Un cuarto de hora más tarde, y después de haberse asegurado que nadie los vigilaba por el lado de la vieja muralla del recinto, los malayos se aprestaron con verdadero ahínco a limar los barrotes de una de las ventanas.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik hablaban y canturreaban con fuertes voces, para evitar que, desde fuera, se oyese el chirrido estridente que producía el hierro; lo cual, por otra parte, resultaba completamente superfluo, ya que por allí no había nadie.
Desde luego había centinelas a la entrada de la torre; pero era imposible que pudiese llegar hasta allí el ligero sonido que producían aquellos instrumentos tan pequeños.
Bedar rondaba, probablemente, por allí cerca. Ya se había oído, por tres veces, un agudo silbido que parecía provenir del tamarindo.
Tal vez el valiente cipayo había vuelto a esconderse, como lo hizo por la mañana, entre el espeso follaje de aquel árbol, con objeto de vigilar por si venía alguien.
A las once, dos barrotes habían sido ya arrancados y tan sólo quedaba por limar uno, para que el espacio recién abierto resultase suficiente.
Sandokán, Yáñez y el bengalí sustituyeron entonces a los cansados malayos, para apresurar el trabajo. Todavía faltaba un rato para la medianoche, cuando ya la última barra quedó fuera de su sitio, arrancada por un poderoso tirón que le diera Sandokán.
—¡Ya está el camino libre! —dijo el Tigre de Malasia, respirando a pleno pulmón el aire fresco dé la noche—. ¡Ya no falta más que atar bien la cuerda y echarla del otro lado!
—Y armarnos con estas barras, ya que pueden sernos de mucha utilidad en el caso de que nos acometan —añadió Yáñez—. Con un golpe dado con esto, puede matarse a un hombre.
—No pensaba dejarlas aquí —respondió Sandokán. Cogió el rollo de cuerda, lo desenvolvió, echó fuera un cabo, ató el otro a la cuarta barra, y después de haberse asegurado de su solidez, dijo:
—¡Solicito el honor de ser el primero en bajar! Se metió en la faja uno de los tres cuchillos, pasó a través de la ventana y se asió a la cuerdecilla, mientras decía a sus compañeros:
—Vosotros proteged la retirada, por si acaso.
—¡Nadie entrará hasta que hayáis bajado todos! —contestó Yáñez, apoderándose de una de las traviesas y colocándose detrás de la puerta.
—Yo te haré compañía —añadió Tremal-Naik.
—¡Por Júpiter!
—¿Qué te sucede?
—¡Me parece que alguien sube la escalera!
—¡Apoyaos contra la puerta, e impedidle la entrada!
—¡Es demasiado tarde!
Un rayo de luz se deslizaba por la ranura inferior, y de pronto se oyó la voz del subadhar.
—¡Preparémonos a caer sobre él y a matarle! —dijo Sandokán, cogiendo también una barra de hierro—. ¡Malayos, conmigo!
Los cuatro marineros se habían lanzado hacia su capitán, como si hubieran sido movidos por un mismo resorte, dispuestos a empeñar una lucha a vida o muerte.
—¡Sandokán! —dijo Yáñez, que jamás perdía su presencia de ánimo—. ¡Déjame hacer a mí! Acostaos todos y fingid que dormís. ¡Yo me encargo de enviar al cuerno a ese pelmazo! Una lucha ahora, lo estropearía todo.
—¡Bueno, sea! —contestó Sandokán—. Pero estaremos preparados, por si el subadhar recela algo.
Apenas tuvieron tiempo de acostarse a lo largo de una de las paredes, ocultando los barrotes y los cuchillos bajo sus propios cuerpos, cuando apareció el subadhar con una linterna encendida en una mano, y acompañado de varios soldados que llevaban la bayoneta calada. Yáñez se incorporó vivamente, fingiendo mal humor, y dijo:
—Pero ¿es que no nos vais a dejar dormir, ni siquiera la última noche que nos queda con vida? ¿Es decir, que este es un país maldito? ¿Qué es lo que quiere usted ahora, subadhar? ¿Repetirnos una vez más que mañana por la mañana nos fusilarán? ¡La noticia es ya bastante vieja, y molesta, por añadidura!
El oficial escuchó todo aquel torrente de palabras, con el asombro que puede suponerse.
—Perdóneme usted —dijo, al cabo—; yo no les había dicho eso con seguridad; era una suposición mía.
—¿Y qué quiere decir usted con eso? —preguntó Yáñez, arrugando el entrecejo.
—Que el general me ha encargado que viniera a confirmárselo a ustedes y a preguntarles si deseaban alguna cosa.
—¡Dígale usted a ese cargante que tenemos necesidad de dormir! ¿Oye usted? Mis compañeros, que no se han despertado aún con esta visita, ya están roncando.
—Adviértales usted…
—Sí, que mañana nos fusilan. ¡Y váyase usted ya con mil diablos!
Dicho esto, Yáñez se tendió, bostezando y blasfemando. El subadhar se quedó perplejo durante unos instantes, y al ver que ninguno de aquellos hombres le hacía el más mínimo caso, les dio las buenas noches y se marchó, cerrando la puerta con cuidado.
—¡Que te coja el cólera! —dijo Yáñez, volviendo a levantarse—. ¡Ese bribón se ha creído que nos va a fusilar!
—Tu prudencia y tu sangre fría valen mil veces más que mi impetuosidad —le dijo Sandokán—. Yo le hubiese acometido con el barrote, y quizá os hubiese perdido, en lugar de salvaros.
—¡Soy tu válvula reguladora! —contestó, riendo, el portugués—. ¡Apresurémonos, amigos, o, de lo contrario, Bedar va a impacientarse!
Sandokán se encaramó a la ventana, se cogió a la cuerda y se dejó escurrir hasta tocar tierra sin producir el menor nudo. Empuñando el barrote, miró en derredor y no vio a nadie. Luego, con un ligero silbido, advirtió a sus compañeros de que no les amenazaba ningún peligro, y poco después descendía Yáñez, seguido inmediatamente por Tremal-Naik.
Después, los malayos bajaron uno tras otro.
—¿Dónde estará Bedar? —preguntó Sandokán. Apenas había hecho esta pregunta, cuando vio una sombra humana que aparecía en el recinto.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.
—¡Yo, Bedar!
—¿Hay alguien?
—No, pero apresúrense ustedes; no tardarán en llegar los dos thugs.
Los fugitivos saltaron rápidamente el muro del recinto y siguieron al cipayo, que alargaba el paso cada vez más.
—¿Adónde nos llevas? —le preguntó Tremal-Naik.
—Al bosque, señores —contestó el cipayo—. Allí está el elefante.
—¿Cómo te las has arreglado para proporcionarte también este animal?
—Se lo he alquilado a un amigo mío de Delhi. Apenas hace tres horas que ha llegado.
—¿Y a dónde vas a conducirnos después?
—Daremos un gran rodeo para hacerles perder la pista, y después ya procurarán ustedes entrar en la ciudad, cosa que les resultará fácil. Hasta ahora, como el sitio no es riguroso, la vigilancia tampoco lo es.
—Hace un momento has hablado de los thugs. ¡Explícate!
—Los thugs son esos dos hindúes que llevaban la cara tapada. Les han reconocido a ustedes y han exigido al general que los fusilara, amenazando, en caso contrario, conque todos los sectarios de Kali abandonarían la causa de los insurrectos.
—¡Claro! ¿Aba accedió?
—Los thugs son todavía poderosos, y en Delhi hay un buen número de ellos. ¡Apresúrense, señores; pudieran seguirnos!
—¿Quién? —preguntó Sandokán.
—Esos dos hombres. Sé que os vigilan de un modo rigurosísimo, y cada dos o tres horas van a examinar la torre.
—¡Pues galopemos! —dijo Yáñez—. ¡Ahora que ya estoy libre, no me gustaría volver a caer en las manos de ese viejo bribón, por más general que sea!
Llegaron al bosque. Bedar se orientó rápidamente, y enseguida se metió bajo los harás y las palmeras, siguiendo un sendero apenas perceptible entre las altas hierbas que crecían en derredor de los troncos de los árboles. Se había puesto muy nervioso, y volvía frecuentemente la cabeza hacia atrás, como si temiera que les siguiesen los dos thugs.
Así caminaron por espacio de un cuarto de hora, hasta llegar a un pequeño claro, en medio del cual se movía una masa enorme.
—¡Aquí está el elefante! —dijo Bedar. Un hombre que se encontraba delante del paquidermo, le salió al encuentro, diciéndole:
—Hace poco han venido dos hombres a preguntarme a quién esperaba.
—¿Y qué les has dicho? —le preguntó el cipayo, con ímpetu.
—Que esperaba a un señor de Delhi que había venido a ver a Abu-Assam.
—¡Bien dicho; tendrás otra rupia más de propina! —dijo Bedar—. ¿Y se alejaron después?
—Sí, patrón.
—¿Tenían unos turbantes muy grandes?
—Y la cara cubierta.
—¡Esos malditos thugs! —dijo Bedar, volviéndose hacia los fugitivos—. Señores, deprisa; súbanse al houdah.
—¿Nos acompañarás tú? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, para facilitarles la entrada en la ciudad —contestó el valiente cipayo—. Yo me siento detrás del cornac.
Tremal-Naik y los tigres de Mompracem se metieron a toda prisa en la caja, que era ancha y cómoda, y con verdadero placer vieron que había una docena de carabinas apoyadas contra los bordes.
—¡Por lo menos, podremos defendemos! —dijo Sandokán, cogiendo una y montándola.
—Y bajo nuestros pies hay municiones —dijo Yáñez, que se había inclinado—. ¡Bravo! ¡Bedar ha pensado en todo!
En aquel momento, decía el cornac:
—¡Adelante, «Djuba»! Y trota bien, si quieres doble ración de azúcar.
El elefante, que, por lo visto, se llamaba «Djuba», movió la trompa de derecha a izquierda, aspiró ruidosamente el aire, y partió a gran velocidad, haciendo retemblar el suelo bajo su enorme mole.
Pero apenas había recorrido veinte pasos, cuando de entre unas matas salieron dos fogonazos, seguidos de otras tantas detonaciones y de los gritos de:
—¡Para! ¡Para!
A Sandokán, una bala le pasó silbando a pocos centímetros de la cabeza.
—¡Ah! ¡Canallas! —exclamó el pirata, exasperado—. ¡Fuego, amigos!
A la orden siguió una descarga; pero no se escuchó grito alguno de dolor. Probablemente, los bribones que habían hecho fuego, sospechando que tal vez los fugitivos llevarían carabinas, se habrían dejado caer en tierra para evitar los tiros.
—¡No te detengas, cornac! —gritó Bedar.
—¡No, patrón! —contestó el conductor, dando un fuerte arponazo en el testuz del elefante.
En las tinieblas se escuchó una voz aguda:
—¡Bedar ha sido quien les ha proporcionado los medios de huir! ¡Pronto te echaremos mano!
El elefante galopaba. Con su ancho pecho derribaba incluso los árboles pequeños, pasando como un huracán a través de la espesura.
—¡Ni un caballo puede alcanzarnos! —dijo Yáñez, que se agarraba con fuerza al borde de la caja para no salir despedido—. ¡Si no afloja el elefante, dentro de una hora estaremos muy lejos!
—¿Organizarán los thugs la persecución? —preguntó Tremal-Naik, dirigiéndose a Bedar.
—Es probable —respondió el cipayo—. Pero a estas horas les llevamos una ventaja notable; además, el elefante es un corredor muy resistente.
—¿Hay elefantes en el campamento?
—Sí, varios.
—Entonces, con ellos procurarán darnos caza —dijo Sandokán.
—Naturalmente, porque con caballos no podrían alcanzarnos —contestó el cipayo—. Por ese motivo es por el que he comprado un centenar de balas con punta de cobre.
—¿Para derribar a los elefantes? —preguntó Sandokán.
—Sí, sahib.
—¡Las utilizaremos, si es preciso!
El bosque comenzó a aclararse, facilitando la carrera del paquidermo. El animal debía de poseer una resistencia extraordinaria, porque no había aminorado la velocidad, a pesar de llevar corriendo más de una hora. Ya, por último, dando un gran avance, desembocó en una vasta llanura, interrumpida únicamente por grandes haces de bambúes de diez o quince metros de altura.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sandokán a Bedar.
—Al norte de Delhi —contestó el cipayo—. Hemos rebasado el campamento establecido en derredor de la ciudad, como garantía contra una sorpresa.
—Y ahora, ¿adónde vamos?
—Nos meteremos por entre los junglares que bordean el Giumna. Allí esperaremos a que nuestros perseguidores se cansen de buscarnos.
—Hubiera preferido haber entrado enseguida en la ciudad —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Me interesa volver a ver a Sirdar.
—Es más prudente que retardemos nuestra entrada —contestó el bengalí—. Como los dos thugs no nos han podido alcanzar, harán minuciosas pesquisas en Delhi, y si nos cogen otra vez, no sé yo quién podría salvarnos.
—Es cierto —dijo Yáñez—. ¡No siempre se encuentra un Bedar!
—Pero no por eso dejaremos de entrar —repuso Sandokán.
—Ni yo pienso en otra cosa —dijo el portugués—. Y si ha llegado ese perro de Suyodhana, le haremos pasar un mal cuarto de hora.
—Algo más que eso, Yáñez —añadió Sandokán—. ¡El Tigre de Malasia no piensa en dar cuartel al de la India!
—¡El Giumna! —exclamó en aquel instante Bedar. Cortaba la llanura un río bastante ancho, y el elefante se detuvo tan de repente, que por poco salen disparados los fugitivos del houdah.
—¿Lo atravesamos? —preguntó Yáñez.
—Sí, sahib —respondió el cipayo—. El junglar comienza en la otra orilla.
—¡Entonces, adelante, si es que hay por ahí algún vado!
—¡El elefante lo encontrará!
«Djuba» alargó la trompa y separó las ramas de los árboles; metió el apéndice en el río y estuvo así durante unos segundos, como buscando algo en el fondo del agua. Quería asegurarse de si estaba compuesto de fango blando o de arena.
Después de un examen que le pareció satisfactorio, entró resueltamente en el agua, bufando y soplando.
—¡Qué valientes y qué prudentes al mismo tiempo son estos animales! —dijo Yáñez—. ¡No me cansaré de alabarlos!
El cauce se iba haciendo cada vez más profundo, y la corriente impetuosa; pero nada podía conmover a aquella enorme masa, tan sólida como una roca.
Seguía avanzando y dominando con su ancho pecho los remolinos, obediente como un perrillo a las indicaciones de su conductor.
Iba ya a alcanzar la orilla opuesta, cuando los fugitivos oyeron detrás de sí barritos y gritos, y enseguida resonaron varios tiros de fusil que retumbaron en el silencio de la noche. Sandokán y Tremal-Naik lanzaron una exclamación:
—¡Nos van a dar alcance!
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Esos deben de ser diablos, cuando han podido alcanzarnos tan pronto! Sin embargo, nuestro valiente elefante ha corrido como un prao con el viento de popa.
—¿Cómo es que ya están aquí? —se preguntó Sandokán—. Y no cabe duda de que son nuestros perseguidores, porque acaban de saludarnos con disparos.
—Sí, son ellos, sahib —respondió Bedar—. Montan tres elefantes, seguramente los mejores de cuantos hay en el campamento.
—Han encontrado nuestro rastro muy deprisa —dijo Tremal-Naik.
—No era difícil de encontrar —respondió Bedar—. El sendero que abre un elefante en el bosque no se cierra tan pronto.
—¿Estamos ya, cornac?
—Sí.
«Djuba» atravesó sin novedad el río y subía la orilla, que se hallaba obstruida por espesísimos grupos de bambúes, alternados con taras y tamarindos.
Los tres elefantes que montaban los rebeldes se detuvieron en la orilla opuesta, como si buscasen otro vado más fácil.
—¡Tomemos posiciones! —exclamó Sandokán—. ¡Les daremos la batalla en el río! Bedar, detén al elefante y manda que lo escondan en cualquier espesura adónde no le alcancen las balas.
El cipayo dio algunas órdenes al cornac, en tanto que Tremal-Naik y los tigres de Mompracem se apoderaban de las carabinas y de los saquitos con las municiones. El elefante fue escondido entre una espesísima mata de bambúes; enseguida se detuvo y el cornac puso la escala.
—¡Abajo, aprisa! —dijo Sandokán—. ¡Hemos de impedirles que atraviesen el río o, de lo contrario, se nos vendrán encima lo menos treinta hombres!
Descendieron rápidamente, y después de recomendarle al cornac que no se alejase, volvieron hacia el río y se emboscaron entre las altas hierbas.
El cipayo se les había unido; así, pues, eran bastantes para disputar con encarnizamiento el paso del río.
—¿Serán muchos? —preguntó Yáñez a Bedar.
—Cada elefante traerá diez o doce —contestó el interpelado.
—¿Vendrá también caballería? —preguntó Sandokán.
—Quizá venga; pero llegará ya tarde.
—Pero ¿por qué vacilan y no hacen que los elefantes entren en el agua?
—Esperarán a que amanezca —contestó Bedar—. Ya saben que estamos aquí y tienen la certeza de poder alcanzarnos.
—¡Así tiraremos mejor! —dijo Sandokán—. Saca las balas revestidas de cobre. Para empezar, pondremos a los elefantes fuera de combate.
Se echaron entre las hierbas, detrás de la primera fila de árboles, para resguardarse mejor de los disparos de los adversarios, y aguardaron el ataque, seguros de que no habían de desalojarlos con facilidad. Yáñez había encendido un cigarrillo y fumaba tranquilamente, mirando hacia la orilla opuesta. Por su parte, los hindúes que, por lo visto, ya habían comprobado que los fugitivos se habían detenido, no demostraban tener mucha prisa en atacarlos.
A las cuatro, las estrellas empezaban a palidecer y se difundía ya una ligera luz.
—Bedar —dijo Sandokán, volviéndose hacia el cipayo—, eran tres los elefantes, ¿verdad?
—Sí, sahib.
—¿Estás seguro de no haberte equivocado?
—Seguro; eran tres.
—Entonces, ¿a dónde se ha ido uno de ellos, que ahora no veo más que dos?
—Tienes razón, ahora no se ven más que dos —dijo Yáñez—. Lo habrán enviado en busca de refuerzos.
—O le tendrán de reserva, escondido entre los árboles —dijo Tremal-Naik.
—Eso me inquieta —respondió Sandokán—. Hubiera preferido que ese elefante estuviera también ahí enfrente.
—¡Atención! —dijo el cipayo—. ¡Avanzan para forzar el paso!
Los dos elefantes, que eran dos animales colosales, descendían en este momento hacia la orilla, excitados por los gritos de sus cornacs. En los houdahs iban diez hombres, y detrás, acurrucados, otros cuatro. Eran, por lo tanto, treinta hombres; número muy respetable, pero no temible para los tigres de Mompracem, acostumbrados a luchar siempre con enemigos mucho más numerosos que ellos.
Después de una ligera vacilación, los dos paquidermos se metieron en el agua del río, tanteando con grandes precauciones el fondo, mientras que los hindúes cogían las carabinas.
—¡Dispara tú el primer tiro, Sandokán! —dijo Yáñez.
El Tigre de Malasia apoyó la carabina en una raíz, y apuntó durante unos momentos al primer elefante.
Enseguida se oyó una detonación, y casi inmediatamente, un formidable barrito.
El paquidermo, de improviso, había dado un salto, levantando violentamente la trompa. La bala debía de haberle tocado en algún punto sensible.
Al oír aquel disparo, los hombres que lo montaban contestaron con un fuego nutrido.
—¡Venga, hagamos también nosotros una descarga cerrada! —dijo Yáñez—. ¡Fuego, tigrecitos de Mompracem!
Los piratas se levantaron en silencio, se colocaron detrás de los árboles que les resguardaban, y descargaron sus carabinas sobre el houdah. Les interesaba más poner a los hombres fuera de combate que al propio elefante.
Tres hombres cayeron en el interior de la caja, muertos o heridos; pero los otros no cesaban de hacer fuego, y el cornac continuaba aguijoneando al elefante, que comenzaba a titubear.
Sandokán había vuelto a cargar la carabina; apuntó al segundo, que había quedado al descubierto, y le hizo dar un barrito terrible.
—¡También he tocado a ese! —dijo—. ¡Continuemos hasta que se caigan!
A pesar del fuego continuado de los tigres de Mompracem, los hindúes resistían tenazmente, disparando entre los árboles, aunque sin lograr su objetivo, ya que los piratas se cuidaban mucho de no quedar al descubierto. Descargaban las carabinas y se dejaban caer entre las altas hierbas haciéndose invisibles, hasta que, una vez cargadas de nuevo las armas, las utilizaban con toda precisión y seguridad.
A pesar de que estaba perdiendo mucha sangre, el primer elefante logró llegar a la mitad del río, cuando, de pronto, una bala de Yáñez le hirió en el cuello, penetrándole, sin duda, muy adentro, porque el pobre paquidermo, ya debilitado, comenzó a retroceder, lanzando ensordecedores lamentos.
—¡Buen tiro, Yáñez! —exclamó Sandokán—. Le has puesto fuera de combate y caerá muy pronto.
—¡Dale el golpe de gracia! —dijo el portugués.
—¡Estoy apuntándole!
Sandokán se descubrió un momento, e hizo fuego a unos ochenta metros de distancia.
El elefante lanzó un barrito todavía más fuerte, se enderezó sobre las patas traseras y enseguida se desplomó sobre un costado, levantando una verdadera ola espumeante, y arrojando al agua a los hombres que transportaba.
—¡Ese ha concluido! —gritó Yáñez, con satisfacción—. ¡Vamos con el otro, Sandokán!
En tanto que los hindúes nadaban, tratando de ponerse a salvo, después de haber abandonado las carabinas, el paquidermo, haciendo un esfuerzo desesperado para no ahogarse, casi se incorporó; pero inmediatamente volvió a caer y desapareció para siempre. El otro animal, al ver caer a su compañero, retrocedió barritando y sacudiendo la enorme cabeza, a causa de los aguijonazos que le infería el cornac.
—¡Fuego, Yáñez! —gritó Sandokán—. ¡Tumbémosle pronto!
Los dos piratas descargaron simultáneamente las carabinas, apuntando a los omóplatos del coloso, cerca de las coyunturas.
Fue un golpe maestro. El paquidermo volvió grupas, huyendo hacia la orilla, saludado por otra descarga; pero al intentar subirla, le faltaron las fuerzas y se desplomó pesadamente, proyectando a larga distancia a los hindúes que iban en el houdah.
Un grito de victoria se elevó en la orilla opuesta. Los tigres de Mompracem saltaron al descubierto y disparaban contra los insurrectos que pretendían llegar nadando a tierra para reunirse con sus compañeros.
—¡Basta! —dijo Yáñez—. ¡Ya tienen bastante y no creo que vuelvan a inquietarnos!
Iban a lanzarse a la carrera en dirección del bosque, cuando oyeron gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Bedar lanzó un grito de rabia.
—¡Nuestro cornac!