VIII. La bahía de Sarawak

Al grito de «¡fuego!», el maquinista mandó parar el barco, que sólo avanzó algunos metros más gracias al último movimiento de la hélice.

Indescriptible confusión reinaba en el puente al aparecer los dos piratas. Del castillo de proa, medio desnudos o en camisa, salían los marineros, soñolientos aún, llenos de inmensa angustia, atropellándose, empujándose, cayendo y levantándose.

Los hombres de guardia, no menos aterrados, creyendo que el fuego había tomado ya proporciones alarmantes, afanábanse por recoger los cubos esparcidos en el puente. En cambio, de las escotillas, como marea ascendente, salían furiosos los tigres de Mompracem, con los kriss entre los dientes y empuñando las pistolas, dispuestos a la lucha, órdenes, gritos, maldiciones y preguntas elevábanse de todas partes, dominando las voces de mando de los oficiales de cuarto.

—¿Dónde es el fuego? —interrogaba uno.

—En la batería —contestaba otro.

—¿Qué se quema?

—¡A la santa bárbara! ¡A la santa bárbara!

—¡Formad la cadena!

—¡A las bombas!

—¡Capitán! ¿Dónde está el capitán?

—¡A vuestros puestos! —tronaba el oficial—. ¡Ánimo, muchachos! ¡A las bombas! ¡A vuestros puestos!…

De improviso, una vibrante voz resonó en medio del puente:

—¡A mí! ¡A mí!

El Tigre de Malasia apareció en medio de sus soldados. Con la mano derecha oprimía la cimitarra, que brillaba a la vaga claridad de los fanales de proa.

Retumbó un grito feroz:

—¡Viva el Tigre de Malasia!

Los tripulantes del buque, sorprendidos, asustados al ver a todos aquellos hombres dispuestos a arrojarse sobre ellos, precipitáronse hacia proa y hacia popa.

—¡Traición! ¡Traición! —gritaban desde todas partes.

Los piratas, kriss en mano, se preparaban para derribar aquellas dos murallas humanas. El Tigre de Malasia los detuvo con un silbido.

El capitán apareció en el puente y dirigióse resuelto hacia ellos con el revólver en la mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó con imperioso acento.

Sandokán salió a su encuentro.

—Ya lo ves, capitán —contestó—. Mis hombres atacan a los tuyos.

—¿Quién eres?

—El Tigre de Malasia, capitán.

—¿Cómo?… ¿Otro hombre?… ¿Dónde está el embajador?

—Ahí, empuñando una pistola y dispuesto a disparar sobre ti si no te apresuras a rendirte.

—¡Canalla!

—¡Calma, capitán! No se Insulta impunemente al jefe de los piratas de Mompracem.

El marino retrocedió algunos pasos.

—¡Piratas! —exclamó—. ¿Sois piratas?…

—Y de los más temibles.

—¡Atrás! —rugió, levantando el revólver—, ¡atrás o disparo!

—Capitán —dijo el Tigre, adelantándose—. Somos ochenta, todos armados y decididos a todo, y tú no cuentas más que con cuarenta hombres inermes. No quiero sacrificaros inútilmente; rendíos, pues, y te juro que no te tocaré ni un cabello.

—Pero ¿qué es lo que quieres?

—Tu barco.

—¿Para piratear con él?

—No, para realizar una buena acción; para reparar una injusticia de los hombres.

—¿Y si me negase?

—Lanzaría a mis tigres contra ti…

—¡Lo que pretendes es perderme!

Sandokán se desató un cinturón bien repleto que llevaba bajo la casaca y se lo alargó a su adversario, diciéndole:

—¡Aquí hay un millón en diamantes, toma!

El capitán se quedó aturdido.

—No comprendo… —exclamó—. Dispones de hombres con los cuales podrías hacerte dueño del buque sin grandes sacrificios, y en vez de apoderarte de él me regalas esto. ¿Quién eres?

—Ya te lo he dicho: el Tigre de Malasia —replicó Sandokán—. Ríndete o me veré obligado a azuzar contra ti a mi gente.

—¿Y qué vas a hacer con mis hombres?

—Embarcarán en las lanchas y les dejaré en libertad.

—¿Y adónde iremos?

—La costa de Borneo no está lejos. Date prisa, decide…

El capitán vacilaba. Tal vez temía que los piratas se cebasen en la tripulación.

Yáñez adivinó lo que pasaba por el cerebro de aquel hombre, y, adelantándose, dijo:

—Capitán, eres injusto al dudar de la palabra del Tigre de Malasia, porque jamás faltó a lo prometido.

—Tienes razón —dijo el marino—. ¡Hola, muchachos! Entregad las armas; toda resistencia es inútil…

Los subordinados, que veían el asunto mal parado, arrojaron sobre el puente hachas, cuchillos y espadas.

—¡Bravos muchachos! —exclamó Sandokán.

A una señal botaron al agua cinco chalupas, después de proveerlas bien de víveres.

Los inermes marineros desfilaron por entre los piratas y se acomodaron en las embarcaciones. El capitán se quedó el último, y deteniéndose ante el Tigre de Malasia le dijo:

—No tenemos ni un arma para defendernos, ni una brújula para guiarnos…

Sandokán, desenganchándose de una cadena que le pendía del pecho, una brújula de oro, alargósela al marino, exclamando:

—Para que te sirva de guía…

Quitóse del cinto las dos pistolas y del dedo una magnífica sortija adornada con un diamante del grueso de una avellana, y añadió, entregándole los tres objetos:

—Esas armas para que te defiendas, este anillo como recuerdo y esta bolsa repleta de diamantes en pago del barco.

—Eres un hombre muy extraño —dijo el capitán, admitiendo el obsequio—. ¿Y no piensas que podría descargar estas armas sobre ti?

—No lo harás.

—¿Por qué?

—Porque eres un hombre leal. Ea, vete…

El capitán saludó con la mano y bajó a la embarcación, que en seguida se puso en marcha, escoltada por todas las otras, dirigiéndose hacia el Oeste.

Veinte minutos después, el Helgoland abandonaba aquellos parajes, navegando rápidamente con rumbo a la cercana costa de Sarawak.

—Ahora vamos a ver a Kammamuri y a su ama —dijo Sandokán, después de indicar la ruta—. Supongo que ninguna desgracia le habrá ocurrido a la pobre Ada.

Bajó la escala de popa seguido de Yáñez y llamó a la puerta del camarote del maharato.

—¿Quién es? —preguntó Kammamuri.

—Sandokán.

—¿Hemos vencido?

—Sí.

—¡Viva el Tigre de Malasia! —gritó el bravo indio.

Separó los muebles que había apilado detrás de la puerta y abrió. Yáñez y Sandokán entraron.

El indio empuñaba una cimitarra y su cinturón aparecía lleno de pistolas y de puñales.

Tendida en un diván vieron a la loca, ocupada en arrancar los pétalos de una rosa de China que acababa de coger de un florero.

Al notar la presencia de Sandokán y de Yáñez, púsose en pie de un brinco, mirándolos con ojos que revelaban profundo terror.

—¡Thugs!… ¡thugs!… —exclamó.

—Son amigos nuestros, ama —dijo el maharato.

La joven contempló a Kammamuri breves instantes; luego cayó de nuevo en la poltrona, volviendo a su tarea de deshojar la flor que tenía en la mano.

—¿Le han producido alguna impresión los gritos de los combatientes? —preguntó Sandokán al maharato.

—Sí —contestó este—. Se levantó, gritando: «¡Los thugs!». Pero luego se calmó poco a poco.

—¿Nada más?

—Nada más, capitán.

—Vela por ella, Kammamuri.

—No me separaré de su lado.

Yáñez y Sandokán volvieron a cubierta. En aquel instante, los piratas de guardia descubrieron hacia el Sur un punto rojizo que se movía con rapidez.

Yáñez y Sandokán se lanzaron a proa, mirando atentamente en aquella dirección.

—Debe de ser el fanal de alguna nave —dijo el portugués.

—Seguramente. Y me inquieta bastante —contestó Sandokán.

—¿Por qué, hermano?

—Porque ese barco puede encontrarse con las chalupas.

—¡Rayos y truenos! ¡Eso nos faltaba!…

—No te preocupes, Yáñez. El Helgoland tiene buenos cañones. Pero… la nave es de vapor. ¿No ves la columna rojiza que se eleva al cielo?

—¡Por Júpiter, tienes razón!

—Si fuese…

—¿Quién?

—¡A los cañones, muchachos! ¡A los cañones! —tronó el Tigre de Malasia.

—¿Qué pasa? —preguntó el portugués, sujetándole.

—Es la cañonera, Yáñez.

—¿Qué cañonera?

—La que nos seguía.

—¡Dios mío!

—La echaremos a pique.

—¿Estás loco?

—Pero ¿no la ves tú?

—Sí, la veo, pero si la atacas, en Sarawak nos cañonearán. Si no se tiende a la primera descarga, correrá a delatarnos al maldito Brooke.

—¡Por Alá! —exclamó Sandokán, sorprendido ante el razonamiento.

—Estémonos quietos, hermano —dijo Yáñez.

—¿Y si se encuentra con las chalupas?

—No es fácil, Sandokán. La noche es oscura, las chalupas navegan con rumbo a Occidente, y la cañonera, si no me equivoco, tiene la proa hacia el Norte. Un encuentro no es probable.

—Pero mira a la cañonera…

—Calma; dejémosla que siga hacia el Norte.

La cañonera hallábase en aquel momento muy próxima. A babor y a estribor brillaban los dos fanales verdes y rojos, y en el extremo del trinquete el blanco. A popa se descubría al timonel.

Cruzó muy cerca del Helgoland, describiendo una especie de semicírculo, y desapareció con rumbo al Norte, dejando tras sí una fosforescente estela.

No habían transcurrido diez minutos cuando se oyó a lo lejos una voz que gritaba:

—¡Hola, la cañonera!…

Sandokán y Yáñez, al escuchar aquellas palabras, se dirigieron al alcázar y miraron hacia el Norte.

—¿Será la chalupa? —preguntó Sandokán, inquieto.

—No veo más que a la cañonera —respondió el portugués.

—Sin embargo, esa voz sonó a distancia.

—¿Habremos oído mal?

—Lo dudo.

—¿Qué hacemos?

—Estemos prevenidos.

Sandokán continuó en el puente cerca de una hora, esperando algún otro grito, pero sólo oyó el ruido de las olas que se estrellaban contra los costados del buque y el gemido del viento entre la arboladura.

A medianoche, tranquilo, pero preocupado, descendía al camarote del capitán, donde Yáñez le esperaba tendido en un sofá.

El Helgoland seguía avanzando con rumbo a la bahía de Sarawak. Los marineros de guardia no advirtieron nada extraordinario; solamente a las dos de la madrugada vieron, por la borda de estribor y a cincuenta metros de distancia, cruzar una sombra negra y desaparecer poco después. Todos la tomaron por un praho que navegaba sin fanales.

Al amanecer, el barco hallábase a cuarenta millas de la desembocadura del Sarawak, en cuya orilla, a pocas horas de marcha, se levantaba la ciudad del mismo nombre.

El mar estaba tranquilo y el viento era favorable. Aquí y allá veíanse algunos prahos y algunos giongs con sus grandes velas, y hacia el Oeste distinguíase el monte Malang, pico gigantesco que se eleva a 2790 pies sobre el nivel del mar y cuyas laderas aparecen cubiertas de verdes bosques.

Sandokán, que no podía estar tranquilo en aquel mar surcado por los barcos de James Brooke, el exterminador de los piratas malayos, mandó izar la bandera inglesa en el extremo del palo mayor, cargar los cañones, amontonar bombas en las baterías, abrir la santa bárbara y armar a toda su gente.

A las once de la mañana, a siete millas de distancia, aparecía la costa, muy baja, cubierta de vegetación y defendida por extensos arrecifes. Al mediar el día, el Helgoland doblaba la península que divide a la bahía, y poco después fondeaba en la desembocadura del río, al otro lado de la punta de Montabas.