22. Sirdar

El prisionero, tal vez el único que habría escapado con vida de aquel horrible combate, ya que a los tres hombres que se habían echado a la laguna no se les había visto volver a subir a la superficie, era un hermoso joven, de formas casi hercúleas, facciones finas que parecían indicar que era descendiente de las castas más elevadas, a pesar de que el color de su piel era casi tan oscuro como el de los molangos.

Al darse cuenta de que le estaban atando había dicho a Tremal-Naik, que todavía le amenazaba con el hacha llena de sangre del piloto:

—¡Máteme a mí también! ¡Yo no tengo miedo a la muerte! ¡Hemos perdido, y es justo que yo reciba mi parte!

Después, y a pesar de haber intentado en vano romper las ligaduras que le rodeaban los brazos y las piernas, se había tendido sobre la cubierta, sin volver a decir nada ni manifestar temor alguno por la suerte que podía esperarle.

—Señor De Lussac —dijo Sandokán—, siéntese cerca de ese hombre y vigílele bien, no fuera que intentase huir. Si fuera así, mátele de una puñalada. Nosotros vamos a limpiar la cubierta de todos estos cadáveres.

—¿Respira todavía el cornac?

—En este mismo instante acaba de morir —dijo Yáñez—. ¡Pobre hombre! ¡Se le ha quedado clavado en el pecho el cuchillo de su adversario!

—¡Pero le he vengado! —exclamó Sandokán—. ¡Miserables! ¡Habían meditado perfectamente la traición, y si aún vivimos, ya podemos decir que es porque Dios lo ha querido así!

—Y nos robaron las carabinas para dejamos indefensos.

—¿Cómo sabrían que estábamos aquí?

—Eso nos lo aclarará el prisionero. ¡Limpiemos la cubierta, Sandokán!

Ayudados por Tremal-Naik, tiraron al agua los cadáveres de los thugs. El del cornac, lo depositaron en el camarote de popa, y le cubrieron con una lona para darle honrosa sepultura y librarle de los dientes de los caimanes.

Después procedieron al baldeo de la toldilla, para limpiar la sangre que manchaba las tablas. Luego orientaron las velas, pues el viento soplaba ahora del Noroeste y volvieron a poner en su sitio la barra del timón.

Enseguida arrastraron al prisionero a popa, pues era necesario dirigir la embarcación.

El thug no opuso resistencia; sin embargo, en sus ojos se leía cierta preocupación, que aumentó al verse rodeado por sus enemigos.

—Querido muchacho —le dijo Sandokán, sin andarse con preámbulos—, ¿qué prefieres: vivir o morir entre los más atroces tormentos? Tú has de decidir. Te advierto que no somos amigos de bromas, como ya habrás podido comprobar.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el joven.

—Sabes muchas cosas que nosotros ignoramos, y que es preciso que nos cuentes.

—Los thugs no podemos hacer traición a los secretos de nuestra secta.

—¿Conoces la youma? —le preguntó de repente Tremal-Naik.

El thug se estremeció, y un relámpago de terror pasó por sus negros ojos.

—Yo conozco el secreto para componer esa bebida, que suelta la lengua y hace hablar al mudo más obstinado. Hojas de youma; un poco de jugo de limón y un granito de opio; como ves, tengo la receta, y llevo conmigo todo lo preciso para componer en el acto ese brebaje. Por lo tanto, es inútil que te obstines en permanecer callado. Si no hablas, te la haremos beber.

Yáñez y Sandokán miraban con cierta sorpresa a Tremal-Naik, pues no sabían que misteriosa bebida era aquella de la que hablaba.

En cambio, el señor De Lussac aprobaba las palabras del bengalí, con una sonrisa muy significativa.

—Decídete —dijo Tremal-Naik—; no podemos perder tiempo.

En vez de contestar, el thug miró durante algunos momentos al bengalí, y enseguida preguntó:

—¿Eres tú el padre de la niña? Tú eres el atrevido cazador de serpientes y de tigres del junglar negro, que robó hace mucho tiempo a la virgen de la pagoda de Oriente.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Tremal-Naik.

—El piloto de la pinassa.

—¿Y por quién lo sabía él?

El joven no respondió. Había vuelto a bajar los ojos, y en su rostro se leía en aquel momento una extraña alteración, que no parecía producida por el miedo. En su ánimo y en su cerebro estaba liberándose un terrible combate.

—¿Qué es lo que te ha dicho ese miserable traidor? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Es que todos vosotros sois unos canallas?

—¡Canallas! —exclamó de improviso el joven, al mismo tiempo que, a pesar de las ligaduras que le oprimían, se incorporó de un salto sobre las rodillas—. ¡Sí, canallas! ¡Esa es la palabra! ¡Son cobardes! ¡Son asesinos! ¡Y yo siento verdadero horror por estar afiliado a esa odiosa secta!

Y apretando los dientes, agregó, con voz ahogada:

—¡Maldito sea mi destino, que ha hecho de mí, del hijo de un bramin, un cómplice de sus delitos! ¡Kali o Durga, con cualquiera de los dos nombres que te invoquen, yo te maldigo, diosa sanguinaria, diosa del horror y de la destrucción! ¡Eres una falsa divinidad!

Tremal-Naik, Sandokán y los dos europeos, estupefactos ante la explosión de odio que relampagueaba en los ojos del joven, habían quedado silenciosos.

Comprendieron que en aquel hombre, a quien habían creído hasta aquel momento uno de los más fanáticos y resueltos secuaces de la monstruosa divinidad, se había operado en pocos segundos un cambio radical. Al cabo de irnos instantes, Tremal-Naik le preguntó:

—Entonces, ¿no eres un thug?

—Llevo en el pecho el infamante estigma de esos viles sectarios —dijo el joven, amargamente—; pero mi alma ha permanecido bramina.

—¿Representas ahora alguna comedia? —preguntó el señor De Lussac.

—¡Que no pueda entrar en el Sattia Loca[26], y que después de muerto se convierta mi cuerpo en el insecto más repugnante si mintiese! —replicó el joven.

—¿Y cómo es que te hallabas entre esos sinvergüenzas sin haber adjurado de Brahma? —preguntó Tremal-Naik.

El joven guardó silencio durante unos instantes, y después, bajando de nuevo los ojos, contestó:

—Señor, yo soy hijo de un hombre que pertenecía a las altas castas, de un bramin rico y poderoso, descendiente de estirpe de rajá; pero no he sido digno de la posición que ocupaba mi padre. El vicio me extravió y el fuego devoró mis riquezas; de escalón en escalón fui a parar en el lodo, y me convertí en un miserable paria. Y un día, un viejo que hacía los oficios de manti

—¿Has dicho que un manti? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Déjale terminar! —dijo Sandokán.

—… Me encontró en compañía de unos titiriteros —prosiguió el joven—, con quienes me había juntado para no morirme de hambre.

»Maravillado por mi fuerza poco común y por mi agilidad, me propuso que abrazase la religión de la diosa Kali.

»Después supe que los thugs andaban alistando hombres escogidos para organizar una especie de policía secreta, con objeto de vigilar y prevenir los movimientos de las autoridades de Bengala, que les habían amenazado con destruirlos.

»Yo me hallaba ya en la más completa abyección, y la miseria me cercaba por todas partes; acepté por la vida, y el hijo del bramin se convirtió en un miserable thug.

»Lo que haya hecho después, no creo que les importe a ustedes saberlo; pero odio a esos hombres que me han obligado a matar y a ofrecer a la horrible diosa la sangre de numerosas víctimas.

»Sé que vais a llevar la guerra a su misma madriguera. ¿Queréis mi ayuda? ¡Sirdar pone a vuestra disposición su fuerza y su valor!

—¿Cómo sabes tú que nos dirigimos a Raimangal? —preguntó Tremal-Naik.

—Me lo ha dicho el piloto.

—¿Quién era ese piloto?

—El que mandaba uno de los grabs que acometieron a vuestro buque.

—¿Había venido siguiéndonos?

—Sí, junto con otros doce thugs que formaban parte de la tripulación; yo era uno de ellos. Sospechábamos que tú, sahib, te dirigías a Khari porque nos habían dicho que tus criados compraron dos elefantes.

»Todos los pasos que habéis dado, todos los hemos espiado. Así pudimos enteramos de tus relaciones con los que tripulaban ese buque pequeño que se batió con los nuestros; así supimos que habías seguido al manti hasta que lograsteis prenderlo. Creed que experimenté una gran alegría cuando supe que aquel viejo condenado estaba en vuestro poder, pues él fue quien me hizo abrazar la religión de Kali.

»Te hemos seguido a través del junglar; hemos asistido, escondidos entre las cañas, a tus cacerías; te hemos robado la bayadera, pues teníamos miedo de que os dijera dónde estaba el refugio…

—¡Surama! —exclamó Yáñez.

—Sí, así se llama esa muchacha —dijo Sirdar—. Era hija de un jefe montañés del Assam.

—Y ahora, ¿dónde está?

—En Raimangal, seguramente —respondió el joven—. Tenían miedo de que os guiase a los misteriosos subterráneos de la isla.

—¡Prosigue! —dijo Sandokán.

—Después os tendimos la última emboscada para matar al segundo elefante —siguió diciendo Sirdar—. Estábamos preparados para mataros antes de que hubieseis podido poner el pie en Raimangal.

—¿Y la pinassa? —preguntó Tremal-Naik.

—La envió Suyodhana, a quien se le había advertido de vuestras intenciones, por medio de varios correos. Supimos que os habíais refugiado en la torre de Barrekporre, y vinimos a ofreceros nuestros servicios, aun sin que vosotros nos hubieseis avisado con los disparos.

—¡La organización de esos bandidos es maravillosa! —exclamó Yáñez.

—Tienen una policía secreta digna de elogio, con objeto de hacer inútiles todas las tentativas que organice el Gobierno de Bengala para destruirlos —dijo Sirdar—. Siempre están temiendo un golpe por parte de las autoridades de Calcuta, y por ese motivo los junglares y los Sunderbunds están llenos de espías de los thugs. Si algún grupo sospechoso entra por los junglares, enseguida lo advierten las notas agudas de los ramsingas, que se van repitiendo hasta las orillas del Mangal. Como veis, es imposible sorprenderlos.

—¿Crees tú, entonces, que no se les puede acometer en su isla? —preguntó Sandokán.

—Quizá; pero es preciso hacerlo con extrema prudencia.

—¿Conoces tú esos subterráneos?

—He estado en ellos varios meses —contestó Sirdar.

—¿Cuándo estuviste por última vez?

—Hace cuatro semanas.

—¡En ese caso, habrás visto a mi hija! —gritó Tremal-Naik, con una emoción indescriptible.

—Sí; una noche la vi en la pagoda, mientras la enseñaban a verter la sangre de un pobre molango, inmolado pocas horas antes, en el recipiente donde nada el mango sagrado.

—¡Miserables! —exclamó Tremal-Naik—. ¡También obligaban a su madre a que derramara sangre humana ante Kali! ¡Cobardes!

Un sollozo estalló en la garganta del pobre padre.

—¡Cálmate! —dijo Sandokán, afectuosamente—. ¡Se la quitaremos! ¿Para qué hemos venido desde nuestra lejana isla de Mompracem? ¡Uno de los tigres debe morir, y será el de la India el que caiga en este combate!

Cogió la navaja de Yáñez y cortó las ligaduras del prisionero, al propio tiempo que le decía:

—Te perdonamos la vida y te damos la libertad, a cambio de que nos guíes a Raimangal y a esos subterráneos misteriosos.

—Sirdar cumplirá su palabra, porque mi odio hacia esos asesinos es tan grande como el vuestro. ¡Que Yama, dios de la muerte y de los infiernos, me condene para toda la eternidad, si hago traición a mi promesa! ¡Reniego de Kali, y vuelvo a ser bramin!

—¡Yáñez, al timón! —dijo Sandokán—. ¡Se levanta el viento, y el Mariana no debe de estar lejos! ¡Coja la escota, señor De Lussac! Bogaremos como un steamer[27].

Empezó a soplar una fresca brisa que hinchó las velas de la embarcación y dispersó la niebla producida por la abundante evaporación del agua.

Sandokán se había apresurado a poner la proa hacia el Sur, en donde se abrió un ancho canal, que según le había dicho Tremal-Naik era el de Raimatla. Estaba formado por dos islas muy bajas y de amplias dimensiones, cubiertas de gigantescas cañas.

Hacia el Este se extendían otros islotes, también cubiertos por una espesísima vegetación, formada, en su mayor parte, por bambúes espinosos y algunos grupos de cocoteros.

Millares de pájaros acuáticos revoloteaban sobre aquellas tierras pantanosas, y los devoradores de carroñas, los marabúes, los mozzagries y los arghilaks, se contaban a cientos. Allí debían de tener abundante comida, a juzgar por el olor nauseabundo que se desprendía de aquellos lugares.

Lo más probable es que las orillas estuvieran llenas de cadáveres, empujados hasta ellas por la marea y las olas.

La pinassa, que era una velera muy buena, bogaba admirablemente, obedeciendo a la menor presión del timón. En menos de una hora llegó a la punta septentrional de la isla, la cual seguía alargándose hacia Oriente, y empezó a seguir la orilla, sosteniéndose, sin embargo, a una cierta distancia para no verse acometida de improviso por los tigres que por allí abundaban.

Esas fieras poseen una audacia tan grande, que en muchas ocasiones, y de un solo salto, caen sobre el puente de las chalupas o de los veleros pequeños que cometen la imprudencia de ir demasiado próximos a la orilla, y se apoderan de algún tripulante ante los ojos de sus compañeros, aterrados e impotentes para rechazar el inesperado asalto.

—¡Tened cuidado! —dijo Sandokán, que había sustituido a Yáñez en el timón—. Si Sambigliong o Kammamuri se han atenido a mis instrucciones, deben de haber escondido el prao en algún canal pequeño de por aquí, y desmontado luego la arboladura; por lo tanto, puede ocultarse incluso a nuestras miradas.

—Indicaremos nuestra presencia con algún tiro —dijo Tremal-Naik—. He encontrado una de las carabinas.

—Seguro que es la que empleó el thug contra nosotros.

—Debe de ser esa misma.

—Sí —dijo Sirdar, que iba sentado en la amura de popa.

—¿Y las otras? —inquirió Sandokán.

—El viejo piloto ordenó arrojarlas a la laguna, para que no pudierais serviros de ellas.

—¡Viejo estúpido! —exclamó Yáñez—. ¡Pudo haberlas utilizado él mismo contra nosotros!

—No estaba cargada más que una, sahib, y nosotros no llevábamos a bordo pólvora ni balas —respondió el joven.

—¡Es cierto! —afirmó Sandokán—. Las otras las habíamos descargado en la torre para llamar la atención de la pinassa. ¡Pues ha sido una verdadera suerte, porque, de lo contrario, nos hubieran fusilado con nuestras propias armas!

—Esa era la intención del piloto —dijo Sirdar—. Pensando en eso fue que os robaron las carabinas.

—Capitán Sandokán —dijo en aquel momento el señor De Lussac, que se había encaramado en la entena de la vela de proa para dominar con la vista un espacio más amplio—, veo un punto negro surcando el canal.

Rápidamente, el Tigre de Malasia dejó el timón en manos de Sirdar, y se dirigió hacia la proa, seguido de Yáñez.

—¿Hacia el Sur, señor De Lussac? —preguntó.

—Sí, capitán, y parece dirigirse hacia Raimatla. Sandokán, que tenía una vista extraordinariamente aguda, miró en la dirección indicada, y, efectivamente, vio, no sólo un punto, sino una sutil línea negra que atravesaba el canal a una distancia aproximada de siete u ocho millas.

—Es una chalupa —dijo.

—No puede ser otra que la ballenera del Mariana —intervino Tremal-Naik—. Nadie se atrevería a meterse por entre los canales de los Sunderbunds, a no ser que le hubiera arrojado hasta allí alguna tempestad; y a mí me parece que en el golfo de Bengala no debe de haber ninguna en estos momentos.

—Se dirige hacia la isla —dijo Yáñez, que tenía la vista tan aguda como el Tigre—, y se me figura que distingo allá abajo una pequeña ensenada. Tal vez el prao se haya refugiado en aquel lugar.

—¡Orza a la banda! —gritó Sandokán a Sirdar—. ¡Cíñete a la costa!

La pinassa, que marchaba velozmente, pues la brisa era cada vez más fuerte, se dirigió hacia Raimatla, en tanto que la chalupa desaparecía de la ensenada que había señalado el portugués.

La pequeña embarcación llegaba, tres cuartos de hora más tarde, a la embocadura de una especie de canal que parecía internarse en la isla un centenar de metros aproximadamente, y que estaba obstruido en muchas partes por unos pequeñísimos islotes cubiertos de elevadísimos bambúes y rodeados de plantas palutarias.

Sandokán, que había vuelto a empuñar el timón, metió atrevidamente la pinassa en aquel brazo de agua. Tremal-Naik y Sirdar se pusieron inmediatamente a efectuar sondajes.

—¡Haz un disparo! —dijo el Tigre de Malasia a Yáñez. El portugués, iba a obedecer la orden, cuando salió de improviso de un canalillo lateral una chalupa, tripulada por doce hombres armados de carabinas y de parangs, que se dirigía velozmente hacia la pinassa.

—¡La ballenera del prao! —gritó Yáñez—. ¡En, amigos! ¡Abajo las carabinas!

La orden llegó con toda oportunidad, porque la tripulación de la chalupa había ya abandonado los remos para empuñar las armas de fuego, con la intención de enviarles, sin previo aviso, una tremenda granizada de balas.

A las palabras del portugués, respondió un grito de alegría:

—¡El señor Yáñez!

Fue lanzado por Kammamuri, el fiel servidor de Tremal-Naik, que parecía haber asumido el mando de la expedición.

—¡Acércate! —gritó el portugués, mientras los malayos y los dayakos saludaban a sus capitanes con gritos de júbilo.

Con unos cuantos golpes de remo, la chalupa abordó la pinassa por babor, al mismo tiempo que Sirdar y el señor De Lussac echaban el anclote de popa.

De un solo salto, Kammamuri se puso a caballo en la amura, cayendo sobre cubierta.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Ya empezábamos a temer que les hubiese ocurrido alguna desgracia! ¡Bonita pinassa!

—¿Qué noticias hay, mi valiente Kammamuri? —preguntó enseguida Tremal-Naik.

—Pocas y poco agradables, patrón —respondió el maharato.

—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó Sandokán, arrugando el entrecejo.

—Que se ha escapado el manti.

—¡Se ha escapado el manti! —exclamaron a un mismo tiempo Sandokán y Tremal-Naik, con sorpresa.

—Hace tres días que ha desaparecido, patrón.

—¿Acaso no se le vigilaba? —gritó el Tigre de Malasia.

—Se le vigilaba de un modo estrechísimo, señor Sandokán, le doy mi palabra. Le habíamos puesto dos centinelas en el camarote por miedo a que lograse hacer lo que hizo.

—Y, sin embargo, se escapó —dijo Yáñez.

—¡Ese hombre debe de ser un hechicero, o un demonio; qué sé yo! El hecho es que ahora no se halla a bordo.

—¡Explícate! —dijo Tremal-Naik.

—Como ya saben ustedes, estaba recluido en el camarote contiguo al que ocupaba el señor Yáñez, que no tenía más que un ventanillo tan pequeño, que era imposible que por él pudiera pasar, no digo ya un hombre, ni un gato siquiera. Hoy hace tres días bajé al amanecer a efectuar una visita de inspección, y encontré el camarote desierto, y a los dos guardianes tan profundamente dormidos, que nos costó gran trabajo despertarlos.

—¡Los haré fusilar! —exclamó Sandokán, lleno de ira.

—Créame, señor Sandokán, que no ha sido culpa suya el dormirse —dijo el maharato—. Nos contaron que por la tarde, a eso del anochecer, el manti empezó a mirarlos de un modo que les producía cierto malestar inexplicable. Les parecía que de los ojos del viejo salían chispas. Al cabo de cierto tiempo, les dijo: «¡Dormid; os lo mando!». Y se durmieron tan profundamente, que cuando bajé, creí que estaban muertos.

—Los ha hipnotizado —dijo el señor De Lussac—. Entre los indostanos hay hipnotizadores famosos, y a la cuenta, ese manti debe de ser uno de ellos.

—¿Y cómo pudo escaparse? —preguntó Yáñez.

—El muy bandido habrá esperado a que se hiciese de noche por completo para subir a cubierta y dejarse caer en la orilla. Además, el Mariana tenía una plancha a modo de pasarela, que comunicaba con tierra firme.

—¡Pues la fuga de ese hombre puede dar al traste con nuestros proyectos! —dijo Sandokán.

—Se habrá ido corriendo en busca de Suyodhana, y le habrá advertido del peligro que corre.

—Si es que no le ha devorado algún tigre, o despedazado alguna serpiente —dijo Tremal-Naik—. Además, Raimatla está separada de Raimangal por canales muy anchos e islotes peligrosísimos. ¿El manti se llevó algún arma cuando huyó?

—El parang de uno de sus centinelas —respondió Kammamuri.

—No te preocupes por la evasión de ese viejo, amigo Sandokán —dijo Tremal-Naik—. Hay noventa y nueve probabilidades contra mía de que le hayan devorado las fieras antes de poder llegar a Raimangal. Como no sea realmente un diablo o haya encontrado a alguien que le ayude, dejará la piel entre los pantanos y los bambúes espinosos. Vamos ahora a tu Mariana a organizar la expedición y a concluir de planear lo que hemos de hacer.