudísimo grito partió de la orilla izquierda, en la dirección que llevaba Hirundo.

—¡Socorro! ¡Socorro!…

Sandokán, Yáñez y los piratas saltaron como un solo hombre hacia estribor, tratando de ver lo que ocurría en la tenebrosa selva.

—¿Quién gritará? —exclamó un pirata.

—¡Qué Dinata me haga cortar la cabeza si esa voz no es la de Hirundo! —dijo un dayako de atlética estatura.

—¡Eh! ¡Hirundo!… —gritó Yáñez.

Resonaron dos tiros en el bosque y luego se oyó el golpe de cuatro cuerpos que caían en el agua.

Por densa que fuese la oscuridad, los piratas descubrieron a cuatro hombres que nadaban desesperadamente, dirigiéndose hacia el barco.

—¡Es Hirundo! —exclamó un pirata.

—¡Hola! ¡La cosa se pone seria! —añadió otro.

—¿Quién se apuesta algo a que nos dan un disgusto? —preguntó un tercero.

—Silencio, muchachos —interrumpió el Tigre—. Arrojad cabos…

Los cuatro hombres, que nadaban como peces, llegaron en pocos instantes hasta el buque. Agarrarse a los cabos y trepar a la borda fue para ellos cosa de un momento.

—¡Hirundo! —exclamó Sandokán, reconociendo en aquellos cuatro hombres a los piratas enviados poco antes en busca del pescador.

—Capitán —dijo el dayako sacudiéndose el agua—. Estamos sitiados.

—¡Rayos! —rugió el Tigre—. Dime en seguida lo que hayas visto.

—He visto allá abajo, en aquel bosque, a los soldados del rajá, armados de fusiles, ocultos tras los troncos de los árboles y de los matorrales. Parecían aguardar una señal para empezar el fuego.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado?

—Hay más de doscientos hombres. ¿No has oído los dos disparos de fusil que hicieron contra nosotros?

—¿Qué decides, hermano? —preguntó Yáñez.

—La retirada no es posible. Estaremos prevenidos, y al primer cañonazo trabaremos la batalla. ¡A mí, valientes!…

Los piratas, que se mantenían a respetuosa distancia, avanzaron. Sus ojos despedían chispas y sus manos acariciaban la empuñadura de los kriss. Sabían de lo que se trataba y temblaban de impaciencia.

—Tigres de Mompracem —dijo Sandokán—, James Brooke, el exterminador de los piratas malayos, se dispone a atacarnos. Millares de dayakos asesinados por ese hombre claman venganza. ¿Juráis ante mí vengarlos?

—Lo juramos —respondieron a coro los soldados, con terrible entusiasmo.

—Piratas de Mompracem —siguió Sandokán—, somos uno contra cuatro, pero el Tigre de Malasia está con vosotros. Hierro y fuego hasta que se agoten la pólvora y las balas a bordo. Es preciso que esa noche mostremos a esos perros cómo saben combatir los tigres de la selva de Mompracem. ¡A vuestros puestos, muchachos! A mi voz de mando: ¡fuego!

Un sordo rugido respondió a las mágicas palabras del capitán. Los piratas, con Yáñez a la cabeza, se precipitaron a las baterías, enfilando las negras bocas de los cañones hacia las naves enemigas.

Sobre el puente sólo permanecieron dos piratas, de pie junto a la rueda del timón, y Sandokán, que desde el castillo de proa espiaba los movimientos del enemigo.

Los cuatro barcos que se preparaban a hacer trizas al Helgoland con sus cuarenta cañones, parecían dormir profundamente. En los puentes no se oía el más leve rumor, pero veíanse algunas sombras que se agitaban a popa y a proa.

—Se preparan para el ataque —murmuró Sandokán, con los dientes apretados—. Dentro de diez minutos se iluminará esta bahía con el fuego de más de cincuenta cañones.

De pronto sil frente se contrajo.

—¿Y Ada? —murmuró—. ¿Y si una bala la hiriese? ¡Sambigliong!… ¡Sambigliong!…

El dayako que llevaba este nombre acudió en el acto.

—Aquí estoy, capitán —dijo.

—¿Dónde está Kammamuri?

—En el camarote de la Virgen de la Pagoda.

—Vete a buscarlo y amontona en las paredes del camarote todos los barriles y todos los trozos de hierro que encuentres.

—¿Se trata de proteger de las balas aquella estancia?

—Sí, Sambigliong.

—Confía en mí. Los proyectiles no llegarán a aquel lugar.

—Vete, amigo mío.

—Una palabra, capitán. ¿Debo quedarme en el camarote?

—Sí, y te encargarás de salvar a la muchacha si nos vemos obligados a abandonar el buque. Sé que eres el mejor nadador de la Malasia. Date prisa, Sambigliong.

El dayako se precipitó hacia popa. Sandokán continuó mirando al río.

En el buque anclado en la desembocadura apareció de pronto una luz. Casi en el acto, en el puente de El Realista, brilló un relámpago, seguido de una formidable detonación.

El Tigre de Malasia dio un brinco, mientras que el extremo del palo mayor, tronchado por una bala de a ocho, caía con gran estrépito sobre cubierta.

—¡Piratas! —gritó—. ¡Fuego!, ¡fuego!…

—¡Viva el Tigre de Malasia! ¡Viva Mompracem!

Sucedió un silencio breve, amenazador; luego, la pequeña rada inflamóse de un extremo a otro.

De los cuatro barcos enemigos salían balas y llamaradas que rompían las tinieblas y el silencio de la noche; de la selva, nutrido fuego de mosquetería que extendíase con increíble celeridad a derecha y a izquierda.

Empezaba la lucha. Los cinco buques combatían con indescriptible rabia, relampagueando, tronando, vomitando huracanes de hierro que atravesaban el aire con estridentes silbidos. Las tripulaciones, ennegrecidas por la pólvora y ebrias de entusiasmo, cargaban y descargaban las piezas sin cesar, tratando de destruirse mutuamente, animándose con gritos salvajes.

El Helgoland, en medio de la bahía, anclado sólidamente, defendíase.

Tronaba a babor, tronaba a estribor, sin perder un disparo, respondiendo con metralla a la metralla, con bombas a las bombas, derribando mástiles, desmontando cañones, rompiendo baterías, perforando quillas, arrasando la selva que daba albergue a los soldados del rajá.

Parecía un barco de hierro defendido por un ejército de titanes.

Caían sus velas, temblaba su arboladura, saltaban sus botes en pedazos, demolíanse las bordas, agujereábanse sus flancos, morían sus tripulantes, pero ¿qué importaba? Aún había pólvora y balas para todos.

A cada disparo, oíanse en la batería a los piratas gritar:

—¡Viva Mompracem!

El Tigre de Malasia, de pie en medio del puente, contemplaba el horrible espectáculo.

¡Qué impresionante estaba en el barco que temblaba bajo sus plantas, a la claridad de cincuenta cañones! Los cabellos al viento, los labios entreabiertos con terrible sonrisa y la cimitarra en la mano. ¡Qué hermoso aparecía el pirata que contemplaba la escena con satisfacción, en tanto que la muerte silbaba a su alrededor, mientras los mástiles caían delante y detrás de él, cuando la metralla rugía en sus oídos, arrancando las tablas del puente, al mismo tiempo que las bombas estallaban!

Sus enemigos, al verlo en el heroico barco, impasible entre el huracán de hierro, sentíanse asaltados de un loco impulso de gritar:

—¡Viva el Tigre de Malasia! ¡Viva el héroe de la piratería malaya!

El combate que duraba ya media hora, era cada vez más tremendo, cada vez más encarnizado. El Helgoland, acribillado por el incesante fuego de los cincuenta cañones, agujereado por todas partes, hecho trizas por la tempestad de bombas que caían cada vez más espesas, no era más que un esqueleto humeante.

No tenía ni mástiles, ni bandas, ni madero intacto. Era una criba, por cuyos agujeros precipitábase el agua del río. Seguía respondiendo a aquellos cuatro enemigos que habían jurado echarlo a pique, pero pronto no podría ya continuar. Diez piratas yacían sin vida en la batería, dos cañones quedaban inútiles, desmontados por el fuego del adversario, las bombas escaseaban y la popa, llena de agua, hundíase poco a poco. Quince minutos más, tal vez diez, y el heroico Helgoland desaparecería entre las olas.

Yáñez, que disparaba un cañón de grueso calibre, diose cuenta de la gravedad de la situación.

Arriesgándose a recibir una descarga de metralla en la cabeza, lanzóse al puente, donde estaba el Tigre de Malasia.

—¡Hermano! —gritó.

—¡Fuego, Yáñez!… ¡fuego!… —rugió Sandokán—. Van a abordarnos.

—¡No podemos sostenernos! ¡El barco se hunde! ¿Qué hacemos? Los minutos son preciosos.

Un formidable chasquido sofocó su voz. El castillo de proa, hecho trizas por la explosión de una granada, cayó destrozando parte de la cubierta y de la cámara de los marineros. El Tigre de Malasia dejó escapar un aullido de rabia.

—¡Se acabó! ¡A mí, tigres, a mí!…

Dirigióse precipitadamente hacia la batería donde los piratas continuaban bombardeando a los barcos enemigos. Kammamuri le cerró el paso.

—Capitán —dijo—, el agua invade el camarote de la joven.

—¿Dónde está Sambigliong? —preguntó el Tigre.

—En el camarote.

—¿Vive Ada?

—Sí, capitán.

—Llévala al puente, y prepárate a arrojarte al río. ¡Todo el mundo sobre cubierta! ¡El enemigo se dispone al abordaje!

Los piratas dispararon los cañones por última vez y subieron a cubierta, llena de maderos.

Los buques enemigos, remolcados por algunas chalupas, acercábanse para abordar al Helgoland.

—¡Sandokán! —gritó Yáñez, al notar la falta de su compañero—. ¡Sandokán!…

Como respuesta oyó el clamoreo de victoria de los enemigos y una cerrada descarga de los piratas.

—¡Sandokán! ¡Sandokán! —repitió.

El Tigre de Malasia apareció en el puente con la cimitarra en una mano y una antorcha en la otra. Tras él marchaban Sambigliong y Kammamuri, que llevaba en brazos a la Virgen de la Pagoda.

—¡Tigres de Mompracem! —tronó Sandokán—. ¡Fuego!

—¡Viva el capitán! ¡Viva Mompracem! —rugieron los piratas, descargando las carabinas contra los cuatro buques.

El Helgoland vacilaba como un borracho, y se deshacía rápidamente bajo las continuas descargas del enemigo.

Por las brechas de los costados penetraba el agua en enormes cantidades.

De proa, de popa, por las escotillas y por las portas de las baterías, salían columnas de denso humo.

La voz del Tigre de Malasia, vibrante como un clarín, dejóse oír una vez más entre el estampido de los cañones.

—¡Sálvese quién pueda!… ¡Sambigliong, tírate al río con la muchacha!

El dayako y Kammamuri saltaron al agua con la joven que se había desmayado y tras ellos se precipitaron todos los demás, nadando entre las naves enemigas, que rozábanse ya con el destrozado buque en el que, sin embargo, permanecía un hombre. Era el Tigre de Malasia. En la derecha empuñaba aún la cimitarra y en la izquierda la antorcha. Por sus labios vagaba una terrible sonrisa.

—¡Viva Mompracem! —se le oyó todavía gritar.

Un «¡viva!», formidable repercutió en el espacio. Cien hombres lanzáronse con las armas en la mano sobre el puente del Helgoland.

Sandokán no los esperó. Con pasmosa agilidad saltó por encima de la borda, y desapareció entre las aguas.

Casi en el mismo instante, se abrió el barco y una gigantesca llamarada elevóse al cielo, iluminando el río, las naves enemigas, los bosques, los montes, y lanzando a derecha e izquierda millares de incandescentes astillas.

Barcos y hombres desaparecieron entre el humo y las llamas del Helgoland, volado por la explosión de la pólvora.