29. La insurrección de la india

La insurrección de 1857 fue tan breve como sangrienta. El conquistador hubo de palidecer ante aquella explosión formidable, totalmente imprevista.

El primer chispazo estalló algunos meses antes con el golpe filibustero de Barrampore, que las autoridades militares reprimieron con rapidez y crueldad. Hacía tiempo que el descontento minaba las tropas de cipayos acantonadas en Merut, Cawnpore y Lucknow. Una de las múltiples causas de aquel malestar eran las arbitrariedades que se cometían en los nombramientos de oficiales y suboficiales, que recaían siempre en gentes de castas inferiores; por su parte, los emisarios de Nana Sahib, el bastardo de Bitor, esparcieron la voz de que los ingleses daban a los soldados hindúes cartuchos untados con grasa de vaca, y con grasa de cerdo a los mahometanos, lo cual suponía una atroz profanación, tanto para los primeros como para los segundos.

El día 11 de mayo y cuando los ingleses menos lo esperaban, el tercer regimiento de caballería india, acantonado en Merut, fue el primero en dar la señal de la revuelta, fusilando a todos sus oficiales europeos.

Asustadas las autoridades militares, encarcelaron a los rebeldes; pero en la noche del día 12, dos regimientos de cipayos cogieron las armas y obligaron a sus jefes a libertar a los detenidos y a otros mil doscientos insurrectos.

Aquella debilidad les fue fatal, porque aquella misma noche, cipayos y soldados de caballería se arrojaron como fieras a los cuarteles en que vivían los europeos, y mataron sin piedad a las esposas e hijos de los oficiales.

Simultáneamente, las guarniciones de Lucknow y de Cawnpore pasaban también por las armas a, sus superiores, asesinando a cuantas gentes de raza blanca había en ambas ciudades, en tanto que la rhani de Jhansie, princesa tan bella como valiente, levantaba el estandarte de la rebelión y mandaba degollar a los que guarnecían aquel sitio.

Las autoridades militares, al ser sorprendidas por tan tremendo golpe, no supieron qué determinar, impotentes como se hallaban para hacer frente al huracán que se les echaba encima. Se limitaron a tender una línea de tropas entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah, con la esperanza de hacer retroceder a los insurrectos, que se concentraron bajo las órdenes de Tantia-Topi, uno de los más hábiles y audaces condottieri[29] hindúes, el que posteriormente había de dejar asombrados a los propios ingleses con su retirada a través del Bundelkund.

Los anglosajones no lograron el objeto que se habían propuesto con la línea de tropas, porque los insurrectos, después de haber matado a todos los europeos, avanzaron sobre Delhi, arrastrando consigo al regimiento 34 de cipayos, que, como los demás, se había deshecho de sus jefes a balazos.

Los europeos que lograron escapar de las matanzas de Merut y de Allighur, se habían refugiado en la ciudad del Ganges. El teniente Willenghby, comprendiendo que iban a ser sacrificados, los acogió en la torre de Stentoredo, donde organizó una resistencia desesperada.

Al verse acometidos por todas partes, aquel valiente, con una sangre fría admirable, prendió fuego a los polvorines e hizo volar a mil quinientos sitiadores, y aprovechando la confusión producida, logró poner a salvo a las mujeres, los niños y los ancianos, enviando parte de ellos a Carnol y parte a Amballah y a Merut, ciudad esta que los insurgentes ya habían abandonado.

Fue entonces cuando el regimiento de Allighur proclamó en Delhi un rey, escogido entre los descendientes de la vieja dinastía del Gran Mogol. Dicha proclamación fue festejada con el asesinato de cincuenta europeos y de sus hijos, que se habían hecho fuertes en el palacio real.

Se entablaron diversos combates entre insurrectos y leales con suerte diferente.

Los ingleses, insatisfechos de la lentitud con que procedía el general Arison, confiaron el mando al general Bernard, que poco a poco fue envolviendo a Delhi, donde los insurgentes se fortificaban a toda prisa, comprendiendo que iban a ser sitiados.

Ya en los primeros días de junio, la ciudad podía considerarse cercada. Sin embargo, los ingleses no obtuvieron de ello ninguna ventaja por faltarles los medios de combate, y además de visitar con frecuencia los ataques y violentas salidas de los insurrectos, sufrían lo indecible con el espantoso calor y lo mortífero del clima.

Pero, a pesar de todo ello, la hora fatal se aproximaba para los insurgentes, ya que Delhi estaba condenada a caer en un mar de sangre.

Como ya hemos dicho, Sandokán y sus compañeros se dirigían hacia Delhi, de donde todavía distaban unas cuantas horas.

El señor De Lussac, que vestía el magnífico uniforme de los oficiales bengalíes y que era portador de un salvoconducto del comandante general de Koil, facilitaba el camino a sus amigos. Bastaba con su presencia para evitarles los interrogatorios, los cuales les hubieran hecho perder mucho tiempo.

El país hormigueaba de soldados de todas las armas.

El material de sitio, tan largamente esperado, había llegado ya, y marchaba directamente hacia el Norte para batir los bastiones de la ciudad, que hasta entonces habían resistido tenazmente a las acometidas de la infantería y de los zapadores minadores. Por todas partes se veían las huellas de la insurrección.

Aldeas quemadas, pueblos destruidos, las cosechas arrasadas, los campos desolados, cadáveres que viciaban la atmósfera y que atraían a bandadas de marabúes, bozzagries, arghilaks, nibbis y otras aves de este género.

Cuatro horas después de su salida de Koil, nuestros expedicionarios llegaban a la vista de las torres y de los bastiones de la capital del Gran Mogol.

Grandes contingentes de soldados ingleses recorrían la campiña. Por la mañana se había sostenido un furioso combate, en el cual les había tocado las de perder a los asediantes; montones de cadáveres flanqueaban el camino principal.

La línea de sitio quedó rota en varios puntos, y los rebeldes saqueaban las campiñas vecinas para apoderarse del ganado que todavía existía por aquellos contornos. Por este motivo no resultaba difícil para hombres que parecían nativos y que podían pasar por rebeldes llegados de Merut o de cualquier otra parte, penetrar en la ciudad del Ganges.

—Señor De Lussac —dijo Sandokán, al ver que el teniente se apeaba después de haber atravesado las últimas avanzadas—, ¿cuándo podremos encontrarle?

—Eso depende de la resistencia que opongan los insurrectos —contestó el francés—. Yo he de ponerme a la cabeza de mi escuadrón.

—¿Cree usted que todo esto puede durar mucho?

—Los ingleses pondrán mañana en batería las piezas de sitio, y ya verá usted como los bastiones de Delhi no resisten mucho.

—¿Y cómo voy a arreglarme para comunicarle a usted noticias nuestras?

—Esta mañana he pensado en eso —dijo el francés—. Es necesario que yo sepa dónde se alojarán ustedes para protegerlos. En cuanto los ingleses entren en Delhi se cometerán atrocidades, porque están exasperados y han jurado vengar a sus mujeres e hijos asesinados en Cawnpore, Lucknow y demás lugares. ¡Tengo una idea!

—Diga usted.

—Todas las noches, desde el bastión Cascemir, tiren ustedes al otro lado del foso algún objeto de bastante volumen, dentro del cual pueda ir una carta; por ejemplo, un turbante blanco si es posible.

—Perfectamente —dijo Sandokán.

—¿No serán suficientes para protegernos la carta y el salvoconducto del gobernador? —preguntó Yáñez.

—No digo que no; sin embargo, no es posible adivinar lo que pueda suceder en el furor del asalto, y es mucho mejor que esté yo allí por si acaso. Ya está anocheciendo y este es el momento más favorable para ustedes. ¡Adiós, mis valientes amigos! Les deseo que encuentren a la pequeña y que den el último golpe a los adoradores de Kali.

Se abrazaron no sin emoción, y mientras el francés regresaba al campamento, Sandokán y sus hombres se dirigieron atrevidamente hacia la ciudad.

Muchos soldados de caballería recorrían aquellos contornos, saqueando los burgos que habían desalojado los ingleses por la mañana. Al ver avanzar a aquel grupo armado, un pelotón de saqueadores mandado por un subadhar[30] se adelantó, ordenando que se detuvieran. Tremal-Naik, que se había puesto a la cabeza, obedeció en el acto.

—¿Adónde vais? —preguntó el subadhar.

—A Delhi —contestó el bengalés—, a defender la bandera de la libertad de la India.

—¿Y de dónde venís?

—De Merut.

—¿Cómo habéis podido atravesar las líneas inglesas?

—Aprovechándonos de la derrota que les causasteis esta mañana para rodear su campamento.

—¿Es verdad que han recibido cañones?

—Un parque completo de sitio, que pondrán en batería esta noche.

—¡Perros malditos! —gritó el subadhar, apretando los dientes—. ¡Quieren tomarnos la ciudad! ¡Ya veremos si lo logran! ¡Estamos resueltos a morir antes de rendirnos! Conocemos demasiado bien su civilización; toda ella se resume en una sola palabra: destruir.

—Es cierto —dijo Sandokán—. Le ruego que nos deje entrar en la ciudad. Tenemos prisa por combatir y, además, estamos cansadísimos y hambrientos.

—Nadie puede atravesar la puerta de Turcomán sin sufrir antes un interrogatorio del comandante jefe de las tropas que operan fuera de las fortificaciones. Yo no dudo que seáis insurrectos, hermanos; pero tengo que obedecer las órdenes que he recibido.

—¿Y quién es el comandante? —preguntó Tremal-Naik.

—Abu-Assam, un musulmán que ha abrazado nuestra causa y que ha dado pruebas de su fidelidad y de su valor.

—¿En dónde está?

—En el burgo más avanzado.

—Pero a estas horas estará durmiendo —dijo Sandokán—, y a mí me desagradaría pasar la noche fuera de Delhi.

—Os proporcionaré en el acto un alojamiento. ¡Seguidme! El tiempo es demasiado precioso para nosotros.

El subadhar hizo señas a sus hombres para que rodeasen a los piratas y montaran los fusiles; luego se puso en marcha a un trote corto.

—¡No había previsto yo esto! —murmuró Tremal-Naik, volviéndose hacía Sandokán, que se había quedado pensativo—. ¿Saldremos bien de esta?

—Me siento acometido por un deseo irresistible de cargar a fondo contra esos saqueadores y dispersarlos. No resistirían a un ataque violento, a pesar de que son cuatro veces más numerosos que nosotros.

—¿Y después? ¿Crees que podríamos entrar tranquilamente en la ciudad santa? ¿No ves allá otros grupos de saqueadores recorriendo la campiña? Al oír los primeros tiros se nos echarían todos encima.

—Por eso me he contenido hasta ahora —respondió Sandokán.

—Pero al fin y al cabo, ¿qué tenemos que temer de un interrogatorio?

—¡Qué quieres, amigo Tremal-Naik; hoy me siento más desconfiado que nunca! En ese burgo puede haber thugs, y si los hay pueden reconocerte.

El bengalés se estremeció.

—¡Sería una aventura bien desagradable! —contestó—. ¡Bah! ¡Quizá exageremos nuestros temores!

A eso de las diez llegaron a una aldehuela medio destruida, formada por dos docenas de cabañas casi derrumbadas.

Por varios lugares ardían hogueras, que hacían brillar los gruesos haces de fusiles colocados en pabellón; muchos hombres de aspecto poco tranquilizador con enormes turbantes y las fajas llenas de pistolones, yataganes y tarwars, andaban por entre una multitud de caballos.

—¿Vive aquí el jefe? —preguntó Sandokán al subadhar.

—Sí —respondió el aludido.

Mandó hacer sitio a su escolta y se detuvo ante una cabaña llena de insurgentes que estaban tumbados sobre montones de hojas secas.

—¡Dejad esos sitios! —dijo en un tono tan imperioso, que no admitía réplica.

Cuando los soldados hubieron salido, rogó a Sandokán y a sus compañeros que pasaran, disculpándose por no poder ofrecerles otra cosa mejor, pero prometiéndoles enviar algo para que cenasen. Dejó a la escolta haciendo guardia en la cabaña y se alejó a pie, arrastrando ruidosamente su enorme cimitarra.

—¡Nos han ofrecido un hermoso palacio! —dijo Yáñez, que no había perdido ni un ápice de su eterno buen humor.

—¿Bromeas, hermano? —dijo Sandokán.

—¡Hombre, yo creo que no es cosa de ponerse a llorar porque no nos hayan destinado un alojamiento mejor! Tenemos hojas que harán las veces de cama, y que nos bastarán para echar un buen sueño tan pronto como cenemos, si es que hay cena; porque preveo que no entraremos en Delhi antes de mañana.

—¡Sí entramos! —respondió Sandokán, que parecía atormentado por algún presentimiento.

Yáñez iba a replicarle, cuando entró un soldado que todavía llevaba el uniforme de los cipayos y tenía en las manos una antorcha y un canasto.

Apenas entró en la cabaña, lanzó un grito de sorpresa y de alegría:

—¡El señor Tremal-Naik!

—¡Bedar! —exclamó el bengalí, aproximándose a él—. ¿Qué haces tú aquí? ¡Un cipayo que se ha batido a las órdenes del capitán Macpherson, hallarse ahora entre los rebeldes!

El insurgente hizo un gesto indefinido y dijo:

—Ya no vive el patrón; y, además, yo he roto definitivamente con los ingleses. Mis camaradas desertaron, y lo les he seguido. Y usted, señor, ¿para qué ha venido hasta aquí? ¿Ha abrazado nuestra causa?

—Sí y no —respondió el bengalí.

—Esa es una respuesta poco clara, señor —dijo, riendo, el cipayo—. Pero sea cual fuere el motivo que le trae, tengo una gran alegría en volver a verle, y la tendré aún mayor si puedo serle de utilidad.

—Ya te explicaré después la razón de que me encuentre ante la ciudad santa.

—¡Ah!

—¿Qué pasa?

—Que deben de andar los thugs en el asunto.

—Por ahora, calla. ¿Qué nos has traído, Bedar?

—La cena, señor; un poco ligera a decir verdad; pero en campaña no abundan los víveres. Un poco de antílope asado, alguna fruta y una botella de vino de palma.

—Para nosotros, basta —contestó Tremal-Naik—. Baja el cesto y, si estás libre, cena aquí también.

—Señor, es un honor que no rehúso —contestó el cipayo.

Abrió el cesto y sacó la cena, que, en efecto, no era muy abundante. No obstante, resultó suficiente. Sandokán y Yáñez, que no habían despegado los labios y que estaban muy contentos con aquel encuentro, comieron con apetito, así como Tremal-Naik y los hombres de la escolta.

—Os presento a uno de los valientes cipayos del difunto capitán Macpherson, uno de los que tomaron parte en las primeras expediciones contra los thugs de Suyodhana.

—Entonces, ¿has presenciado la muerte del valiente capitán? —preguntó Sandokán.

—Sí, señor —respondió el cipayo con voz conmovida—. ¡Murió en mis brazos!

—¿Conoces a Suyodhana? —inquirió Sandokán.

—Le he visto como estoy viéndole a usted en este momento, pues cuando disparó sobre mi pobre capitán no estaba a más de diez pasos de distancia de mí.

—¿Y cómo te has librado de la muerte? Porque me han contado que los thugs de Suyodhana mataron a todos los hombres que iban con el capitán.

—Por una afortunada coincidencia, sahib —contestó el cipayo—. Me habían dado un sablazo en la cabeza con un tarwar mientras procuraba socorrer al capitán, a quien metieron dos balas en el pecho.

»Fue tan grande el dolor que experimenté, que caí desvanecido entre las altas hierbas del junglar. Cuando me reanimé había en torno un profundo silencio que se extendía por toda la llanura de los Sunderbunds.

»Me encontré entre montones de cadáveres. Los thugs no respetaron ni perdonaron a ninguno de los cipayos que acompañaban al capitán.

»Todos mis compañeros habían sucumbido, aunque realmente habían vendido muy cara su vida, pues esparcidos por allí había más de doscientos cadáveres de estranguladores.

»Mi herida no era de gravedad. Contuve la sangre, y después de haber buscado en vano el cadáver de mi capitán, huí hacia el río esperando que encontraría el cañonero que nos había conducido hasta los Sunderbunds.

»Pero tan sólo hallé los restos del buque y algunos cadáveres flotando sobre las aguas. Suyodhana, después que hubo matado a todos los cipayos, asaltó el barco y lo voló, poniendo fuego a la santabárbara.

—También supimos eso; ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Sandokán.

El bengalí, que tenía un aire muy triste, afirmó con un movimiento de cabeza.

—Prosigue —dijo Yáñez al cipayo—. ¿No había ninguno de los vuestros en el Mangal?

—Ninguno, señor, porque la tripulación del cañonero fue a prestarnos ayuda tan pronto como sonaron los primeros disparos.

—¿Eran muchos aquellos bandidos? —preguntó Sandokán.

—Quince o veinte veces más que nosotros —respondió el cipayo—. Durante dos semanas anduve vagando por los junglares, alimentándome con frutas salvajes, y corriendo a cada paso el peligro de verme desgarrado por los tigres o despedazado por los cocodrilos hasta que, pasando de isla en isla, por último me recogió una barca de pescadores bengalíes.

—¿Has vuelto a ver a Suyodhana? —preguntó Tremal-Naik, después de unos instantes de silencio.

—No, señor.

—Pues nosotros sabemos por noticias fidedignas que se halla en Delhi.

El cipayo dio un salto.

—¡Aquí! —exclamó—. Yo sé que los thugs se han unido a nosotros y que han venido en grupos numerosos desde Bengala, del Bundelkund y también de Orissa; pero no he oído hablar de que hubiese llegado su jefe.

—Nosotros hemos venido persiguiéndole —dijo Tremal-Naik.

—¿Quiere usted arreglar con él la cuenta pendiente? Si es así, pueden ustedes contar conmigo por completo, señor Tremal-Naik —dijo Bedar—; yo también deseo vengar a mi capitán, a quien quería como si fuese mi padre, a pesar de que yo soy hindú y él era inglés, y a todos mis compañeros, tan miserablemente asesinados en los Sunderbunds.

—¡Sí! —dijo el bengalí con voz terrible—. ¡He venido hasta aquí para matarle y para arrancarle a mi hija, que me ha robado hace algunos meses!

—¿Le ha robado a usted la niña?

—Ya te contaré eso más adelante. Ahora me interesa saber si podremos entrar en Delhi, es decir, si nos dará permiso Abu-Assam.

—No lo dudo, señores, porque no hay motivo para que crean que ustedes son espías de los ingleses. Además de que eso no puede asegurarlo nadie. ¿Han visto ustedes al general?

—Todavía no; sólo sabemos que el subadhar que nos ha traído hasta aquí le ha avisado de nuestra llegada.

—¿Hace mucho que están ustedes aquí?

—Una hora.

—¿Y todavía no ha mandado llamarlos?

—No.

—¡Es extraño! —dijo el cipayo—. Déjenme ustedes que vaya yo a ver al subadhar, que debe de ser el mismo que me ha encargado que les trajese la cena.

Aún no se había levantado para salir, cuando vio aparecer al subadhar acompañado de dos hombres que llevaban la cara cubierta con unos tafetanes que les colgaban del turbante.

—Iba a ir a buscarte —dijo el cipayo—. Estos hombres comienzan a impacientarse, y me han dicho que tienen prisa por entrar en Delhi.

—Vengo a advertirles que esperen un cuarto de hora más, porque en este momento el general se halla muy ocupado. Tú te encargarás de llevarlos hasta él.

—Está bien, subadhar —contestó el cipayo. Dicho esto, el oficial se alejó, haciendo una seña a los que le acompañaban para que le siguieran.

—¿Quiénes son esos dos hindúes que llevan esos turbantes tan extraños? —preguntó Sandokán—. ¿Son ayudantes suyos?

—No lo sé —contestó Bedar, un poco preocupado—. Me han parecido dos seikkis.

—¿Y por qué llevan el rostro cubierto?

—Habrán hecho algún voto.

—¿Hay muchos seikkis en el campamento? —preguntó Tremal-Naik.

—Muchos, no. La mayor parte de ellos se han unido a los ingleses, olvidándose de que son hindúes, como nosotros.

—¿Tenéis esperanza de poder hacer frente a los ingleses?

—¡Hum! —dijo el cipayo, volviendo la cabeza—. Si se hubieran levantado todos los hindúes, a estas horas no habría ni un inglés en el Indostán; pero han tenido miedo, nos han dejado solos y nosotros pagaremos por todos. ¡Porque estoy seguro de que esos malditos europeos no van a darnos cuartel! ¡En fin, sea! ¡Les demostraremos cómo saben morir los indostanos!

En cuanto hubo transcurrido un cuarto de hora, Bedar se levantó diciendo:

—¡Síganme ustedes, señores! ¡A Abu-Assam no le gusta esperar!

Salieron de la cabaña seguidos por un pelotón de caballería que hasta entonces había permanecido oculto detrás de otra choza, y se dirigieron hacia la plazoleta central, en donde Abu-Assam tenía establecido su cuartel general.

Todos los cobertizos, lo mismo que las calles, estaban llenos de insurrectos que velaban. Alrededor de grandes hogueras charlaban, teniendo las armas al alcance de la mano y dispuestos a montar a caballo al primer toque de alarma.

Se veían cipayos que todavía llevaban su pintoresco uniforme, restos de los regimientos de Merut, de Cawnpore, de Allighur y de Lucknow; brundelkanes de Tantia-Topi y de la rhani; barbudos seikkis con enormes turbantes, pesadas cimitarras y fusiles de larguísimo cañón; críssanos y maharatos de admirable aspecto, que semejaban estatuas de bronce. Parecía que esperaban algún ataque del enemigo, porque todos tenían los caballos embridados y con la silla puesta.

El pelotón que guiaba Bedar, siempre escoltado por los soldados de caballería, llegó muy pronto a una amplia plaza llena de insurrectos e iluminada por grandes hogueras de leña, que lanzaban sus llamas a gran altura.

Se detuvieron ante una construcción de mampostería, cuyas paredes estaban agujereadas por balas de cañón y granadas, y que debía de haber sido un elegante bungalow, tal vez propiedad de algún rico inglés residente en Delhi.

—Aquí vive el general —dijo Bedar.

Dio el santo y seña a los centinelas que había en la puerta e introdujo a los supuestos insurrectos en la primera habitación, donde encontraron al subadhar charlando con varios hombres de elevada estatura, montañeses de Bundelkund, que iban armados hasta los dientes.

—Dejen ustedes las pistolas y los sables —dijo, volviéndose a Sandokán y a los demás.

Los dos piratas, Tremal-Naik y los malayos, obedecieron.

—Ahora síganme ustedes —prosiguió el subadhar—; el general les espera.

Los introdujo en otra habitación muy amplia, en la cual había algunos muebles medio derrengados y sillas de bambú cojas y manchadas de sangre, como si hubieran sido testigos de una lucha encarnizada sostenida allí dentro. Cuatro seikkis montañeses de hercúleas formas, custodiaban la puerta con las cimitarras desenvainadas. Delante de una mesa estaba un hombre viejo, con la barba casi blanca, la nariz corba como el pico de un loro y los ojos muy negros y brillantes como ascuas.

Vestía al uso de los musulmanes de la India septentrional, los cuales han conservado el traje tártaro turcomano y en sus mangas, que eran de seda verde, relucían unos galones de oro.

Cuando entraron Sandokán y sus acompañantes, levantó la cabeza, entornó los párpados como si la luz de la lámpara que estaba colgada del techo le molestase, los miró en silencio durante algunos instantes y enseguida dijo con voz nasal:

—¿Sois vosotros los que pedís permiso para entrar en Delhi?

—Sí —contestó Tremal-Naik.

—¿Para combatir y morir por la libertad de la India?

—Contra nuestros seculares opresores.

—¿De dónde venís?

—De Bengala.

—¿Y cómo habéis podido atravesar las líneas enemigas sin que os hayan detenido? —preguntó el viejo general.

—Amparándonos en la oscuridad de la noche; ayer nos escondimos en una cabaña derruida y allí estuvimos hasta que vimos al subadhar.

El viejo permaneció algunos momentos silencioso mirando a Sandokán y a los malayos, cuyo color debía de haberle llamado la atención.

Enseguida volvió a decir:

—¿Tú eres bengalí?

—Sí —contestó Tremal-Naik sin vacilar.

—Pero tus compañeros no me parecen indostanos; tienen un color que no he visto en ninguno de nuestro país.

—Es verdad, general. Este hombre —dijo, indicando a Sandokán— es un príncipe malayo, enemigo acérrimo de los ingleses, a quienes ha derrotado y vencido de un modo sangriento varias veces en las costas de Borneo; los otros son soldados suyos.

—¡Ah! —exclamó el general—. ¿Y por qué ha venido aquí?

—Ha venido a buscarme a Calcuta, pues he sido su huésped hace algunos años, porque supo por mí que se preparaba una insurrección. Viene a ofrecer su poderoso brazo y su sangre.

—¿Es cierto? —preguntó Abu-Assam, volviéndose hacía el Tigre.

—Sí; mi amigo ha dicho la verdad —contestó el pirata—. He sido durante largos años el enemigo más temible que han tenido los ingleses en las playas de Borneo. Los he derrotado en Labuán varias veces, y he destronado a James Brooke, el poderoso rajá de Sarawak.

—¡James Brooke! —exclamó el general, pasándose una mano por la frente, como para despertar algún recuerdo lejano—. ¡Sí; debe de ser aquel teniente de la compañía de la India que yo conocí en mi juventud, y de quien me dijeron que se había hecho rajá de una gran isla malaya! Era un inglés, y, por lo tanto, un enemigo tuyo. Y ese otro que tiene las facciones regulares como las de un europeo, ¿de dónde viene? —dijo, señalando a Yáñez.

—Es un amigo del príncipe.

—¿Y odia también a los ingleses?

—Sí.

—¿Solamente a los ingleses? —preguntó el general, levantándose y cambiando bruscamente de tono.

—¿Qué quiere usted decir con eso, general? —preguntó con inquietud Tremal-Naik.

En lugar de contestar a esa pregunta, el viejo espetó:

—¡Está bien! Dentro de dos o tres horas iréis a Delhi con el subadhar para que no os tomen por enemigos y os fusilen. Seguid a la escolta que os ha traído; pero dejad aquí las armas, porque no se os devolverán sino cuando estéis dentro de la ciudad.

—¿Adónde va a conducirnos la escolta?

—Al depósito de enganches —contestó el general, haciéndoles seña con la mano para que saliesen.

Tremal-Naik y sus compañeros obedecieron y, ya fuera, encontraron nuevamente a la escolta y al subadhar.

—Síganme ustedes, señores —dijo este, rodeándolos con sus hombres—. ¡Todo va bien!

Bedar se acercó a Tremal-Naik, susurrándole al oído:

—¡No se confíen! ¡Esto va mal para ustedes; pero nos veremos pronto!

La escolta se puso en marcha. No habían dado muchos pasos, cuando dos hombres con el rostro casi tapado por los enormes turbantes que llevaban y que eran los mismos que habían acompañado al subadhar en su visita a la cabaña, entraron en la habitación del general.

—¿Son esos? —preguntó el viejo al verlos entrar.

—Sí; los hemos reconocido perfectamente —contestó uno de ellos—. Esos son los que han invadido la pagoda de Kali, los que han inundado los subterráneos y los que han matado a los nuestros. Son aliados de los ingleses.

—¡Hijos míos, la acusación es grave! —dijo el viejo.

—Si han venido hasta aquí, es porque no les trae otro objeto que el de sorprender a nuestro jefe y matarlo.

—Entonces, ¿qué es lo que queréis?

—Que los trates como a traidores, o, de lo contrario, todos los thugs que hay en Delhi y que están dispuestos a morir por la libertad de la India, dejarán mañana la bandera de la insurrección.

—Los hombres son demasiado preciosos en estos momentos para que nos quedemos sin ellos —dijo el viejo, después de un momento de reflexión—. Hay muy poca gente para defender una ciudad tan grande. Tenéis mi palabra. ¡Marchaos!