Al día siguiente, la pinassa salía de la caleta que servía de refugio al Mariana, para ir a sorprender a los thugs en sus propias madrigueras y rescatar de sus manos a la pequeña Damna.
Aunque era muy poco probable que el manti hubiera logrado atravesar los amplios canales de los Sunderbunds, infestados de voracísimos saurios, y recorrer de parte a parte las islas en las que pululan tigres, panteras, tremendas boas y venenosas serpientes de cascabel, la fuga de aquel hombre había decidido a Sandokán a apresurar la expedición.
Todo el armamento se había embarcado en la pinassa: gran cantidad de fusiles y armas de todas clases, municiones y dos culebrinas, como reserva. En el prao quedaron tan sólo los seis hombres y el cornac que había ido a buscar a la torre de Barrekporre la ballenera. El Mariana, por otra parte, no corría peligro alguno por parte de los thugs, escondido como estaba en el fondo de aquella caleta prácticamente ignorada.
El velero iba tan cargado, que daba la impresión de que iba a hundirse de un momento a otro. En vez de descender hasta el mar y costear las cabezas de arena que sirven de barrera contra la irrupción de las olas del golfo de Bengala, lo que hubiera evitado mucho camino, se dirigió hacia el Septentrión, para dar la vuelta por la laguna interior.
De este modo, permaneciendo por entre las islas, había menos peligro de que el velero pudiera ser descubierto; este era el motivo de que los tres jefes de la expedición hubiesen preferido ir por la laguna en vez de hacerlo por el mar abierto.
El plan había sido cuidadosamente estudiado, y se le había confiado a Sirdar la parte principal de su ejecución. Desde luego, estuvieron todos de acuerdo en que había que proceder con la mayor precaución y apelar a la astucia, con objeto, ante todo, de rescatar a la niña, y dejando en segundo término el golpe definitivo, que, si llegaba a realizarse, destruiría completamente aquella secta de hombres sanguinarios, y aniquilaría por completo, al Tigre de la India.
A pesar de que la pinassa iba muy cargada, favorecía su marcha el hecho de que obedeciera siempre fácilmente al timón, así como un viento bastante fresco que, desde la mañana, soplaba del Sur.
Cuando hacía cuatro horas que habían salido de la caleta, es decir, un poco antes del mediodía, el pequeño velero llegaba a la punta septentrional de Raimatla, y entraba a toda vela en la gran laguna interior que se extiende desde las orillas de los junglares del Ganges hasta las islas que forman los Sunderbunds.
—Si el viento no deja de sernos favorable —dijo Tremal-Naik a Sandokán, que miraba con curiosidad aquellas tierras bajas materialmente cubiertas de árboles de la fiebre—, antes de medianoche estaremos en el cementerio flotante del Mangal.
—¿Estás seguro de que encontraremos un buen sitio para esconder la pinassa?
—Conozco el Mangal palmo a palmo, pues en sus orillas vivía yo cuando era cazador de tigres y de serpientes del junglar negro. Quizá ya no exista la cabaña que me sirvió de refugio durante largos años. Me gustaría volver a verla, porque en sus alrededores fue donde encontré por primera vez a la que había de ser mi esposa.
—¿Ada?
—Sí —dijo Tremal-Naik, exhalando un profundo suspiro, mientras que una vivísima emoción alteraba su rostro—. Era una hermosa tarde de verano, y el sol, flotando en un océano de fuego, se escondía poco a poco tras las gigantescas cañas. Entonces ella se me apareció como una diosa entre una mata de musenda. ¡Ah, visión dulcísima y querida!
—¿Y cómo permitían los thugs que la virgen de la pagoda se pasease por el junglar?
—¿A quién iban a temer? Ella no podía huir. Sabían que no se atrevería a atravesar el enorme junglar, e ignoraban, o por lo menos eso supongo, mi presencia en aquellos lugares.
—¿Y se te aparecía todas las tardes?
—Todas, a la hora de la puesta del sol. Nos mirábamos sin decirnos palabra. Yo la creía una divinidad, y no osaba preguntar nada; al fin, una tarde no apareció; y aquella misma noche, los thugs asesinaron a un criado mío al que yo había enviado a la orilla del Mangal para tender una trampa a un tigre.
—¿Y fuiste a buscarla a la pagoda?
—Sí; allí la vi verter sangre humana ante la monstruosa estatua de Kali, y la vi llorar y maldecir a los miserables que la habían raptado.
—¿Fue entonces cuando los thugs te sorprendieron y Suyodhana, su gran jefe, te clavó su puñal en el pecho?
—Sí, Sandokán —dijo Tremal-Naik—. Si en aquel momento no le hubiera temblado la mano, no estaría yo aquí contándote esta terrible historia. Nadie hubiera hablado jamás del cazador de serpientes del junglar negro. Pero antes maté a muchos de aquellos miserables, y cuando caí en sus manos fue después de una lucha desesperada.
—Habías descendido a la pagoda por una cuerda que sostenía una lámpara, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Existirá todavía?
—Sirdar me ha dicho que sí.
—Perfectamente; entonces también ahora descenderemos por ese mismo sitio —dijo Sandokán—. Si Damna está allí, la recuperaremos.
—Primero habremos de esperar a que Sirdar nos lo advierta.
—¿Tienes confianza en él?
—Absoluta —respondió Tremal-Naik—. Odia a los thugs tanto o más que nosotros.
—Si no nos hace traición, será un aliado muy valioso. Le he ofrecido una fortuna si logra hacer que recuperemos a la pequeña.
—Estoy seguro de que mantendrá su promesa y de que nos pondrá también en las manos a la bayadera.
—¿Habrán llevado a Surama a los subterráneos?
—Eso supongo.
—¡La salvaremos! Pero tenemos, que proceder con cautela, pues Suyodhana puede escurrírsenos. Damna, para ti; Surama, para Yáñez, y para mí, la piel del Tigre de la India —dijo Sandokán, esbozando una cruel sonrisa—. ¡La tendré, o no vuelvo a Mompracem!
—Rima —dijo en aquel momento Sirdar, acercándose y señalándoles una isla que se dibujaba a proa de la pinassa—. Es la primera de las cuatro islas que ocultan la de Raimangal por Occidente. Sahib, remontemos hacia el Norte; nuestra ruta es aquella.
—Debemos huir de Port-Canning —dijo Tremal-Naik—. Puede haber algún espía de Suyodhana en esa estación.
—Pasaremos por el canal interior —respondió Sirdar—. Nadie podrá vernos.
—Ponte al timón.
—Sí, sahib, será lo mejor; conduciré la pinassa.
El pequeño velero viraba de bordo pocos momentos después, doblando la punta septentrional de Rima y embocando un nuevo canal, también bastante ancho, y en cuyas aguas se veían flotar abundantes restos humanos, los cuales emanaban un hedor tan asfixiante, que obligaba a taparse las narices incluso a «Darma» y a «Punty», que iban en la cubierta tumbados el uno al lado del otro.
A las seis ya habían rebasado el canal y la pinassa se metía por entre una serie de bancos, bajos fondos e islotes que formaban la parte baja del Mangal.
Se aproximaban al cementerio flotante indicado anteriormente por Tremal-Naik.
Miles de cadáveres procedentes del Ganges, ya que el Mangal es una arteria de aquel inmenso río, flotaban sobre las negruzcas aguas, y sobre cada uno de dichos cadáveres iba una o dos parejas de marabúes.
Cabezas, fémures, brazos y torsos se entrechocaban, danzando macabramente en las oleadas que producía la pinassa.
Poco a poco se extendían las tierras. Raimangal se unía al junglar del continente.
Sandokán mandó recoger las dos grandes velas, y hacía que sondeasen el río a cada momento, por miedo a que el pequeño barco embarrancase. Tremal-Naik iba al lado del timonel para indicarle el camino.
El velero siguió subiendo el río durante unos veinte minutos más y luego, aconsejado por Tremal-Naik, Sandokán ordenó que se acercase la embarcación a la orilla izquierda y que se introdujera en una caleta sombreada por grandes árboles, de tan espeso follaje, que apenas dejaban paso a la luz.
—Nos detendremos aquí —dijo el bengalí—. Como veis, será fácil esconder la pinassa entre esta vegetación, después de haberle quitado los mástiles. Además, el junglar, que está a dos pasos de aquí, es espesísimo. Es imposible que nadie nos descubra.
—¿Está muy lejos la pagoda de los thugs?
—A menos de una milla de distancia.
—¿Es algún junglar?
—No; a la orilla de un estanque.
—¡Sirdar!
El joven se acercó apresuradamente.
—Ha llegado el momento de poner manos a la obra.
—Estoy dispuesto, sahib.
—Hemos oído tu juramento; ¡no lo olvides!
—Sirdar podrá ser un hombre despreciable por muchas razones, pero jamás faltará a su promesa.
—¿Qué plan te has trazado?
—Ir a ver a Suyodhana y decirle que la pinassa ha caído en manos de un grupo de gentes que nos atacaron y que mataron a toda la tripulación, de la cual solamente yo he podido salvarme.
—¿Te creerá?
—¿Por qué no? Además de que es verdad, siempre ha tenido confianza en mí.
—¿Y después?
—Me informaré de si la niña está todavía en los subterráneos, y os avisaré la noche en que ella vaya a hacer el ofrecimiento de la sangre ante la estatua de la diosa. Debéis estar preparados para entrar en la pagoda; pero tened mucho cuidado y procurad que no puedan veros.
—¿Cómo vas a advertirnos?
—Si Surama ha llegado ya, os la enviaré.
—¿La conoces?
—Sí, sahib.
—¿Y si todavía no la hubiesen llevado a Raimangal?
—Entonces, vendré yo mismo, sahib.
—¿A qué hora suelen hacer el ofrecimiento de la sangre?
—A medianoche.
—Es verdad —dijo Tremal-Naik.
—¿Cómo nos las podríamos arreglar para entrar en la pagoda sin ser vistos? —preguntó Sandokán.
—Escalando la cúpula, y descendiendo por la cuerda que sostiene la lámpara grande —dijo Tremal-Naik—, si es que existe todavía esa cuerda.
—Sí, sahib; pero, de todos modos, es preciso mucha cautela y que no entréis demasiadas personas en la pagoda —dijo el joven—. La mayor parte de vosotros puede quedar oculta en el junglar; advierto a ustedes que no acudan hasta que oigan sonar el ramsinga.
—¿Y quién ha de tocarlo?
—Yo, señor, puesto que también estaré en la pagoda cuando os lancéis sobre Suyodhana.
—¿Es él quien tiene que llevar a la niña al ofertorio de la sangre? —preguntó Yáñez, que se había acercado.
—Sí, sahib; siempre presencia el acto del ofrecimiento.
—Vete ya —dijo Sandokán—. Acuérdate de que si logras poner en nuestras manos a Damna y a Surama, tienes hecha tu fortuna; pero si nos haces traición, no nos alejaremos de los Sunderbunds sin llevarnos tu cabeza.
—Cumpliré el juramento que os he hecho —dijo Sirdar, con voz solemne—. ¡Yo no soy thug; soy un bramin!
Cogió la carabina que le entregó Kammamuri, hizo un saludo de despedida y saltó ágilmente a la orilla, desapareciendo enseguida en las tinieblas.
—¿Será capaz de devolverme a mi hija? —preguntó ansiosamente Tremal-Naik—. ¿Qué piensas tú, Sandokán?
—Ese joven, no sólo me parece audaz, sino también leal, y creo que llevará a cabo su peligrosa misión sin vacilar ni un solo momento. Armémonos de paciencia y preparemos nuestro campamento.
La tripulación ya se hallaba ocupada en esconder la pinassa, quitando las entenas, la arboladura y toda la maniobra.
Sacaron a tierra las armas; parte de las municiones, las cajas con los víveres y las tiendas. Luego empujaron el barco hacia las palutarias, entre las cuales habían abierto a golpe de parang un gran claro para meterlo en él.
Hecho esto, cubrieron la toldilla con montones de cañas y de ramas, hasta que hubo quedado oculto por completo.
Mientras tanto, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, junto con un pelotón de dayakos, entraron por la espesura hasta llegar a las lindes del junglar, que comenzaba inmediatamente después de los árboles que sombreaban la orilla, y establecieron un puesto avanzado; por su parte, Sambigliong y Kammamuri disponían otro puesto a la orilla de la costa occidental, con objeto de vigilar a los que pudieran llegar por el lado de las islas de los Sunderbunds.
Sin embargo, el principal motivo de haber establecido este último puesto era impedir la llegada del manti, en el supuesto de que el viejo hubiera logrado atravesar en alguna embarcación la laguna y todos los canales.
A las dos de la madrugada, y colocados a cierta distancia varios centinelas para evitar una sorpresa, los jefes y una buena parte de la tripulación se durmieron, a pesar de los lúgubres aullidos de los chacales.
Nada turbó el sueño en el campamento.
Al día siguiente, después del mediodía, Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán, a quienes devoraba la impaciencia, hicieron una exploración por el junglar, llevándose consigo a «Darma» y a «Punty» para que les acompañasen. Llegaron hasta un lugar desde donde se divisaba la pagoda de los terribles secuaces de Kali, sin haber encontrado por el camino a un alma viviente.
Esperaron hasta la noche, con la esperanza de que aparecerían Sirdar o Surama; pero ninguno de los dos se presentó, y en cuanto al manti, tampoco se le había visto por parte alguna.
En cambio, durante la noche, oyeron varias veces el ramsinga. ¿Qué significado tenían aquellas notas impregnadas de una gran melancolía y que tocaban una especie de sonata invernal? ¿Eran señales emitidas por los que vigilaban el continente, o anunciaban alguna ceremonia religiosa?
Al oír aquellos sones, Sandokán y sus gentes salieron precipitadamente de las tiendas, creyendo que era el aviso de la llegada de Sirdar; pero no fue así. Esta nueva desilusión los puso más inquietos de lo que ya estaban.
De este modo transcurrió también el segundo día, sin que acaeciese nada de particular.
Sandokán y Tremal-Naik, que ya habían llegado al colmo de su impaciencia, decidieron llevar a cabo por la noche otra exploración e incluso introducirse en la pagoda, cuando a eso del anochecer, vieron llegar corriendo a uno de los centinelas que montaban su guardia en medio de la espesura.
—Capitán —dijo el malayo—, se acerca alguien. He visto que se mueven los bambúes, como si hubiera una persona que intentara abrirse paso.
—¿Será Sirdar? —se preguntaron, al mismo tiempo, Sandokán y Tremal-Naik.
—No he podido verle.
—Guíanos —dijo Yáñez.
Cogieron las carabinas y los kriss, y juntamente con el señor De Lussac, se pusieron en camino siguiendo al malayo. «Darma» los acompañaba también.
Apenas se habían introducido unos cuantos pasos en el junglar, cuando se apercibieron de que se movían las puntas de unos elevadísimos bambúes.
Efectivamente, alguien hacía esfuerzos para abrirse camino.
—¡Rodeémosle! —dijo Sandokán a sus compañeros, en voz baja.
Iban a obedecer la orden, cuando una voz armoniosa, de todos bien conocida, les dijo:
—¡Buenas tardes, sahib! ¡Sirdar me envía!…