Cuando empezaron a despuntar los primeros rayos del sol, la embarcación aproaba delante de la torre.
Sandokán no se había equivocado: no se trataba de una chalupa ni de un barco de gran porte; era una pinassa, es decir, una barca grande de bordas altas, con dos mástiles pequeños y dos velas cuadradas. Además, tenía cubierta.
Estos veleros son muy usados en la India para la navegación por los grandes ríos de la península; sin embargo, pueden navegar también por el mar, lo mismo que los grabs, pues tienen quilla y están bien arbolados.
La pinassa que arribó en las cercanías de la torre desplazaba unas sesenta toneladas, y la tripulaban ocho hindúes, todos jóvenes y robustos, vestidos de blanco como los cipayos[25], y estaban mandados por un piloto viejo de larga barba blanca, que en aquel momento se hacía cargo del timón.
Cuando vieron a los cinco hombres, entre los cuales había dos blancos, el viejo se quitó cortésmente el turbante, y enseguida descendió a tierra, diciendo en buen inglés:
—¡Buenos días, sahib! ¿Necesitan ustedes nuestra ayuda? Hemos oído un disparo y hemos acudido creyendo que alguien estaba en peligro.
—¿Cómo es que estás aquí, viejo? —preguntó Tremal-Naik—. Estos no son lugares para traficar ni para venir a buscar carga.
—Nosotros somos pescadores —respondió el piloto—. En estas lagunas abunda el pescado y venimos a pescar todas las semanas.
—¿Y de dónde venís?
—De Diamond-Harbour.
—¿Quieres ganar cien rupias? —preguntó Sandokán. El hindú levantó los ojos hacia el Tigre de Malasia, y le miró fijamente y con cierta curiosidad durante varios instantes.
—¿Quiere usted bromear, sahib? —preguntó, luego—. Cien rupias es una bonita suma: no la ganamos aunque estemos pescando toda una semana.
—Lo único que nosotros necesitamos es disponer de la pinassa durante veinticuatro horas; terminadas estas, las rupias pasarán a tu bolsillo.
—Es usted tan generoso como un nabab, sahib —dijo el piloto.
—¿Acepta?
—En mi caso nadie rehusaría una oferta semejante.
—¿Has dicho que vienes de Diamond-Harbour? —preguntó de nuevo Tremal-Naik.
—Sí, sahib.
—¿Has entrado en la laguna por el canal de Raimatla?
—No; he entrado por el de Yamere.
—Entonces, no habrás visto un buque pequeño cruzar por estas aguas.
—Me parece… Sí; ayer he creído distinguir una chalupa larga y muy fina costeando la costa septentrional de Raimatla —respondió el viejo.
—Seguramente que era nuestra ballenera, que andaba explorando —dijo Sandokán—. Antes de que llegue la noche habremos encontrado el prao, y estaremos todos reunidos. Señores, embarquémonos. Mañana vendrá nuestra chalupa a recoger la escolta.
Puso en manos del piloto la mitad del precio estipulado, y enseguida subieron todos a bordo, saludados cortésmente por los hindúes que componían la tripulación.
Sandokán y Tremal-Naik se sentaron a popa bajo la lona que los pescadores tendieron para resguardarlos del sol, y Yáñez, el francés y el cornac descendieron bajo cubierta para dormir un poco en el pequeño camarote de la pinassa, que el piloto puso a su disposición.
La pinassa, que parecía un buen velero, se apartó de la orilla y se dirigió aguas adentro, hacia unas islas que medio se entreveían a través de la bruma que se elevaba de la laguna.
Una espantosa pestilencia salía de las aguas, puesto que allí acababan de descomponerse y disolverse muchísimos cadáveres arrastrados por las corrientes de los canales de los Sunderbunds, o empujados por el flujo y el reflujo.
Por doquier se veían cabezas descamadas, dorsos con la carne hecha tiras, y piernas y brazos moviéndose en la estela que dejaba tras de sí la pinassa.
Sobre muchos de aquellos cadáveres iban muy erguidos, guardando el equilibrio con sus largas zancas, marabúes y bozzagries, que de vez en cuando daban un picotazo, arrancaban un pedazo de carne ya podrida y se la tragaban con gran rapidez.
—He aquí un cementerio flotante —dijo Tremal-Naik.
—Que produce verdaderas náuseas —respondió Sandokán—. El Gobierno de Bengala haría muy bien en mandar enterrar todos esos restos bajo tres metros de tierra. Ahorraría las epidemias de cólera que anualmente reaparecen en la capital.
—Los hindúes que quieren alcanzar el Paraíso deben ir a él por el Ganges.
—¿Es que el río desemboca allí? —preguntó Sandokán, riendo.
—Lo ignoro —contestó Tremal-Naik—; sin embargo, me parece que no. Veo que termina en el golfo de Bengala, y allí confunde sus aguas con las del mar.
—¿Y todos irán al Paraíso?
—¡Esos, no! Las aguas del Ganges, por muy sagradas que sean, no purgarán jamás el alma de uno que haya matado, por ejemplo, una vaca.
—¿Está eso muy penado en vuestra religión?
—Tan gravemente penado, que el que lo hace va al Infierno, en donde le devorarán sin cesar unas serpientes, y padecerá los horrores del hambre y de la sed, y luego, al cabo de largo tiempo, irá a pasar millares de años transformado en el cuerpo de un jumento.
—¡Vuestro infierno debe de ser un lugar espantoso! —dijo Sandokán.
—Según nuestros libros sagrados, allí reina constantemente la noche, y no se oyen más que gemidos y gritos espantosos; y los tormentos que allí se experimentan son más terribles que los dolores producidos por el hierro y por el fuego.
»Hay suplicios para toda clase de pecados, para cada uno de los sentidos y para cada miembro en particular.
»Fuego, hierro, serpientes, insectos venenosos, animales feroces, aves de presa, venenos, picaduras y mordeduras; todo se emplea para martirizar.
»Según nuestros Vedas, algunos están condenados a llevar un cordel atravesado por la nariz, y por medio de ese cordel se les hace correr sin descanso sobre afiladísimas hachas; a otros se les pasa por el ojo de una aguja; a otros se les condena a estar oprimidos fuertemente entre dos peñascos planos; a otros les roen sin cesar los ojos feroces buitres, y los hay, también, que se ven obligados a nadar en grandes estanques de pez líquida.
—Y esas penas espantosas, ¿duran siempre?
—No; al terminar cada suga, es decir, cada época, que comprende millares de años, los condenados vuelven a la Tierra, unos bajo la forma de un animal, otros de un insecto o un pájaro, hasta que, una vez purificados, vuelven a su primitivo estado de hombres. Estas son las delicias de nuestro Naraca, donde impera Yama, el dios de la muerte y de las tinieblas.
—También tendréis un paraíso.
—Más de uno —respondió Tremal-Naik—. El suarga del dios Sudra, adonde van todas las almas virtuosas; el veiconta, o paraíso de Visnú; el kailassa, que pertenece a Shiva; el sattialoca, que es el de Brahma, y que está reservado tan sólo a los bramines, a los cuales nosotros tenemos como hombres de una raza superior, y que…
Un disparo de escopeta disparado a muy poca distancia, seguido del inconfundible silbido de la bala, que pasó por entre las orejas de los dos amigos, les hizo dar un salto y ponerse en pie.
Uno de los ocho marineros que se encontraban a proa acababa de hacer fuego contra ellos, y todavía estaba medio escondido detrás de una caja, casi envuelto en una nube de humo y empuñando el arma.
Sandokán y Tremal-Naik quedaron tan sorprendidos, que de momento permanecieron inmóviles, creyendo de buena fe que aquel tiro se había escapado casualmente, pues no creyeron, ni aun les pasó por la mente, que se tratase de una traición.
Un grito del piloto les advirtió que estaban amenazados de un terrible peligro, y que la bala había sido lanzada a propósito contra ellos.
Aquel bandido abandonó precipitadamente el timón que hasta entonces había llevado, lanzándose a través de la toldilla, mientras gritaba:
—¡A ellos, muchachos! ¡Somos nueve! ¡Afuera los cuchillos y los lazos!
Sandokán lanzó un verdadero rugido.
Echó una mirada en derredor, buscando la carabina, que había dejado apoyada contra la amura; pero había desaparecido, juntamente con las de sus compañeros.
Con la rapidez del rayo, levantó la barra del timón y se lanzó hacia proa, en donde los tripulantes se habían colocado alrededor del hombre que había disparado, y gritó, con voz tenante:
—¡Traición! ¡Yáñez! ¡Lussac! ¡A la cubierta! Tremal-Naik le había seguido, armado con un hacha que encontró clavada en un barril entre un rollo de cuerdas.
Los hindúes echaron mano a sus cuchillos y desplegaron los lazos que hasta entonces habían tenido escondidos bajo las amplias chaquetas de tela.
—¡A ellos, muchachos! —repitió el piloto, que empuñaba una de esas cimitarras cortas que usan los maratti, y que llaman tarwar—. ¡A por el padre de la virgencita! ¡Al enemigo de Suyodhana!
—¡Ah, viejo perro! —gritó Tremal-Naik—. ¡Me has conocido! ¡Morirás!
Los ocho marineros se lanzaron sobre los dos amigos, con la ferocidad de los tigres. Como ya hemos dicho, eran mozos robustos, probablemente escogidos cuidadosamente, y muy distintos de los bengalíes, que por regla general son muy delgados.
Tres de ellos se abalanzaron sobre Sandokán; los otros, con el piloto, rodearon a Tremal-Naik.
Por medio de un hábil movimiento, el Tigre de Malasia intentó cubrir a su amigo, que era quien corría mayor peligro; pero los thugs se dieron cuenta a tiempo de la intención, y le cerraron el paso.
—¡Protégete en la popa, Tremal-Naik! —gritó el pirata—. ¡Y aguanta un momento! ¡Yáñez, Lussac, Cornac, a mí!
Los tres marineros se le habían echado encima. Con un salto de pantera, salió del cerco, levantó la barra del timón, y luego la dejó caer con inusitada violencia sobre el más cercano, que intentaba abrirle el vientre.
El thug, herido en el cráneo, cayó al suelo como si fuese un buey herido por la maza del carnicero, y los sesos salpicaron la amura.
Al mismo tiempo cayó un lazo sobre el pirata, sujetándole el brazo derecho.
—¡Preso! —le gritó el estrangulador—. ¡Tikar, tírale al suelo!
—¡Bueno! ¡Toma! —contestó Sandokán. Dejó caer nuevamente la barra, pero esta vez al suelo, se inclinó, y con la cabeza fue a dar en medio del pecho de su adversario, lanzándole sin sentido al otro lado de la pinassa; enseguida, girando sobre sí mismo con la furia de un toro, se precipitó sobre el tercero, que iba a clavarle por la espalda, y le cogió fuertemente por los brazos para impedirle que hiciera uso del cuchillo.
Pero aquel hombre era más fuerte de lo que podía suponer Sandokán, y al propio tiempo valiente. Agarró a su vez al jefe de los piratas, y trató de echarle una mano al cuello.
Una ola sacudió bruscamente la pinassa, imprimiéndole un movimiento de balanceo, y los dos cayeron rodando.
Mientras tanto, Tremal-Naik, acometido por los otros cinco marineros y el piloto, se defendía de un modo desesperado, asestando furiosos hachazos y retrocediendo hacia la popa.
Había logrado evitar dos lazos, y se había salvado de un tajo de tarwar que le asestó el piloto; pero no podía resistir mucho tiempo el ataque de aquellos seis enemigos, que procuraban cercarle y le acometían por todas partes.
En el preciso instante en que uno de los thugs levantaba el cuchillo para clavárselo en un costado, pues había logrado cogerle por detrás, aparecieron en la toldilla Yáñez, De Lussac y el conductor de elefantes.
Despertados por los gritos de Sandokán, y alarmados por la palabra «traición», se tiraron rápidamente de las hamacas, buscando sus carabinas.
Pero del mismo modo que desaparecieron las de Tremal-Naik y de Sandokán, habían desaparecido las suyas, pues no se encontraban donde las dejaron.
De Lussac y el cornac llevaban sus cuchillos de caza, armas sólidas y de hoja larga, y Yáñez llevaba en la faja una de esas formidables navajas españolas que abiertas parecen una espada.
El portugués la abrió de un golpe seco, y se lanzó por la escala, gritando:
—¡Arriba, amigos! ¡Aquí se degüellan!
Cuando los thugs, que procuraban hacer caer a Tremal-Naik, vieron aparecer sobre cubierta a los dos hombres blancos y al cornac, se dividieron en el acto, escogiendo cada uno a su adversario.
El piloto y un marinero quedaron haciendo frente a Tremal-Naik, que había terminado por apoyarse contra la borda de babor; otros dos hombres se lanzaron sobre el francés, y los otros tres se abalanzaron sobre Yáñez y el cornac.
—¡Ah, canallas! —gritó el portugués, saltando hacia la lona de popa y arrancándola de un tirón para rodearse con ella el brazo izquierdo—. ¿Es así como aquí se traiciona? ¡A mí vosotros dos y tú con uno, cornac, y agujeréale la piel!
La lucha entre aquellos catorce hombres se hizo todavía más encarnizada, en tanto que la pinassa, cuyo mando había sido abandonado, se balanceaba al impulso de las olas que la creciente marea producía a través de la laguna.
Los thugs habían tirado los lazos, que resultaban impracticables en una lucha cuerpo a cuerpo, y manejaban los cuchillos saltando como felinos; los dos blancos, Tremal-Naik y el cornac se defendían valerosamente y no se dejaban acorralar.
Por otra parte, Sandokán, siempre agarrado a su adversario, rodaba con él por la cubierta, procurando asestarle el golpe definitivo. Ya había logrado ponerle debajo y agarrarle por el cuello, y lo apretaba con todas sus fuerzas, obligándole a sacar un palmo de lengua. No obstante, el hindú resistía con una tenacidad prodigiosa, y como tenía los brazos y el cuello impregnados de aceite de coco, lograba esquivar el apretón de cuando en cuando.
Pero apenas intentaba incorporarse sobre las rodillas, el pirata, que, como ya sabemos, tenía una fuerza hercúlea, volvía a tumbarle a puñetazos.
De pronto, y cuando ya había vuelto a agarrarle de nuevo, sintió debajo de sí la barra del timón, que una brusca sacudida de la pinassa había hecho rodar hasta él.
Se puso en pie de un salto, dejando libre a su adversario. Coger la barra, levantarla y descargar con ella un tremendo golpe en la cabeza del hindú, fue cosa de un instante.
El thug no lanzó ni un solo grito. Cayó, como herido por un rayo.
—¡Y van dos! —gritó Sandokán—. ¡Aguantad firmes, amigos! ¡Voy en vuestra ayuda!
Iba a lanzarse hacia la popa, cuando se sintió cogido por detrás.
El marinero, que había quedado como petrificado por aquel terrible golpe recibido en la cabeza, aun cuando tenía rotas las costillas, había logrado incorporarse de nuevo al cabo de unos minutos, procurando prestar auxilio a su compañero.
Desgraciadamente para él, llegó demasiado tarde, y por sí solo no podía luchar, ni mucho menos, con el terrible Tigre de Malasia.
—¡Cómo! —exclamó el pirata—. ¿Todavía estás vivo? ¡Pues irás a hacer compañía a los peces!
Le levantó sobre sus robustos brazos y le tiró a la laguna, sin que el desgraciado, que vomitaba sangre a chorros, hubiera podido oponer la menor resistencia.
En aquel instante se oyó un grito de dolor, seguido de una blasfemia lanzada por Yáñez.
El cornac, que luchaba con uno de los thugs a pocos pasos de distancia del portugués, cayó con el pecho atravesado por una tremenda cuchillada.
Un aullido de triunfo saludó la caída del pobre conductor de elefantes.
—¡Adelante! ¡Kali nos protege!
Pero casi en el acto, ese grito de alegría se cambió por otro lleno de espanto.
Mientras el cornac rodaba muerto sobre la cubierta, con las manos puestas sobre su horrible herida, de la cual salía un verdadero torrente de sangre, un hombre caía a unos cuatro pasos más allá, con la cabeza abierta por un formidable hachazo.
Era el viejo, el piloto.
Tremal-Naik, aprovechándose de un paso en falso que había dado su adversario, debido a un brusco balanceo de la embarcación, le había descargado el furibundo golpe.
El viejo abrió los brazos, dejó escapar el tarwar, y dando dos o tres pasos, cayó luego sobre la toldilla, en tanto que por la herida salía la sangre junto con la masa encefálica.
Pero el bengalí no se veía todavía libre, porque tenía delante a otro hombre que aún podía darle mucho trabajo; sin embargo, el hacha era un arma más poderosa que el cuchillo que manejaba el thug.
Con una sola mirada, Sandokán se hizo cargo del estado de la lucha, comprendiendo enseguida que quien mayor peligro corría en aquel momento era Yáñez, que estaba haciendo frente a tres hombres.
El teniente también se veía acometido por dos, que se le echaban encima como auténticos perros rabiosos, pero, sin embargo, no parecía que corriese un peligro inminente.
El valiente joven manejaba de un modo admirable el cuchillo, y unas veces con ataques rápidos como la centella y otras con retiradas imprevistas, mantenía siempre a raya a sus adversarios.
—A Yáñez, primero —se dijo Sandokán. En tres saltos se situó a espaldas de los bribones, gritando:
—¡Os mato!
Dos de ellos se volvieron y se lanzaron sobre él, bramando al propio tiempo:
—¡A ti es a quien vamos a matar!
Sandokán hizo girar vertiginosamente la pesada barra, y como un relámpago, descargó un tremendo golpe sobre el más cercano, derribándole y hundiéndole varias costillas.
El otro que se había vuelto hacia él, espantado por lo sucedido a su compañero, se giró de espaldas y se dirigió hacia la proa; pero la terrible maza le detuvo a medio camino, golpeándole de un modo brutal entre los hombros.
Cayó de rodillas; pero, sin embargo, todavía tuvo fuerzas suficientes para incorporarse de nuevo, saltar la borda y arrojarse de cabeza en la laguna.
Sandokán iba a lanzarse ahora sobre el marinero que luchaba con Yáñez, cuando le vio encogerse de improviso sobre sí mismo, y enseguida rodar desplomado con los brazos extendidos sobre la cubierta.
La navaja del valiente portugués le había atravesado el corazón.
Cuando los dos thugs que acometían al señor De Lussac vieron que la partida ya estaba perdida para ellos, huyeron hacia la proa y se tiraron al agua, desapareciendo rápidamente entre las hojas de loto y las cañas que crecían en un banco cubierto, el cual comunicaba con un islote próximo.
Ya no quedaba a bordo más que el adversario de Tremal-Naik, el más robusto y el más valiente de la banda; luchaba ferozmente, eludiendo con una agilidad propia de los monos los hachazos que le dirigía su bravo enemigo.
Sandokán empuñó de nuevo la barra, para acabar también con aquel tunante, cuando Yáñez le dijo precipitadamente:
—¡Espera! ¡No le mates; le haremos hablar!
El señor De Lussac, Yáñez y Sandokán se le echaron encima como verdaderas centellas, y después de derribarle en tierra, le ataron fuertemente con el mismo lazo que poco antes había tirado en la cubierta.