33. Las matanzas de Delhi

Al reconocer en aquel hombre al tan esperado bramin, a quien creían no volver a ver nunca más, todos lanzaron un grito de júbilo.

—¿Y Suyodhana?

—Está aquí, señores —repuso Sirdar.

—¿Con mi hija? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Sí, con tu hija, sahib!

—¡Pronto; vámonos a casa! —exclamó Sandokán—. Este no es un lugar muy a propósito para hablar.

Atravesaron la explanada casi corriendo, por detrás de las ruinas del bastión, cruzando por entre los muertos y los cañones que casi cubrían el suelo, y poco después se hallaban ya reunidos en la habitación que les señaló el propietario del bungalow.

—Ahora ya puedes hablar con entera libertad, sin temor a que te oiga nadie —dijo Sandokán—. ¿Cuándo habéis entrado en la ciudad?

—Ayer, ya muy avanzada la noche; tanto es así, que no me fue posible acudir a la cita que os di —contestó Sirdar—. Hemos atravesado el río bajo el fuego de los ingleses, y hemos llegado sanos y salvos por un verdadero milagro.

—¿Por qué no habéis podido entrar antes? —preguntó Yáñez.

—Porque los insurgentes habían cortado la línea férrea y nos vimos precisados a alquilar dos elefantes que nos condujeron hasta Herut.

—¿Y cómo Suyodhana ha venido a encerrarse en una trampa? —preguntó Sandokán—. Porque es seguro que la ciudad va a caer de un momento a otro en manos de los ingleses.

—Estábamos entre dos fuegos —respondió Sirdar— y ya era demasiado tarde para emprender la retirada. Teníamos enemigos delante y detrás y no nos quedaba más alternativa que la de que nos prendiesen o refugiarnos en Delhi. Además, Suyodhana no pensaba que la ciudad pudiera encontrarse tan pronto en unas condiciones tan desastrosas.

—Y ahora, ¿en dónde está? —preguntó Sandokán.

—En una casa de la calle Sciandini-Sciwok, cerca del Ayuntamiento.

—¿Qué número?

—Veinticuatro.

—¿Para qué preguntas el número —dijo Tremal-Naik—, si Sirdar va a llevamos hasta allí?

—Vas a saberlo inmediatamente. El Tigre de Malasia se volvió hacia los malayos de la escolta, que presenciaban la conversación.

—Suceda lo que sea —les dijo—, vosotros no saldréis de esta casa hasta que llegue el teniente De Lussac. A estas horas es probable que ya sepa que nos albergamos en este bungalow. Si no hemos regresado después del asalto que probablemente llevarán a cabo mañana los ingleses, y el señor De Lussac se presentara, decidle que le esperamos en esa casa de la calle de Sciandini-Sciwok. Tened cuidado, porque de esto puede depender vuestra vida y la nuestra. Ahora, Sirdar, condúcenos hasta donde se encuentra Suyodhana. ¿Crees que le hallaremos solo?

—Los jefes de los thugs que le acompañaban están combatiendo en los bastiones.

—¡En marcha! ¿Está con él la niña?

—Hace una hora, todavía estaba, señor.

—¿Podrás introducirnos en la casa sin que nos vean?

—Tengo la llave del palacete.

—¿Hay vecinos?

—Ninguno, porque el propietario lo ha desalojado.

—¡Yáñez, Tremal-Naik, no perdamos tiempo! Ya es medianoche, y temo que los ingleses intenten mañana el asalto general. No tenemos un momento que perder.

Se puso un gran puñal en el cinto, se echó al hombro una carabina, y salió, haciendo seña a los malayos para que se acostaran.

En los fuertes y murallas seguía el estruendo de la artillería de los insurrectos; alguna bomba lanzada por los ingleses, caía de cuando en cuando al otro lado de los bastiones.

Los valientes defensores de la ciudad hacían un último esfuerzo para romper las líneas de los enemigos, que habían llegado casi debajo de los muros.

La noche era oscurísima; de las altas mesetas del septentrión soplaba un viento tormentoso y muy cálido.

Sandokán y sus compañeros marchaban pegados a las casas, procurando evitar que les alcanzase alguna granada. Iban deprisa; la ciudad parecía desierta.

Sin embargo, en todos los pisos se veía luz. Los atribulados habitantes escondían precipitadamente sus riquezas para sustraerlas al inminente saqueo, y levantaban barricadas para oponer más larga resistencia.

Por algunas partes se veían grupos de combatientes que pasaban corriendo, llevando consigo alguna pieza de artillería, para emplazarla en los puntos más débiles y más expuestos.

Mientras, a lo lejos, seguían tronando sordamente los cañones de los ingleses, anunciando una horrible matanza y la destrucción del efímero imperio mongólico.

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana, cuando Sirdar se detuvo ante un elegante palacete que tenía la techumbre en forma de punta, como la de los bungalows de dos pisos, y de arquitectura indo-árabe.

Todas las ventanas, menos una, estaban a oscuras.

—Ahí duerme Suyodhana —dijo Sirdar, volviéndose hacia Sandokán—, y ahí también está la niña.

—¿Cómo podremos entrar sin que nos vea? ¿Crees que estará aún levantado?

—He visto dibujarse una sombra a través de los cristales, y me parece que es él —respondió el bramin—. El balcón está sostenido por postes de madera y me parece que no ha de ser difícil escalarlo, aun cuando yo tengo la llave, como les he dicho.

—Prefiero escalar —contestó Sandokán.

Hizo seña a Yáñez y a Tremal-Naik para que se acercasen, y enseguida les dijo:

—Pase lo que pase, vosotros permaneceréis como simples espectadores. O mata el Tigre de la India al de Malasia, o este mata al de la India. ¡No temáis; no he de ser yo el que sucumba en esta lucha! ¡Arriba, Sirdar!

—¡Ten cuidado, Sandokán! —dijo Tremal-Naik—. ¡Sé lo peligroso que es ese hombre! Déjame que yo le acometa, aun cuando no ignoro que eres cien veces más diestro y más valiente que yo.

—Tú tienes una hija, y yo no tengo ninguna —respondió Sandokán—. Y detrás de mí está Yáñez. ¡Él me vengará!

Sirdar se había agarrado a una de las columnas que sostenían la barandilla, y subió sin hacer ruido, metiéndose tras las cortinas de fibras de coco que cubrían la balaustrada. Sandokán y sus dos compañeros le imitaron, y poco después, estaban ya los cuatro hombres juntos.

Al ir a entrar en una de las habitaciones, Tremal-Naik tropezó con un jarrón y lo tiró.

—¡Maldito sea! —murmuró el bengalí. De improviso, apareció una sombra detrás de los vidrios. Se detuvo mirando a la terraza, y enseguida abrió la puerta de cristales.

Casi inmediatamente, un hombre le cogió tan fuertemente por las muñecas, que le hizo soltar la pistola que empuñaba. Era Sandokán, que acometía al Tigre de la India.

De un fuerte empujón lanzó a Suyodhana dentro de la estancia, que estaba iluminada por una lámpara, y le dijo:

—¡Si das un grito, mueres!

El jefe de los thugs quedó tan sorprendido por aquella imprevista acometida, que ni siquiera pensó en oponer resistencia.

Pero en cuanto vio aparecer detrás de Sandokán a Tremal-Naik, Yáñez y después Sirdar, lanzó un aullido de furor.

—¡El padre de la virgencita de la pagoda! —exclamó apretando los dientes—. ¿Qué quieres? ¿Cómo es que te encuentras aquí?

—¡Vengo a llevarme a mi hija, miserable! —bramó Tremal-Naik—. ¿En dónde está?

El terrible jefe de los estranguladores permaneció silencioso.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada relampagueante y las facciones descompuestas, miraba a sus enemigos con odio, especialmente a Sirdar.

Era aquel un adversario digno del Tigre de Malasia: alto, todo él músculos y nervios, de hombros robustos, fino el rostro, al cual proporcionaba cierta dureza una larga barba ya canosa, y con los ojos negros inyectados en sangre.

Permaneció inmóvil durante algunos instantes, lanzando sobre sus adversarios una mirada feroz, y enseguida dijo, con voz dura:

—¿Sois vosotros los que habéis declarado la guerra?

—¡Sí, nosotros, que hemos destruido e inundado los subterráneos de Raimangal, y ahogado a los que vivían en ellos! —dijo Sandokán.

—¿Quién eres y qué pretendes? —preguntó Suyodhana.

—Soy aquel cuyo nombre ha hecho temblar a todos los pueblos de las islas malayas, y que ha venido expresamente a la India, para destruir tu infame secta.

—¿Y crees tú…?

—Que me llevaré tu piel y a la niña que le has raptado a Tremal-Naik.

—Te crees demasiado fuerte. Es verdad que sois cuatro…

—No, uno; porque el Tigre de Malasia hará el honor al de la India de pelear solo con él —dijo Sandokán.

Una sonrisa de incredulidad asomó a los labios de Suyodhana.

—En cuanto te haya matado me acometerán los otros —contestó el jefe de los estranguladores—; pero el padre de las sagradas aguas del Ganges sabrá defender contra todos vosotros a la que ya encarna sobre la tierra a la potente Kali.

—¡Miserable! —bramó Tremal-Naik, haciendo un movimiento para arrojarse sobre él.

Sandokán le contuvo con un gesto imperioso. El jefe de los estranguladores, rápido como el rayo, se aprovechó del momento en que Sandokán se había vuelto hacia su amigo, para recoger del suelo la pistola que se le había caído.

Sin pronunciar una sola palabra, apuntó al Tigre de Malasia e hizo fuego sobre él a tres pasos de distancia, pero la rapidez con que apuntó le hizo fallar el blanco.

—¡Ah! ¿Además, traidor? —gritó el pirata, dejando la carabina y desenvainando el largo puñal que llevaba en la faja—. ¡Podría asesinarte, pero prefiero luchar!

Suyodhana dio un salto de tigre y se colocó delante de la puerta que daba paso a la habitación, en la cual debía dormir la pequeña Damna, gritando:

—¡Será preciso que paséis sobre mi cuerpo! En su mano derecha brillaba una especie de tarwar de hoja ligeramente curva, y casi tan larga como la del puñal de Sandokán.

—¡Que nadie interrumpa la lucha de los dos Tigres! —dijo el pirata—. ¡Vamos, Suyodhana!

—¡Primero, tú; después, Sirdar! —contestó el jefe de los thugs con voz sombría—. ¡Ese traidor no se librará del castigo!

Los dos adversarios se pusieron en guardia, recogidos sobre sí mismos como las fieras cuyos nombres llevaban, dispuestos a saltar, y con el brazo izquierdo replegado sobre el pecho de modo que cubriese el corazón. Los dos levantaron los puñales a la altura del rostro.

Durante unos segundos reinó en la estancia un profundo silencio.

Yáñez, apoyado en un enorme jarrón de porcelana, fumaba flemáticamente su eterno cigarrillo, sin manifestar la menor inquietud; Sirdar, acurrucado en un ángulo, empuñaba un tarwar, dispuesto a tomar parte en la lucha; Tremal-Naik, visiblemente conmovido, no dejaba de aprisionar el gatillo de su carabina, con la intención de no dejar escapar al thug, a pesar de la promesa que había hecho a Sandokán de no intervenir.

Los dos adversarios se miraron un instante, y enseguida, el Tigre de Malasia, viendo que su contrario no daba señal alguna de acometer, se lanzó sobre él, procurando herirle en el cuello.

Suyodhana, dando un enorme salto, esquivó la acometida, paró la cuchillada con la punta de su puñal y se bajó rápidamente, quedando debajo de Sandokán para darle una puñalada en el vientre; pero al hacer la flexión, resbaló sobre las losas del pavimento y cayó sobre una rodilla.

Antes de que hubiera podido incorporarse y volver a ponerse en guardia, el puñal del Tigre de Malasia le entró en el pecho hasta las guardas, atravesándole el corazón.

El thug estuvo un momento erguido, mirando a su adversario con ojos llenos de ira y odio, e inmediatamente se derrumbó, en tanto que de la boca le salía un chorro de sangre.

El Tigre de la India había muerto. Al verle caer, Tremal-Naik y Yáñez se lanzaron en la habitación inmediata, donde en una riquísima camita, incrustada de nácar y cubierta por finas telas de seda, dormía una niñita de cabellos rubios.

Tremal-Naik la levantó en un abrir y cerrar de ojos, y la estrechó frenéticamente entre sus brazos.

—¡Damna! ¡Pequeñita mía!

—¡Babo! —exclamó la chiquitina, fijando en el bengalí sus grandes ojos azules.

En aquel mismo instante, un formidable estampido sacudió la casa hasta los cimientos.

A continuación se oyó un inmenso clamor, y las descargas de fusilería y de artillería arreciaron de un modo espantoso.

—¡Los ingleses! —gritó Sandokán, que salió corriendo hacia el balcón.

—¡Han volado los últimos bastiones!

Efectivamente; eran los ingleses que, convertidos en saqueadores y vencedores, irrumpieron en la ciudad, matando a los habitantes que huían y dando una triste impresión de lo que es la civilización europea. Habían tomado sus medidas para un asalto general desde el primer día de sitio, ocupando las líneas de defensa de la trinchera de agua, la de los bastiones de los Moros y la de la puerta de Cascemir. La víspera estaban ya en posiciones, y al alborear se arrojaron sobre la ciudad, después de una terrible lucha sostenida ante la puerta de Cabul, donde los invasores perdieron quinientos hombres, entre ellos ocho oficiales, siendo herido el general Nickaleson.

Por todas partes se escuchaban espantosos alaridos, así como tremendas descargas. Se combatía desesperadamente y las mujeres y los niños huían en masa hacia el puente de barcas, para librarse de la gran matanza.

—¡Huyamos nosotros también! —dijo Sandokán, que veía avanzar al galope a varios escuadrones, que acuchillaban sin piedad a los fugitivos, hombres, mujeres y niños, los derribaban con los caballos y los pisoteaban—. Si nos cogieran aquí, pudiera suceder que, a pesar de la carta del gobernador y del salvoconducto, nos degollasen de todos modos. ¡Vamos a ver si es posible llegar hasta nuestro bungalow! Envuelve a Damna en un cobertor y vámonos.

Cogieron las carabinas y bajaron corriendo las escaleras. Detrás del palacete se extendía un amplio patio que limitaba con dos jardines.

—¡Saltemos los muros y escondámonos entre las plantas! —dijo Sandokán—. Dejemos que pase la caballería.

Iban a saltar, cuando de pronto se hundió la puerta y una oleada de fugitivos, mujeres y niños en su mayor parte, se precipitó dentro, lanzando gritos desesperados.

—¡Ya no tenemos tiempo! —exclamó Sandokán, echando mano a la carabina—. Este sí que es un aprieto de difícil salida.

Siete u ocho soldados de caballería, con los sables ensangrentados hasta la empuñadura, penetraron también aullando.

—¡Mata! ¡Mata!

Sandokán, dando un enorme salto, se puso delante de los fugitivos, que se habían amontonado en un ángulo del patio, llorando y gritando, y apuntó la carabina hacia los soldados, que se disponían a acuchillar a aquellos desgraciados.

—¡Quietos, bribones! —exclamó—. ¡Deshonráis al ejército inglés! ¡Quietos u os fusilamos como a fieras!

Tremal-Naik confió la pequeñita a Sirdar, y junto con Yáñez, se colocó al lado de Sandokán, empuñando ambos los fusiles.

—¡Pronto, barred a esos miserables! —gritó el sargento que mandaba el pelotón.

—¡Cuidado! —dijo Sandokán—. ¡Tenemos un salvoconducto del gobernador de Bengala, y si no obedeces, nos defenderemos!

—¡A ellos! ¡Cargad! —ordenó el sargento, sin hacer caso.

Iban a lanzar los caballos, cuando un oficial, seguido de una docena de soldados de caballería, entre los cuales iban algunos de color, entró en el patio gritando:

—¡Quietos todos!

Era el teniente De Lussac, que llegaba a escape con los malayos que habían quedado en el bungalow.

Saltó a tierra, dio un apretón de manos a Sandokán y a sus amigos, y, volviéndose hacia el sargento, le dijo:

—¡Vete! Estos hombres han prestado a tu país un servicio tan valioso, que no hay nada con qué pagarles. ¡Vete, y acuérdate que es de viles y de cobardes asesinar mujeres!

Y mientras el sargento salía con el pelotón precipitadamente, mandó a sus hombres que cerraran la puerta, y dijo:

—Esperemos a que termine la batalla, amigos míos. Yo estaré aquí para protegerles.

—¡Hubiera preferido marcharme! —dijo Sandokán—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.

—Mañana, si han terminado las matanzas, nos iremos. ¡Pobre Delhi! ¡Cuánta sangre! ¡Aquí enterrará su honor el ejército inglés!