Una vez muerto el estrangulador que había procurado sorprender a Tremal-Naik y mientras este escalaba audazmente la cúpula de la pagoda, el grueso de la banda, guiado por Kammamuri y Sambigliong se detenía en medio del junglar, a quinientos o seiscientos metros del estanque y esperaba para lanzarse al ataque.
Nadie, ni siquiera «Punty» que los precedía, había encontrado motivo alguno de sospecha durante el trayecto que habían recorrido desde el mangal hasta el lugar en que se detuvieron.
Kammamuri, que conocía los alrededores de la pagoda mejor incluso que Tremal-Naik, colocó los hombres frente a la entrada del edificio, el cual se veía admirablemente, si bien un poco lejos, a causa de la escalinata y de las enormes columnas que servían de soporte a las monstruosas estatuas que representaban a Kali bailando sobre el cadáver de un gigante.
El regreso de «Darma» le anunció que su patrón ya debía de haber escalado la cúpula de la pagoda.
Entonces dio orden a la tropa para que avanzase hasta las lindes del junglar, con objeto de estar más próximos y preparados para acudir en ayuda de él y de sus atrevidos acompañantes.
—Faltan muy pocos minutos para la medianoche —le dijo Sambigliong, que se había puesto a su lado—. No tardaremos en oír la señal.
—¿Están a mano los petardos?
—Sí; y tenemos doce —respondió el contramaestre del Mariana.
—¿Saben tus hombres utilizarlos?
—Todos ellos están familiarizados con las bombas. Cuando abordábamos los barcos ingleses, hacíamos gran uso de ellas. Por ese lado no tengas cuidado; la puerta saltará, aunque sea de hierro. ¿Crees que los thugs opondrán resistencia?
—Seguramente que no se dejarán arrebatar a la pequeña Damna sin entablar combate —respondió Kammamuri—. Los estranguladores son valientes y afrontan la muerte sin temerla.
—¿Y serán muchos?
—Cuando yo estuve prisionero en los subterráneos había unos doscientos o trescientos.
—Contramaestre —dijo en aquel instante uno de los malayos—, en las ventanas de la pagoda hay luz.
Kammamuri y Sambigliong se pusieron en pie de un salto.
—Los thugs deben de haber encendido ya la lámpara grande —dijo el maharato—. Estarán preparándose para la ceremonia de la ofrenda de la sangre.
«¿Y qué es lo que estará haciendo el Tigre de Malasia?», se preguntó Sambigliong.
—¡Listos! —ordenó Kammamuri. Los treinta piratas se levantaron y montaron las carabinas.
Un espantoso clamor se elevaba del interior de la pagoda; de pronto se oyó un tiro de fusil, seguido por una descarga.
—¡Asaltan al capitán! —gritó Sambigliong—. ¡Arriba, tigrecillos de Mompracem!
—¡Adelante! —mandó a su vez Kammamuri. La banda se lanzó velozmente a través de las últimas cañas, en tanto que en la pagoda se sucedían las detonaciones y el griterío aumentaba.
Los piratas recorrieron la distancia que les separaba de la pagoda en menos de cinco minutos; pero al llegar ante la puerta, el combate parecía haber cesado, porque ya no se oían disparos y los gritos se alejaban, debilitándose rápidamente.
—¡Los petardos! ¡Pronto! —gritó Kammamuri, después de haber golpeado en vano la puerta de bronce de la pagoda.
Los malayos se lanzaron gradas arriba, colocando junto a la puerta dos bombas que ya tenían la mecha encendida; pero de improviso salieron unas tremendas voces de las matas cercanas.
Dos grupos de hombres armados con lazos y tarwars se arrojaron repentinamente sobre los piratas, que se hallaban reunidos en la parte baja de las escaleras.
Eran lo menos doscientos estranguladores, desnudos, untados con aceite de coco por todo el cuerpo, para poder escurrirse de entre las manos de sus adversarios.
Aun cuando sorprendidos por aquel imprevisto e inesperado ataque, los malayos y los dayakos no perdieron la serenidad.
Con la rapidez del rayo se dispusieron en dos frentes, y acogieron a los enemigos más cercanos con una terrible descarga de fusilería, derribando a unos treinta thugs entre muertos y heridos.
—¡Apretad las filas! —gritaba Sambigliong.
A pesar de aquellas dos descargas, los estranguladores no se detuvieron. Aullando cual bestias feroces, se arrojaron como locos sobre los piratas, creyendo que iban a deshacerlos y a dispersarlos. Ignoraban que tenían enfrente a los más formidables guerreros del archipiélago malayo, familiarizados con el humo de la artillería y aguerridos en más de cien abordajes.
Los tigres de Mompracem dejaron las carabinas, y empuñando sus pesados sables, armas temibles en sus manos, cortaron los lazos que silbaban en todas direcciones.
Por su parte, «Punty» y el tigre destrozaban con garras y dientes a los enemigos sobre quienes caían.
Unidos espalda contra espalda, los heroicos hombres del mar recibieron sin pestañear el formidable empuje, descargando multitud de tajos.
Se empeñó entonces una lucha tremenda, pero que apenas duró unos cuantos minutos, porque los malayos, a una orden de Sambigliong, cargaron a su vez con tal empuje a los asaltantes, que limpiaron de enemigos la explanada.
Como había dicho Sandokán a De Lussac, una vez lanzados a la carga, sus hombres ya no se detenían.
Cuando vieron que los thugs se replegaban en confuso desorden, cayeron sobre aquellas turbas, matando a cuantos alcanzaban, en tanto que los dayakos de Kammamuri, volviendo a empuñar las carabinas, sostenían un fuego incesante para apoyar el ataque de sus camaradas.
En el mismo instante en que los estranguladores volvían la espalda, estallaron los dos petardos, produciendo un doble estampido ensordecedor y desencajando y derribando la puerta.
Uno de los grupos de thugs, que se replegaba hacía las escaleras, procurando reorganizarse para la resistencia, al oír desgajarse las hojas de la puerta, subió las gradas a escape e invadió la pagoda.
—¡Dejad a esos! —gritó Kammamuri—. ¡Al templo! ¡Al templo! ¡Allí está el Tigre de Malasia! ¡Sambigliong, ponte a retaguardia y defiéndenos!
Después de decir esto, se lanzó por las escaleras seguido por los dayakos, mientras que los malayos del contramaestre del Mariana terminaban de dispersar a los thugs que intentaron volver a reunirse en las orillas del estanque, obligándolos a ponerse a salvo en el junglar y en un árbol enorme que por sí solo constituía un bosque, pues era un colosal baniano con cientos de troncos.
Cuando los thugs, que se habían refugiado en la pagoda, comprendieron que sus adversarios pretendían invadir los subterráneos, hicieron frente a la acometida de los dayakos, cargando sobre ellos con los tarwars.
Los intrépidos piratas habían ya llevado a cabo cuatro asaltos guiados por Kammamuri, y otras tantas veces habían vuelto a descender corriendo las escaleras, dejando algún que otro herido.
Afortunadamente, los malayos acudieron rápidamente en su socorro.
Con dos descargas de fusilería limpiaron la meseta de la escalinata, y enseguida malayos y dayakos se lanzaron como una tromba en la pagoda. Los thugs ya no los esperaron.
Desanimados por las enormes pérdidas sufridas y considerándose impotentes para medir sus ligeros tarwars con los pesados sables de los tigres de Mompracem, se desparramaron huyendo como antílopes en dirección de la galería que conducía a los subterráneos y cerrando de golpe la puerta de bronce, no menos fuerte que la de la pagoda.
—¿Y mi patrón? —gritó Kammamuri, al no ver a nadie en el templo—. ¿Y el Tigre de Malasia y el señor Yáñez?
—¿Habrán salido por alguna otra parte? —dijo Sambigliong.
—¿Y si los han hecho prisioneros? —dijo el maharato—. También ellos llegaron hasta aquí, porque les hemos oído disparar. ¡Mira los muertos que hay alrededor de la estatua de Kali! ¡Estoy seguro de que los han matado ellos!
Una gran ansiedad se apoderó de todos.
—Sambigliong —dijo Kammamuri al cabo de algunos instantes de angustioso silencio—, hagamos saltar la puerta e invadamos los subterráneos.
—¿Crees que dentro de ellos está el Tigre de Malasia? —preguntó Sambigliong.
—Aquí no hay nadie y nosotros no los hemos visto salir; por fuerza tienen que haber entrado por la galería. ¡Apresurémonos; quizá se hallen en peligro!
—¡Colocad los petardos! —ordenó Sambigliong—. ¡Cargad las carabinas y encended las antorchas!
Los malayos, que eran portadores de las bombas, se dispusieron a obedecer en el instante en que se abría una puertecilla disimulada detrás de una estatua de la octava encarnación de Visnú, y una muchacha se lanzó corriendo por la pagoda con una antorcha en las manos y gritando:
—¡El sahib blanco y sus amigos se ahogan! ¡Salvádlos!
—¡Surama! —exclamaron Kammamuri y Sambigliong, dirigiéndose hacia la joven.
—¡Salvadlos! —repitió, llorando, la bayadera.
—¿En dónde están? —preguntó Kammamuri.
—¡En una de las cavernas de la galería! Los thugs han cortado el tubo que los provee de agua y la han inundado para ahogar al sahib blanco, al Tigre y a todos.
—¿Sabrás guiamos?
—Sí; conozco la galería.
—¡Abajo la puerta! —gritó Sambigliong. Encendieron dos petardos y los colocaron en el suelo; luego retrocedieron precipitadamente hasta la escalinata de la pagoda.
Segundos después y a causa del estallido de la bomba, la puerta cayó a tierra.
—Surama, ponte detrás de nosotros —dijo Kammamuri, cogiéndole la antorcha—. ¡Deprisa, tigres de Mompracem!
Se lanzaron rápidamente por la tenebrosa galería, empujándose unos a otros, pues todos querían ser los primeros en llegar en socorro del Tigre de Malasia; pero a unos cien pasos tuvieron que detenerse. Otra puerta les cerraba el camino.
—Todavía hay otra más adelante —dijo Surama—; precisamente la que cierra la caverna donde están prisioneros.
—Por fortuna todavía tenemos más de media docena de bombas —respondió el contramaestre del Mariana.
Encendieron la mecha y retrocedieron.
La explosión fue tan formidable, que todos los piratas cayeron los unos sobre los otros por el empuje del aire; pero la puerta cedió inmediatamente.
—¡Adelante! —ordenó Kammamuri.
Volvieron a emprender la carrera bajo aquellas oscuras bóvedas, hasta que llegaron ante la tercera puerta.
Del otro lado se oía un rumor extraño; era el de la catarata, que caía desde una altura considerable.
—¡Están ahí dentro! —dijo Surama.
—¡Capitán! ¡Señor Yáñez! —gritó Kammamuri con poderosa voz—. ¿Me oyen ustedes?
A pesar del ruido del agua, oyó distintamente la voz de Sandokán, que gritaba con todas sus fuerzas:
—¿Sois nuestros hombres?
—¡Sí, señor Sandokán!
—¡Apresuraos a echar la puerta abajo; el agua nos llega al cuello!
—¡Aléjense todos; vamos a colocar un petardo!
—¡Da fuego enseguida! —respondió Sandokán. Colocaron la bomba detrás de la puerta; enseguida los piratas se alejaron más de doscientos pasos en el corredor, metiéndose en una bifurcación de la galería. La detonación no se hizo esperar mucho.
—¡Pronto, las armas! —gritó Sambigliong, lanzándose el primero hacia la puerta.
Todos le siguieron. No habían recorrido más que unos cincuenta metros, cuando un torrente de agua se escapaba a lo largo de la galería, produciendo un fragor parecido al de un trueno lejano, los empujó, haciéndoles retroceder.
Era una verdadera oleada, que cesó casi de pronto, huyendo por la galería lateral, que tenía una pendiente muy pronunciada.
Un instante después vieron brillar dos antorchas en dirección de la caverna, y enseguida oyeron la voz de Sandokán.
—¡No hagáis fuego! ¡Somos nosotros!
Un grito de alegría, que se escapó de treinta gargantas a un mismo tiempo, saludó la aparición del Tigre de Malasia y de sus compañeros.
—¡Salvados! ¡Salvados! ¡Viva el capitán! En el corredor había aún mucha agua; pero, de todos modos, ahora apenas les llegaba a los muslos.
Sandokán y Yáñez, al ver a Surama, no pudieron reprimir una exclamación de asombro.
—¡Tú aquí, muchacha!
—¡A esta valiente bayadera deben ustedes la vida, señores! —dijo Kammamuri—. ¡Ella ha sido la que nos advirtió que estaban ustedes encerrados en esta caverna y a punto de ahogarse!
—¿Quién te lo dijo, Surama? —preguntó Yáñez.
—Lo supe por los mismos thugs que estaban encargados de cortar el conducto del agua. Os atrajeron a este antro con el deliberado propósito de ahogaros —respondió la muchacha.
—¿Y qué es lo que ha sucedido a Sirdar? —preguntó Sandokán—. ¿Nos ha traicionado?
—No, sahib —dijo Surama—. Va detrás de Suyodhana.
—¿Qué quieres decir con eso, muchacha? —gritó Tremal-Naik, con voz alterada.
—Que el jefe de los thugs salió huyendo una hora antes de que vosotros llegaseis; y, para escapar sin peligro, mandó abrir de nuevo la antigua galería del baniam sagrado.
—¿Y mi hija?
—Se la ha llevado consigo.
El pobre padre lanzó un grito desgarrador y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Ha huido! ¡Ha huido!
—Pero le sigue Sirdar —dijo Surama.
—¿Y adónde se ha ido? —preguntaron a un tiempo Sandokán, Yáñez y De Lussac.
—A Delhi para ponerse bajo la protección de los insurrectos. Sirdar me ha dado esta carta para vosotros, unos momentos antes de que partiera.
Sandokán cogió la misiva que la joven había sacado de su corsé.
—¡Una antorcha! —pidió el Tigre—. ¡Veinte hombres a las desembocaduras de las galerías, y que hagan fuego sobre el primero que se acerque!
Tremal-Naik se enjugaba las lágrimas; De Lussac, Yáñez y Kammamuri rodearon al capitán llenos de ansiedad.
Sandokán leyó:
Suyodhana ha huido por la antigua galería, después de la imprevista desaparición del manti. No ignora nada y os teme; pero sus hombres están preparados a resistir y decididos a morir todos, si es preciso, con tal de deshaceros.
Huimos hacia Port-Canning para ir a Calcuta, en donde nos embarcaremos para Patna; desde allí iremos a reunirnos con las tropas insurrectas que se encuentran en Delhi.
Suceda lo que sea, no le perderé de vista y velaré por Damna.
En el correo de Calcuta encontraréis noticias mías.
Sirdar
Después de la lectura de esta carta hubo un pequeño silencio, interrumpido solamente por los sordos sollozos de Tremal-Naik.
Todos habían dirigido la mirada al Tigre de Malasia, cuyo rostro tenía un aspecto terrible. E instintivamente comprendieron, que aquel hombre indomable estaba meditando una espantosa venganza.
De improviso se acercó a Tremal-Naik, y poniéndole una mano en un hombro, le dijo:
—Te he dicho que no abandonaremos estos lugares sin haber recobrado a la niña y sin que nos llevemos la piel del Tigre de la India. Ya sabes que Yáñez y yo somos hombres que sostenemos nuestras promesas. Una vez más se nos ha escapado Suyodhana; pero le encontraremos en Delhi, tal vez más pronto de lo que imaginas.
—¿Vamos a seguirle hasta allá, en estos momentos en que toda la India septentrional está ardiendo? —dijo Tremal-Naik.
—¿Y eso qué importa? ¿Es que nosotros no somos hombres de armas? Señor De Lussac, ¿podría usted obtener del gobernador de Bengala, en compensación por el servicio que prestamos a los ingleses, un salvoconducto que nos permita atravesar la alta India sin que nos molesten las tropas que se hallan en operaciones?
—Espero obtenerlo, capitán; es más, estoy seguro, tratándose, como se trata, de un hombre por cuya cabeza se han prometido diez mil libras esterlinas.
—¡Prenderle! ¡No, señor; matarle! —dijo Sandokán fríamente.
—Como usted quiera.
Sandokán permaneció unos instantes en silencio, y enseguida dijo:
—Tremal-Naik, tú me has dicho que pasa un río por encima de estos subterráneos.
—Sí, el Mangal.
—Y que en una caverna existe una puerta de hierro que comunica con el río, y que allí se encuentra una gran tubería.
—Sí, la he visto varias veces durante la época de mi cautiverio —respondió Kammamuri—. Por esa tubería se reparte el agua a todos los subterráneos para ser utilizada por los que lo habitan.
—¿Sabrías conducirnos a esa caverna?
—Sí —dijeron los dos hindúes.
—¿Está muy lejos?
—Tenemos que recorrer cuatro galerías muy largas y atravesar la pagoda subterránea.
—Llévanos hasta ese lugar —dijo Sandokán, sonriendo cruelmente—. ¿Cuántos petardos os quedan todavía?
—Seis —contestó Kammamuri.
—¿Hay algún otro pasadizo que nos evite volar la puerta de la caverna?
—A doscientos pasos de aquí se bifurca la galería —dijo Kammamuri—. Por ahí deben de haber escapado los thugs que se habían refugiado en la pagoda.
—¡Tigres de Mompracem! —gritó Sandokán—. ¡Ahora vamos a dar la última batalla a los tigres de Raimangal! Ponte a la cabeza, Kammamuri, y coloca la antorcha en la boca del cañón de la carabina. ¡Va a llegar la última hora de los estranguladores de la India!