La hermosa bailarina Surama había aparecido de improviso en las lindes de un grupo de bambúes, empuñando un tarwar, del cual se había servido para abrirse paso por entre las espesas plantas que cubrían el suelo pantanoso de la isla.
Vestía nuevamente el espléndido y pintoresco traje de las bailarinas religiosas, con la ligera coraza de madera dorada y el juboncito de seda azul bordado de plata y perlitas o aljófar de Ceylán.
Todos, incluso «Darma», se precipitaron a su encuentro, y este último demostraba su contento frotando el hocico en el jubón de la joven.
—¡Hermosa mía! —exclamó Yáñez, que estaba vivamente conmovido—. ¡Te creía perdida!
—Ya ve usted, sahib, que vivo todavía. Sin embargo, he tenido mis dudas de si me habían robado nuevamente para inmolarme en honor de la divinidad.
—¿Quién te envía? —preguntó Tremal-Naik.
—Ya os he dicho que Sirdar. Me ha encargado que os advierta que hoy a medianoche se hará la ofrenda de sangre ante la estatua de la diosa Kali.
—¿Y quién ha de verterla? —preguntó, con angustia, el bengalí.
—La virgencita de la pagoda.
—¡Miserables! ¿Has visto tú a mi hija?
—Nadie puede verla, excepto los sacerdotes y Suyodhana.
—¿Te ha dicho Sirdar algo más?
—Que este será el último sacrificio de sangre que se hará, porque los thugs se disponen a dispersarse de nuevo, para ir en ayuda de los insurrectos de Delhi y de Lucknow.
—¿Ha estallado la insurrección? —preguntó el señor De Lussac.
—Y de un modo terrible, señor —contestó Surama—. He oído decir que los regimientos de cipayos fusilan a sus oficiales, que en Cawnpore y en Lucknow han asesinado a todas las familias inglesas, y que la rhani de Barrekporre ha enarbolado el estandarte de la revolución. El norte de la India está ardiendo.
—¿Y Suyodhana se prepara para acudir en ayuda de los insurrectos? —preguntaron Sandokán y Tremal-Naik.
—Sí; pero también abandona estos lugares porque no se siente seguro aquí. Ya sabe que el padre de la pequeña amenaza a Raimangal.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Yáñez.
—Los espías que os han venido siguiendo a través del junglar.
—¿Saben ya que estamos aquí? —preguntó Sandokán.
—Los thugs lo ignoran, porque han perdido vuestra pista desde que dejasteis la torre de Barrekporre y os embarcasteis en la pinassa. Sirdar me lo ha explicado todo.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó Tremal-Naik.
—Por no perder de vista a Suyodhana, temiendo que desaparezca de un momento a otro.
—¿Te quedarás aquí? —preguntó Yáñez.
—No, sahib blanco —contestó Surama—. Sirdar me espera, y yo creo que para vosotros es mejor que permanezca con los thugs hasta que se marchen.
—¡Si antes no les ahogamos a todos en sus cavernas! —dijo Sandokán—. ¿Tienes algo más que decirnos?
—Que en el caso de que Suyodhana huya, Sirdar le acompañará. ¡Adiós, sahib blanco: volveremos a vernos pronto! —dijo la muchacha, estrechando la mano de Yáñez.
—Voy a darte un consejo —dijo Sandokán—. En cuanto oigas el primer disparo, retírate a la pagoda.
—Sí, sahib.
—¿No comunican los subterráneos con el tronco del baniam sagrado? —preguntó Tremal-Naik.
—No; esa galería la han cerrado. No tenéis otro remedio que lanzaros por la galería que comunica con la pagoda. Buenas noches, sahib; os profetizo que exterminaréis a esos miserables, y que volveréis a tener en vuestro poder a la niñita.
Les dirigió a todos una sonrisa y, alejándose velozmente, desapareció entre los bambúes.
—Son las nueve —dijo Sandokán, así que se quedaron solos—. Vamos a hacer nuestros preparativos.
—¿Llevamos a toda la gente? —preguntó De Lussac.
—Seríamos demasiados —contestó Sandokán.
—¿Qué nos aconsejas que hagamos, Tremal-Naik, tú que conoces la pagoda?
—Que el grueso de la gente permanezca escondido entre las espesuras que rodean el estanque —respondió el bengalí—. Nosotros descenderemos a la pagoda e iniciaremos el combate. En cuanto Damna se halle a salvo, si queréis, forzaremos los subterráneos y remataremos a Suyodhana.
—¡No volveré a Mompracem sin llevarme la piel del Tigre de la India! —dijo Sandokán—. ¡Lo he jurado!
Volvieron al campamento y enviaron a varios hombres al canal occidental para que retirasen a los centinelas, pues querían reunir todas las fuerzas disponibles para dar el golpe decisivo a los bandidos de Suyodhana.
A eso de las once, Sandokán, Yáñez, De Lussac y Tremal-Naik, acompañados por cuatro malayos escogidos entre los más vigorosos, se alejaron del campamento precedidos por el tigre «Darma».
Todos iban armados con carabinas, pistolas y parangs, y llevaban cuerdas para facilitar la escalada a la cúpula de la pagoda.
El grupo más numeroso, compuesto por treinta hombres entre malayos y dayakos, bajo las órdenes de Sambigliong, debía seguirles un cuarto de hora después.
Los marineros del prao iban también pertrechados con carabinas, parangs, unas cuantas bombas para hacer saltar la puerta de la pagoda, y llevaban, además, unas cuantas antorchas y linternas.
Tremal-Naik y Kammamuri que conocían la isla palmo a palmo, guiaban al primer grupo y avanzaban con grandes precauciones, pues temían una sorpresa por parte de los thugs.
En realidad, no tendría nada de extraño que, sospechando algo o teniendo noticia por algún espía del arribo de aquellas gentes, cuyas intenciones conocían ya los habitantes de los subterráneos, les hubiesen preparado alguna emboscada entre los altos y espesísimos cañaverales que cubrían la isla.
Sus temores no parecían, por el momento, justificados, porque «Punty», el leal y valiente perro, no daba señales de inquietud.
El junglar parecía hallarse desierto y tan sólo de cuando en cuando el aullido de los chacales o de algún hambriento bighama rompía el silencio circundante.
En el extremo opuesto, en medio de una explanada que ocupaba a medias un colosal baniano formado por un número enorme de troncos, se levantaba la pagoda de los thugs.
Era un gran edificio con una cúpula enorme, y en los muros había, talladas, cabezas de elefantes y de divinidades, unidas las unas a las otras por diversas cornisas, por las cuales podía escalarse la cúpula con relativa facilidad.
Ni en las orillas ni en la explanada se veía un ser viviente. Las ventanas de la pagoda estaban a oscuras; la ofrenda de la sangre no había comenzado.
—¡Hemos llegado a tiempo! —dijo Tremal-Naik, que estaba excitadísimo.
—Me parece muy raro que los thugs no hayan establecido una vigilancia en derredor de la pagoda, sabiendo que nosotros andábamos por los alrededores de las lagunas —dijo Sandokán, que desconfiaba por instinto.
—Este silencio no me gusta nada —añadió Yáñez—. ¿Qué opinas, Tremal-Naik?
—Tampoco yo estoy tranquilo —respondió el bengalí.
—Tampoco el tigre lo está —dijo en aquel momento el francés—. ¡Mírenlo ustedes!
En efecto, «Darma», que hasta entonces había ido precediendo al grupo sin dar muestras de inquietud, se había detenido en una ancha faja de elevados bambúes que se prolongaba en dirección de la pagoda, y que era necesario atravesar, pues la orilla opuesta del estanque era infranqueable a causa de lo blando del piso.
El animal levantaba las orejas como procurando percibir algún rumor lejano, movía la cola de un modo nervioso, azotándose con ella ambos costados, y olfateaba gruñendo.
—Sí —dijo Tremal-Naik—. «Darma» ha olfateado algún enemigo. Ahí dentro debe de estar escondido algún thug.
—Suceda lo que sea, no hagáis uso de las armas de fuego —dijo Sandokán—. Dejadme ir a sorprender a ese hombre.
—¡No, Sandokán! —respondió el bengalí—. Viniendo «Darma» conmigo, no tengo cuidado alguno; porque él será quien sorprenda al estrangulador un zarpazo bien dirigido, y todo queda resuelto en el acto.
—Pueden ser dos.
—Vosotros me seguiréis a corta distancia. Se aproximó al tigre, que continuaba dando señales de excitación, le pasó la mano por el lomo, y mirándole fijamente, le dijo:
—¡Sígueme, «Darma»!
Y volviéndose luego hacia Sandokán y sus compañeros, añadió:
—¡Echaos a tierra y avanzad deslizándoos!
Se puso el fusil en bandolera, empuñó el parang y se metió sin hacer ruido por entre los bambúes, marchando inclinado y apartando las cañas con mucho tiento.
«Darma» le seguía a tres o cuatro pasos de distancia.
Entre las matas no se oía el menor ruido; pero, a pesar de ello, Tremal-Naik conocía por instinto que allí había alguien en acecho.
Llevaba ya recorridos unos cincuenta pasos, cuando se encontró de improviso ante una senda que parecía conducir a la pagoda.
Se levantó para ver si había algún indicio sospechoso, y de pronto sintió que junto a él crujían las cañas. En el acto, una cuerda le golpeó la espalda, al propio tiempo que le apretaban la garganta con una fuerza irresistible.
Levantó el parang para cortar el lazo; pero una poderosa sacudida le derribó.
—¡Le he sorprendido! —dijo una voz muy cerca. Inmediatamente salió de entre las cañas un hombre desnudo, y se lanzó sobre Tremal-Naik empuñando un largo puñal.
Al mismo tiempo, una sombra pasó por encima de los bambúes, como a impulsos de un enorme salto.
El thug, derribado de golpe, lanzó un grito ahogado, seguido como de un crujido de huesos.
«Darma» había caído encima del estrangulador, lacerándole la cabeza con sus agudos dientes y desgarrándole el pecho de un modo horroroso con sus afiladas garras.
Sandokán, que ya se hallaba a unos diez pasos de distancia, corría blandiendo el parang. Pero cuando llegó junto a Tremal-Naik, este ya estaba de pie y se había desembarazado del lazo, mientras el thug dejaba de existir.
—¿Te había cogido? —preguntó Sandokán.
—Sí; pero no tuvo tiempo de estrangularme ni de apuñalarme —respondió Tremal-Naik, frotándose el cuello—. Tenía unos buenos puños, y si no hubiera sido por la rápida acometida de «Darma», no sé si hubieras llegado a tiempo.
En aquel momento llegaron Yáñez, De Lussac y los malayos.
—¡No hagáis ruido! —dijo Tremal-Naik—. ¡Puede haber más thugs emboscados! ¡Déjale ya, «Darma»!
El tigre bebía con avidez la sangre que brotaba de las espantosas heridas que había producido al estrangulador.
—¡Déjale! —repitió Tremal-Naik, agarrándole por el cuello.
El tigre obedeció con un gruñido.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Cómo ha puesto a ese pobre diablo! ¡Le ha destrozado la cara!
—¡Calla! —dijo Sandokán.
Se pusieron a escuchar. No se oía otro rumor que el producido por los penachos de las cañas, agitadas por el ligero vientecillo nocturno.
—¡Adelante! —dijo Tremal-Naik.
Volvieron a emprender la marcha en medio del más profundo silencio, y cinco minutos después desembocaban junto a la pagoda.
Una vez allí, hicieron alto unos momentos, miraron con gran atención hacia las sombras que proyectaban las enormes cabezas de los elefantes, las estatuas y los amplios cornisones, y enseguida se colocaron bajo una enorme escultura empotrada en la pared, y que representaba a Supranier, uno de los cuatro hijos de Shiva.
Tremal-Naik, que era muy ágil, se agarró a las piernas del coloso, alcanzó el pecho, se le subió a un brazo y se montó a horcajadas sobre la cabeza. Ató una cuerda y echó el otro cabo a sus compañeros, diciéndoles:
—¡Deprisa! ¡Desde aquí ya es más fácil escuchar!
Encima del coloso había una trompa de elefante. Tremal-Naik se cogió a ella, ascendió hasta la cabeza del pétreo paquidermo, y, por último, pudo alcanzar con facilidad la primera cornisa.
Sandokán y sus compañeros le seguían de cerca. Incluso el francés, a pesar de que no podía competir en agilidad con aquellos hombres, no se había distanciado de ellos.
Encima de la cornisa había más estatuas. Todas representaban semidioses, bienaventurados del paraíso y diversas encarnaciones de Visnú en forma de tortuga, serpiente, nilgó, león, caballo alado, etc.
Los ocho audaces aventureros pasaron de la una a la otra hasta llegar a lo alto de la cúpula, y se detuvieron ante un agujero circular que atravesaba una gruesa barra de hierro, y en cuyo extremo había una enorme bola de metal dorado.
—¡Hace seis años que bajé por aquí mismo para ver cómo la madre de mi pobrecita Damna ofrecía la sangre de una víctima ante la estatua de Kali! —dijo Tremal-Naik con voz ahogada.
—¡Y para que Suyodhana te diera de puñaladas! —dijo Sandokán.
—¡Sí; es verdad! —dijo el bengalí con aire sombrío.
—¡Vamos a ver si ahora también son capaces de darnos de puñaladas a todos!
Se había puesto de rodillas y miraba atentamente en dirección del junglar, hacia donde se dirigía el tigre en aquel momento, pues, como puede suponerse, no los había seguido.
—¡Ya están ahí nuestros hombres! —dijo—. ¡Allí viene «Punty» corriendo al encuentro de «Darma»!
—Al primer disparo que oigan acudirán todos.
—¿Tendrán tiempo de escalar la cúpula? —preguntó Yáñez.
—Kammamuri sabe dónde está la puerta de la pagoda —dijo Tremal-Naik—. La volarán con pólvora.
—¡Continuemos! —dijo Sandokán.
Tremal-Naik cogió una cuerda gruesa y reluciente como si fuera de seda, que parecía hecha de fibras vegetales, la cual pendía bajo el asta de hierro.
La sacudió con suavidad, y por la negra abertura pudo oírse un ligero tintineo metálico.
—Es la lámpara —dijo.
—¡Déjame el sitio! —dijo Sandokán—. ¡Quiero ser el primero en bajar!
—Bajo la lámpara está la estatua; su cabeza es lo suficientemente grande para que puedas poner los pies sin miedo a caer.
—¡Está bien!
Sandokán se sujetó las pistolas y el parang en la faja, se puso en bandolera la carabina, se agarró a la cuerda y comenzó a descender lentamente, sin sacudidas, para no hacer tintinear la lámpara.
El interior de la pagoda estaba a oscuras y reinaba en ella un silencio absoluto.
Sandokán, completamente tranquilo, se dejó escurrir más deprisa, hasta que sintió que tropezaba con los brazos de la lámpara.
Soltó la cuerda, se cogió a una traviesa de metal de los brazos y se descolgó, balanceándose en el espacio.
Sus pies chocaron casi inmediatamente con un cuerpo duro y áspero.
«¡Debe de ser la cabeza de la diosa! —pensó—. ¡No perdamos el equilibrio!».
Cuando se sintió sólidamente apoyado, soltó la lámpara y volvió a deslizarse por el cuerpo de la diosa, que debía de ser de enormes proporciones, hasta que puso pie en tierra.
Miró en derredor, pero la oscuridad era tal, que no consiguió distinguir absolutamente nada; tan sólo al dirigir la vista a lo alto, por donde se veía un pedacito de cielo tachonado de estrellas, descubrió una sombra que descendía a través del agujero.
—¡Será Tremal-Naik! —murmuró. Efectivamente, era el bengalí el que descendía, el cual llegó hasta su lado en pocos segundos.
—¿Has oído algo? —preguntó el recién llegado.
—Nada —contestó Sandokán—. Es como para pensar que los thugs ya han huido.
Tremal-Naik sintió que un repentino sudor frío le bañaba la frente.
—¡No! —dijo—. Es imposible que nos hayan traicionado.
—Sin embargo, ya es medianoche, y yo creo… Un enorme estruendo que parecía venir de debajo de la tierra, le cortó la frase.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es el hauk[28], el gran tambor de las ceremonias religiosas —contestó Tremal-Naik—. ¡Los thugs no han huido, sino que están reuniéndose! ¡Deprisa, amigos, bajad enseguida!
Yáñez ya estaba sobre la cabeza de la divinidad y los demás, al oír aquel redoble, se apresuraron a descender uno tras otro, a riesgo de romper la cuerda.
Cuando volvió a resonar el hauk por segunda vez, ya los ocho hombres se hallaban reunidos.
—Allí debe de haber una especie de capilla —dijo Tremal-Naik—. ¡Escondámonos en su interior!
Bajo tierra seguían resonando extraños ruidos. Se oían gritos lejanos, redobles de tambores, notas de trompetas y tintineo de grandes campanillas.
Parecía que había estallado el desconcierto entre los habitantes de aquellos enormes subterráneos.
Tremal-Naik, Sandokán y sus compañeros se refugiaron en la capilla, y apenas lo habían hecho cuando se abrió con estrépito una puerta y penetró por ella una banda de hombres desnudos por completo, untados de aceite de coco y lanzando unos gritos furibundos.
Eran cuarenta o cincuenta. Llevaban antorchas y empuñaban lazos, pañuelos de seda negra con la bala de plomo en una punta, puñales y tarwars.
Un viejo tan delgado como un fakir y con larga barba blanca se había abierto paso con violencia a través de aquella turba.
—¡Miradlos: allí están los profanadores de la pagoda! —gritó—. ¡Matadlos!
Tremal-Naik y Sandokán lanzaron dos gritos de ira y de asombro al propio tiempo:
—¡El manti!