La Perla de Labuán era uno de los mayores, mejor armados, más sólidos y hermosos prahos que surcaban los mares de Malasia.
Desplazaba ciento cincuenta o ciento sesenta toneladas, es decir, el triple de los prahos ordinarios. Su quilla era aguda, su forma esbelta, su proa alta y sólida, robustos sus mástiles y enormes sus velas.
Con viento favorable volaba con tanta rapidez como una golondrina de mar y se dejaba muy atrás a los steamers y a los más veloces barcos veleros de Asia y de Australia.
Nada hacía sospechar que se trataba de un corsario. Ni cañones ni tripulación se ofrecían a la vista. Parecía un magnífico praho mercante, con carga preciosa en sus entrañas, en ruta para China o para la India. El más astuto lobo de mar se habría equivocado.
Sin embargo, quien bajase a la bodega vería la clase de las mercancías. No eran tapices, ni oro, ni especias, ni té; eran bombas, fusiles, puñales, sables de abordaje y barriles de pólvora en tal cantidad, que bastaba para hacer que volasen dos grandes fragatas.
Bajo el alcázar habrían podido observarse seis gruesos cañones; en sus cureñas, prontos a vomitar huracanes de metralla y de balas, dos morteros de buen calibre, garfios de abordaje, hachas, hoces y pesados parangs, las armas favoritas de los dayakos de Borneo.
Rodeando los arrecifes madrepóricos, que hacían inaccesible, para los buques de alto bordo, la entrada en la pequeña bahía, la esbelta Perla de Labuán puso la proa hacia la costa de Borneo, y precisamente en dirección al cabo Sirik, que cierra, por la parte occidental, la inmensa ensenada de Sarawak.
El tiempo era espléndido y el mar estaba tranquilo; en el cielo, algunas nubes de color de fuego; en el océano, nada; ni una vela, ni señal de humo que indicase la presencia de vapor. La inmensa extensión de agua, aparecía tranquila, a pesar del fresco y ligero vientecillo que soplaba.
En menos de veinte minutos el barco llegó a la punta extrema de la isla, tras la cual había desaparecido el Young-India, y deslizóse veloz, inclinado coquetonamente a babor, dejando tras la popa una línea perfecta.
Yáñez y Kammamuri, después de acomodar a la Virgen de la Pagoda de Oriente en el mejor camarote de popa, subieron a cubierta, donde Sandokán paseaba, absorto en sus pensamientos.
—¿Qué te parece nuestro barco? —preguntó Yáñez al indio que, apoyado en el coronamiento de popa, contemplaba la abrupta costa de Mompracem, que desaparecía rápidamente.
—No recuerdo haber viajado en embarcación tan rápida como esta, señor Yáñez —respondió el maharato—. Por lo visto, los piratas saben escoger bien sus buques.
—Tienes razón. No hay vapor capaz de hacer frente a la valerosa Perla de Labuán. Si el viento no cambia, en pocos días estaremos en la playa de Sarawak.
—¿Sin luchar?
—No es posible saberlo. En estos mares conocen a la Perla de Labuán y son muchos los barcos que recorren las costas de Borneo. Podría darse el caso que alguno de ellos tuviese el capricho de medirse con el Tigre de Malasia.
—¿Y si eso ocurriese?
—¡Pues aceptaríamos el desafío! ¡El Tigre de Malasia no rehuye los combates!
—No quisiera que nos atacase un barco grande.
—No temas. En la bodega tenemos sables y fusiles bastantes para armar a una ciudad de primer orden, bombas suficientes para hundir una flota y la pólvora necesaria para volar mil casas.
—Pero sólo hay ochenta hombres.
—¿Sabes tú cómo son nuestros hombres?…
—Sé que son animosos, pero…
—Son dayakos, amiguito.
—¿Qué significa eso?
—Que es gente que no teme arrojarse contra una muralla de hierro defendida por cien cañones, cuando sabe que al otro lado hay cabezas que cortar.
—¿Cortar cabezas?
—Sí, muchacho. Los dayakos que viven en las grandes selvas de Borneo se llaman headhunters, o sea cazadores de cabezas.
—Entonces son unos compañeros terribles.
—Formidables.
—Y también peligrosos. ¿Y si alguna noche tuviesen la mala idea de decapitarnos?
—No te asustes, chiquillo. Nos respetan y nos temen más que a su divinidad. Basta una sola mirada del Tigre para amansarlos.
—¿Cuándo llegaremos a Sarawak?
—Dentro de cinco días, si no hay contratiempos.
—¿Una borrasca, acaso?
—¡Bah! —replicó el portugués, encogiéndose de hombros—, la Perla de Labuán, dirigida por un lobo de mar como Sandokán, se ríe de los más formidables ciclones. El peligro está en los buques que a perseguirnos vienen de vez en cuando.
—¿Son muchos?
—Abundan tanto como las plantas venenosas. Portugueses, ingleses, holandeses y españoles nos han jurado guerra a muerte.
—De modo que un buen día desaparecerán los piratas.
—¡Oh, nunca! —exclamó Yáñez, convencido—. La piratería durará mientras quede un solo malayo.
—¿Por qué?
—Porque la raza malaya es refractaria a todo principio de civilización. No conoce más que el robo, el incendio, el saqueo y el asesinato, medios terribles que le suministran comida en abundancia.
»La piratería malaya existe desde hace muchos siglos. Es una herencia sangrienta que se transmite de padres a hijos.
—¿No disminuye la raza? Los continuos combates abrirán grandes brechas en ella.
—¡Poca cosa, Kammamuri, poca cosa! Los malayos son muy fecundos, como los insectos dañinos. Muerto uno, nace otro y el nacido no es menos valiente ni menos sanguinario que su padre.
—Sandokán ¿es malayo?
—No, es de Borneo y desciende de una ilustre familia.
—Dígame, señor Yáñez. ¿Cómo un hombre tan terrible que asalta barcos, que aniquila a tripulaciones enteras, que saquea e incendia ciudades, que extiende el terror por todas partes, se muestra tan generoso y se ofrece salvar a mi amo, a quien ni siquiera ha visto?
—Porque tu amo es el prometido de Ada Corissanth.
—¿La conocía? —preguntó Kammamuri, con sorpresa.
—No.
—Entonces no comprendo…
—Lo comprenderás en seguida, Kammamuri. En mil ochocientos cincuenta y dos, o sea hace cinco años, el Tigre de Malasia había llegado a la cumbre de su poderío. Disponía de muchos súbditos, de numerosos prahos y de multitud de cañones. Con una sola palabra hacía temblar a todos los pueblos de Malasia.
—¿Estaba usted entonces asociado al Tigre?
—Sí, desde muchos años antes. Un día Sandokán supo que en Labuán vivía una joven bellísima, y sintió deseos de verla. Acercóse a Labuán, pero fue descubierto por un buque y cayó herido. Solo, y con grandes fatigas, pudo internarse en el bosque y desde allí llegar a una casa habitada por… ¿no adivinas por quién?
—No, señor.
—Por la muchacha a quien quería ver.
—¡Oh, qué extraña casualidad!
—Hasta entonces el Tigre de Malasia no había amado más que la lucha, los estragos, las tempestades, pero, al ver a la joven, se enamoró con locura.
—¿Quién? ¿El Tigre? ¡Imposible! —exclamó Kammamuri.
—Te digo la verdad —dijo Yáñez—. Amó a la joven, la joven le correspondió y convinieron en huir juntos.
—¿Por qué pensaba en la fuga?
—La joven tenía un tío, capitán de marina, hombre violento y enemigo encarnizado del Tigre de Malasia. No te hablaré del tremendo combate librado entre ingleses y piratas, de las desventuras que afligieron al Tigre, del bombardeo de Mompracem, ni de la fuga. Sólo te diré que Sandokán, al fin, logró casarse con su amada y refugiarse en Batavia. Le seguimos unos treinta hombres.
—¿Y los demás?
—Habían muerto todos.
—¿Y por qué volvió el Tigre a Mompracem?
Yáñez no contestó, y el maharato, sorprendido al no recibir respuesta, levantó la cabeza y le vio enjugarse una lágrima.
—¡Llora usted! —exclamó.
—No es verdad —dijo Yáñez.
—¿Por qué lo niega?
—Tienes razón, Kammamuri. También yo he visto deshacerse en lágrimas al Tigre de Malasia, que no había llorado nunca.
»Cuando pienso en Mariana Guillonk, siento que el corazón se me oprime y que se me hace un nudo en la garganta.
—¡Mariana Guillonk…! —exclamó el maharato—. ¿Quién es?…
—La joven que huyó con el Tigre de Malasia.
—¿Parienta de Ada Corissanth?
—Prima, Kammamuri.
—¡Por eso el Tigre ha prometido salvar a Tremal-Naik y a su futura esposa! Dígame, señor Yáñez, ¿vive aún Mariana Guillonk?
—No, Kammamuri —dijo Yáñez, con tristeza—. Hace dos años que murió.
—¿Y su tío?
—Vive, y sigue persiguiendo a Sandokán. Lord James Guillonk ha jurado ahorcarnos a él y a mí.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sabemos.
—¿Teme usted encontrarse con él?
—Te confesaré que tengo un presentimiento. Pero… yo no creo ya en los presentimientos.
Encendió un cigarrillo y comenzó a pasear por el puente. El indio observó que aquel hombre había dejado de estar alegre.
—Acaso los recuerdos le hayan entristecido —murmuró y bajó al camarote de Ada.
El viento seguía favorable, con tendencia a alimentar su fuerza, acelerando más y más la carrera de la Perla de Labuán, que no tardó en alcanzar siete nudos por hora, velocidad que le permitiría llegar muy pronto al cabo Sirik.
A mediodía distinguiéronse a babor las Romades, grupo de islas situado a cuarenta millas de la costa de Borneo, habitado en su mayor parte por piratas amigos de los de Mompracem. Algunos prahos acercáronse a la Perla de Labuán, augurando buena presa a la tripulación y a su capitán.
Durante el día dejóse ver alguna vela lejana, algún bergantín o algún junco chino, pero el Tigre de Malasia, que temía llegar después que el Helgoland y que no quería exponer a su gente en inútiles luchas, no se preocupó de aquellas embarcaciones.
Al amanecer apareció Whale, isla importante, ceñida de innumerables escollos que la hacían de peligroso acceso. Una cañonera holandesa que recorría la costa en busca, sin duda, de algún buque corsario refugiado allí después de cometer cualquier fechoría, apenas descubrió a la Perla de Labuán, emprendió la marcha a toda máquina. En un instante, el puente cubrióse de marineros armados con carabinas de largo alcance, mientras los artilleros llevaban hacia estribor un cañón de grueso calibre.
—¡Oh! —exclamó Yáñez, acercándose a Sandokán, que contemplaba tranquilamente a la cañonera—. Hermano, esos han olido algo, porque, según parece, se preparan a darnos caza.
—No lo creo —contestó Sandokán—. Se contentarán con seguirnos.
—No me gusta que me vaya pisando los talones una cañonera.
—¿Tienes miedo?
—No, hermano. Pero ¿y si esa cañonera nos siguiese hasta Sarawak?
—¿Por qué había de seguirnos hasta allí? Si llego a sospecharlo le presento batalla y la echo a pique.
—Desconfía, hermano. Me han dicho que James Brooke dispone de una buena flotilla que a menudo cambia de bandera para dar caza a los piratas.
—Conozco las astucias de ese hombre. Sé que en ocasiones, para atraer a los enemigos, desarbola su barco, el Realista, y los ametralla en cuanto se ponen a tiro.
—¿Es cierto que ese diablo de hombre ha exterminado a cuantos piratas recorrían las costas de Sarawak?
—Sí, Yáñez. Con su pequeño buque, El Realista, limpió la mitad de la costa de Borneo, destruyendo todos los prahos, incendiando los poblados y cañoneando las fortalezas. Ese hombre tiene sangre en las venas, pero no piensa en el día en que mis tigres desembarquen en su territorio.
—¿Pretendes luchar con él?
—Sí. El Tigre asestará un golpe terrible, tal vez el golpe de gracia al exterminador de los piratas.
—¡Oh! —exclamó el portugués.
—¿Qué sucede?
—Mira la cañonera, Sandokán. Nos invita a enarbolar nuestra bandera.
—Pues no será la mía la que le enseñemos.
—Entonces, ¿cuál? —preguntó Yáñez.
—¡KaiMalu! Enséñales a esos curiosos una bandera inglesa, holandesa o portuguesa…
Pocos minutos después el pabellón de Portugal ondeaba a popa del praho.
La cañonera, satisfecha, emprendió de nuevo su marcha, no ya con rumbo a la isla de Whale, que se descubría aún en el horizonte, sino hacia el Sur.
El Tigre de Malasia y su compañero, al observar la nueva ruta, fruncieron el entrecejo.
—¡Hum…! Esto quiere decir algo… —murmuró el portugués.
—Lo mismo creo.
—Esa cañonera va a Sarawak; estoy segurísimo. Apenas esté fuera del alcance de nuestra vista, cambiará el rumbo.
—Los hombres que la tripulan son astutos. Han comprendido que somos piratas.
—¿Y qué hacemos?
—Por ahora, nada. Esa cañonera se aleja de nosotros cada vez más.
—¿Irá a esperarnos en Sarawak?
—Es probable. Tal vez allí, con la flota de Brooke, se quede en acecho, a la desembocadura del río.
—Le presentaremos batalla.
—Sólo tenemos ocho cañones, Sandokán.
—Sí; pero el Helgoland tendrá seguramente más que nosotros. Ya verás, portugués, cómo nos divertimos.
Durante dos días, la Perla de Labuán recorrió treinta millas de la costa de Borneo, dominada por la cima del monte Patau, gigantesco cono cubierto de espesísimas selvas y que se eleva mil ochocientos ochenta pies sobre el nivel del mar.
En la mañana del tercer día, dobló el cabo de Sirik, promontorio rocoso coronado por algunas islas e isletas que por la parte meridional cierra la extensa bahía de Sarawak.
Sandokán, temiendo encontrarse de un momento a otro en presencia de la flotilla de James Brooke, ordenó que cargasen dos cañones, que se ocultaran dos terceras partes de los tripulantes y que enarbolasen el pabellón holandés. Después de esto, puso la proa hacia el cabo Tanjung-Datu, que cierra la bahía por la parte occidental, cerca del cual había de pasar el Helgoland, procedente de la India. Al mediodía, con general sorpresa, la Perla de Labuán se encontró con la cañonera que tres días antes había visto en aguas de la isla de Whale. Sandokán, al observarla, dio un violento puñetazo sobre la borda.
—¡Otra vez la cañonera! —exclamó, frunciendo el entrecejo y mostrando los dientes, blancos y agudos como los de un chacal—. Parece empeñada en que haga beber sangre a mis tigres.
—Nos espía, Sandokán —dijo el portugués.
—Pues la hundiré.
—No hagas tal cosa. Un cañonazo podría ser oído por la flota de Brooke.
—Yo me río de la escuadra del rajá.
—Sé prudente, Sandokán.
—Lo seré, puesto que te empeñas, pero ya verás cómo la cañonera se queda en acecho en la desembocadura del Sarawak.
—¿No eres el Tigre de Malasia?
—Sí, pero llevamos a bordo a la Virgen de la Pagoda. Una bala podría matarla.
—Le formaremos un escudo con nuestros pechos.
El barco holandés había llegado a doscientos metros de la Perla de Labuán. En el puente veíase el capitán provisto de un anteojo, y reunidos a proa, más de treinta marineros armados de carabinas. A popa algunos artilleros rodeaban un grueso cañón.
Dio dos vueltas alrededor del praho, describiendo un amplio semicírculo, luego viró de bordo poniendo la proa hacia el Sur, es decir, hacia Sarawak.
Su velocidad era tanta, que antes de tres cuartos de hora no se descubría más que un sutil penacho de humo.
—¡Maldición! —exclamó Sandokán—. Si vuelve a ponerse a tiro, la hundo. El Tigre, aun cuando está de buen humor, no consiente que se le acerquen impunemente tres veces.
—Volveremos a encontrarlos en Sarawak, Sandokán —dijo Yáñez.
—Eso creo, pero…
Un grito que venía de arriba le interrumpió, bruscamente.
—¡Un steamer a la vista! —dijo Sandokán—. ¿De dónde viene?
—Del Norte —contestó el vigía.
—¿Lo ves bien?
—Sólo veo el humo y la punta de los mástiles.
—¡Si fuese el Helgoland! —exclamó Yáñez.
—¡Imposible! Vendría de Occidente, no del Norte.
—Puede haber tocado en Labuán.
—¡Kammamuri! —gritó el Tigre.
El indio, que se había subido al coronamiento de popa, corrió hacia el pirata.
—¿Conoces tú el Helgoland? —le preguntó.
—Sí, señor.
—Pues, sígueme…
Treparon hasta la extremidad del palo mayor y fijaron los ojos en la verdosa superficie del mar.