El cornac regresaba en un deplorable estado. Todo indicaba que debía de haber corrido mucho.
Iba cubierto de lodo de los pies a la cabeza. Las ropas estaban hechas jirones por muchos sitios; había perdido el turbante y la faja, y las piernas le sangraban hasta por encima de las rodillas.
No obstante, aún conservaba en la mano el aguijón con el que guiaba al merghee, y que era un arma más que suficiente para abrir el cráneo a una persona.
Cuando le vieron aparecer, todos salieron a su encuentro precipitadamente, aturdiéndole con preguntas. El pobre hombre, que respiraba con dificultad, no respondía más que por medio de gestos llenos de desesperación, señalando al elefante y al junglar.
—Bebe un sorbo —dijo Sandokán, que todavía llevaba colgado a un costado su frasco lleno de licor—. Cobra aliento, y cuéntalo todo sin perder tiempo. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Quién ha matado al merghee?
El cornac bebió algunos sorbos con avidez, y enseguida, con voz ahogada aún por la emoción y por la larga carrera, dijo:
—Los thugs… estaban allí…, escondidos detrás de ese muro, cubiertos con pieles de nilgó… ¡Miserables!… Esperaban el momento… para caer encima… de nosotros.
—¡Despacio! —dijo Sandokán—. ¡Explícate mejor! Por mucho que huyan, nosotros les alcalizaremos con el comareah: tenemos tiempo.
—La ráfaga que nos embistió a todos, me empujó a unos doscientos o trescientos pasos de mi elefante…, arrojándome en medio de una mata de mináis, que aminoró el golpe de mi caída.
»Apenas me había puesto en pie y cuando iba a correr en ayuda de ustedes, oí en el campamento gritos de mujer pidiendo socorro.
Suponiendo que la muchacha se hallaba en peligro y al no verles a ustedes, me dirigí corriendo hacia aquella parte.
»Antes de que hubiese podido llegar, vi a cinco animales, cinco nilgós que salían de detrás de ese muro de barro, que tiraban las pieles… y aparecían unos hombres desnudos, que llevaban a la cintura el lazo de los estranguladores.
»Dos de ellos, armados con anchos sables, se lanzaron sobre mi elefante, y con sólo dos tajos le cortaron los tendones de las patas traseras; los otros se fueron a los houdah, entre los cuales se había refugiado Surama, a quien el cuerpo del merghee había protegido hasta entonces contra el viento.
»Cogerla, atarla con dos lazos y llevársela, fue todo cosa de un abrir y cerrar de ojos.
»La desgraciada no tuvo tiempo más que para gritar:
»—¡Socorro, sahib!
—Hemos oído ese grito —dijo Yáñez—. ¿Y después?
—Después me lancé detrás de los fugitivos, llamando como un desesperado al perro y al tigre, a los cuales había visto rodar entre las cañas y las ramas por cerca del campamento y caer juntos.
»El perro fue el primero que acudió a mi llamada; pero ya los thugs, que corrían como antílopes, habían desaparecido.
»Sin embargo, continué persiguiéndolos, precedido por el perro y seguido poco después por el tigre.
»Pero todo fue en vano. La tierra, empapada de agua, impedía que “Punty” pudiese olfatear las pisadas de los thugs.
—¿Qué dirección han tomado? —preguntó Sandokán.
—Huían hacía el Sur.
—¿Crees tú, Tremal-Naik, que hayan podido reconocer en Surama a una de las bayaderas?
—Sin duda alguna —contestó el bengalés—. De no haber sido así, no habrían vacilado en estrangularla, para ofrecer una víctima a su monstruosa divinidad.
—Entonces, entre esos thugs debía de haber alguno que la conociera.
—Yo creo que esos hombres vienen siguiéndonos desde la noche en que asistimos a la fiesta del fuego.
—Sin embargo, hemos tomado todas las precauciones posibles para que no nos espiasen.
—Sospecho una cosa —dijo Yáñez.
—¿Qué?
—Que algunos hombres que formaban parte de la tripulación de los grabs hayan tomado tierra al mismo tiempo que lo hicimos nosotros, y que desde entonces no nos han perdido de vista. De lo contrario, ¿cómo se explica esta continua persecución?
—Creo que tienes razón —dijo Sandokán.
Se quedó unos instantes silencioso, y después añadió:
—Parece que el ciclón tiende a calmarse, ya que las ráfagas disminuyen rápidamente. Organicemos la persecución de los raptores. Cornac, ¿podrá llevarnos a todos tu elefante?
—No, señor; es imposible.
—¿Quieres un consejo, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik.
—Di.
—Dividamos nuestras fuerzas. Nosotros daremos caza a esos bandidos con el comareah, y tus malayos nos esperarán en las orillas del canal de Raimatla.
—¿Y quién va a guiarlos?
—El cornac del merghee, que conoce los Sunderbunds tan bien como yo.
—Es cierto, sahib.
—Les confiaremos también a «Punty» y a «Darma», que no podrán seguirnos.
—Sí —dijo Sandokán—. Nosotros somos suficientes para hacer frente a los raptores. Además, me interesa comunicarme con los hombres del Mariana. Apresurémonos para que los thugs no nos tomen demasiada delantera.
—Una palabra todavía, amigo mío. El canal de Raimatla es largo, y nosotros necesitamos que tus hombres nos encuentren enseguida para no perder un tiempo que puede sernos precioso. Cornac, ¿has oído hablar de la antiquísima torre de Barrekporre?
—Sí, sahib —repuso el conductor de elefantes—, una vez tuve que permanecer en ella durante tres días, para no caer en las garras de los tigres.
—Pues allí te esperaremos nosotros. Se encuentra casi frente al extremo septentrional de Raimatla, en la orilla más alejada del junglar.
—Conduciré hasta allí a tus hombres. En cuatro o cinco horas llegaremos. Manda que ponga el houdah al, comareah.
Los dos cornacs, ayudados por los malayos, albardaron al elefante, que estaba docilísimo, asegurando la caja con cadenas y anchas cinchas de una solidez a toda prueba, y enseguida cargaron los bagajes y las cajas de las municiones.
Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik y el francés se asentaron en el houdah, y el comarcan, a un silbido de su conductor, partió al trote, dirigiéndose hacia el Sur, es decir, en la misma dirección que habían tomado los raptores de Surama.
El ciclón se había calmado, después de aquellas ráfagas tan poderosas que devastaron la manigua.
La masa de vapores comenzaba a romperse por varios puntos, huyendo hacia el golfo de Bengala. Iba desapareciendo la oscuridad, y a través de los jirones de las nubes, descendían de nuevo los rayos del sol, produciendo unos sorprendentes efectos de color.
El junglar se había convertido en un caos, con montones de vegetación dispersos por todas partes. Había verdaderas montañas de bambúes de varios metros de altura, que el elefante tenía que sortear; troncos derribados, enormes montones de hojas y un gran número de animales muertos, especialmente cuervos, axis y nilgós.
Además la tierra se había empapado con la lluvia, hasta el extremo de haberse convertido el junglar en un inmenso pantano, en el cual el elefante se hundía a veces hasta el vientre, imprimiendo al houdah tan bruscas sacudidas, que los cazadores se veían precisados a agarrarse fuertemente a las cuerdas, para no ser despedidos al suelo.
Pero no se hallaba traza alguna de los raptores de Surama, a pesar de que el elefante avanzaba con una velocidad superior al galope de un caballo.
En vano Sandokán, Yáñez y sus compañeros miraban hacia todas partes: los thugs no se veían. No hubiera sido difícil descubrirlos, pues los bambúes estaban derribados y los cálamos yacían en el suelo.
—¿Nos habremos equivocado acerca de la dirección que han seguido esos hombres? —preguntó Yáñez, después de una hora de continuo galope—. En esta hora hemos recorrido lo menos diez millas.
—¿Los habremos dejado atrás? —dijo Tremal-Naik.
—De ser así, les hubiésemos visto. El junglar está ahora descubierto, y desde esta altura se puede ver a un hombre con facilidad.
—Y mejor todavía un elefante —replicó el bengalés.
—¿Qué quieres decir con eso, Tremal-Naik?
—Quiero decir que es más fácil que los thugs hayan visto primero al comareah que nosotros a ellos.
—¿Y qué conclusión sacas de eso? —preguntó Sandokán.
—Que muy bien pueden haberse escondido, para dejarnos pasar.
—Y por aquí los escondrijos no faltan —dijo el teniente—. Basta con ocultarse bajo uno de esos montones de cañas y hojas para hacerse invisible.
—Veamos —dijo Sandokán, volviéndose hacia Tremal-Naik—. ¿Adónde crees que conducirán a esa muchacha?
—De seguro que a Raimangal.
—Raimangal es una isla, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué es lo que la separa del junglar?
—Un río: el Mangal.
—En tal caso, para ir a Raimangal, ¿en dónde crees que se embarcarán?
—En cualquier rada de la laguna, que es muy amplia.
—Así, pues, si nosotros estuviésemos de crucero por los alrededores de la isla…
—Podríamos sorprenderlos llegando primero, si logramos tener una chalupa a nuestra disposición. Los thugs tendrán buenas piernas; pero tanto como para que puedan competir con un elefante puesto al galope, no lo creo.
—Ni yo tampoco.
—Entonces, acabo —dijo Sandokán, que parecía seguir el hilo de una idea fija—. Haremos que el elefante corra cuanto pueda, de modo que lleguemos a los lindes de los Sunderbunds con mucha ventaja sobre los raptores de Surama. En cuanto nos hayamos puesto al habla con mi prao, armaremos la ballenera e iremos a cruzar por las costas de Raimangal.
—Y los cogeremos antes de que desembarquen en su isla —dijo el señor De Lussac.
—¡Y los mataremos como a perros! —añadió Yáñez.
—¡Entonces, adelante, y siempre al galope! —dijo Sandokán—. ¡Eh, cornac! ¡Cincuenta rupias de propina sí puedes llevarnos hasta los lindes de los Sunderbunds antes de medianoche! ¿Crees que puede ser posible, Tremal-Naik?
—Sí, si el elefante no aminora el paso —respondió el bengalí—. Estamos muy lejos todavía; no obstante, podemos llegar. El comarcan tiene las patas largas, y vence a un buen caballo en la carrera. ¡Adelante, cornac; adelante siempre, y a escape!
—Sí, sahib —contestó el conductor—. Únicamente necesito que pongan a mi disposición algunos kilogramos de azúcar, y verá cómo el comarcan no deja de trotar.
El elefante seguía galopando de un modo admirable, sin necesidad de que su conductor se viera precisado a aguijonearle, y a pesar de que el terreno se prestaba poco para un corredor tan pesado, puesto que seguía siendo pantanoso.
En menos de dos horas atravesó el espacio que el ciclón había devastado y llegó al junglar meridional, que no ofrecía el menor aspecto de haber sufrido daños a causa del viento.
Los gigantescos bambúes habían vuelto a aparecer, así como los cálamos y la espesísima maleza formada de mináis y otras altas hierbas, grupos de pipales, palmeras tara y latanios, que crecían en las orillas de los estanques.
Al cabo de una hora, el elefante, que no había cesado de trotar, se metía por en medio de una gran plantación de bambúes espinosos y de bambúes tulda de extraordinaria altura.
—¡Abramos los ojos! —dijo Tremal-Naik—. Este es un lugar muy a propósito para las emboscadas, y cualquiera podría matamos con facilidad al elefante, con sólo un tajo de tarwar[22a], inferido en las patas posteriores.
Pero nada ocurrió ni amenazó al elefante ningún peligro.
Cuando ya estaba próxima la puesta del sol, Sandokán dio la orden de hacer alto, para que el valiente animal descansara un poco, pues comenzaba a dar señales de cansancio, y aprovecharían, además, para preparar la cena.
Por otra parte, todos tenían necesidad de un poco de tregua, pues las incesantes y bruscas sacudidas del houdah les habían dejado los huesos molidos.
El cornac, que deseaba ganar las cincuenta rupias que le prometiera Sandokán, recolectó gran cantidad de hojas de bar, de ramas de pipal y de hierba typla, la cual es muy apreciada por los elefantes, y le dobló la ración de ghi y de azúcar, para que el paquidermo conservara sus energías.
A las nueve, el comareah, ya bien alimentado y confortado con una botella de ghi, que bebió de un solo tirón como si fuese agua, volvió a emprender el trote, haciendo trizas las grandes masas de vegetación que se oponían a su paso.
Ya comenzaba a dejarse sentir la influencia del aire marino. Una brisa bastante fresca, impregnada de salitre, procedente del Sur, indicaba la proximidad de las inmensas lagunas que se extienden entre las costas del continente y la multitud de islas e islotes que forman los Sunderbunds.
—Dentro de un par de horas, o quizá antes, llegaremos a las orillas del mar —dijo Tremal-Naik.
—¡Pero no hemos pensado en una cosa! —exclamó, de pronto, Yáñez—. Si el prao cruza por el canal de Raimatla, ¿cómo vamos a llegar hasta él, sin tener ninguna chalupa?
—¿No hay ninguna aldea de pescadores en las orillas? —preguntó Sandokán.
—Las hubo —contestó Tremal-Naik—, pero los thugs han destruido las cabañas y matado a sus habitantes, No queda más que la pequeña estación de Port-Canning, y esta está demasiado lejos; yendo en su búsqueda, perderíamos un tiempo precioso.
—Pues construiremos una balsa —dijo Sandokán—. Los bambúes son a propósito para eso.
—¿Y el elefante? —preguntó Yáñez.
—El cornac se encargará de conducirlo al lugar en donde hemos citado a los malayos —respondió Tremal-Naik—. Se puede… ¡Oh!
Un aullido muy agudo rompió de pronto el silencio que reinaba en la manigua.
—¿Un chacal? —preguntó Sandokán.
—¡Bien imitado! —respondió Tremal-Naik, levantándose de un salto.
—¡Cómo! ¿No crees que haya sido un chacal auténtico?
—¿Qué piensas tú, cornac, de ese aullido? —preguntó Tremal-Naik, volviéndose hacia el conductor del comareah.
—Que alguien ha procurado imitar a esa fiera —respondió el aludido, con inquietud.
—¿Distingues algo?
—No, sahib.
—¿Habrán venido siguiéndonos? —preguntó el francés.
—¡Cállense ustedes! —ordenó Tremal-Naik. En medio de los espesos bambúes resonó una nota metálica, seguida de algunas modulaciones.
—¡Todavía el ramsinga! —exclamó el bengalí.
—Y el que lo toca no debe de estar lejos; máximo, a unos trescientos pasos —dijo Yáñez, cogiendo la carabina y montándola rápidamente—. ¡Ya había dicho yo que este es un lugar magnífico para las emboscadas!
—Pero esos hombres, ¿son diablos o espíritus? —exclamó Sandokán.
—O pájaros —dijo el señor De Lussac—. Deben de tener alas para poder seguirnos continuamente.
—¡Escuchen ustedes! —exclamó Tremal-Naik.
—¡Contestan!
A lo lejos se oyó otra nota dé ramsinga. Sonó por tres veces en tonos distintos, y enseguida volvió a reinar el silencio.
Los cuatro hombres, poseídos de una agitación vivísima, se levantaron empuñando las carabinas, y escrutaron con gran atención las altas cañas del junglar.
Pero en aquel sitio estaban espesas, y la oscuridad de la noche era tan densa, que no se podía distinguir un hombre oculto entre ellas.
—¿Nos tenderán una emboscada? —preguntó Sandokán, rompiendo el silencio—. ¿Y si detuviésemos el elefante y diésemos una batida? ¿Qué te parece, Yáñez?
El portugués no tuvo tiempo de contestar, porque de entre los bambúes salieron cuatro o cinco fogonazos, seguidos de otras tantas detonaciones, el comareah se detuvo de pronto, imprimiendo al houdah tal sacudida, que poco faltó para que no salieran despedidos todos sus ocupantes; luego hizo un rápido cuarteo, emitiendo un formidable barrito.
—¡Han tocado al elefante! —gritó el cornac. Sandokán y sus compañeros hicieron fuego en la dirección de donde partieron los fogonazos.
Les pareció oír un lamento, pero no tuvieron tiempo de confirmar su sospecha, porque el elefante se había lanzado a la carrera desesperadamente, llenando el junglar con sus espantosos barrites.
—¡Sahib! —gritó el cornac, que tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡El elefante está herido! ¡Oiga usted cómo se queja!
—Déjalo que corra hasta que caiga muerto —contestó fríamente Sandokán.
—¡Es una fortuna la que va usted a perder, sahib!
El Tigre de Malasia se encogió de hombros sin replicar.
El paquidermo, que debía de haber recibido más de un balazo, rabioso por el dolor que le producían, devoraba el camino con la velocidad de un caballo árabe, destrozando cuanto encontraba a su paso.
Barritaba sin cesar, e imprimía al houdah tan enormes sacudidas, que los cuatro hombres tenían que agarrarse fuertemente a los bordes y a las cuerdas para no salir despedidos.
Aquella endiablada carrera duró veinte minutos; al cabo de ellos, el comareah se detuvo.
Se hallaba en la orilla de la laguna. A juzgar por el temblor que sacudía todo su cuerpo, iba a morir. Sus barrites eran cada vez más débiles; pero había cumplido su misión.
Los cazadores habían llegado al borde del junglar, y los Sunderbunds pantanosos se extendían ante ellos, al otro lado de la laguna.
El cornac gritó:
—¡Bájense ustedes! ¡El comareah va a caer!
Los hombres echaron rápidamente la escala de cuerda, y descendieron a toda prisa con las armas, en tanto que el cornac se deslizaba por el costado derecho del elefante.
Apenas se habían alejado unos cuantos pasos, cuando el pobre comareah cayó pesadamente, con la cabeza tendida hacia adelante y rompiéndose ambos colmillos.
Quedó muerto en el acto.
—¡Otras cincuenta mil pesetas perdidas! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡No es el dinero lo que nos hace falta; y, además, los thugs pagarán también por esta muerte!