VII. El Helgoland

En el horizonte había aparecido de pronto un barco de tres palos, que a pesar de la distancia, parecía ser de grandes dimensiones. De la chimenea escapábase un penacho de negro humo que el viento arrastraba muy lejos. Su mole, su estructura, sus mástiles, daban a conocer en seguida que aquella nave era un buque de guerra.

—¿Lo ves, Kammamuri? —preguntó Sandokán, que lo contemplaba atentamente, como si quisiera distinguir el pabellón.

—Sí —contestó el maharato.

—¿Lo conoces?

—Espera un poco.

—¿Es el Helgoland?

—Aguarda… me parece… sí, sí, es el Helgoland.

—¿No te equivocas?

—No, Tigre, no me equivoco. Veo su proa cortada en ángulo recto, sus mástiles de una pieza… Sí, Tigre, sí, es el Helgoland

En los ojos del pirata brilló un siniestro relámpago.

—¡Ya hay trabajo para todos! —dijo.

Agarróse a un obenque y se dejó caer sobre cubierta.

Los piratas, esgrimiendo las armas, le rodearon, interrogándole con la mirada.

—¡Yáñez! —llamó.

—Aquí estoy, hermano —dijo el portugués, que llegaba apresuradamente de popa.

—Elige seis hombres, baja a la bodega y abre una brecha en los costados del praho.

—¿Cómo? ¿Destrozar el praho? ¿Estás loco?

—Tengo un plan. La tripulación del otro barco oirá nuestros gritos, y nos auxiliará como a náufragos. Tú serás un embajador portugués con rumbo a Sarawak, y nosotros tu escolta.

—¿Y qué?

—Una vez a bordo, no será difícil, para hombres como nosotros, apoderarnos del buque. Date prisa; el Helgoland se acerca.

—¡Hermano, eres un gran hombre! —exclamó el portugués.

Ordenó que se armasen seis hombres y bajó a la bodega, atestada de armas, de barriles de pólvora, de balas y de cañones viejos que servían de lastre. Tres hombres se dirigieron a babor y los otros a estribor.

—¡Animo, muchachos! —dijo el portugués—. Dad firme, pero que los agujeros no sean demasiado grandes. Es preciso que el barco se hunda lentamente para que no sirvamos de merienda a los tiburones.

Los seis hombres comenzaron la tarea de horadar los costados del praho, que por lo resistentes parecían de hierro. Diez minutos después, dos enormes chorros de agua se precipitaban ruidosamente en la bodega y corrían hacia popa.

El portugués y los seis piratas subieron apresuradamente a cubierta.

—Nos hundiremos —dijo Yáñez—. Vaya, muchachos, ocultad las pistolas y los kriss. Mañana los necesitaremos.

—Kammamuri —gritó Sandokán—. Lleva al puente a tu ama.

—¿Tendremos que echarnos al agua, capitán? —preguntó el indio.

—No lo creo. Sin embargo, en caso necesario, yo salvaré a la muchacha.

El maharato precipitóse bajo cubierta, cogió entre los robustos brazos a su ama, sin que esta opusiera la más pequeña resistencia y la llevó al puente.

El vapor distaba aún más de una milla, pero avanzaba con velocidad de catorce o quince nudos por hora. Pocos minutos después debía encontrarse en aguas del praho.

El Tigre de Malasia acercóse a un cañón y disparó.

La detonación llegó hasta el buque, que en el acto puso proa en dirección a la nave de los piratas.

—¡Auxilio! ¡A nosotros! —gritó el Tigre.

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Nos hundimos!

—¡A nosotros! ¡A nosotros! —vociferaban los piratas.

El praho, inclinado de estribor, hundíase lentamente, vacilando como un borracho. En la bodega se oía el sordo rumor del agua que se precipitaba por los dos orificios y el chocar de los barriles contra los costados del barco y contra los cañones. El palo mayor, aserrado por la base, vaciló un instante, y luego se cayó al mar, arrastrando velas y obenques.

Para que el vapor apresurase su carrera, en el praho hicieron seis o siete disparos de fusil.

—¡Al agua la artillería! —ordenó Sandokán, al notar que la nave se hundía bajo sus pies.

Al mar cayeron los cañones, y luego los barriles de pólvora, las balas, el lastre de cubierta y los mástiles de recambio.

Seis hombres atados con cuerdas, bajaron a la bodega para detener el ímpetu del agua que entraba con furia, ensanchando más y más los boquetes.

El buque se hallaba a trescientos metros de distancia y se detuvo. Seis botes tripulados por marineros separáronse de sus costados y se dirigieron apresuradamente hacia el praho.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó Yáñez, que permanecía de pie en la banda de estribor, rodeado de todos los piratas.

—¡Ánimo! —dijo una voz desde el bote más próximo.

Las pequeñas embarcaciones avanzaban con furia, hendiendo rumorosamente el agua. Los timoneles, sentados a popa, con la barra en la mano, animaban a los marineros, que bogaban con todas sus fuerzas y con perfecto compás, sin perder un golpe de remo.

El oficial que capitaneaba la minúscula escuadra, un muchachote por cuyas venas corría algo de sangre india, saltó al puente del barco náufrago.

Al ver a la loca, descubrióse cortésmente.

—Daos prisa —dijo—, primero la señora, luego los demás. ¿No hay nada que salvar?

—Nada, comandante —dijo Yáñez—. Todo lo hemos echado al agua.

—¡Embarquemos!…

La muchacha, primero; luego, Yáñez, Sandokán y algunos malayos y dayakos, precipitáronse hacia la embarcación del oficial, mientras los demás se acomodaban lo mejor posible en los otros cinco botes.

La escuadrilla alejóse apresuradamente, dirigiéndose hacia el buque, que avanzaba con lentitud.

El agua llegaba ya hasta el puente del praho, que oscilaba de popa a proa, sacudiendo el maltrecho trinquete. El pobre barco parecía luchar por mantenerse a flote.

De repente, se le vio inclinarse sobre el flanco derecho, volcarse y luego desaparecer bajo las olas, formando un pequeño remolino que atrajo a los botes, haciéndoles retroceder más de veinte metros a pesar de los hercúleos esfuerzos de los marineros.

Una inmensa ola se lo llevó muy lejos, arrastrando algunos restos y estrellándose contra los costados del barco, haciéndole oscilar de babor a estribor.

—¡Pobre Perla! —exclamó Yáñez, sintiendo que el corazón se le oprimía.

—¿De dónde vienen? —preguntó el oficial del Helgoland, que hasta entonces no había hablado.

—De Varauni —contestó Yáñez.

—¿Alguna brecha en el casco?…

—Sí, a consecuencia de un, choque contra la escollera de la isla de Whale.

—¿Quiénes son esos hombres de color que vienen con usted?

Dayakos y malayos. Forman la escolta que me ha dado el sultán de Borneo.

—Entonces, usted es…

—Yáñez Comeray Maranhao, capitán de Su Majestad Católica, el rey de Portugal, embajador en la corte del sultán Varauni…

El oficial se descubrió.

—Soy tres veces feliz por haberle salvado —dijo, inclinándose.

—Y yo se lo agradezco, caballero —replicó Yáñez, inclinándose también—. Sin su ayuda, a esta hora ninguno de nosotros existiría.

Los botes habían llegado junto al buque. Arrojada la escala, el oficial, Yáñez, Ada, Sandokán y los demás subieron a cubierta, donde les esperaban el capitán y los tripulantes.

El oficial hizo la presentación de Yáñez al capitán del barco, un hombre arrogante de unos cuarenta años, con largos bigotes y piel curtida y bronceada por el sol ecuatorial.

—Ha sido una verdadera fortuna llegar tan oportunamente, señor —dijo el lobo de mar, estrechando con fuerza la mano que el portugués le alargaba—. Sumergirse es cosa que produce estremecimientos cuando se piensa que en el fondo hay voracísimos tiburones.

—Sí, mi querido capitán. Mi hermana habría pasado un gran susto.

—¿Es hermana de usted, señor embajador? —preguntó el marino, mirando a la joven, que no había pronunciado aún una palabra.

—Sí, capitán; pero la pobrecilla hace tiempo que ha perdido el juicio.

—¿Qué ha perdido el juicio?

—Sí, señor.

—¡Tan joven y tan bonita! —exclamó el capitán mirando compasivamente a la Virgen de la Pagoda—. Estará cansada.

—Eso creo, capitán.

Sir Strafford, acompañe usted a la señora al mejor camarote de popa.

—Permita usted que su esclavo la siga —dijo Yáñez—. Acompáñala, Kammamuri.

El indio cogió de la mano a la muchacha y echó a andar tras el oficial.

—También usted, señor, sentirá cansancio y hambre —exclamó el capitán, volviéndose hacia Yáñez.

—No digo que no, capitán. Llevo dos noches sin dormir y dos días en que apenas he probado la comida.

—¿A dónde iba usted?

—A Sarawak. Y, a propósito, capitán, permítame que le presente a su Alteza Real Orango Kahaiah, hermano del sultán de Varauni —dijo Yáñez, presentando a Sandokán.

El marino estrechó con efusión la mano del Tigre de Malasia.

—By God! —exclamó—. ¡Un embajador y un príncipe en mi buque! Esto es un acontecimiento. No he de decirles, señores, que mi nave está a su disposición.

—Mil gracias, capitán —dijo el portugués—. ¿Lleva usted rumbo a Sarawak?

—Precisamente, y haremos el viaje juntos.

—¡Qué suerte!

—¿Va usted a visitar al rajá James Brooke?

—Sí, capitán, tenemos que firmar un tratado importantísimo.

—¿Conoce usted al rajá?

—No, capitán.

—Yo se lo presentaré, señor embajador. Tenga la bondad, sir Strafford, de acompañar a estos señores a la cámara de popa y mandar que les sirvan de comer.

—¿Dónde se alejarán nuestros marineros, capitán? —preguntó Yáñez.

—En el entrepuente, si a usted le parece.

—Gracias, señor.

Yáñez y Sandokán siguieron al oficial que los condujo a una espaciosa cámara de popa provista de divanes y amueblada con elegancia.

Las dos portillas, con gruesos vidrios y cortinas de seda, caían sobre la proa de la nave y permitían que entrasen libremente la luz y el aire.

Sir Strafford —dijo Yáñez—, ¿quiénes son nuestros vecinos de aposento?

—El capitán a la derecha y a la izquierda su hermana de usted.

—Perfectamente. Cambiaremos algunas palabras a través de las paredes…

El oficial se retiró después de anunciarles que el steward llegaría muy pronto con la comida.

—Bien, hermano, ¿qué tal marcha el asunto? —preguntó Yáñez cuando se quedaron solos.

—A pedir de boca —respondió Sandokán—; esos pobres infelices nos han tomado de buena fe por dos personajes importantes.

—¿Qué dices del barco?

—Que es de primera y que hará un magnífico papel en Sarawak.

—¿Has contado a los hombres de a bordo?

—Sí, son unos cuarenta.

—¡Oh!, exclamó el portugués, haciendo un gesto.

—¿Tienes miedo de cuarenta hombres?

—No digo que no.

—Nuestra gente no es poca, Yáñez, y toda escogida.

—Pero los ingleses tienen buenos cañones.

—Ya he encargado a Hirundo que venga a informarme de las defensas de que dispone el buque. El muchacho es astuto y nos lo dirá todo.

—¿Cuándo daremos el golpe?

—Esta noche. Mañana, a mediodía, nos encontraremos en la desembocadura del río.

—Calla, aquí está el steward.

El hombre, ayudado por dos mozos, sirvió Una comida excelente. Dos bistecs chorreando sangre, un budín y selectas botellas de vino francés y de ginebra. Sandokán y Yáñez, que tenían apetito, sentáronse a la mesa y devoraron. Cuando atacaban el budín, oyeron en la parte exterior un ligero silbido.

—Entra, Hirundo —dijo Sandokán.

Un muchachote de bronceado rostro, bien plantado y de ojos vivos, entró, cerrando tras sí la puerta.

—Siéntate y habla —exclamó Yáñez—. ¿Dónde están los nuestros?

—En el entrepuente —respondió el joven dayako.

—¿Qué hacen?

—Acariciar las armas.

—¿Cuántos cañones hay en la batería? —preguntó Sandokán.

—Doce, Tigre.

—Estos ingleses están bien armados. James Brooke tendrá que roer un hueso muy duro si le asalta el capricho de abordarnos. Con una sola descarga echamos a pique a su famoso El Realista.

—Lo creo, Tigre.

—Óyeme, Hirundo, y recuerda bien mis palabras.

—Soy todo oídos.

—Que, por ahora, ninguno de nuestros hombres se mueva. Cuando la luna se oculte, arrastrad los cañones lejos de la batería y subid en masa al puente, gritando: ¡fuego, fuego! Los marineros, los oficiales y el capitán aparecerán sobre cubierta y, si no se rinden, caeremos sobre ellos. ¿Me has comprendido?

—Perfectamente, Tigre de Malasia. ¿Tienes que decirme algo más?

—Sí, Hirundo. Cuando te marches de aquí entrarás en el camarote de la Virgen de la Pagoda, que está al lado de este, y dirás a Kammamuri que atranque sólidamente la puerta y que, mientras dure el combate, no salga.

—Comprendo, Tigre de Malasia.

—Puedes irte.

Hirundo, en el acto, entró en el camarote de la Virgen de la Pagoda.

—¿Los mataremos a todos? —preguntó el portugués a Sandokán.

—No, Yáñez, les invitaremos a rendirse. Me desagradaría quitar la vida a estos hombres que nos han acogido tan generosamente.

Los dos piratas acabaron de comer, vaciaron unas cuantas botellas, saborearon el té servido por el steward y se tumbaron cómodamente en los divanes, esperando con gran calma la señal.

A las ocho, el sol desapareció y las tinieblas se extendieron poco a poco por la extensa superficie líquida.

Sandokán miró por la ventana.

A babor, a gran distancia, le pareció ver una masa negruzca que subía hasta las nubes: a popa, también muy lejos, una vela blanca sobre el horizonte.

—Nos hallamos cerca del monte Mantag —murmuró—. Mañana estaremos en Sarawak.

Acercóse a la puerta y prestó atención.

Oyó que dos personas bajaban por la escalera; luego un débil cuchicheo y en seguida abrirse y cerrarse dos puertas: una a la derecha y otra a la izquierda.

—Bueno —murmuró de nuevo—. El capitán y el segundo de a bordo han entrado en sus respectivos camarotes. Todo marcha bien.

Encendió un chibuquí[6a] que tuvo tiempo de salvar del naufragio, lo mismo que las pistolas, la cimitarra y el kriss de inestimable valor, y comenzó a fumar con la mayor tranquilidad.

En el camarote del capitán sonaron las nueve, luego las diez, después las once el pirata estremecióse como si hubiera tocado una pila eléctrica y saltó del diván.

—Yáñez —llamó.

—Hermano —contestó su amigo.

El Tigre de Malasia dio dos pasos hacia la puerta, apoyada la mano derecha en la empuñadura de la cimitarra. Un terrible grito retumbó en las entrañas del barco, perdiéndose en el mar.

—¡Fuego! ¡Fuego!…

—¡Salgamos! —exclamó Sandokán.

Los dos piratas, como tigres, lanzáronse sobre el puente.