IV. Un terrible drama

Kammamuri sentóse en un montón de deslucidos terciopelos, llenos de manchas, encendió un cigarrillo microscópico que le alargara el portugués, y después de permanecer algunos momentos en silencio, preguntó:

Tigre de Malasia, ¿has oído hablar del Sunderbund del sagrado Ganges?

—No conozco esa tierra —respondió el pirata—; pero sé que es el delta de un río. ¿O te refieres a los bancos que obstruyen el cauce de la gran corriente?

—Sí, a los grandes e innumerables bancos, cubiertos de cañas gigantescas y poblados de feroces animales que se extienden muchas millas en la desembocadura del Hugly y en la del Ganges. Mi amo nació allí, en una isla que se llama la Selva Negra. Era guapo, era fuerte, era valeroso. Nada le hacía temblar; ni el veneno de la serpiente de coral, ni la fuerza de la pitón, ni las garras del tigre de Bengala, ni el lazo de sus enemigos.

—¿Cómo se llama? —preguntó el pirata—. Quiero conocer ese héroe.

—Se llama Tremal-Naik, el cazador de tigres y de serpientes de la Selva Negra…

El pirata, al oír aquel nombre, se levantó, mirando fijamente al maharato.

—¿Cazador de tigres, has dicho? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué ese apodo?

—Porque cazaba tigres en la selva.

—Un hombre que afronta a los tigres, tiene que ser intrépido. Sin conocerlo, siento ya admiración por ese bravo indio. Sigue, estoy impaciente.

—Una noche, Tremal-Naik volvía de la selva. Era una noche magnífica, verdadera noche de Bengala; el ambiente estaba impregnado de perfumes, y el cielo aparecía débilmente estrellado.

»Había recorrido largo trecho sin encontrar a nadie, cuando se levantó ante él, a menos de veinte pasos, en medio de un matorral, una joven de maravillosa belleza.

—¿Quién era?

—Una criatura de piel sonrosada, cabellos negros y ojos grandes.

»Lo contempló un instante con melancólica sonrisa, luego desapareció.

»Tremal-Naik experimentó tal impresión que se enamoró de la muchacha.

»Pocos días después cometióse un delito en la ribera de una isla que se llama Raymangal. Uno de los nuestros, al ir a cazar tigres, apareció muerto con un lazo al cuello.

—¡Oh…! —exclamó el pirata—. ¿Quién podía haber asesinado a un cazador de tigres?

—Pronto lo sabrás. Tremal-Naik era hombre animoso. Me ordenó que lo acompañase y al mediar la noche desembarcamos en Raymangal, resueltos a vengar a nuestro infortunado compañero.

»Al principio oímos misteriosos rumores subterráneos, luego, del tronco de un gigantesco banano, salieron muchos hombres desnudos, con extraños tatuajes. Aquellos hombres eran los asesinos del pobre cazador de tigres.

»Tremal-Naik no titubeó. Un disparo de carabina bastó para derribar al jefe de aquellos indios; en seguida huimos.

—¡Bravo, Tremal-Naik! —exclamó el Tigre, con entusiasmo—. Sigue. Me divierto más oyendo esta historia que asaltando un barco cargado de metal amarillo.

—Mi amo, para despistar a los enemigos, que se lanzaron en nuestra persecución, separóse de mí y se refugió en una gran pagoda, donde encontró… ¿No adivinas a quién encontró?

—¿A la joven?

—Sí, a la joven prisionera de aquellos hombres.

—Pero ¿quiénes eran?

—Los adoradores de una divinidad feroz que sólo desea víctimas humanas. Se llama Kali.

—¿La terrible diosa de los thugs indios?

—La deidad de los estranguladores.

—¡Esos hombres son más crueles que tigres! ¡Oh!, los conozco —dijo el pirata—. En mi banda he tenido algunos.

—¿Thugs en tu banda? —exclamó el maharato, estremeciéndose—. Estamos perdidos.

—No temas, Kammamuri; en otro tiempo figuraron en mis filas, pero ya no. Continúa.

La joven, que ya amaba a mi amo, enterada de los peligros que le rodeaban, le aconsejó que huyese, pero Tremal-Naik era incapaz de sentir miedo. Quedó esperando a los feroces thugs, resuelto a luchar con ellos y a llevarse a la prisionera.

Pero, confió demasiado en sus propias fuerzas. Poco después, doce hombres provistos de lazos entraban y caían sobre él; a pesar de su resistencia fue atado y luego apuñalado por el jefe de los estranguladores, el feroz Suyodhana…

—¿Murió? —preguntó Sandokán, con visible interés.

—No —continuó Kammamuri; no murió, porque más tarde lo encontré en medio de la selva ensangrentado, con el arma en el pecho, pero todavía vivo.

—¿Y para qué lo dejaron en medio de la selva? —preguntó Yáñez.

—Para que los tigres lo devorasen. Lo llevé a nuestra choza, y allí lo cuidé; pero su corazón estaba herido por los negros ojos de la jovencita, y no tenía cura posible.

»Un día, después de haber evitado varias asechanzas de los thugs, resolvió volver a Raymangal, decidido a ver de nuevo al objeto de su amor. Embarcamos de noche, durante una tempestad, bajamos la corriente del Mangal y atracamos a la isla.

»Nadie vigilaba a la entrada del banano, y penetramos bajo tierra, internándonos en oscurísimos corredores. Sabíamos que los thugs, no logrando arrancar del corazón de la joven de los ojos negros el amor hacia Tremal-Naik, habían resuelto quemarla viva, para calmar la ira de su monstruoso dios, y corrimos a salvarla.

—Pero ¿por qué no podía amar aquella mujer? —preguntó Yáñez.

—Porque guardaba la pagoda consagrada a la diosa Kali y debía mantenerse pura.

—¡Qué canallas!

—Continúo: después de atravesar largos corredores y de dar muerte al centinela, nos encontramos en un inmenso salón sostenido por cien columnas e iluminado por infinidad de lámparas que extendían luz por todas partes.

»Doscientos indios, con lazos en la mano, estaban sentados en corro. En medio, erguíase la estatua de la diosa, teniendo delante el tazón donde nada un pececillo rojo, y que, según afirman, encierra el alma de la deidad; algo más lejos veíase una gran hoguera.

»A medianoche, apareció el jefe, Suyodhana, con sus sacerdotes, que arrastraban a la muchacha, embriagada ya con opio y con misteriosos perfumes. La pobre ya no oponía resistencia.

»Un hombre encendió un hacha y los thugs entonaban la plegaria de difuntos, cuando Tremal-Naik y yo nos lanzamos como leones en medio de la turba.

»Derribar aquella muralla humana, arrebatar a la joven de las manos de los sacerdotes y huir a través de la oscura galería, fue obra de un momento.

»¿Adónde ir? Ninguno de nosotros lo sabía. Sólo tratamos de escapar de los thugs, quienes pasada la primera sorpresa, lanzáronse sobre nuestras huellas.

»Durante una hora larga corrimos, internándonos cada vez más en las entrañas de la tierra, hasta que nos encontramos en una caverna sin salida. Cuando quisimos huir, era demasiado tarde; los thugs nos habían encerrado.

—¡Maldición! —exclamó Sandokán—. ¿Por qué no estaría yo allí con mis tigres? Habría hecho una mermelada con todos aquellos indios sanguinarios. No te interrumpas, maharato; tu historia es interesantísima. Dime, ¿huisteis?

—No.

—Entonces…

—Nos sitiaron. Encendieron alrededor de la caverna inmensas hogueras que nos quemaban vivos, luego lanzaron sobre nosotros un chorro de agua a la cual iba mezclado no sé qué narcótico. En el acto rodamos por el suelo, sin sentido, y caímos sin resistencia en manos de nuestros enemigos.

»Estábamos ya resignados a morir, porque ninguno de nosotros ignoraba que los thugs no conocen la palabra piedad. Pero la muerte era demasiado dulce para aquellos hombres, y Suyodhana, el jefe de los estranguladores, concibió un terrible proyecto encaminado a arrancar del corazón de la muchacha el amor por Tremal-Naik y a desembarazarse de mi amo, que podría ser en lo futuro un temible enemigo.

»En aquel tiempo un hombre valiente, resuelto, cuya hija había sido raptada por los thugs, hacía a estos una encarnizada guerra. Ese hombre era inglés y se llamaba el capitán Macpherson.

»Cientos y cientos de thugs habían muerto a sus manos, y día y noche perseguía a los demás, poderosamente auxiliado por el Gobierno inglés. Ni los lazos de los estranguladores, ni los puñales de los más fanáticos sectarios, ni las tramas más infernales, valían contra él.

»Suyodhana, que le temía mucho, propuso a Tremal-Naik que le matase, prometiéndole, como recompensa, la mano de la “Virgen de la Pagoda de Oriente”, como llamaban a la joven tan amada de mi jefe. ¡La cabeza del capitán debía ser el regalo de bodas!

—¿Y Tremal-Naik aceptó? —preguntó el Tigre con viva ansiedad.

—Amaba a la «Virgen» y por lo tanto aceptó el horrible pacto. No te diré todo lo que hizo ni los peligros que tuvo que afrontar para acercarse al desgraciado capitán.

»Una casualidad le proporcionó los medios de hacerse pasar por uno de los esclavos del capitán, pero un día fue descubierto y se vio en grandes apuros para recobrar la libertad y salvar la vida.

»Sin embargo, no renunció al proyecto del jefe de los thugs, y en cierta ocasión logró embarcar en un buque que, capitaneado por Macpherson, se dirigía hacia Sunderbunds.

»La misma noche, mi amo, seguido de algunos cómplices, entró en el camarote del capitán, resuelto a degollarlo. Su conciencia protestaba contra semejante delito, porque aquel hombre debía ser sagrado para él, pero estaba decidido, toda vez que sólo matando al formidable adversario podría lograr la mano de la joven, o al menos así lo creía, no conociendo todavía la feroz perversidad del fanático Suyodhana.

—¿Y lo mató? —preguntaron Sandokán y Yáñez, inquietos.

—No —contestó Kammamuri—. En el instante supremo, el nombre de su novia escapóse de los labios de mi amo y llegó a oídos del capitán que se despertaba.

»Aquel nombre fue un rayo para ambos. Evitó un asesinato, porque el capitán era el padre de la prometida de mi amo.

—¡Por Júpiter!… —exclamó Yáñez—. ¿Qué historia tan tremenda es esta?

La verdad, señor Yáñez.

—Pero ¿no sabía tu amo el nombre de la joven?

—Sí, pero el padre había tomado otro para que no descubriesen los thugs que luchaba por recobrar a su hija y que temía la matasen…

—Continúa —dijo Sandokán.

—Puedes Imaginarte lo que sucedió. Mi amo comprendió, al fin, la infernal astucia de Suyodhana.

»Ofrecióse a guiar al capitán a la caverna de los sectarios. Desembarcaron en Raymangal; mi amo entró en el templo subterráneo, fingiendo llevar consigo la cabeza del adversario, y cuando volvió a ver a la mujer amada, los ingleses cayeron sobre los thugs.

»Sin embargo, Suyodhana logró escapar con vida del repentino asalto de los enemigos, y mientras mi amo, el capitán, la joven y los soldados abandonaban los subterráneos para volver al buque, le oyeron gritar con voz amenazadora:

»¡En la selva nos veremos de nuevo!…».

«Y aquel hombre cumplió su palabra. En Raymangal se habían reunido unos cuantos centenares de estranguladores, enterados ya de la existencia de la expedición del capitán Macpherson.

»Guiados por Suyodhana, cayeron, en número veinte veces mayor, sobre los ingleses. La tripulación del buque acudió inútilmente en auxilio de su jefe.

»Todos murieron entre las gigantescas hierbas de la selva, arrollados por el número, y el capitán fue uno de los primeros en caer. Hasta el barco fue apresado, incendiado y volado.

»Sólo Tremal-Naik y la muchacha lograron escapar con vida. ¿Sintió remordimiento Suyodhana y no se atrevió a matar a mi amo, o esperaba convertirlo en un thug…? No lo sé.

»Tres días después, mi amo, que había enloquecido a consecuencia de un licor que le hicieron beber, fue arrestado por las autoridades inglesas y encerrado en el fuerte Williams. Había sido denunciado por un thug, y no faltaron testimonios, puesto que hasta en Calcuta, la secta contaba con gran número de prosélitos.

»Libróse de la muerte porque estaba loco, pero fue condenado a deportación perpetua en la isla de Norfolk, tierra que se encuentra al sur de una región que, según me dijeron, se llama Australia.

—¡Qué drama! —exclamó el Tigre, al cabo de algunos instantes de silencio—. ¿Tanto odiaba Suyodhana a Tremal-Naik?

—El jefe de la secta pretendía, haciendo que mi amo degollase al capitán, destruir el amor que la Virgen de la Pagoda sentía por él. Aquel feroz caudillo de los thugs era un monstruo.

—¿Pero tu amo está aún loco? —preguntó Yáñez.

—No, los médicos ingleses lograron curarlo.

—¿Y no se defendió? ¿No dijo la verdad?

—Intentó hacerlo, pero no le creyeron y siguieron tratándolo como a un loco.

—Pero ¿por qué está en Sarawak?…

—Porque el buque que lo llevaba a Norfolk naufragó cerca de aquel lugar. Desgraciadamente, no estará mucho tiempo en las manos del rajá.

—¿Cómo lo sabes?

—Un barco ha zarpado ya de la India, y dentro de seis o siete días llegará a Sarawak. El barco va directamente a Norfolk.

—¿Cómo se llama ese buque?

—El Helgoland.

—¿Lo has visto?

—Antes de zarpar.

—¿Y adónde ibas en el Young-India?

—A Sarawak, a salvar a mi amo —contestó Kammamuri.

—¿Solo?

—Solo.

—Eres muy audaz, maharato —dijo el Tigre de Malasia—. ¿Y qué hizo de la Virgen de la Pagoda de Oriente el terrible Suyodhana?

—La tuvo prisionera en los subterráneos de Raymangal, pero la pobre, después del sangriento asalto de los thugs en la selva, enloqueció.

—¿Cómo escapó de manos de los thugs? —preguntó Yáñez.

—¿Escapó? —dijo Sandokán.

—Sí.

—¿Dónde está ahora?

—Más tarde lo sabrás. Dime, Kammamuri, ¿cómo huyó? —interrogó Yáñez.

—Lo explicaré en dos palabras —dijo el maharato—. Yo me quedé con los thugs, y velé por la Virgen de la Pagoda.

»Al cabo de algún tiempo supe que mi amo iba deportado a la isla de Norfolk y que el barco que lo conducía había naufragado en Sarawak, y medité la fuga.

»Compré un bote, lo oculté en medio del juncal, y una noche, cuando los thugs, completamente borrachos, no podían salir del subterráneo, me dirigí a la sacra pagoda, apuñalé a los indios que la custodiaban, cogí entre mis brazos a la joven y huí.

»Al amanecer me hallaba en Calcuta, y cuatro días más tarde, a bordo del Young India.

—¿Y la Virgen? —preguntó Sandokán.

—En Calcuta —se apresuró a contestar Yáñez.

—¿Es bella?

—Bellísima —dijo Kammamuri—. Tiene los cabellos negros y los ojos brillantes como ascuas.

—¿Y se llama?

—La Virgen de la Pagoda, te he dicho.

—¿No tiene otro nombre?

—Sí.

—¿Cuál?

—Se llama Ada Corissanth.

Al oír este nombre, el Tigre de Malasia dio un salto, al mismo tiempo que lanzaba un grito.

—¡Corissanth!… ¡Corissanth!… ¡El apellido de mi pobre Mariana!… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… —exclamó con desesperación.

Después se derrumbó sobre la alfombra, con el rostro horriblemente descompuesto y las manos crispadas sobre el corazón. Ronco sollozo, semejante a un rugido, desgarró su pecho.

Kammamuri, sorprendido, púsose en pie para correr en auxilio del pirata, pero dos robustas manos le detuvieron.

—Una palabra —le dijo el portugués sujetándole fuertemente por el hombro—. ¿Cómo se llamaba el padre de la joven?

—Harry Corissanth —respondió el maharato.

—¡Cielos!… ¿Y era…?

—Capitán de cipayos.

—¡Sal de aquí en seguida!

Y le empujó bruscamente al otro lado de la puerta, que cerró, dando dos vueltas a la llave.