En lugar de dirigirse hacia la cabaña donde Sandokán y sus compañeros habían dejado los caballos, el pelotón tomó otro camino que iba por entre los bungalows medio destruidos por el fuego, y cuyos jardines estaban devastados.
Tremal-Naik, puesto en guardia por la advertencia del cipayo, marchaba muy inquieto, temiendo alguna sorpresa, y procuró interrogar al subadhar; pero el oficial, que se había vuelto de improviso muy adusto, se limitó a hacerle seña para que continuase andando.
—Tremal-Naik —dijo Yáñez—, me parece que la cosa no va como una seda. ¿Qué es lo que ha sucedido?
—Yo tampoco lo sé —contestó el bengalí—; pero me parece que no tienen muchos deseos de que entremos en Delhi.
—¿Nos tomarán por espías de los ingleses? —preguntó Sandokán.
—Esa sospecha nos pondría en una situación muy grave —respondió Tremal-Naik—. Tanto en uno como en otro bando fusilan a los espías; los ingleses no perdonan a ninguno.
—Pero a nosotros no pueden acusamos de nada —dijo Yáñez.
—¡Tengo una sospecha! —dijo de pronto Sandokán.
—¿Qué sospecha? —le preguntaron a un tiempo Tremal-Naik y el portugués.
—Que nos haya visto alguien hablando con el señor De Lussac.
—¡Pobres de nosotros, si eso fuera cierto! —dijo el bengalí—. ¡No sé cómo escaparíamos!
—Además, no tenemos armas —dijo Sandokán.
—Y aunque las tuviésemos, no nos servirían de nada. Aquí hay por lo menos mil insurrectos, y la mayor parte de ellos son soldados.
—¡Es verdad, Tremal-Naik! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡Puede ser que todo acabe bien!
—¿Adónde nos han traído? —preguntó Sandokán. La escolta se había detenido ante una construcción que debía de haber sido, en sus tiempos, una torre pentagonal. La parte superior estaba derrumbada, y sus restos los habían acumulado a corta distancia.
—¿Será este el depósito de enganche? —preguntó Yáñez.
El subadhar cambió algunas palabras con los dos centinelas que había en la puerta, y a continuación dijo a Tremal-Naik y a sus compañeros:
—¡Entren ustedes! El oficial de enganches les dará el salvoconducto para entrar en la ciudad santa.
—¿Y cuándo podremos marchar? —preguntó Sandokán.
—Dentro de unas horas —dijo el oficial—. ¡Síganme ustedes, señores!
Encendió una antorcha, hizo abrir la maciza puerta, que parecía de bronce, y subió por una estrecha escalera, cuyas gradas estaban cubiertas por una capa de limo viscoso, formado allí por la humedad.
—¿Es aquí donde tiene las oficinas el oficial de enganche? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí; en el piso superior —respondió el subadhar.
—Más parece una prisión que una oficina.
—No tenemos habitaciones disponibles. ¡Adelante, señores; tengo prisa!
Llegaron al primer piso; empujó una puerta, de bronce también como la anterior, y se apartó para dejar paso a Tremal-Naik, Sandokán, Yáñez y los malayos; pero apenas estuvieron dentro, la cerró con estrépito, dejándolos sumidos en la más profunda oscuridad.
Sandokán lanzó un grito de furor.
—¡Canalla! ¡Nos ha traicionado!
Transcurrieron algunos minutos de silencio. Incluso Yáñez, que nunca mostraba su sorpresa, estaba como aturdido.
—¡Me parece que nos ha encerrado! —dijo, al fin, con su calma habitual—. ¡No esperaba esta sorpresa tan poco agradable, ya que no habíamos hecho daño alguno a los insurrectos! ¿Qué te parece, amigo Tremal-Naik?
—Que ese bribón de general nos ha engañado hábilmente —contestó el bengalí.
—Tremal-Naik —dijo de pronto Sandokán—. ¿Qué apostamos a que en todo este asunto anda metido Suyodhana?
—Es imposible que estuviera aquí precisamente en el momento de nuestra llegada.
—Sin embargo, tengo esa sospecha —contestó Sandokán.
—¿Nos habrá reconocido algún thug, y le habrá dicho al general que somos espías? —dijo Yáñez.
—Podría haber sido eso. Como os digo, tengo la certeza de que aquí anda la mano de los estranguladores —repitió Sandokán.
—Ante todo, veamos dónde estamos y si podemos jugársela a tus compatriotas —dijo Yáñez—. Somos siete, y podemos intentar cualquier cosa.
—¿Tienes fósforos o yesca?
—Y una torcida de alquitrán, que puede alumbramos durante algunos minutos —contestó el portugués—. Además, nuestros malayos también tendrán alguna cosa.
—¡Enciende! —dijo Sandokán.
Yáñez hizo saltar algunas chispas, encendió la yesca y dio fuego a la cuerdecilla. Sandokán la levantó y examinó la estancia. Era un salón grande, desprovisto de muebles, con cuatro ventanas de forma alargada defendidas por gruesas barras de hierro, las cuales no eran muy fáciles de mover.
—¡Es una verdadera prisión! —dijo, después de haber recorrido la sala.
—¡Y han escogido bien el lugar! —contestó Yáñez—. Estos muros deben de tener varios metros de espesor, y por entre los barrotes no hay manera de escapar. Tengo curiosidad por saber cómo va a terminar esta aventura. ¿Estarán tus compatriotas discutiendo lo que van a hacer con nosotros, y pensarán seriamente en fusilarnos? ¡A fe mía que no sería una cosa muy agradable!
—Esperemos a que venga alguien —dijo Sandokán—. No nos tendrán mucho tiempo sin noticias y sin comer.
—¡Ah! ¡Nos hemos olvidado del cipayo del capitán Macpherson! —dijo de pronto Tremal-Naik—. Ese valiente se interesará por nosotros y nos hará saber algo; ¡estoy seguro de ello!
—¡Es cierto! —contestó Yáñez—. Yo, por mi parte, le había olvidado completamente.
—Bien poco será lo que pueda hacer —dijo Sandokán—. No tiene autoridad.
—Pero tendrá amigos —dijo Tremal-Naik—. Yo confío en él.
—Bueno; procuremos pasar la noche lo mejor posible —dijo Yáñez, tirando la yesca, que se había consumido por completo—. Hasta mañana no se dejará ver nadie.
Como allí no había ni siquiera paja, los siete hombres se tumbaron en el suelo y procuraron dormir. Estaban tan cansados, que a pesar de sus preocupaciones, no tardaron en roncar. Cuando despertaron, ya el sol comenzaba a deslizarse a través de las barras de hierro de las ventanas.
—¡Arriba! —ordenó Sandokán—. ¡A pesar de no haber tenido cama, se ha dormido bastante bien, a lo que parece!
—¿No hay nada de nuevo? —preguntó Yáñez, bostezando.
—Hasta el momento presente no ha ocurrido nada —contestó el Tigre—. La sala, o mejor dicho, la prisión, sigue tan vacía como anoche. Nos tratan lo mismo que si fuésemos parias. ¡Tienen poco de galantes, estos insurrectos! Vamos a ver hacia dónde dan las ventanas. Se acercó a una de ellas y miró al exterior.
Daban a una muralla medio derruida del recinto, y se veían montones de piedras, en medio de las cuales crecía un enorme tamarindo que proyectaba una sombra espesísima. Al otro lado de la muralla no había edificio de ningún género; en cambio, allí mismo empezaba un bosque de borás y palmeras de grandes hojas. Iba a retirarse; pero en aquel instante le llamó la atención una rama de tamarindo que se movía violentamente.
—¿Habrá monos ahí debajo? —pensó.
Miró con más detenimiento, pareciéndole imposible que los pequeños cuadrumanos pudieran imprimir sacudidas tan fuertes a una rama tan gruesa, y atisbo por entre las hojas algo blanco y rojo que se movía.
—¡Allí hay un hombre! —dijo—. ¿Nos vigilará? ¡Ah! ¡Tremal-Naik!
El bengalí, que estaba charlando con Yáñez, acudió enseguida a la llamada de Sandokán.
—Tenías razón en decir que el cipayo no nos había abandonado —le dijo—. ¿Le ves escondido entre las ramas de aquel tamarindo, haciéndonos unas señas que no comprendo? Parece que nos quiere decir algo.
—¡Por Brahma y Shiva! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Es él mismo! No se atreve a acercarse, y eso significa que se nos vigila estrechamente o que teme comprometerse.
—¿Comprendes las señas que te hace?
—Parece que quiere decir que tengamos paciencia.
—Realmente, nunca he tenido mucha; pero, a pesar de eso, hubiera preferido otra cosa mejor —contestó Sandokán.
—Procura hacerle comprender si le es posible proporcionarnos armas.
—Ya es tarde. Bedar se ha escondido; seguramente que alguien se acerca.
Miraron hacía la muralla, y vieron que la escalaban dos insurrectos y que luego saltaban por entre las ruinas.
—¡Me parece que he visto aquellos dos enormes turbantes de ayer! —dijo Sandokán.
—Sí; los de ayer noche —dijo Tremal-Naik—. Los turbantes de los hombres que acompañaban al subadhar, y que llevaban la cara oculta.
Los dos hindúes miraron hacia las ventanas, observaron atentamente los muros de la torre, y enseguida volvieron a saltar la muralla, desapareciendo por la otra parte.
—Han venido a cerciorarse de que no hemos arrancado los barrotes o hundido las paredes —dijo Sandokán—. ¡Mal indicio!
En aquel momento oyeron chirriar los cerrojos, y la pesada puerta de bronce giró sobre sus mohosos goznes, apareciendo el subadhar en compañía de cuatro seikkis armados con carabinas, y otros dos que llevaban unas cestas.
—¿Cómo han pasado ustedes la noche, señores? —preguntó, con una sonrisa algo sardónica, que no se le escapó a Sandokán.
—Muy bien —contestó este—; pero debo decirle que, entre nosotros, a los prisioneros se les trata con menos cortesía, aunque con mayores comodidades. Si no se les puede dar una cama, se les proporciona hojas secas. ¿Es que aquí la guerra ha talado todos los árboles?
—Tiene usted mil razones para quejarse, señor —contestó el subadhar—. Yo creía que no les dejarían a ustedes aquí toda la noche y que les fusilarían antes del amanecer.
—¡Fusilarnos! —exclamaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.
—Eso creía —dijo, embarazosamente, el hindú, casi arrepentido de haber dejado escapar aquella palabra.
—¿Y con qué derecho se fusila a extranjeros que nunca han tenido nada que ver con vosotros? —dijo Sandokán—. ¿Qué es lo que os hemos hecho?
—Yo no puedo contestarles, señores —respondió el hindú—. El general Abu-Assam es el que manda aquí. Sin embargo, creo que ha habido personas que han hecho presión sobre el comandante en jefe para que os mande fusilar lo más pronto posible.
—¿Y quiénes son esas personas? —preguntó Tremal-Naik, adelantándose.
—No sé quiénes son.
—Pues yo te lo voy a decir: son miserables thugs, esos sectarios infames que deshonran la India, y a quienes vosotros, cometiendo una torpeza, habéis acogido bajo vuestra bandera.
El subadhar permaneció silencioso; se comprendía fácilmente que no se atrevía a negar lo que acababan de decirle.
—¿Y vosotros sois cómplices y solidarios de esos asesinos? Si nosotros les hemos acometido en su propia madriguera, en los pantanos de Raimangal, ha sido porque han robado a mi hija; y hemos matado a todos los que hemos podido, seguros de que hacíamos un grande e inestimable servicio a la India. ¡Y vosotros, como recompensa, queréis fusilarnos! ¡Ve a decir a tu general que no es un soldado que combate por la libertad de su país, sino un asesino!
El subadhar arrugó el entrecejo e hizo un gesto de impaciencia.
—¡Basta! —dijo—. Yo no tengo que ver con todo eso; mi deber es obedecer y nada más.
Se volvió hacia sus hombres, les dijo que depositaran los canastos en el suelo y luego salió con su escolta sin añadir una sola palabra más, y cerró la puerta con estrépito.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, en cuanto hubo salido—. ¡Ese diablo de hombre me ha estropeado el almuerzo! ¡Pudo haberlo dicho más tarde! ¡Vaya; veo que ese hindú no está muy bien educado!
—¡Se habla de fusilarnos! —exclamó Tremal-Naik.
—No es cosa que dé mucho gusto, ¿verdad, mi buen amigo? —dijo el portugués, que había vuelto a recobrar su buen humor—. ¿No opinas tú lo mismo, Sandokán?
—¡Pues, señor, esos canallas de thugs son más fuertes y poderosos de lo que yo suponía! —dijo el Tigre.
—¡Y nosotros que creíamos que los habíamos ahogado a todos!
—Y en lugar de eso, nos lo encontramos entre los pies, amigo Yáñez —respondió Sandokán.
—Si no encontramos el medio de escapar de aquí más que deprisa, no sé cómo terminará esta aventura, que yo no había previsto.
—Sí, busquemos el modo de poder irnos —dijo Yáñez—; pero después de almorzar. Con el estómago lleno, me parece que las ideas deben de surgir más fácilmente.
—¡Qué hombre tan admirable! —exclamó Tremal-Naik—. ¡No le desconcierta nada!
—Hay que tomar las cosas filosóficamente —contestó, riendo, el portugués—. ¿Nos han fusilado ya? No. ¿Entonces…?
—¡Es mi válvula reguladora! —dijo Sandokán—. ¡Cuántas veces he salvado la vida gracias a su flema!
—¡Al diablo con la conversación! —exclamó Yáñez—. ¡Veamos qué es lo que nos han traído esos bribones de insurrectos! ¡Por Júpiter! ¡Se me ha ocurrido una cosa que me va a estropear otro poco el apetito!
—¿Qué sospechas? —le preguntaron sus amigos.
—¡Que tal vez esos víveres estén envenenados!
—¡Qué idea! —exclamó Sandokán—. Si hubieran querido suprimirnos, nadie les hubiera impedido fusilarnos.
—Puede que tengas razón —contestó Yáñez. Destapó las dos cestas, y encontró pequeñas hogazas, antílope asado, arroz guisado con pescado, un frasco de vino de palma y cigarrillos de tabaco rojo envueltos en hojas de palma.
—¡Vamos; no son muy avaros! —dijo.
Y olvidando sus temores, hincó resueltamente el diente a uno de los panecillos; pero, de pronto, se echó la mano a la boca, lanzando un grito:
—¡Canallas! ¡Han metido piedras dentro, y por poco me rompo un diente!
—¡Piedras! —exclamó Sandokán.
—¡Sí, ahí dentro hay una cosa dura!
—¡Veamos!
Cogió el panecillo, lo partió en dos pedazos y, con gran sorpresa, vio entre la miga una bolita de metal.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué es esto?
Yáñez se apoderó del objeto, mirándolo con gran curiosidad.
—¡Aquí dentro hay algo! —dijo.
—Eso supongo yo también —respondió Sandokán.
—¿Lo habrá puesto Bedar? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Veamos si podemos abrirla! —dijo Yáñez. Trató de romperla por el centro y vio que la cosa no era difícil. La abrió y sacó una pelotita de papel.
—¡Muy bien! —dijo.
Lo desenvolvió con grandes precauciones, temiendo estropearlo, y entonces vio algunos caracteres escritos con tinta azul.
—Esto está en indio —dijo—. Toma tú, Tremal-Naik; léelo, pues tú conoces la lengua mucho mejor que nosotros.
—Aquí no hay más que cuatro palabras —respondió el bengalí.
—Léelas.
—«Esperad a esta noche».
—¿Nada más? —preguntó Sandokán.
—Nada más.
—¿Ni firma?
—Ni firma, Sandokán.
—¿Quién puede habernos enviado ese papel?
—Tan sólo una persona: Bedar.
—¡Esperad a esta noche! —repitió Yáñez—. ¿Va a venir a serrar los barrotes de hierro de las ventanas?
—Supongo que algo hará —respondió Sandokán—. ¡Hemos tenido una verdadera suerte al encontrarle! ¡Si nos ayuda, le recompensaremos como merece!
—¡Si es que no nos fusilan antes de la puesta del sol! —dijo Yáñez.
—Generalmente, las ejecuciones se verifican al amanecer —dijo Tremal-Naik.
—¿Y cómo es que han suspendido la nuestra?
—Yáñez, no creo que piensen fusilarnos, por lo menos sin escuchar nuestra defensa —dijo Sandokán.
—Son rebeldes, y no se tomarán el trabajo de hacernos interrogatorios, querido Sandokán. ¿Qué es lo que quieres esperar de gentes que hasta hace muy pocos días han venido degollando ferozmente a cuantos ingleses han podido coger, sin perdonar ni a las mujeres ni a los niños? ¿Qué somos nosotros para ellos? Tal vez espías, gentes a quienes se mata como a perros hidrófobos, y a quienes ni los ejércitos de las naciones más civilizadas perdonan. ¡Bah! Ya que estamos todavía vivos, aprovechemos el tiempo y terminemos mi reserva de cigarrillos.
Y el intrépido portugués, sin preocuparse de nada más, encendió su vigésimo o trigésimo cigarrillo y saboreó el delicioso aroma del tabaco de Manila. Nadie entró en la prisión; tan sólo vieron reaparecer por el mismo lugar a los dos hindúes de los grandes turbantes, los cuales realizaron la misma inspección que por la mañana.
Cuando el sol estaba a punto de ponerse, el subadhar penetró de nuevo en la estancia, seguido de su escolta y de otros dos hindúes que llevaban la cena.
—¿Han cambiado de idea, o se han persuadido al fin de que no somos espías al servicio de los ingleses? —le preguntó Sandokán, apenas le vio entrar.
—Todo lo contrario —contestó el oficial.
—Entonces, ¿nos fusilarán mañana al amanecer? —preguntó Yáñez, con voz perfectamente tranquila.
—No lo sé; sin embargo…
—¡Continúa! ¡Nosotros no somos hombres que nos impresionemos fácilmente!
El subadhar miró a los prisioneros con ojos llenos de asombro. Aquel aire impasible en hombres que iban a morir le asombró.
—¿Creen ustedes que lo que yo pretendo es asustarlos? —inquirió.
—¡Nada de eso! —contestó Yáñez.
—¿Son ustedes de hierro, entonces?
—No somos mujerzuelas; nada más.
—Si yo fuese el general, se lo juro a ustedes, respetaría su vida —dijo el subadhar—. Es triste tener que matar a hombres tan valientes.
—Dígame usted —dijo Sandokán—; ¿nos fusilarán sin juzgarnos?
—Eso parece.
—¿Qué pruebas tiene el general para no creer que somos gentes honradas que hemos venido hasta aquí para luchar a vuestro lado?
—Creo que alguien le ha presentado pruebas.
—¿De que somos espías?
—Lo ignoro, señores. Descansen ustedes lo mejor que puedan y coman, porque la cena es abundante y variada. Hay también un pastel que les envía un cipayo al que ustedes conocen.
—¿Bedar? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, señor; Bedar.
—Déle usted las gracias de nuestra parte —dijo Yáñez—. Y dígale que le haremos los honores.
El subadhar ordenó a su escolta que se retirase y él les acompañó, un poco contristado, al ver que a hombres tan intrépidos como aquellos, se les iba a asesinar sin juzgarlos e incluso sin escucharles siquiera.
—¡Bedar nos envía un pastel! —exclamó Yáñez, cuando el subadhar hubo cerrado la puerta—. Contendrá alguna cosa que pueda sernos útil.
Sandokán abrió con mucho cuidado la cesta, que era más alta que ancha, y sacó un soberbio pastel en forma de torre, con una magnífica corteza de color amarillo tostado y rodeado de blancas ananas, las cuales formaban un artístico adorno.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, aspirando con visible satisfacción el delicioso aroma que exhalaba—. ¡No creía que los hindúes fueran tan hábiles pasteleros, ni que aquí nos encontrásemos con semejante obra maestra!
—Debe de haber sido comprado en la ciudad.
—¡Ese Bedar es un hombre muy amable!
—Y quizá más listo que amable —dijo Sandokán, cogiendo un tenedor de estaño y disponiéndose a levantar la corteza de encima, que formaba como la plataforma de aquella torre—. Es tan grande, que no creo que no traiga algo escondido en su interior.
Apartó cuidadosamente las ananas y levantó la corteza. No pudo reprimir un grito de sorpresa y alegría.
—¡Me lo había figurado! —exclamó.
Aquella enorme torre estaba por dentro completamente vacía; es decir, vacía no, porque en el fondo Sandokán vio algunos objetos que se apresuró a extraer.
Había un buen rollo de cuerda de seda, delgada como un bramante, pero de una consistencia más que suficiente como para sostener a un hombre sin temor a que se rompiera; había, además, cuatro limas pequeñas y tres cuchillos.
Lo último que extrajo de allí fue un pedazo de papel, en el cual había varias palabras escritas.
—Lee —dijo, pasándoselo a Tremal-Naik.
—Sí; es de Bedar —confirmó el bengalí—. ¡Ah! Es un hombre valiente y bueno.
—¿Qué dice? —preguntaron, con impaciencia, Yáñez y Sandokán.
—Que a medianoche nos deslicemos hasta el recinto que hay detrás de la muralla, donde él nos esperará, y que nos tiene preparado un elefante para favorecer la huida.
—¿Cómo se las habrá arreglado para encontrar un elefante? —preguntó Yáñez.
—Lo habrá alquilado en Delhi —contestó Tremal-Naik—; es algo muy sencillo cuando se tienen algunos centenares de rupias, suma modesta que puede poseer cualquier cipayo.
—Y que se la multiplicaremos, si logra salvarnos —dijo Sandokán—. Por fortuna, el general no mandó que nos registrasen.
—¿Tienes todavía encima muchos diamantes? —preguntó Yáñez—. Porque ya sabes que yo aún tengo mi reserva.
—¡Deja en paz tu reserva! —contestó Sandokán—. Pueden darme cuarenta mil rupias sin pensárselo demasiado por la mitad de lo que llevo en mi bolsillito. ¡Basta de conversación! Ya se ha puesto el sol, y lo que tenemos que hacer nos llevará mucho tiempo.
—Las limas de este país valen tanto como las inglesas —dijo Yáñez—. Y los barrotes de hierro, aun cuando son muy gruesos, pueden ceder antes de un par de horas.
Se aproximaron a una ventana, y miraron con mucha cautela hacia las ruinas y montones de escombros que por allí había, por si se hallaba escondido algún centinela.
—¡Nada! ¡Aquí no hay nadie! —dijo Sandokán—. ¡No sospechan de nosotros!
—Primero hagamos desaparecer la cena, y luego nos ponemos enseguida al trabajo —dijo Yáñez—. Sobre todo, debemos hacer los honores al magnífico pastel de nuestro querido Bedar. ¡A la mesa, amigos, que después ya daremos buena cuenta de esos barrotes de hierro!