Para el infortunado barco había llegado la última hora.
Aprisionado entre dos rocas que apenas asomaban sus negras puntas, agujereado por mil partes a causa del movimiento de las aguas, abierto el casco y destrozada la quilla, no era ya más que un montón de tablas imposibles de reparar y que pronto el mar trituraría y dispersaría.
El espectáculo era magnífico y al mismo tiempo espantoso.
Alrededor, el océano revolvíase furioso, estrellándose contra la escollera, arrastrando fragmentos de las bandas, leñas y lanchas del barco que se rompían con mil crujidos.
Sobre la nave, los supervivientes, locos de terror, corrían de proa a popa lanzando gritos, blasfemias, invocaciones. Uno trepaba a las vergas, otro subía hasta la cofa, el de más allá saltaba como si pisase carbones encendidos, llamando a Dios y a la Virgen, este intentaba ponerse un salvavidas, aquel preparaba una balsa para ocuparla tan pronto como el barco se hundiese.
El capitán y el contramaestre, que se habían encontrado en peores trances, eran los únicos que conservaban alguna calma.
En vista de que el barco permanecía inmóvil, bajaron a la bodega. En seguida comprendieron que no quedaba esperanza alguna de ponerlo a flote, pues estaba lleno de agua.
—Bueno —dijo Bill, conmovido—, el pobrecito ha exhalado su último suspiro. No hay astillero capaz de reparar tan espantosas mutilaciones.
—Tienes razón —respondió el capitán, más conmovido aún—. Esta es la tumba del valiente Young-India.
—¿Qué haremos?
—Esperar a que amanezca.
—¿Resistirá a los golpes del mar?
—Creo que sí. Los escollos han entrado en su vientre como el hacha en el tronco de un árbol. Me parece que será imposible moverlo.
—Vamos a dar ánimos a los que están en el puente. Tienen mucho miedo…
Los dos lobos de mar dirigiéronse al lugar indicado. Marineros y pasajeros, con los rostros contraídos por el terror, precipitáronse a su encuentro interrogándoles con ansiedad.
—¿Estamos perdidos?
—¿Nos vamos a pique?
—¿Hay esperanza de salvación?
—¿Dónde estamos?
—Calma, muchachos —dijo el capitán—. Por ahora no corremos peligro.
Kammamuri el indio, que había mostrado tanta prisa por llegar a Sarawak, se acercó al jefe.
—Capitán —exclamó—, ¿iremos a Sarawak?
—Ya ves que no será posible, Kammamuri.
—Sin embargo, yo tengo que ir.
—No sé qué decirte.
—Mi amo me espera allí, capitán.
—Aguardará…
La centelleante mirada del indio se oscureció y su rostro, que revelaba fiereza, se tornó sombrío.
—Kali le proteja —murmuró.
—Aún no se ha perdido todo, Kammamuri —dijo el capitán.
—¿No nos hundiremos, pues?
—He dicho que no. Vaya, calma, muchachos. Mañana sabremos en qué isla o escollera hemos naufragado y veremos lo que puede hacerse; yo garantizo vuestra vida…
Las palabras del capitán tranquilizaron a los marinos, quienes comenzaron a confiar en su salvación. Los que trabajaban en la balsa abandonaron la tarea; los que habían trepado a los mástiles, descendieron. La calma no tardó en volver a reinar sobre el puente del buque.
A todo esto, la borrasca, después de haber alcanzado la máxima intensidad, comenzaba a ceder. Los nubarrones, desgarrados aquí y allá, dejaron entrever de vez en cuando el trémulo fulgor de las estrellas. El viento apaciguábase poco a poco.
Sin embargo, el mar seguía agitado. Olas gigantescas corrían en todas direcciones, embistiendo con furia la escollera y estrellándose contra ella con espantoso estruendo. El barco, sacudido de popa a proa, gemía, dejándose arrebatar trozos de las bandas o fragmentos de la destrozada quilla. En ciertos instantes, además, oscilaba tanto, que parecía próximo a ser arrancado del banco de madrepórico.
No obstante permaneció firme, y los marineros, a pesar del inminente peligro y de las oleadas que barrían la cubierta, pudieron dormir algunas horas.
A las cuatro de la mañana comenzó a clarear. El sol surgía con esa rapidez propia de los países tropicales, anunciado por un magnífico color rosa. El capitán, de pie en la cofa del palo mayor, teniendo a su lado al contramaestre, fijaba los ojos en el Norte, donde se elevaba, a menos de dos millas de distancia, una masa oscura que debía de ser una isla.
—Bueno —preguntó Bill, que masticaba rabiosamente un trozo de tabaco—, ¿conoce usted esa tierra?
—Creo que sí. Es muy de noche todavía, pero los arrecifes que la rodean me hacen sospechar que esa isla es Mompracem.
—By God! —murmuró el americano, haciendo una mueca—. Nos hemos roto las piernas en mal sitio.
—Mucho lo temo, Bill. La isla no goza de buena fama.
—Como que es un nido de piratas. Ha vuelto el Tigre de Malasia, capitán.
—¡Cómo! —exclamó Mac-Clintock, estremeciéndose—. ¿El Tigre de Malasia ha vuelto a Mompracem?
—Sí.
—¡Es imposible, Bill! Hace algunos años que ese hombre feroz desapareció.
—Pues ha vuelto. Hace cuatro meses que asaltó al Arghilah de Calcuta, que pudo huir con mil fatigas. Un marinero que conocía al sanguinario pirata, me dijo que lo había visto en la proa de un praho[4].
—Entonces no hay remedio. No tardará en atacarnos.
—By God! —rugió el contramaestre, quedándose de pronto palidísimo.
—¿Qué sucede?
—¡Mire, capitán! ¡Mire allá…!
—¡Los prahos, los prahos! —gritó una voz desde el puente.
El capitán, no menos pálido que su contramaestre, dirigió la vista hacia la isla y descubrió cuatro embarcaciones que doblaban un cercano cabo.
Eran cuatro grandes prahos malayos, ligerísimos, esbeltos, con amplias velas de forma alargada, sostenidas por mástiles triangulares.
Estos barcos, que navegaban con sorprendente rapidez y que, gracias al contrapeso colocado a sotavento y al sostén que tienen a barlovento, desafían los huracanes más tremendos, son generalmente usados por los piratas malayos, quienes con ellos no temen asaltar a los buques de mayor tonelaje que se aventuren en los mares de Malasia.
El capitán no lo ignoraba, de modo que apenas los descubrió apresuróse a bajar al puente. En pocas palabras informó a la tripulación del peligro que se avecinaba. Sólo una encarnizada resistencia podía salvarlos.
La armería de a bordo no estaba muy bien provista. Los cañones faltaban, los fusiles, casi inservibles, en su mayor parte, eran insuficientes para la marinería. Quedaban sables de abordaje, algunas pistolas y bastantes hachas.
Todos los hombres, armados lo mejor posible, precipitáronse hacia popa, que, por encontrarse sumergida, podía ofrecer fácil escalada. La bandera de los Estados Unidos subió majestuosamente a lo largo del asta y el contramaestre la clavó.
Los cuatro prahos malayos, que eran tan veloces como pájaros, no distaban más que setecientos u ochocientos pasos y preparábanse a asaltar al pobre buque.
El sol, que en aquel momento se elevaba sobre el horizonte, permitió ver con claridad a los que iban en las embarcaciones.
Eran ochenta o noventa hombres, semidesnudos, armados de enormes carabinas incrustadas de madreperlas y láminas de plata; de grandes parangs de finísimo acero, de cimitarras[5], de kriss en forma de espiral con la punta indudablemente envenenada en el jugo del upas y de hierros larguísimos, conocidos con el nombre de campilanes, que manejaban cual si fueran ligerísimos bastoncitos.
Algunos eran malayos de tez aceitunada, membrudos y de feroz aspecto; otros, arrogantes dayakos de elevada estatura, cubiertos brazos y piernas con anillos de cobre.
Veíanse también varios chinos, fáciles de reconocer por sus cráneos, pelados y brillantes como el marfil, y unos cuantos macasareses y javaneses. Todos aquellos hombres tenían los ojos fijos en el barco y agitaban las armas, sin cesar de dar gritos. Parecía como si antes de venir a las manos se propusiesen espantar a los náufragos.
A cuatrocientos pasos de distancia oyóse un cañonazo disparado desde el primer praho. La bala tronchó el bauprés, cuya punta se hundió en el mar.
—¡Ánimo, muchachos! —gritó el capitán—. Esta es la señal de que comienza la danza. ¡Fuego!…
Siguieron a la voz de mando algunos disparos de fusil. Una espantosa gritería estalló a bordo de las prahos, señal infalible de que no todo el plomo se había desperdiciado.
—¡Esto va bien, muchachos! —rugió el contramaestre—. Disparad en mitad del grupo. Esos hocicudos no tendrán valor para llegar hasta nosotros. ¡Fuego!…
Su voz fue apagada por una serie de formidables detonaciones. Partían de los piratas, que empezaban el ataque.
Los cuatro prahos parecían inflamados cráteres vomitando hierro. Disparaban los cañones, disparaban las carabinas, disparaban las espingardas[6], derribando, destruyéndolo todo con una precisión matemática.
Pronto cuatro náufragos quedaron muertos sobre la toldilla. El trinquete, roto por bajo de la cofa, precipitóse sobre el puente, cubriéndolo de velas y de cabos. Al grito de triunfo sucedió otro grito de espanto, y oyéronse gemidos y estertores de agonía.
Era imposible resistir el huracán de hierro que se desencadenó con espantosa rapidez, haciendo saltar mástiles y trozos del casco.
Después de disparar siete u ocho veces los fusiles sin gran resultado, los náufragos, viéndose perdidos a pesar de las voces del capitán y del contramaestre, abandonaron su puesto, huyendo hacia estribor, resguardándose tras los botes. Algunos se desangraban y lanzaban desgarradores gritos.
Al cabo de un cuarto de hora los piratas, protegidos por su artillería, llegaron a la popa del buque e intentaron subir a bordo.
El capitán intentó rechazar el abordaje, pero una descarga de metralla le derribó al mismo tiempo que a tres de sus hombres. En el espacio vibró un terrible grito:
—¡Viva el Tigre de Malasia!
Los piratas, empuñando las cimitarras, las hachas, las masas, los kriss, lanzáronse intrépidamente hacia la borda. Algunos treparon por los mástiles de los prahos, corrieron como monos a lo largo de las vergas y se dejaron caer sobre la cubierta del buque náufrago. En poquísimo tiempo, los escasos defensores, vencidos por el número, rodaron a popa, a proa y por el alcázar.
Únicamente, junto al palo mayor, quedó de pie un hombre, armado de un largo y pesado sable de abordaje.
Este hombre, el último del Young-India, era Kammamuri, que se defendía como un león, rechazando los ataques del enemigo y repartiendo tajos en torno suyo.
Un mazazo le rompió el arma. Dos piratas cayeron sobre él, derribándolo, a pesar de su desesperada resistencia.
—¡Socorro! ¡Socorro!… —gritó el valiente indio.
—¡Alto! —gritó de improviso una voz—. ¡Ese indio es un héroe!