V. La caza del Helgoland

El pirata de Mompracem repúsose muy pronto de tan extraña y terrible conmoción. Su rostro, aunque alterado aún, recobró aquella expresión que infundía respeto y terror a los más valientes, y por sus labios, algo descoloridos, erraba una sonrisa melancólica.

Gruesas gotas de sudor perlaban su frente, surcada por ligeras arrugas, y siniestras llamaradas brillaban en aquellos ojos que penetraban hasta lo más profundo de los corazones.

—¿Ha pasado la tempestad? —preguntó Yáñez, sentándose a su lado.

—Sí —contestó el Tigre.

—Cada vez que oyes a uno de esos hombres que te recuerdan a la difunta Mariana, te exaltas y te pones enfermo.

—Amé mucho a aquella mujer, Yáñez… Su recuerdo, evocado tan bruscamente, me ha hecho más daño que una bala atravesándome el pecho… ¡Mariana, mi pobre Mariana!…

Un segundo sollozo desgarró el corazón del formidable hombre.

—Ánimo, hermano —dijo Yáñez, muy conmovido—. No olvides que eres el Tigre de Malasia.

—Ciertos recuerdos son tremendos hasta para un tigre.

—¿Quieres que hablemos de Ada Corissanth?

—Hablemos, Yáñez.

—¿Crees todo lo que ha dicho el maharato?

—Sí, Yáñez.

—¿Y qué piensas hacer?

—¿Recuerdas —exclamó Sandokán, con voz triste— lo que una tarde me dijo mi mujer bajo la fresca sombra de un gigantesco banano?

—Sí, lo recuerdo; te dijo: «En la lejana India tengo una prima a quien quiero mucho. Es hija de un hermano de mi madre».

—Sigue, Yáñez.

—Continuaré: «Ha desaparecido y no hay noticias de su paradero. Se dice que la robaron los indios thugs, Sandokán. Mi heroico esposo, sálvala, restitúyela a su pobre padre».

—¡Basta, basta, Yáñez! —interrumpió el pirata con voz entrecortada—. ¡Oh! Estos recuerdos me destrozan. ¡No volver nunca a ver a aquella mujer!… ¡Mariana, mi Mariana!…

El pirata cogió la cabeza entre las manos y roncos sollozos levantaron su atlético pecho.

—Sandokán, sé fuerte —dijo Yáñez.

El pirata levantó la cabeza.

—Soy fuerte —replicó.

—¿Quieres que sigamos hablando?

—Sigamos.

—Pero es necesario que te tranquilices.

—Me tranquilizaré.

—¿Qué harás por Ada Corissanth?

—¿Qué haré? ¿Y me lo preguntas? Correré a salvarla y luego iré a Sarawak para devolver la libertad a su prometido.

—Ada Corissanth está a salvo, Sandokán —dijo Yáñez.

—¿A salvo?… ¿A salvo?… —exclamó el pirata, poniéndose de pie—. ¿Y dónde?

—Aquí.

—¿Aquí?… ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque esa jovencita se parece a tu esposa, aunque no tenga ni los cabellos de oro, ni los ojos azules como el mar. Temía que al verla te impresionases.

—¡Quiero verla, Yáñez, quiero verla!

—En seguida.

Abrió la puerta. Kammamuri, lleno de ansiedad, sentado en el suelo, esperaba a que lo llamasen.

—¡Señor Yáñez! —exclamó, dirigiéndose apresuradamente al encuentro del portugués.

—Calma, Kammamuri.

—¿Salvará usted a mi amo?

—Lo esperamos —contestó Yáñez.

—¡Gracias, señor, gracias!

—Me darás las gracias cuando lo hayamos salvado. Ahora baja a la aldea y trae a la muchacha.

El indio descendió por la escalerilla labrada en la roca, lanzando gritos de alegría.

—¡Buen muchacho! —murmuró el portugués.

Entró de nuevo en la choza y se acercó a Sandokán, que había vuelto a sentarse y que tenía el rostro oculto entre las manos.

—¿En qué piensas? —le preguntó afectuosamente.

—En el pasado, Yáñez —contestó el pirata.

—No pienses más en el pasado, Sandokán. Ya sabes que te hace sufrir. Dime, ¿cuándo partiremos?

—En seguida.

—¿Con rumbo a Sarawak?

—Si.

—Será un hueso duro de roer. El rajá de Sarawak es poderoso y odia a muerte a los piratas.

—Lo sé, pero nuestros hombres se llaman los tigres de Mompracem y yo el Tigre de Malasia.

—¿Iremos directamente a Sarawak, o pasaremos junto a la costa?

—Recorreremos la bahía. Antes de desembarcar, es preciso echar a pique el Helgoland.

—Comprendo tu, idea.

—¿La apruebas?

—Sí, Sandokán, y…

De repente se detuvo. La puerta abrióse de pronto y en el umbral apareció Ada Corissanth, la Virgen de la Pagoda de Oriente.

—¡Mírala, Sandokán! —exclamó el portugués.

El pirata se volvió. Al ver a aquella mujer, dejó escapar un grito y retrocedió, vacilando, hasta la pared.

—¡Qué parecido!… —exclamó—. ¡Qué parecido!…

La loca conservaba una inmovilidad absoluta, pero miraba fijamente al pirata.

De improviso avanzó dos pasos y pronunció una palabra:

—¿thugs?

—No —dijo Kammamuri, que la seguía—. No, señora, no son thugs.

La joven movió la cabeza, acercóse a Sandokán, que estaba como clavado en la pared, y le puso una mano en el pecho.

Parecía buscar algo.

—¿Thugs? —repitió.

—¡No, no! —dijo el maharato.

Ada abrió su amplia túnica de seda blanca, poniendo al descubierto una coraza de oro constelada de gruesos diamantes; en medio veíase, en alto relieve, una serpiente con cabeza de mujer. Miró durante un rato el misterioso símbolo de los estranguladores Indios y luego fijó la vista en el pecho de Sandokán.

—¿Por qué no lleva ese hombre la serpiente? —preguntó con voz algo alterada.

—Porque no es un thug —contestó Kammamuri.

—Kammamuri —exclamó Yáñez, en voz baja—. ¿Por qué no le hablas de su prometido?

—¡No, no! —interrumpió el maharato, con terror—. Sufriría un ataque.

—¿Está siempre tan tranquila como ahora?

—Siempre; pero hay que evitar que oiga el eco de un ramsinga o de un taré y que vea un lazo o una estatua de la diosa Kali.

—¿Por qué?

—Porque entonces huye, y durante varios días delira.

En aquel instante, la loca se volvió, dirigiéndose hacia la puerta. Kammamuri, Yáñez y Sandokán —este último con gran emoción—, la siguieron.

—¿Qué quiere? —preguntó el portugués.

—No lo sé —contestó el maharato.

La loca, una vez en el exterior, se detuvo, mirando con curiosidad, la trinchera y la empalizada que defendían la cabaña; luego se encaminó hacia el borde de la gigantesca roca, fijos los ojos en el mar.

Al cabo de algunos instantes se inclinó, como para oír mejor el ruido de las olas, y estalló en una enorme carcajada, exclamando:

—¡El Mangal!

—¿Qué dice? —preguntaron Sandokán y Yáñez.

—Creo que confunde el océano con el río Mangal, que pasa por la isla de los thugs.

—¡Pobrecllla! —exclamó Sandokán, suspirando.

—¿Lograrán curarla? —preguntó Yáñez.

—Sí, lo espero… —respondió Sandokán.

—¿De qué modo?

—Te lo diré cuando hayamos liberado a Tremal-Naik.

—¿Vendrá Ada con nosotros?

—Sí, Yáñez. Durante nuestro viaje los ingleses podrían caer sobre Mompracem y llevársela.

—¿Cuándo salimos? —preguntó Kammamuri.

—En seguida —replicó Sandokán—. Tenemos que andar mucho y el Helgoland tal vez no se halle muy lejos. Bajaremos a la aldea…

Kammamuri tomó a Ada de la mano y descendió por la escalera, seguido del Tigre de Malasia y de Yáñez.

—¿Qué impresión te causa esta desgraciada? —preguntó el portugués a Sandokán.

—Una impresión dolorosa, Yáñez —contestó el pirata—. ¡Ojalá pudiera hacerla feliz!

—¡Cómo se parece a Mariana!

—Sí —exclamó Sandokán con voz conmovida—. ¡Tiene la misma cara de mi pobre Mariana!… ¡Basta, Yáñez, no hablemos más de ella! ¡Esto me hace sufrir horriblemente!…

Habían llegado a las primeras chozas de la aldea. En aquel preciso momento entraban en la bahía los prahos, cargados con el botín arrancado al Young-India.

Los tripulantes, al descubrir a su jefe, lo saludaron con entusiastas vítores, esgrimiendo frenéticamente las armas.

—¡Viva el invencible Tigre de Malasia! —gritaban.

—¡Viva nuestro valiente capitán! —respondían los piratas de la aldea.

Sandokán, con un solo movimiento de la mano, congregó a su alrededor a todos los piratas, que pasaban de doscientos, la mayor parte dayakos de Borneo y malayos, hombres intrépidos como leones y feroces como tigres, dispuestos a hacerse matar por su jefe, a quien adoraban.

—Escuchadme todos —dijo—. El Tigre de Malasia va a emprender una expedición que tal vez cueste la vida a gran número de nosotros.

¡Tigres de Mompracem! En la costa de Borneo reina un hombre de una raza que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos odia; un inglés, en fin. Este hombre, que es el enemigo más encarnizado de la piratería malaya, tiene en sus manos a un amigo mío, al prometido de esta pobre joven, que es prima de la difunta reina de Mompracem…

Oyóse un inmenso griterío en torno a Sandokán.

—¡Lo salvaremos!… ¡Lo salvaremos!…

—¡Tigres de Mompracem, quiero salvar al prometido de esta infeliz!

—¡Lo salvaremos, Tigre de Malasia, lo salvaremos!… ¿Quién lo tiene prisionero?

—El rajá James Brooke, el exterminador de los piratas…

Esta vez no fue un grito lo que surgió del pecho de los bandidos, sino un rugido estremecedor.

—¡Muera James Brooke!…

—¡Muera el exterminador de piratas!…

—¡A Sarawak!… ¡Todos a Sarawak!

—¡Venganza, Tigre de Malasia!

—¡Silencio! —ordenó el jefe—. ¡Karaolo, ven aquí!

Un hombre gigantesco, de tez amarillenta, con los miembros cargados de anillos de cobre y el pecho adornado con cuentas de vidrio, dientes de tigre, conchas y trenzas de cabellos, acercóse empuñando un pesado sable.

—¿Cuántos hombres componen tu banda?

—Ochenta —respondió el pirata.

—¿Temes a James Brooke?

—Yo no temo a nadie. Cuando el Tigre de Malasia me ordene caer sobre Sarawak, emprenderé el ataque y todos mis soldados me seguirán.

—Embarcarás con tu gente en la Perla de Labuán. El praho debe ir abarrotado de pólvora y de balas.

—Perfectamente, capitán.

—Y yo, ¿qué debo hacer? —preguntó Un viejo malayo, desfigurado por más de veinte cicatrices.

—Tú, malayo, permanecerás en Mompracem con la otra banda; deja que a Sarawak vayan los jóvenes.

—Puesto que lo ordenas, me quedaré aquí y defenderé la isla mientras en las venas conserve una gota de sangre.

Sandokán y Yáñez siguieron hablando un rato con los capitanes de las bandas; luego salieron de la cabaña.

Los preparativos fueron breves. Ocultaron bajo los vestidos bolsas repletas de gruesos diamantes, que unidos representaban un valor de dos millones por lo menos, se armaron de pistolas, carabinas, cimitarras y kriss de punta aguda y envenenada, y se encaminaron a la playa.

La Perla de Labuán, cubierta de velas, balanceábase en la pequeña rada, impaciente por navegar. Sobre el puente veíanse formados a los ochenta dayakos de Karaolo, prontos a maniobrar.

—Tigres —dijo Sandokán, a los piratas agrupados en la playa—, defended mi isla.

—La defenderemos —contestaron a coro, esgrimiendo las armas.

Sandokán, Yáñez, Kammamuri y Ada embarcaron en una lancha y llegaron a la nave, que en seguida levó anclas y se dirigió a alta mar, saludada por los gritos de:

—¡Viva la Perla de Labuán!… ¡Viva el Tigre de Malasia!… ¡Vivan los tigres de Mompracem!…