El hombre que pronunció aquellas palabras tendría, aproximadamente, treinta y dos o treinta y cuatro años.
Era alto, de piel blanca, facciones aristocráticas, ojos azules, dulces, y negro bigote que sombreaba sus sonrientes labios.
Vestía con gran elegancia: chaqueta de terciopelo castaño con botones de oro, sujeta a la cintura por amplia faja de seda azulada, pantalones de brocatel, botas altas de piel color de rosa, con las puntas levantadas, y ancho sombrero de paja de Manila. Llevaba una magnífica carabina india y al costado una cimitarra, con empuñadura de oro, rematada con un diamante tan grueso como una avellana, de un brillo admirable.
Después de ordenar a los piratas que se alejasen, acercóse al indio, que no pensaba en levantarse —tan grande era su sorpresa al verse vivo aún— y le miró durante algunos momentos con atención.
—¿Qué dices? —le preguntó alegremente.
—¿Yo? —preguntó Kammamuri.
—¿Te sorprende tener aún la cabeza sobre los hombros?
—Me sorprende tanto que no sé si es cierto que todavía estoy vivo.
—¡Claro que lo estás!
—¿No me matarán?
—Si no he permitido que lo hicieran antes, no sé por qué he de permitir que lo hagan después.
—¿Y a qué se debe esto? —preguntó, ingenuamente, el indio.
—Ante todo, a que no eres blanco…
Kammamuri hizo un gesto de asombro.
—¡Ah! ¿Odia usted a los blancos? —exclamó.
—Sí.
—Entonces… ¿no es Usted blanco?
—¡Por Baco, soy portugués de pura sangre!
—Entonces no comprendo por qué…
—Alto, Joven. No soy amigo de historias.
—Bueno, ¿y entonces?…
—Eres un héroe y yo aprecio a los héroes.
—Soy maharato —dijo el indio, con orgullo.
—Una raza que lleva un buen nombre. Dime, ¿te gustaría ser de los nuestros?
—¡Yo pirata!
—¡Por qué no! Serías un buen compañero.
—¿Y si me negase?
—No respondería de tu cabeza.
—Si se trata de salvar la piel, me haré pirata. Tal vez irse tenga cuenta.
—Bravo, muchacho. ¡Hola, Kotta! Vamos a buscar una botella de whisky. Los americanos no viajan nunca sin llevar buena provisión…
Un malayo bajó al camarote del pobre Mac-Clintock, y pocos minutos después volvía con un par de vasos y una botella polvorienta, a la cual hizo saltar el cuello.
—Whisky —leyó el membrete—. La verdad es que estos americanos son excelentes personas…
Vació dos veces su vaso y alargó el otro al indio, preguntándole:
—¿Cómo te llamas?
—Kammamuri.
—A tu salud, Kammamuri.
—A la suya, señor…
—Yáñez —dijo el hombre blanco.
Y bebieron al mismo tiempo.
—Ahora, muchacho —exclamó Yáñez, siempre de buen humor—, iremos en busca del capitán Sandokán.
—¿Quién es el señor Sandokán?
—¡Por Baco! El Tigre de Malasia.
—¿Y me llevará usted a ver a ese hombre?
—Claro, y se alegrará muchísimo de recibir a un maharato. Vamos, Kammamuri…
El indio no se movió. Parecía confuso y miraba a los piratas y a la popa del barco.
—¿Qué pasa? —preguntó Yáñez.
—Señor… —contestó el maharato, titubeando.
—Habla.
—¿No la tocará usted?
—¿A quién?
—Conmigo viene una mujer.
—¿Una mujer? ¿Blanca o india?
—Blanca.
—¿Y dónde está?
—La tengo escondida en la bodega.
—Tráela al puente.
—¿No la tocará usted?
—Te doy mi palabra.
—Gracias, señor —dijo el maharato, conmovido.
Corrió hacia popa y desapareció por la escotilla. Pocos momentos después volvía al puente.
—¿Dónde está la mujer? —preguntó Yáñez.
—Ya viene; pero ni una palabra, señor. Está loca.
—¿Loca?… Pero ¿quién es?…
—Aquí está —interrumpió Kammamuri.
El portugués volvióse hacia popa.
Una mujer de maravillosa belleza, envuelta en amplia túnica de seda blanca, salió de la escotilla, deteniéndose junto al palo de mesana.
Tendría quince años. Su talle era elegante, gracioso, flexible; su piel sonrosada e incomparable; los ojos, grandes y negros, revelaban infinita dulzura; la nariz era pequeña y recta, los labios, rojos como el coral, contraíanse en una sonrisa que dejaba ver dos hileras de minúsculos dientes de deslumbrante blancura. La cabellera, espléndida y negrísima, le caía por la espalda y le llegaba hasta la cintura.
La joven contempló a los hombres armados y a los cadáveres que cubrían el puente sin que ni una contracción de espanto o de curiosidad se dibujase en su bello rostro.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó Yáñez, cogiendo una mano a Kammamuri y apretándosela con fuerza.
—Mi ama —contestó el maharato—. La Virgen de la Pagoda de Oriente.
Yáñez se adelantó hacia la loca, que conservaba la inmovilidad de una estatua, y la miró fijamente.
—¡Qué parecido!… —exclamó, palideciendo.
Volvióse rápidamente hacia Kammamuri y cogiéndole de nuevo la mano añadió con alterada voz.
—¿Esta mujer es inglesa?
—Ha nacido en la India, pero es hija de ingleses.
—¿Por qué se ha vuelto loca?
—Es una historia larga de contar.
—La explicarás ante el Tigre de Malasia. Ahora embarcaremos, maharato, y vosotros, cachorrillos, saquead el esqueleto de este barco y luego incendiadlo. El Young-India ha dejado de existir.
Kammamuri acercóse a la loca, la cogió de la mano y la hizo bajar al praho portugués. La joven no opuso resistencia, ni habló.
Yáñez empuñaba la caña del timón.
El mar, poco a poco, se había calmado. Solamente alrededor de los escollos continuaban levantándose grandes oleadas.
El praho, gobernado por aquellos hábiles e intrépidos marinos, pasó por encima del arrecife, saltando y brincando sobre las olas como una pelota de goma, y se alejó con fantástica rapidez, dejando nívea estela, en medio de la cual jugueteaban los tiburones.
Al cabo de diez minutos, llegó a la punta extrema de la isla; allí giró, sin acortar la velocidad, y navegó con rumbo a una amplísima bahía que se abría ante una risueña aldea. Componíase esta de veinte o más chozas muy sólidas y hallábase defendida por una triple línea de trincheras provistas de gruesos cañones y de numerosas espingardas, por altas empalizadas y por profundos fosos erizados de agudas puntas de hierro.
Unos cien malayos medio desnudos, pero armados hasta los dientes, salieron de la trinchera, y dirigiéndose a la playa, dando salvajes gritos y esgrimiendo alegremente los kriss envenenados, las cimitarras, hachas, carabinas y pistolas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kammamuri, con inquietud.
—En nuestra aldea —respondió el portugués.
—¿Aquí vive el Tigre de Malasia?
—Vive donde ondea la bandera roja…
El maharato levantó la cabeza y en lo más alto de una gigantesca roca cortada a pico sobre el mar, descubrió una gran cabaña defendida también por empalizadas; en lo alto flotaba majestuosamente una bandera roja en la que había bordada una cabeza de tigre.
—¿Vamos hacia allí? —preguntó con cierta emoción.
—Sí, amigo —contestó Yáñez.
—¿Cómo me recibirá ese hombre tan terrible?
—Como se debe acoger a un valiente.
—¿Vendrá con nosotros mi ama?
—Ahora no.
—¿Por qué?
—Porque se parece a…
Interrumpióse y los ojos se le humedecieron.
Kammamuri lo notó.
—Está usted emocionado, señor Yáñez —dijo.
—Te equivocas —respondió el portugués, imprimiendo un movimiento al timón para evitar la punta extrema de un arrecife que asomaba en la bahía—. Desembarquemos, Kammamuri.
El praho ancló con la proa hacia la costa.
El portugués, Kammamuri, la loca y los piratas saltaron a tierra.
—Llevad a esta mujer a la mejor habitación de la aldea —exclamó Yáñez, dirigiéndose a los piratas y señalándoles con el dedo a la loca.
—¿Le harán daño? —preguntó Kammamuri.
—Nadie se atreverá a tocarla —respondió Yáñez—. Las mujeres son aquí más respetadas aún que en la India y que en Europa. Ven, maharato…
Dirigiéronse hacia la gigantesca roca y subieron por una escalera muy estrecha, labrada en la piedra y defendida por centinelas armados de carabinas y de cimitarras.
—¿Por qué tantas precauciones? —preguntó Kammamuri.
—Porque el Tigre de Malasia tiene cien mil enemigos.
—¿De modo que el capitán no es amado?
—Nosotros lo idolatramos, pero los demás… Si tú supieses, Kammamuri, cómo lo odian los ingleses… Ya hemos llegado; no temas…
Hallábanse ante la choza, defendida también por trincheras, cestones, fosos, cañones, morteros y espingardas del pasado siglo.
El portugués empujó discretamente una puerta de madera de teca, capaz de resistir a la artillería, e introdujo a Kammamuri en una estancia tapizada de seda granate, adornada con carabinas de Europa, mosquetes indios y persas, bocinas, pistolas, cimitarras, hachas, riquísimas telas, yataganes turcos, puñales, frascos, blondas, porcelanas de la China y del Japón, montones de oro, barras de plata y vasos llenos hasta el borde de perlas y de diamantes.
En medio de la sala, tumbado sobre un tapiz de Persia, hallábase un hombre vestido ostentosamente a la oriental, con traje de seda roja bordado en oro y calzado con altas botas de piel, también roja, con las puntas levantadas.
Aquel individuo no representaba más de treinta y cuatro o treinta y cinco años. Era alto, asombrosamente fuerte, soberbia cabeza cubierta de espeso y ondulado cabello negro.
Tenía ojos centelleantes, labios delgados, contraídos por sonrisa indefinible y magnífica barba que comunicaba a su rostro cierta fiereza que infundía al mismo tiempo respeto y temor.
Se adivinaba que aquel hombre poseía la ferocidad del tigre, la agilidad del cuadrumano y la fuerza de un gigante.
Apenas vio entrar a los dos personajes, incorporóse de un salto y se sentó, fijando en ellos una mirada que penetraba hasta lo más profundo del corazón.
—¿Qué me traes? —preguntó, con voz metálica y vibrante.
—Ante todo la victoria —contestó el portugués—. Además, he hecho un prisionero…
La frente del hombre se oscureció.
—¿Ese indio? —preguntó.
—Sí, Sandokán. ¿Te disgusta?
—Ya sabes que respeto tus caprichos, amigo mío.
—Lo sé, Tigre de Malasia.
—¿Y qué pretendes hacer con ese hombre?
—Convertirlo en un cachorro de tigre. Lo he visto batirse, es un verdadero valiente.
La mirada del jefe relampagueó.
—Acércate —dijo al indio.
Kammamuri, sorprendido al hallarse ante el legendario pirata que durante tantos años había hecho temblar a los pueblos de Malasia, avanzó algunos pasos.
—¿Tu nombre? —preguntó el Tigre.
—Kammamuri.
—¿Eres?…
—Maharato.
—Entonces hijo de héroes.
—Sí, Tigre de Malasia —respondió el hindú con orgullo.
—¿Por qué has dejado tu país?
—Para ir a Sarawak.
—¿Con ese perro de James Brooke? —dijo el Tigre, con odio.
—No sé quién es James Brooke.
—Mejor. ¿Quién hay en Sarawak que te lleve allá?
—Mi amo.
—¿Qué es? ¿Soldado del rajá?
—No, prisionero del rajá.
—¿Prisionero? ¿Por qué?
El indio no contestó.
—Habla —ordenó el pirata—. Quiero saberlo todo.
—¿Tendrás paciencia para escucharme? El relato es largo y terrible.
—Las historias terribles y sanguinarias me gustan mucho; siéntate y empieza…