25. En el refugio de los «thugs».

¿De qué modo aquel hombre, que había huido casi inerme a través de las islas de los Sunderbunds, cubiertas de fango, había logrado librarse del veneno de las serpientes de cascabel, de los anillos de las pitones, de los dientes afilados de los saurios y de las garras de las panteras y de los tigres, y había conseguido llegar a la madriguera de los sectarios de Kali?

¿Y por qué, en lugar de aparecer Suyodhana con la pequeña Damna para llevar a cabo el ofrecimiento de la sangre, se encontraba él frente a aquella turba de fanáticos? ¿Acaso Sirdar les había traicionado, o les habían visto cuando escalaban la pagoda?

Ni Sandokán ni los demás tuvieron tiempo de explicarse lo que ocurría. Los thugs les acometían por todas partes con los lazos, los pañuelos de seda, los tarwars y los puñales, aullando de una manera insoportable.

—¡Mueran los que han profanado la pagoda! ¡Kali! ¡Kali!

Sandokán se había lanzado fuera de la capilla, apuntando con la carabina hacia el manti, que iba precediendo a los estranguladores con el kampilang que cogió a uno de los dos centinelas del prao.

—¡Viejo! ¡La primera bala para ti! —exclamó el formidable pirata.

Resonó un tiro, que bajo la cúpula produjo el estampido de un petardo.

El manti dejó caer el kampilang y se llevó una mano al pecho.

Estuvo un momento inmóvil, lanzando sobre Sandokán una mirada llena de rabia y de odio, y enseguida cayó pesadamente al suelo, casi a los pies de la estatua colosal que se alzaba en el centro de la pagoda, gritando con voz ahogada:

—¡Vengadme! ¡Matad! ¡Exterminad! ¡Lo ordena Kali!

Los estranguladores, cuando vieron caer al viejo, se detuvieron unos instantes, los suficientes para dar tiempo a Tremal-Naik, Yáñez, el francés y los cuatro malayos para agruparse alrededor del Tigre de Malasia, que dejó la carabina para empuñar el kampilang.

La vacilación de los sectarios de la sanguinaria diosa no duró más que unos cuantos segundos. Sintiéndose fuertes por la superioridad del número, volvieron enseguida a la carga, realizando un rapidísimo movimiento envolvente y haciendo voltear los lazos y los pañuelos de seda.

Sandokán, que había advertido a tiempo el peligro que corrían si se dejaban rodear, se lanzó hacia la pared más próxima, en tanto que sus compañeros, con una descarga cerrada, tumbaban a cuatro o cinco hombres, abriéndose paso de este modo.

—¡Mano a los parangs! —gritó Sandokán, adosándose al muro—. ¡Cuidado con los lazos!

Yáñez, Tremal-Naik y sus compañeros, aprovechándose del hueco abierto por aquella descarga mortífera, se le reunieron en el acto, repartiendo tajos en todas direcciones, para cortar los lazos que les caían encima silbando como serpientes.

El movimiento realizado por el Tigre de Malasia y las pérdidas sufridas, enfriaron un poco el empuje de los estranguladores, que seguramente habían creído que iban a vencer enseguida a aquel insignificante grupo de enemigos.

El manti, que todavía se debatía en medio de un charco de sangre, les reanimó diciendo:

—¡Matadlos! ¡Deshacedlos! ¡El paraíso de Kali para el que muera…, para el que…!

La muerte le cortó la palabra: pero todos habían oído la promesa.

¡El paraíso de Kali aguardaba a los que muriesen! No era preciso más para infundir nuevos ánimos a aquellos fanáticos.

Volvieron a lanzarse hacia sus enemigos, vociferando de un modo espantoso; pero, a pesar de su empuje, tuvieron que replegarse inmediatamente ante el fuego de aquellos hombres.

De esta nueva descarga resultaron diez o doce thugs muertos o heridos. Sandokán y sus compañeros habían echado mano a las pistolas, descargándolas a quemarropa.

Los caídos formaron una barrera ante ellos. Solamente un lazo cayó sobre el señor De Lussac, rodeándole un brazo y el cuello; pero Yáñez lo cortó en el acto con el parang.

El efecto producido por aquella segunda descarga, más mortífera que la anterior, llenó de pánico a los estranguladores; tanto más, cuanto que ya no vivía el manti para animarlos.

Sandokán, al ver que se replegaban en confuso desorden, no les dio tiempo para que se rehicieran e intentaran un nuevo ataque.

—¡Carguemos! —gritó—. ¡Vamos contra esos bandidos!

El formidable pirata de los mares malayos se lanzó hacia sus enemigos con el ímpetu de la fiera cuyo nombre llevaba, descargando terribles tajos con el pesado parang, que manejaba como si se tratase de una simple pluma.

Sus valientes compañeros le siguieron en la acometida, en tanto que los malayos, gritando como salvajes y saltando como antílopes, acuchillaban sin piedad a cuantos alcanzaban con sus kampilangs.

Los thugs, al verse impotentes para rechazar aquella carga furiosa, se lanzaron hacia la estatua, agrupándose a su alrededor, y una vez allí, abandonando sus pañuelos y lazos, inútiles en una lucha como aquella, empuñaron los tarwars y los cuchillos, comenzando resueltamente la batalla, como si esperasen algo de la protección de la monstruosa diosa.

Sandokán, lleno de ira al encontrar una resistencia que ya creía quebrantada, los acometió con formidable ímpetu, intentando desorganizar sus filas.

La lucha se hizo terrible. Los golpes de los parangs y de los kampilangs, armas que tenían una gran supremacía contra los cortos tarwars y los cuchillos, caían como espesa granizada, cortando lazos y cabezas, atravesando pechos y torsos; pero a pesar de esto no lograban romper las filas de los estranguladores, que oponían una resistencia verdaderamente heroica.

Por tres veces, el Tigre de Malasia condujo en vano a la carga a sus hombres. A pesar de los estragos que hacían los tremendos sables bomeses, habían tenido que retroceder.

Iba a intentar otro nuevo asalto, cuando de improviso se oyó en la lejanía el redoble del gran tambor de las ceremonias religiosas, seguido de algunas descargas de fusilería que resonaban fuera de la pagoda.

Sandokán lanzó un grito.

—¡Animo, amigos! ¡Ya vienen nuestros hombres para ayudarnos! ¡A la carga contra estos bandidos!

No hubo, sin embargo, necesidad de intentar la carga, porque apenas los estranguladores oyeron el redoble del hauk, se lanzaron a la carrera como locos en dirección a la puerta por la cual habían entrado en la pagoda, y que probablemente comunicaba con las misteriosas galerías del templo subterráneo.

Cuando Sandokán vio que iniciaban la huida, sin pensarlo un solo instante, se lanzó detrás de ellos, gritando:

—¡Adelante! ¡Sigámosles hasta sus madrigueras!

Los thugs, en su huida, habían tirado varias antorchas; Yáñez y Tremal-Naik cogieron dos de ellas y siguieron corriendo detrás de Sandokán.

Los estranguladores, reunidos ya en la puerta, se precipitaron en la galería, empujándose unos a otros, pues todos deseaban ser los primeros en ponerse a salvo.

Cuando Sandokán y sus compañeros atravesaron el umbral, ya sus adversarios, que corrían como liebres, les llevaban una gran ventaja.

Como conocían los subterráneos, apagaron las antorchas para que no pudiesen disparar sobre ellos. El corredor, por tanto, quedó sumido en las tinieblas; pero se les oía escapar como locos, pues sus pisadas resonaban fuertemente bajo las bóvedas.

Tremal-Naik, que temía una emboscada, intentó detener al Tigre de Malasia, diciéndole:

—Esperemos a que lleguen tus, hombres, Sandokán.

—¡Nosotros nos bastamos! —respondió el pirata—. ¡Nos detendremos más adelante!

Cogió la antorcha que llevaba Yáñez, y siguió corriendo audazmente por el tenebroso pasadizo, sin inquietarse por el continuo redoble del hauk, que tal vez estuviera llamando a todos los habitantes de los subterráneos.

Otro motivo le empujaba para abalanzarse sobre los thugs: el temor de que Suyodhana huyese con la niña; este temor le hacía apresurarse, sin tener en cuenta los peligros a que se exponía.

Todos marchaban a la carrera, voceando para hacer creer que eran muy numerosos y sembrar el terror entre los fugitivos. Golpeaban los muros con las armas y gritaban con todas sus fuerzas como si efectivamente fueran cien hombres.

La galería descendía rápidamente en dirección de los subterráneos.

Se trataba de una galería irregular, socavada en alguna veta rocosa, de dos metros escasos de ancho y de otros tantos de alto, interrumpida a trechos por pequeños escalones escurridizos; la humedad rezumaba por todas partes, y de la bóveda caían grandes goterones, como si por encima pasase algún río o hubiera algún estanque.

Los estranguladores continuaban corriendo sin molestarse en oponer resistencia alguna, cosa que les hubiera resultado muy fácil intentar en un pasadizo tan estrecho.

Los piratas de Mompracem; Tremal-Naik y el francés los seguían de cerca, vociferando y disparando algunos pistoletazos.

Iban decididos a llegar hasta la pagoda subterránea y esperar allí a sus hombres, a quienes ya suponían dentro del gran templo, pues oían un lejano rumor de descargas de fusilería.

Cuando habían recorrido ya unos cuatrocientos o quinientos pasos en persecución de los sectarios, de improviso se hallaron ante una puerta que los thugs quizá no habían tenido tiempo de cerrar. Era una puerta de bronce de enorme espesor, y que daba paso a una caverna que describía una amplia circunferencia.

—¡Detengámonos! —dijo Tremal-Naik.

—¡No! —respondió Sandokán, que veía vagamente a los últimos fugitivos lanzarse a escape por una segunda puerta.

—No oigo venir a tus hombres.

—¡Ya llegarán! Viene con ellos Kammamuri, y él los guiará. ¡Sigamos adelante antes de que Suyodhana huya con Damna!

—¡Sí; adelante! —gritaron Yáñez y De Lussac. Se precipitaron en la caverna, dirigiéndose hacia la segunda puerta por la cual habían huido los thugs; pero enseguida oyeron dos golpazos tan formidables como si hubieran estallado un par de minas o de petardos.

Sandokán se detuvo, lanzando una exclamación de furor:

—¡Han cerrado las dos puertas; la de delante y la de detrás!

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, sintiendo que un estremecimiento le recorría de la cabeza a los pies, enfriando de pronto sus entusiasmos—. Hemos caído en una trampa.

Todos se detuvieron, mirándose unos a otros con ansiedad.

Ni siquiera se oían los tiros de los tigrecitos de Mompracem, ni el sonoro redoble del hauk, ni los gritos de los fugitivos.

—¡Nos han encerrado aquí! —dijo por fin Sandokán—. Esto significa que detrás de nosotros había más enemigos. ¡He cometido una imprudencia, arrastrándoos en persecución de esos bandidos y desoyendo tus consejos, amigo Tremal-Naik! Pero yo pensaba llegar hasta la pagoda y arrebatar la niña a Suyodhana antes de que pudiera huir.

—¡Todavía no nos han cogido los thugs, capitán! —dijo De Lussac, que empuñaba el parang, ensangrentado hasta la empuñadura—. Los hombres de usted tienen bombas y pueden hacer volar estas puertas.

—No se les oye —dijo Yáñez—. ¿Habrán sido rechazados por el número de los estranguladores?

—Eso no lo creeré jamás —respondió el Tigre de Malasia—. Ya sabes que nuestros tigrecitos, una vez lanzados al ataque, no se detienen ni ante los cañones ni ante la metralla. Tengo la seguridad de que han invadido la pagoda y de que están forzando la puerta de la galería.

—Sin embargo, no estoy tranquilo —dijo Tremal-Naik, que hasta entonces había permanecido silencioso— y temo que Suyodhana se aproveche de nuestra situación para huir con mi hija.

—¿Hay alguna otra salida? —preguntó Sandokán.

—La que conducía al baniam sagrado.

—Sirdar nos ha dicho que estaba cerrada —observó Yáñez.

—Pueden haber vuelto a abrirla —respondió Tremal-Naik—. A Suyodhana no le faltan hombres de brazos robustos.

—¿Kammamuri conocía la existencia de ese pasadizo? —preguntó Sandokán.

—Sí.

—Pues no tendrá nada de extraño que haya enviado a vigilar esa salida a alguno de mis hombres.

—Señores —dijo De Lussac, que había recorrido la caverna—, tratemos de salir de aquí.

—¡Es cierto! —dijo Sandokán—. ¡Estamos perdiendo el tiempo en una charla inútil! ¿Ha examinado usted las puertas, señor De Lussac?

—Las dos —respondió el francés—; y me parece que no debemos pensar en salir si no tenemos un buen petardo. Son de bronce y de un espesor enorme. ¡Esos canallas huían para atraernos a esa emboscada y han logrado su intento!

—¿No ha visto usted ningún otro pasadizo?

—No, señor Sandokán.

—Pero ¿qué hacen nuestras gentes? —preguntó Yáñez, que comenzaba a perder la flema—. Ya debían de haber llegado.

—¡Daría la mitad de mis riquezas por saber qué les ha sucedido! —dijo Sandokán—. ¡Este silencio me tiene muy inquieto!

—Y a mí también —dijo Tremal-Naik—. Sandokán, no perdamos más tiempo y busquemos el modo de poder salir de aquí antes de que los thugs nos jueguen alguna mala pasada.

—¡Que se atrevan a entrar! ¡Tenemos pólvora y balas en abundancia!

—¿Sabes, amigo mío, que una vez en una de esas cavernas, donde nos habíamos refugiado Kammamuri y yo después de haber robado a la madre de Damna, por poco no nos asan vivos? Podrían repetir aquel suplicio espantoso para obligarnos a rendimos.

—Espero que mis hombres no les dejarán hacer eso.

—¡Calla! —dijo Yáñez en aquel momento, mientras escuchaba a través de la puerta de la galería que conducía a la pagoda—. ¡Oigo descargas lejanas!

—¿Hacia dónde?

—Provienen de la pagoda; por lo menos eso me parece.

Se precipitaron todos hacia la maciza puerta, y pegaron los oídos al metal.

—¡Sí; son descargas! —dijo Sandokán—. ¡Mis hombres continúan batiéndose! ¡Amigos, procuremos reunirnos con ellos!

—Es imposible derribar esa puerta —dijo De Lussac.

—¡Hagámosla saltar! —contestó Yáñez—. Yo tengo cerca de una libra de pólvora en mi saquito, y vosotros deberéis tener, poco más o menos, la misma cantidad. ¡Hagamos una buena mina!

—¿Para que saltemos nosotros también? —dijo Tremal-Naik.

—La caverna es bastante amplia —dijo Sandokán—. ¿No le parece, señor De Lussac?

—No creo que haya peligro —contestó el francés—. Bastará con que nos echemos boca abajo en el otro extremo. Pero les aconsejo que hagan un petardo de un par de libras de pólvora no más. Será suficiente para desencajar la puerta.

—¡Vamos; manos a la obra! —dijo Yáñez—. ¡Socavemos el suelo para colocarla!

—Mientras tanto, yo prepararé la bomba —dijo el francés—. Utilizaremos mi cinturón, que es de piel, y, además, muy largo y muy resistente.

Los malayos empuñaron los parangs, y ya se disponían a hacer un agujero debajo de la puerta, cuando se oyeron una serie de detonaciones acompañadas de espantosas voces.

—¿Qué es lo que sucede? —gritó Yáñez.

—¡Serán los nuestros, que habrán hecho saltar la puerta de la galería! —respondió Sandokán—. ¡Por la pagoda deben de estar batiéndose de un modo furioso!

Apenas el pirata había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Tremal-Naik lanzó un grito de furor, al que siguió el ruido de una catarata que parecía precipitarse desde lo alto.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Sandokán.

—¡Que los thugs piensan ahogamos! —respondió con espanto Tremal-Naik—. ¡Mirad!

Por el extremo opuesto de la caverna y por una hendidura abierta en un ángulo de la bóveda, caía un torrente de agua.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Yáñez. Sandokán enmudeció; pero en sus ojos, quizá por primera vez, se leía una gran ansiedad, al propio tiempo que se le nublaba el rostro.

—Si dentro de cinco minutos no están aquí sus hombres, para nosotros ha llegado la última hora —dijo De Lussac—. ¡Esos canallas nos echan encima una verdadera tromba de agua! ¿Qué dice usted de esto, señor Yáñez?

—Que ya no podemos preparar la bomba —contestó el portugués.

Luego sacó un cigarro del bolsillo, lo encendió, y se puso a fumar tranquilamente, impasible, como si se encontrara sobre la cubierta del prao.

—¿Qué podríamos intentar, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Vamos a dejarnos ahogar?

Tampoco entonces contestó el pirata. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, contraídos los labios y el entrecejo arrugado de un modo borrascoso, miraba el agua, que ya invadía todo el piso de la caverna y que iba ascendiendo con un sordo chapoteo.

—Señores —dijo Yáñez—, preparémonos para nadar. Sin embargo, aún espero que los thugs me dejarán terminar el cigarrillo y que…

Una espantosa detonación que hizo retemblar la puerta de bronce, le cortó el discurso. En aquel instante el agua les llegaba a la cintura.