28. En persecución de Suyodhana

Apenas el sol había empezado a iluminar las puntas de los bambúes en los Sunderbunds cuando la pinassa, que llevaba a bordo a los supervivientes de la expedición reducidos ahora a veinticinco hombres, arribaba a Port-Canning, pequeña estación fluvial inglesa situada a unas veinte millas de la costa occidental de Raimangal y unida a Calcuta por una buena carretera que atraviesa parte del delta del Ganges.

Aquel era el camino más corto para ir a la capital de Bengala, pues por la vía marítima hubieran tenido que remontar todas las lagunas occidentales de los Sunderbunds hasta subir al Hugly, además de dar un rodeo por la isla de Baratela.

Lo primero que hicieron Sandokán y el señor De Lussac fue informarse del estado de la insurrección.

Las noticias eran muy alarmantes. Todos los regimientos indostanos sublevados en Cawnpore, Lucknow y Merut habían matado a sus oficiales y a los europeos que había en dichas ciudades, y la Rhani-Yhansie enarboló el estandarte de la revuelta, después de haber mandado fusilar a la reducida guarnición inglesa.

El Bundelkund ardía en plena revolución, y Delhi, la ciudad santa, había caído en poder de los insurrectos, que se proponían resistir dentro de ella.

Había vuelto a ocupar el trono uno de los últimos descendientes del Gran Mogol, y la consternación reinaba entre las tropas inglesas, que por el momento se hallaban impotentes para hacer frente a tan imprevista sublevación, que tenía todas las trazas de extenderse por toda la India septentrional.

—¡No importa! —dijo Sandokán, cuando el teniente hubo terminado de darle estas graves noticias, las cuales le habían sido comunicadas a este por el comandante de la escasa guarnición de Port-Canning—. ¡Da lo mismo; iremos a Delhi!

—¿Todos? —preguntó Yáñez.

—Todos, no. Un grupo demasiado numeroso podría encontrar mayores dificultades —contestó Sandokán—, aun teniendo un salvoconducto del Gobierno de Bengala. ¿No le parece a usted, señor De Lussac?

—Tiene usted razón, capitán —dijo el teniente.

—Iremos solamente nosotros cuatro con una escolta de seis hombres, y enviaremos el resto al prao con Sambigliong, Kammamuri y Surama. Ahora la muchacha no puede prestarnos ningún servicio.

—Pero el señor Yáñez será un peligro para ustedes —dijo el teniente.

—¿Por qué? —preguntó el portugués.

—Porque es usted de raza blanca, y le será difícil penetrar en Delhi. Los insurrectos no respetan a ningún europeo.

—No tema usted, señor De Lussac; me disfrazaré de hindú.

—¿Y usted puede venir con nosotros? —preguntó Sandokán.

—Creo que podré acompañarlos por lo menos hasta las avanzadas. El general Bernard, según acaban de comunicarme, está concentrando tropas en Amballah, y los ingleses han tendido un cordón entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah. Mi regimiento forma parte de ese cordón. Tengo la seguridad de que, a mi regreso a Calcuta encontraré la orden de incorporarme a mi compañía lo más pronto posible, y que no han de negarme que os acompañe.

—¡Entonces, marchemos! —terminó diciendo Sandokán.

Kammamuri había alquilado seis mail-carts, vehículos muy ligeros que constan de dos asientos, uno delante para el conductor y otro detrás capaz para dos personas. Van arrastrados por tres caballos, que se renuevan de bungalow en bungalow.

Este es el correo empleado en la India, en los lugares en donde no hay vía férrea.

Sandokán dio las oportunas instrucciones a Sambigliong, encargándole que condujese el prao y la pinassa hasta Calcuta, donde debía esperarlos. Hecho esto, dio la señal de marcha. A las nueve de la mañana salieron de Port-Canning los seis carruajes, lanzándose a todo correr por la carretera abierta entre los enormes junglares del Ganges.

Los cocheros, a quienes Sandokán había prometido una buena propina, azuzaban constantemente a los caballos, que corrían como el viento, levantando enormes nubes de polvo.

A las dos de la tarde llegaban los viajeros a Sonapore, que es una estación situada casi en la mitad del camino entre Port-Canning y la capital de Bengala.

Los caballos iban medio reventados por aquella carrera desenfrenada efectuada bajo los rayos de un sol abrasador.

Sandokán y sus compañeros se detuvieron aproximadamente media hora para tomar un bocado, y enseguida volvieron a reanudar el camino con caballos de refresco suministrados por el servicio postal.

—¡Doble propina si llegamos a Calcuta antes de que se cierre el correo! —dijo Sandokán al subir en su mail-cart.

No era preciso más para excitar a los conductores, los cuales manejaron concienzudamente las fustas de mango corto y larguísima correa, que dominan con una habilidad maravillosa.

Los seis carruajes salieron como rayos, saltando de un modo horrible en los baches de la carretera, endurecidos por el fuego abrasador del sol.

A las cinco ya se perfilaban los primeros edificios de la opulenta capital de Bengala, y a las seis los mail-carts penetraban en los suburbios, poniendo en fuga a los peatones que salían escapados para que no les atropellasen.

Cuando sólo faltaban diez minutos para que cerraran la ventanilla de la distribución de cartas, llegaban ante el palacio de Correos de la capital bengalesa.

Sandokán y el señor De Lussac, que tenía muchos amigos entre los empleados superiores, entraron, volviendo a salir poco después con una carta dirigida al comandante del Mariana. En un ángulo se leía la firma de Sirdar.

La abrieron y la leyeron ávidamente.

El bramin les comunicaba que Suyodhana había llegado a Calcuta por la mañana, que había fletado un rápido fylt-sciarra tripulado por remeros especialmente escogidos, y que se disponía a remontar el Hugly para entrar en el Ganges, tocar en Patna y tomar el ferrocarril de Delhi.

Añadía que con ellos iban la niña y cuatro de los jefes más notables de los thugs, y que encontrarían nuevamente noticias suyas en el correo de Monghyr.

—Lleva doce o trece horas de ventaja sobre nosotros —dijo Sandokán al terminar la lectura de la carta—. ¿Usted cree, señor De Lussac, que podremos alcanzarle antes de que llegue a Patna?

—Quizá tomando el ferrocarril que va a Hougly-Ranighausck-Madhepur; pero al llegar a Patna nos veremos obligados a tomar la línea de Monghyr para retirar la carta del correo.

—¿Es decir, que tenemos que retroceder?

—Y perder, por lo menos, seis horas; además, usted no se acuerda que yo tengo que ir a ver al gobernador de Bengala para que me proporcione el salvoconducto, y ahora es demasiado tarde para que me reciban.

—En ese caso hay que perder veinticuatro horas —dijo Sandokán, haciendo un gesto de disgusto.

—Es necesario, capitán.

—¿Cuándo podremos estar en Patna?

—Pasado mañana por la tarde.

—¡Llegará primero ese perro de Suyodhana!

—Eso depende de la resistencia de los remeros que lleve —contestó el teniente.

—¿Y si fletásemos una chalupa muy rápida?

—Perderían ustedes más tiempo y tendrían menos probabilidades de ganar las veinticuatro horas que tenemos que perder. Vénganse a mi casa, señores, y descansemos hasta mañana. A las nueve iré a ver al gobernador, y antes de mediodía ya nos habremos puesto en camino.

Comprendiendo que era inútil hacer más objeciones, Sandokán y sus gentes aceptaron de buena gana la hospitalidad que se les brindaba, y se hicieron conducir al Strand, donde estaba situado el palacete en que vivía el francés.

Durante toda la velada estuvieron haciendo planes, tratando de hallar un medio para alcanzar al enemigo antes de que pudiera unirse a los rebeldes.

A la mañana siguiente, un poco antes de las once, el teniente, que había salido muy temprano, entraba de nuevo en su palacete con alegre semblante.

Había tenido un largo coloquio con el gobernador acerca de la afortunada expedición de Sandokán contra los thugs, y había conseguido un salvoconducto por el cual se concedía a sus valientes amigos el libre paso a través de las columnas inglesas en operaciones en el Oudhe y en el territorio de Delhi, que eran los centros de la insurrección, y además, una carta recomendándoles al general Bernard y un permiso para el propio teniente, a fin de que pudiera acompañarles hasta el gran cordón militar establecido entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah.

Inmediatamente hicieron todos los preparativos para la marcha, y a la una de la tarde aquel pelotón de hombres salía de Calcuta, tomando la línea de Hougly-Ranigach-Bar-Patna en un comodísimo vagón de la North-India-Railway.

Las compañías de ferrocarriles de la India no han escatimado nada para que los viajeros puedan encontrar en todas partes las mayores comodidades, y sus líneas no tienen nada que envidiar a las mejores de los Estados Unidos del Norte. Cada vagón no lleva más que dos compartimientos, que son amplísimos, y en cada uno de ellos las banquetas o asientos tienen los respaldos de tal modo que, levantados y sujetos por correas, sirven de camas muy semejantes a las de los steamers.

En ambos lados de los compartimientos están los gabinetes para vestirse y asearse.

Además, en todas las estaciones sube al vagón un empleado para preguntar a los viajeros qué comida prefieren, y ese mismo empleado lo telegrafía a la estación donde se detiene el tren para que puedan comer.

El convoy se componía de una máquina poderosísima y de muy pocos vagones. Con gran satisfacción de Sandokán corría a toda velocidad devorando kilómetros, y el pirata veía que a cada minuto que pasaba se acortaba enormemente la distancia que los separaba de Patna.

Cómodamente sentados, los audaces adversarios del Tigre de la India fumaban y charlaban para pasar mejor el tiempo. Por otra parte, se encontraban muy a gusto, pues el calor no los molestaba apenas, gracias a que los vagones de esos ferrocarriles van rodeados de cortinas de vetiver, continuamente empapadas de agua por medio de instalaciones adecuadas, lo que hace que existe siempre una frescura relativa en el interior, evitándose los casos de insolación y de apoplejía fulminante, tan comunes en aquellos climas.

A las tres ya habían pasado por Hougly y por Raniganch al mediar la noche; el tren corría hacia la alta Bengala, acercándose a toda velocidad al majestuoso Ganges.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, Sandokán y sus amigos entraron en Patna, una de las ciudades más importantes de Bengala del Norte, y cuyos bastiones baña el río sagrado.

Su primera intención fue ir directamente al edificio de Correos, por si había alguna otra carta de Sirdar; pero allí no había ninguna.

—Vámonos a Monghyr —dijo el Tigre de Malasia—. Ya se ve que Suyodhana no se ha detenido aquí, y que ha proseguido su viaje precipitadamente.

Estaba a punto de salir un tren para aquella ciudad. Lo tomaron a toda prisa, y pocos minutos después marchaban, costeando el Ganges durante un largo trayecto. Tres horas más tarde estaban ante el edificio postal de Monghyr.

Sirdar había cumplido su promesa. La carta estaba escrita la noche anterior, y les notificaba que Suyodhana había despedido el barco, y que tomaron el tren que iba a Patna por la línea Chupra-Corahlpur-Delhi.

—¡Otra vez se nos ha escapado ese bribón! —exclamó Sandokán con ira—. ¡No tenemos más remedio que ir a Delhi!

—¿Podremos entrar en esa ciudad? —preguntó Tremal-Naik al teniente.

—Todavía no han comenzado las operaciones de verano —contestó el teniente—. Yo creo que pueden ustedes entrar sin inconvenientes en unión de los insurrectos que huyen de Cawnpore y Lucknow. Pero les ruego que se disfracen de hindúes y que se provean de armas: no se sabe lo que puede suceder.

—Volvamos a Patna y enseguida, rápidamente hacia Delhi —dijo Sandokán—. ¡Allí es donde el Tigre de Malasia matará al Tigre de la India!

—¿Y dónde podremos encontrar a Sirdar? —preguntó Yáñez.

—Ya he pensado en eso —contestó Sandokán—; porque en una postdata me advierte que todas las noches, entre nueve y diez, nos esperará detrás del bastión llamado Cascemir.

—¿Sabremos encontrar ese bastión?

—Es el más grande y sólido de la ciudad —dijo De Lussac—. Cualquiera os lo indicará.

—¡Pongámonos en marcha! —dijo Sandokán. Aquella misma noche arribaron nuevamente a Patna. Como hasta el otro día por la mañana no habían trenes, se fueron a una fonda, y aprovecharon su estancia allí para transformarse en ricos mahometanos y proveerse de buenas carabinas y de unos largos puñales semejantes a los yataganes.

En la estación se encontraron con que tenían que cambiar de itinerario, pues les dijeron que los trenes no pasaban de Gorahlpur a causa de las correrías de los rebeldes.

La línea que quedaba libre era la de Benares-Cawnpore. Los insurrectos habían evacuado esta última población para reconcentrarse en Delhi. Sin vacilar, escogieron dicha línea, aun cuando es más larga que la otra, y a las diez de la mañana partían a toda velocidad para la alta India, tocando sucesivamente en Benares, Allabad y Faterpur.

Al otro día por la noche llegaban a la estación de Cawnpore. En el edificio se veían claramente los desperfectos causados por los cipayos sublevados.

La ciudad estaba repleta de tropas que habían llegado desde las principales poblaciones de Bengala y del Bundelkund, y se disponían a marchar sobre Delhi, donde la insurrección adquiría tremendas proporciones.

Gracias al salvoconducto y sobre todo a la carta del gobernador de Bengala, pudieron obtener permiso de las autoridades militares para ir en un tren que llegaba hasta Koil, que era la línea de observación de la vanguardia inglesa, formada por dos compañías de artillería.

Hasta el otro día, a primeras horas de la tarde, no llegaron al punto de destino.

—Nuestro viaje en ferrocarril ha terminado —dijo el teniente al saltar del tren—. Más adelante la línea está cortada; pero los caballos abundan, y en diez horas pueden ustedes estar en Delhi.

—¿Es aquí donde tiene usted que dejarnos, señor De Lussac? —preguntó Sandokán.

—Aquí está una de las compañías de mi regimiento; pero les acompañaré hasta cerca de la ciudad para facilitarles el paso.

—¿Es cierto que ya está sitiada?

—Se la puede considerar como tal, aun cuando los rebeldes hagan a menudo salidas y sostengan pequeños combates. Voy a proporcionar a ustedes los caballos y a enseñar la carta y el salvoconducto al comandante en jefe de las tropas.

No habían transcurrido dos horas cuando ya Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el francés, con una pequeña escolta saliendo de la estación de Koil, galopaban hacia la ciudad santa.