32. Hacia Delhi

Al oír aquellos gritos, Sandokán, Yáñez y sus compañeros se habían detenido. Precipitadamente, cargaron de nuevo las carabinas y se lanzaron por detrás de los árboles.

Apenas se habían resguardado, cuando vieron llegar corriendo como un desesperado al cornac. El pobre hombre parecía invadido por un enorme terror, y de cuando en cuando miraba hacia atrás, como sí temiera verse alcanzado por alguien.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Quién te amenaza? —le preguntó Bedar, dirigiéndose hacia él.

—¡Allá! ¡Allá! —contestó el cornac, con voz ahogada.

—¡Bueno! ¡Explícate!

—¡Un elefante montado por varios hombres!

—¡Ese debe, ser el que faltaba! —dijo Sandokán, que se había reunido con ellos—. Habrá ido a atravesar el río por otro lugar más alejado, para cogernos por la espalda.

—¿Y en dónde se han detenido?

—Cerca del mío.

—¿Te han visto huir?

—Sí, sahib; y me han gritado que me detuviera, amenazándome con hacer fuego sobre mí. ¡Se llevarán a «Djuba», señor, y yo quedaré arruinado!

—Llevo en el bolsillo lo suficiente como para pagarte varios elefantes —respondió Sandokán—. Además, nosotros impediremos a esos bribones que te lo roben. ¡Amigos míos, seguidme, y marchemos siempre escondidos entre la maleza! ¡Vamos a ver si podemos sorprenderlos!

—Y si podemos matar a su elefante, ya no podrán seguirnos —añadió Yáñez.

—¡Adelante! —ordenó el Tigre de Malasia. Se metieron por entre la espesura, y llegaron hasta los grandes grupos de árboles y de bambúes, sin que se dejasen ver los hindúes del tercer elefante.

—¿En dónde se habrán detenido? —se preguntó Sandokán, un poco receloso.

—¿Nos tenderán algún lazo? —preguntó Yáñez.

—¡Cornac! —dijo Tremal-Naik—, ¿estamos cerca del lugar donde has dejado a «Djuba»?

—Sí, sahib.

—Déjenme ustedes que me asome yo un poco para ver —dijo Bedar—. Espérenme aquí.

—¡Si los ves, retrocede enseguida! —le dijo Sandokán.

El cipayo miró si llevaba cargada la carabina, y luego se tiró al suelo y se alejó así por entre la maleza, como si fuera una serpiente.

—¡Dispuestos para hacer fuego! —dijo Sandokán a sus hombres—. Presiento que esos bribones están más cerca de nosotros de lo que suponemos.

No había transcurrido medio minuto, cuando resonó un tiro de fusil a muy poca distancia.

Enseguida se escuchó un grito de angustia.

—¡Canallas! —gritó Sandokán, saltando afuera—. ¡Han herido a Bedar! ¡Adelante, tigres de Mompracem! ¡Venguémosle!

En aquel momento, las ramas de los arbustos más próximos crujieron como si alguien intentara abrirse paso, y apareció el cipayo con los ojos dilatados y muy pálido. Dejó la carabina y se oprimió el pecho con ambas manos.

—¡Bedar! —exclamó Sandokán, corriendo a su encuentro.

El hindú se echó en sus brazos, diciendo con voz apagada:

—¡Estoy… muerto!… ¡Allá…, emboscados… sobre el elefante…, sobre…!

Una bocanada de sangre le cortó la palabra. Volvió los ojos hacia Tremal-Naik como para saludarle por última vez, se escurrió de entre los brazos de Sandokán y cayó sobre la hierba.

—¡A matar a esos canallas! —bramó el Tigre de Malasia—. ¡A la carga!

Los seis piratas, Tremal-Naik y el cornac se lanzaron como un huracán a través de las matas, sin tomar precaución alguna, e inmediatamente hicieron una descarga. Se habían encontrado de repente ante el tercer elefante, que estaba inmóvil bajo un tamarindo de grandes proporciones, y cuyo follaje le hacía casi invisible.

Sandokán y Yáñez hicieron fuego sobre el paquidermo; los demás hombres apuntaron sobre la caja, en donde iban ocho hombres, entre los cuales se encontraban los dos thugs de los turbantes grandes.

Sorprendidos a su vez, y con tres hombres fuera de combate, los insurrectos perdieron la serenidad; tanto más cuanto que el elefante, gravemente herido, comenzaba a enfurecerse, amenazando con lanzarlos a todos fuera del houdah.

Dispararon las carabinas sin apuntar, y enseguida saltaron a tierra con peligro de partirse la cabeza, y escaparon como liebres a través de la maleza.

Sandokán, que había vuelto a cargar rápidamente la carabina, les gritó:

—¡No, bribones! ¡No se huye!

Uno de los thugs se quedó dentro de la caja, muerto de un balazo; pero el otro se había lanzado detrás de los insurrectos, gritándoles para que se detuvieran e hicieran frente a los fugitivos.

Sandokán le tomó por blanco, y antes de que hubiera tenido tiempo de internarse entre los bambúes, le partió la espina dorsal y le hizo caer muerto.

Los piratas, mientras tanto, al ver que el elefante, que estaba muy irritado por las heridas recibidas, se dirigía hacia ellos, le acogieron con un fuego nutrido, acribillándole a balazos, único medio para hacerle caer.

—¡Me parece que el combate ha terminado! —dijo Yáñez—. ¡Qué lástima que no esté vivo ese valiente de Bedar!

—Le enterraremos, y partiremos sin más tardanza —dijo Sandokán—. ¡Pobre hombre! ¡Nuestra libertad le ha costado la vida!

Con triste semblante, volvieron a donde yacía el cipayo y, sirviéndose de los cuchillos, cavaron una fosa, en la cual le depositaron.

—¡Descansa en paz! —dijo Tremal-Naik, que era el que estaba más conmovido—. ¡Jamás te olvidaremos!

—¡Marchemos ya sin más demora! —dijo Sandokán—. No todos nuestros adversarios han muerto, y pudieran volver con más gente. Cornac, ¿crees que podremos entrar ahora en Delhi?

—Sí; porque allí me conocen y, además, me han visto salir con el elefante. Verán ustedes cómo los centinelas nos dejan paso libre en cuanto les diga que Abu-Assam me dio orden de conducirles a ustedes.

—¿Podremos llegar antes de la noche?

—Sí, sahib.

—¡Entonces, en marcha!

Fueron en busca del elefante, que estaba muy ocupado en sacudir unos árboles cargados de fruta; montaron en el houdah, y se pusieron en camino. «Djuba» se lanzó de nuevo al galope, apretando cada vez más el paso.

Al mediodía ya habían atravesado el bosque. Se detuvieron cerca de un estanque para comer, y a eso de las dos de la tarde reanudaron la caminata bordeando enormes plantaciones de índigo y de algodón, en su mayor parte devastadas.

En aquellos mismos lugares debían haber tenido efecto, probablemente, encuentros entre las avanzadas inglesas y los insurgentes, a juzgar por el número de marabúes que revoloteaban por encima de los surcos, en los cuales habría no pocos cadáveres. Al ponerse el sol vislumbraron las murallas de Delhi.

—¡Silencio! —dijo el cornac—. Si nos detienen, déjenme hablar a mí solo. No creo que nos pongan dificultades en la entrada.

Efectivamente, a las nueve de la noche entraba por la puerta de Turcomán, la única que se había dejado abierta, sin que los centinelas hicieran la menor objeción.

Delhi es la ciudad más venerada entre los musulmanes indostánicos, porque en su recinto se halla la Santa Jaumah Margid, la más grande mezquita y la más rica de cuantas subsisten en la India. Es una de las más populosas y más bellas ciudades indias, ya que tiene alrededor de los doscientos mil habitantes, ciento ochenta y ocho templos, trescientas iglesias anglicanas y gran profusión de enormes palacios de admirable arquitectura. Sobresale, entre todos ellos, el antiguo palacio de los emperadores del Gran Mogol, en el cual se admira el espléndido Nosbat-Khana, esto es, el pabellón imperial, en cuyo extremo norte se abre el Devan-Au, nombre que se le da a la sala de las audiencias solemnes. Sus muros están decorados con mosaicos de gran valor, sostenidos por elegantes columnas, y el baldaquino es de mármol.

En aquel pabellón es donde se encuentra la famosa sala del trono, Divani-Khas, formada por un quiosco de mármol, muy sencillo por fuera pero riquísimo por dentro, cuyos magníficos arabescos están trazados con piedras preciosas incrustadas en los mármoles. Las guirnaldas de la ornamentación son de lapislázuli, ónice, sardónice y otras piedras no menos ricas. El lujo de los baños, el de la mezquita de Muti-Masghid, o templo de las perlas, los jardines imperiales, han sido cantados por los poetas mogoles en sonoros versos. Los constructores de tantas maravillas no exageraron al grabar sobre la puerta principal del palacio la inscripción que reza así: «¡Si hay algún paraíso en la tierra, está aquí!».

Cuando los fugitivos entraron en la ciudad, reinaba en los bastiones una extraordinaria animación. Gran número de soldados se ocupaban en levantar trincheras y terraplenes y en poner en batería, alumbrándose con antorchas, cañones de todos los calibres.

Ya se había esparcido la noticia de que los ingleses habían recibido el parque de sitio, y los rebeldes se preparaban valientemente para la defensa. Tremal-Naik y sus compañeros mandaron al cornac que los llevase hasta el fuerte Cascemir, en donde se albergaron en el bungalow de un notable que vivía en aquellas cercanías. Ningún vecino rehusaba acoger a los rebeldes, que eran señores absolutos de la ciudad. Estaban tan cansados, que tan pronto como terminaron de cenar, se retiraron a su habitación a dormir.

—Mañana nos dedicaremos a buscar a Sirdar —dijo Sandokán, dejándose caer en la cama—. Quizá sólo se atreva a rondar por estos alrededores durante la noche.

Estaba amaneciendo cuando se despertaron, y los cañones resonaban en todos los fuertes de Delhi.

La noche anterior, los ingleses habían abierto gran número de trincheras, en las cuales colocaron las piezas de sitio, y bombardeaban con empuje las murallas.

Delhi era una fortaleza respetable. Los emperadores mogoles habían gastado sumas fabulosas para hacerla inexpugnable.

Tenía una muralla almenada de doce kilómetros de longitud, construida con enormes bloques y defendida por muchas fortalezas y macizas torres.

Además, había otro muro de ocho metros de alto, que iba desde el bastión o fuerte Willesley hasta el de Gar de Selimo y se apoyaba en el río Giumna, cuyas aguas bañaban la ciudad.

Todos los muros del recinto estaban a su vez defendidos por fosos de cinco metros de hondo por dieciséis de ancho, y por sólidos bastiones; pero, a pesar de su solidez, no podrían resistir mucho tiempo a los proyectiles de las grandes piezas de sitio del enemigo.

Cuando Sandokán y su escolta bajaron a la calle, comenzaban a caer sobre la ciudad las primeras bombas, provocando en varios sitios incendios que los defensores se apresuraban a apagar, pero que causaban, sin embargo, grandes perjuicios y daños en los ricos comercios de la Sciandini-Sciawa, la más bella y más espléndida avenida de Delhi, llamada también «calle de los orífices», por estar habitada casi exclusivamente por mercaderes de joyas.

En todas las calles remaba una gran agitación. Insurrectos y ciudadanos corrían hacia las murallas, los bastiones, los fuertes y las torres, en la creencia de que el asalto era inminente.

Las descargas de fusilería resonaban sin cesar, compitiendo con la artillería inglesa en el ruido, que era realmente ensordecedor.

—¡He aquí un espectáculo que no esperaba —dijo Sandokán—, aun cuando para nosotros no es nuevo!

Se habían dirigido hacia el bastión de Cascemir, desde cuyos reductos los rebeldes hacían fuego con dos cañones, ayudados por un grupo de soldados de un regimiento de cazadores.

En vano buscaron a Sirdar. No apareció.

—Esperemos a la noche —dijo Tremal-Naik.

—¿Y si Suyodhana no hubiese podido entrar en la ciudad? —preguntó Yáñez—. Si no llegó ayer, ya no creo que le sea posible penetrar en Delhi, ahora que está cercada de un modo tan riguroso.

—¡No me quitéis esa esperanza! —dijo Tremal-Naik—. Si fuera así, todo habría concluido, y perdería a Damna para siempre.

—La encontraremos de todos modos —dijo Sandokán—. ¡Ya está dicho! Nosotros no saldremos de la India hasta que hayamos recobrado a la pequeña y matado a ese canalla. Sirdar está con él, y se las arreglará de modo que tengamos noticias suyas. Ahora volvámonos a casa, y esperemos. El corazón me dice que Suyodhana está aquí; veréis cómo no me equivoco.

—¿No tomamos parte en la defensa? —preguntó Yáñez—. ¡Yo comienzo a aburrirme!

—Ahora que los ingleses no son nuestros enemigos, es mejor que permanezcamos neutrales.

Los cañones y los fusiles continuaron durante el día resonando cada vez más fuerte.

Los rebeldes, animados por la presencia de Mahomed Bahadar, el nuevo emperador, que era un descendiente legítimo del Gran Mogol, se batían de un modo admirable, con extraordinario valor, ayudados eficazmente por los habitantes de la ciudad, que prometieron enterrarse bajo sus ruinas, antes que rendirse.

Por la noche, en cuanto el fuego hubo cesado, Sandokán mandó tirar desde lo alto del bastión de Cascemir, de acuerdo con lo concertado con el señor De Lussac, un gran turbante blanco en cuyo interior había una carta en la que decía que habían encontrado hospitalidad en casa de un notable y dándole las señas de la misma; hecho esto, se sentaron todos en la escarpa interior de la fortaleza, con la esperanza de ver llegar al bramin.

Pero también esta vez sufrieron una desilusión, ya que Sirdar no dio señales de vida.

—Puede ser que mañana seamos más afortunados —dijo Tremal-Naik—. ¡Es imposible que ese muchacho se haya arrepentido de sus propósitos! Quizá alguna causa imprevista le haya impedido venir aquí. Además, no hay que olvidar que tal vez esté bajo la vigilancia del propio Suyodhana.

Pero tampoco fueron más afortunados en la siguiente noche. ¿Qué le habría sucedido a aquel joven tan valiente y decidido? ¿Le habrían sorprendido escribiendo alguna carta comprometedora y los sectarios le habrían asesinado, o, efectivamente, Suyodhana no habría llegado a tiempo para refugiarse en Delhi?

Mientras tanto, proseguía el asedio cada vez más estrechamente, y se producían enormes pérdidas por ambos bandos.

El día del asalto general se acercaba.

Ya el 11 de septiembre cayó el fuerte de los Moros, vigorosamente atacado por el contingente de tropas del Sumno. Cascemir, batido en brecha y a doscientos pasos de distancia por una batería de morteros, quedó reducido a un montón de ruinas; el día 12, los ingleses comenzaron a bombardear el fuerte de Cascemir, con ocho grandes cañones de dieciocho y doce morteros pequeños, que fueron colocados ante el foso.

Los insurgentes se defendían ferozmente, organizando un extraordinario fuego de fusilería, que causaba pérdidas considerables a los sitiadores y matándoles a un capitán de artillería, sir Fagan.

Finalmente, el día 13 cayó el bastión de Cascemir, reducido a escombros, en medio de una nube de balas; poco después caían los fortines más próximos y volaba el polvorín de la trinchera, al mismo tiempo que el enemigo intentaba un furioso ataque contra el suburbio de Kiscengange, asalto que fue rechazado con éxito por parte de los rebeldes sitiados, a quienes protegían varias piezas de artillería.

Pero las columnas de soldados ingleses, nuevamente reforzadas, se preparaban para el gran asalto.

El general Archibaldo Wilsson, sucesor de Bernard, dio la terrible orden de matar y de saquear, no respetando más que a las mujeres.

Era la última noche de defensa, cuando Sandokán y sus amigos se acercaron, como siempre, a las ruinas del bastión de Cascemir, en espera del bramin, aun cuando ya habían perdido casi totalmente la esperanza de volver a verle.

Hacía ya varias horas que permanecían en aquel lugar, cuando de entre uno de los fosos laterales surgió una sombra que se dirigía hacia ellos, diciendo:

—¡Buenas noches, sahib!