Poco después aquel grupo de hombres embocaba la galería lateral que, según había dicho Kammamuri, conducía a la pagoda subterránea y a las principales cavernas que servían de habitación y refugio a los secuaces de Suyodhana.
En todos los pechos alentaba el enorme deseo de acabar de una vez para siempre con aquella infame secta, que tantas víctimas había costado, para poder ofrecer a su monstruosa divinidad, sangre humana.
Ni siquiera De Lussac hizo la menor observación de protesta contra el cruel, pero merecido castigo que Sandokán se proponía aplicar a aquella secta de asesinos.
Los thugs no habían dado señal alguna de vida desde que los piratas invadieron la pagoda y la galería; el hauk había cesado de redoblar; pero Sandokán y sus compañeros no se hacían ilusiones respecto a que ya no opusieran resistencia; por el contrario, estaban seguros de que la encontrarían y avanzaban con grandes precauciones para no caer en un lazo; iban inclinados, con objeto de no servir de blanco a una descarga hecha de improviso.
Kammamuri, el más experimentado de todos por haber estado varias veces prisionero en aquellos antros, los precedía, llevando la antorcha puesta en la boca del fusil, con objeto de engañar a los adversarios en la dirección de los tiros. A su lado iban el tigre y «Punty».
Inmediatamente detrás iban Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez, con ocho malayos escogidos entre los mejores tiradores, y después les seguía el grueso de la tropa, a las órdenes del señor De Lussac y de Sambigliong. Surama marchaba en el centro del último grupo. El agua, que continuaba cayendo, y que escapaba por la galería lateral, apagaba los pasos de los invasores.
Descendía gorgoteando por entre las piernas de los piratas, cada vez con mayor rapidez, puesto que la pendiente del pasadizo era cada vez más grande.
—¿Habrán huido los thugs? —preguntó de pronto Yáñez—. Ya hemos andado ciento cincuenta pasos, y todavía no se ha presentado ninguno.
—Nos esperarán en cualquier caverna —dijo Tremal-Naik, que le precedía, marchando detrás de Kammamuri.
—Pues yo preferiría una lucha enconada a este silencio —dijo Sandokán—. ¡Temo una emboscada!
—¿Qué emboscada?
—Que procuren ahogarnos en otra caverna, ya que no lo han logrado en la primera.
—No hemos visto ninguna otra puerta, y podemos retirarnos a la primera señal de inundación.
—Yo sospecho que van a concentrar la defensa en la pagoda subterránea —respondió Tremal-Naik.
—Pues no podrán impedirnos que penetremos en ella, aunque sean diez veces más numerosos. ¡Quiero ahogarlos a todos y destruir para siempre esta cueva de bandidos!
—¡Alto! —exclamó Kammamuri en aquel instante. Habían llegado a un recodo de la galería, y Kammamuri se detuvo, pues había visto en el fondo de ella agitarse con rapidez varios puntos luminosos. «Punty» lanzó un sonoro ladrido y el tigre un maullido sordo.
—Esos animales han olfateado un peligro —dijo Tremal-Naik.
—¡Inclinaos todos a tierra y levantad las antorchas cuanto podáis! —ordenó Sandokán.
Todos se detuvieron y obedecieron la orden. El agua, que por allí descendía rápidamente, indicando una pendiente muy pronunciada, pasaba entre ellos.
Los puntos luminosos seguían moviéndose, ya hacia un lado, ya hacía otro, ora agrupándose, ora separándose.
—¿Qué harán? —se preguntó Sandokán—. ¿Son señales o qué?
«Punty» lanzó un segundo ladrido. ¿Se trataba de una advertencia?
—¡Alguien se acerca! —dijo Kammamuri. Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando resonó en la galería una violenta descarga, y a la luz de los fogonazos vieron varios hombres adosados a los muros.
Pero habían apuntado demasiado alto, hacia donde brillaban las antorchas, no sospechando que iban puestas en las carabinas.
—¡Fuego y a la carga! —gritó Sandokán, poniéndose rápidamente en pie—. ¡De reserva las armas del grueso de las fuerzas!
La vanguardia, que como ya hemos dicho, se componía de tiradores escogidos, al oír la orden hizo fuego sobre los thugs que habían visto agrupados junto a las paredes, y enseguida se lanzó a la carrera dando gritos salvajes y con los parangs empuñados, en tanto que el tigre y «Punty» caían sobre los más cercanos, desgarrando y mordiendo ferozmente a cuantos encontraban a su alcance.
El efecto de aquella descarga debió de ser terrible, porque los piratas tropezaban continuamente en su avance con cuerpos tendidos en el suelo.
Sandokán, al oír que los thugs huían y comprobando que la antorcha de Kammamuri no era suficiente para poderlos distinguir, no quiso detener a sus hombres, que ya formaban un solo grupo, deseosos todos de tomar parte en la lucha.
La galería continuaba siempre descendiendo y se ensanchaba poco a poco. Las luces que hasta entonces habían visto brillar al otro extremo, desaparecieron; pero los piratas sabían el terreno que pisaban, pues no se apagaron las antorchas de las carabinas, a pesar de la corriente de aire establecida por ambas descargas.
Aquella carrera desenfrenada a través de las misteriosas galerías de los estranguladores, duró dos o tres minutos; al cabo de los cuales, Sandokán y Kammamuri, que iban delante, lanzaron una voz:
—¡Alto!
Ante ellos se había oído un golpazo metálico, como si una puerta de hierro o de bronce se hubiese cerrado con violencia, y «Punty» empezó a ladrar furiosamente. Los piratas, después de haberse repuesto del encontronazo que se dieron al no poder refrenar en el acto la velocidad que llevaban, apuntaron las carabinas.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Yáñez, acercándose a Sandokán.
—Creo que los thugs nos han cortado el camino —contestó el Tigre—. Ahí debe de haber una puerta.
—La asaltaremos con un buen petardo —dijo De Lussac.
—Anda a ver qué es, Kammamuri —dijo Tremal-Naik.
—La antorcha siempre en alto —aconsejó Sandokán—; y vosotros inclinaos todo lo que podáis.
El maharato iba a obedecer la orden de su patrón, cuando resonaron varios disparos, pero no delante, sino detrás de los piratas.
—¡Nos cogen entre dos fuegos! —dijo Sandokán—. ¡Sambigliong, toma diez hombres y cubre la retaguardia!
—¡Voy, capitán! —contestó el contramaestre. Los disparos se sucedían por ambas partes; pero los thugs, siempre engañados por la altura de las antorchas, no hacían blanco, y las balas se estrellaban en la bóveda de la galería.
Sambigliong y sus hombres, en cambio, guiados por los fogonazos de los enemigos, se deslizaron en silencio hacia los tiradores y cayeron encima de ellos, acometiéndolos furiosamente con los parangs.
Mientras aquel pelotón se empeñaba en una lucha feroz, Kammamuri, Sandokán y Tremal-Naik se acercaron en un abrir y cerrar de ojos a la puerta que les impedía el avance, con objeto de hacerla saltar por medio de un petardo; pero, con gran asombro por su parte, la encontraron solamente entornada.
—¡Han vuelto a abrirla! —dijo Tremal-Naik. Iba a empujarla, pero Sandokán le detuvo.
—Probablemente ahí detrás hay una trampa —dijo. Los maullidos del tigre y los temerosos resoplidos del perro confirmaban su sospecha.
—¿Esperarán a que la abramos para dispararnos a quemarropa? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.
—Estoy seguro de ello.
—¡Pero no podemos detenernos aquí!
—Mande usted avanzar en silencio a nuestros hombres, señor De Lussac, y dígales que estén preparados para hacer fuego. Kammamuri, dame el petardo.
Cogió la bomba y sopló en la mecha, con objeto de que ardiese más aprisa, a riesgo de que le estallasen en las manos; después abrió suavemente la puerta, y la lanzó gritando:
—¡Atrás todo el mundo!
La bomba estalló, resonando de un modo espantoso bajo las bóvedas. A la detonación siguieron unos gritos desesperados. La puerta, arrancada de cuajo, cayó al suelo con gran estrépito.
—¡Adelante! —gritó Sandokán, a quien había derribado la violenta conmoción del aire.
Ante ellos huían como antílopes una porción de hombres, mientras que en el suelo y horriblemente destrozados, varios thugs se debatían en las últimas convulsiones de la muerte.
Los piratas se encontraron en una amplia sala subterránea iluminada por varias antorchas metidas en los intersticios de las paredes, adornadas con algunas estatuas enormes que representaban probablemente genios hindúes.
Dispararon algunos tiros sobre los fugitivos para impedirles que se reorganizasen, y enseguida se lanzaron a la carrera.
Sambigliong, que había logrado rechazar a los acometedores, se reunió con ellos llevando en brazos a Sarama, que se había quedado atrás y podía volver a caer en manos de los thugs.
Ya no encontraron resistencia alguna en las galerías que iban recorriendo ni en las cavernas. Impotentes los estranguladores para hacer frente a aquellos terribles enemigos, a quienes no detenía obstáculo alguno, escapaban por donde podían: unos refugiándose en las galerías laterales y otros dirigiéndose hacia la pagoda subterránea; alguno pretendía ganar la salida al exterior por la galería del baniam, que había vuelto a abrir Suyodhana.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban malayos y dayakos, entusiasmados con aquella carga, que todo lo barría.
Pero de pronto, cuando menos lo esperaban, los acometieron cientos de estranguladores.
—¡Intentan defender la pagoda subterránea que está detrás de ellos! —bramó Kammamuri.
Aquella era la última lucha que empeñaban los thugs, Sandokán dispuso rápidamente sus hombres formando un cuadro, evolución que pudieron efectuar por hallarse en una sala bastante amplia, y que parecía la antesala de la pagoda. Dicha estancia comunicaba con diversas galerías.
Por estas desembocaban corriendo hombres casi desnudos, que agitaban lazos, hachas, grandes cuchillos, tarwars, carabinas y pistolones.
Aullaban de un modo espantoso invocando a su diosa; pero aquellos gritos no producían efecto alguno en los malayos ni en los dayakos, que ya estaban acostumbrados a los tremendos alaridos de guerra de sus salvajes compatriotas.
—¡Fuego! ¡Fuego sin piedad! —gritó Sandokán, que estaba en primera fila con Yáñez y Tremal-Naik—. ¡Cuidado conque se os apaguen las antorchas!
Una nutrida descarga efectuada casi a quemarropa, envió rodando por tierra a los que primero llegaron ante el cuadro; a aquella descarga siguió otra e inmediatamente se desencadenó el combate con arma blanca.
Aun cuando eran cinco o seis veces inferiores en número, los tigrecitos de Mompracem resistían tenazmente a los furibundos ataques de los fanáticos, sin descomponer las filas.
Algunos de los suyos también eran derribados por los disparos de carabina y pistola de los sectarios; pero, a pesar de ello seguían haciendo frente al enemigo de un modo tan firme, que maravillaba a De Lussac, el cual había temido que se desorganizasen ante los primeros asaltos.
El suelo se cubría de muertos y de malheridos; sin embargo, los thugs, aunque eran rechazados sin cesar, volvían a la carga con admirable obstinación, procurando deshacer hasta sus cavernas. Aquello no podía durar mucho. La tenacidad y el valor más que extraordinario de los tigres de Mompracem, acabó por desorganizar a las indisciplinadas bandas de Suyodhana, que cargaban a ciegas.
Sandokán aprovechó un momento de vacilación entre las filas enemigas para darles el último golpe.
A su vez lanzó a los hombres al asalto, divididos en cuatro grupos.
El empuje de los piratas fue tan considerable, que las columnas de los thugs quedaron cortadas, y deshechos los que las componían a golpes de parangs y de kampilangs.
La derrota fue completa.
Los fanáticos no resistieron más, y se agolparon en la galería que conducía a la pagoda subterránea, adonde los siguieron los piratas, que no estaban dispuestos a perdonar a ninguno, acuchillando sin misericordia a cuantos alcanzaban.
Los estranguladores intentaron en vano cerrar la puerta de bronce del templo. Los tigres de Mompracem no les dieron tiempo y penetraron casi a la vez en el enorme subterráneo, en el centro del cual y bajo una gran lámpara encendida, había una estatua que representaba a la siniestra diosa; delante de ella se veía un recipiente en donde nadaban unos peces rojos, probablemente mangos del Ganges.
Los piratas, guiados por Kammamuri y Tremal-Naik, atravesaron el templo a todo correr, disparando sobre los thugs, que huían lanzando gritos desesperados, y penetraron en otra caverna menos grande que la pagoda y en la cual se notaba una extraordinaria humedad.
De la bóveda caían grandes goterones, y a lo largo de los muros se deslizaban unos finos canalillos de agua que iban a reunirse en un profundo estanque.
Kammamuri señaló con el dedo a Sandokán una escalinata, en cuyo rellano se veía una puerta de hierro macizo con varios tubos que se distribuían en distintas direcciones.
—¿Da sobre el río?
—Sí —contestó el maharato.
—¡Dadme dos petardos!
—¿Qué es lo que quiere usted hacer? —preguntó De Lussac.
—Inundar los subterráneos. ¡De ese modo terminará el reinado del Tigre de la India!
—¡Los ahogará usted a todos!
—¡Tanto peor para ellos! —repuso fríamente Sandokán—. ¡He jurado destruirlos y cumpliré mi palabra! ¡Disponeos a escapar!
Tomó dos petardos con la mecha encendida que Yáñez ya le alargaba, y los colocó bajo la puerta; hecho esto, descendió tan deprisa como pudo, gritando:
—¡En retirada!
Cuando ya estaba en la puerta de la pagoda, se detuvo un instante para mirar los dos pequeños puntos luminosos que chispeaban en el último peldaño de la escalera. Quería asegurarse de que la humedad no había apagado las mechas.
Transcurrieron algunos segundos; enseguida un relámpago rasgó las tinieblas, seguido de dos formidables detonaciones, que repercutieron sordamente a lo largo de las profundas galerías. Casi en el mismo instante, se oyó un mugido ensordecedor.
Una colosal cascada de agua, más bien una catarata, se volcaba en la caverna, esparciéndose con vertiginosa rapidez por todas partes.
—¡En retirada! —repitió Sandokán, lanzándose en la pagoda—. ¡El agua invadirá los subterráneos!
Todos huían como desesperados, alumbrados por la vacilante luz de las antorchas, en tanto que a sus espaldas seguía oyéndose el siniestro rumor de las aguas del Mangal, que se precipitaba por las galerías del subterráneo.
Como centellas atravesaron la pagoda. De pronto resonaron a lo lejos los gritos desesperados de los thugs, a quienes el agua sorprendía metidos en sus tenebrosos refugios.
Los invasores se metieron por las galerías, escapando a todo comer.
Sambigliong, cuya fuerza muscular era realmente extraordinaria, llevaba en brazos a Surama, para que el agua no la alcanzase.
Iban a atravesar la última galería, cuando sintieron un enorme crujido, como si se hubiesen derrumbado las bóvedas de los subterráneos, y una ola colosal les alcanzó cubriéndoles de espuma.
Pero la pagoda alta, en la cual sostuvieron el primer encuentro, no corría peligro de sumergirse y estaba a unos cuantos pasos.
—¡Ahogaos todos! —gritó Sandokán, mientras atravesaba la última puerta—. ¡El refugio de los thugs ya no lo habitarán más que los cocodrilos y los peces del Mangal!
Cuando se hallaron al aire libre y en zona segura, vieron a varios hombres que salían de entre el baniam y huían como liebres en dirección de las lagunas de la isla.
Algunos estranguladores debían de haber podido alcanzar la salida abierta por Suyodhana y, de este modo, salvarse; pero eran tan pocos, que Sandokán no quiso hostigarlos.
—¡Los tigres y las serpientes se encargarán de dar cuenta de ellos! —murmuró.
Enseguida, volviéndose hacia Tremal-Naik le dijo, dándole una palmada en el hombro:
—¡Ahora a Calcuta, y después a Delhi! ¿Cuál es el camino más corto?
—Port-Canning —contestó el bengalés.
—¡Pues andando! ¡O consigo la piel de Suyodhana o dejo de ser el Tigre de Malasia!