Las horrendas matanzas de Delhi duraron tres días, y arrancaron un grito de indignación, no solamente a las naciones europeas, sino también a la propia Inglaterra.
Como los hindúes sabían la suerte que les esperaba, les disputaban el terreno palmo a palmo, batiéndose de un modo desesperado en las calles, en las casas, en los patios, dentro y fuera de los recintos de las fortificaciones e incluso en las orillas del Giumna.
Todavía estaban en su poder el Palacio Real, el fuerte Selinghur y varios edificios, y desde ellos opusieron una resistencia digna de pasar a la Historia.
El día 17 por la noche, los ingleses abrieron una brecha en uno de los muros del bien guarnecido patio de los almacenes del Palacio, y de este modo lograron penetrar en él. La residencia imperial estaba defendida por ciento veinte cañones. Allí cayeron, bajo la espada de los asaltantes, todos los defensores del Palacio, incluso los hijos del emperador, que murieron con las armas en la mano.
Días después, la batería de Kiscengange, que constaba de setenta y cinco cañones, y que era la última defensa de los insurrectos, quedó destruida bajo el formidable fuego de las grandes piezas de artillería inglesa, y los que allí luchaban, sufrieron la misma suerte que los del Palacio Imperial.
Aquel mismo día cayó el Municipio, y ciento cincuenta hindúes, entre los cuales había varios miembros de la familia imperial, que se habían rendido bajo palabra de que se les perdonaría la vida, morían fusilados y ahorcados ante el edificio.
El día 20, ya Delhi estaba por completo en manos de los ingleses. Las horrorosas y sangrientas escenas que se sucedieron fueron dignas de los salvajes de la Polinesia, pero no de gente civilizada, y mucho menos de europeos.
Las tropas, ebrias de sangre, mataron a miles y miles de hindúes, sin respetar el sexo ni la edad. Además, para colmo, la ciudad sufrió un espantoso saqueo.
Todos los valientes defensores de la independencia de la India cayeron, después de haber dado muerte con sus propias manos, y para que no cayeran en las de los vencedores, a sus mujeres e hijos.
El día 24, Sandokán y sus compañeros, con el permiso que les otorgó el general Wilsson, salieron de la desgraciada ciudad, en la cual comenzaban ya a pudrirse los miles de cadáveres que llenaban las calles, plazas y viviendas. Los ingleses quedaban todavía en ella ahorcando y fusilando.
De Lussac, asqueado por tanta barbarie, pidió y obtuvo licencia para acompañar a Calcuta a sus amigos.
La insurrección estaba vencida. Tan sólo el heroico Tantia-Topi, con la bellísima y fiera rhani de Yanshie y un puñado de valientes, sostenía aún la bandera de la libertad en los espesos junglares y los inmensos bosques de Bundelkund.
Quince días después, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Damna, después de haber recompensado con largueza a Sirdar, y de haber abrazado con emoción al valiente francés, que de modo tan valioso los ayudara en la terrible empresa, se embarcaron en el Mariana y zarparon para la lejana isla de Mompracem.
Surama, que conquistó por completo el corazón del flemático Yáñez, el tigre y «Punty» formaban también parte del pasaje.
FIN