Generalmente, los huracanes que se desencadenan en la gran península indostánica, tienen una breve duración; pero, su violencia es tan extrema, que los europeos no podemos ni siquiera imaginarlos.
En muy pocos minutos se devastan regiones enteras, derribando incluso ciudades. La fuerza del viento es enorme, y tan sólo los edificios muy sólidos y los grandes árboles, como los pipales e higueras de las pagodas, son capaces de resistirla.
Como muestra de lo que son estos violentos ciclones, baste recordar el que pasó por Bengala en 1866, que mató a veinte mil personas en Calcuta y a cien mil en las llanuras que rodean el Hugly.
Las personas que fueron sorprendidas por el ciclón cuando transitaban por las calles de la ciudad, eran levantadas como si fuesen plumas, e iban a estrellarse contra las paredes de las casas; los palanquines volaban por los aires con las personas que llevaban dentro, y las cabañas de la ciudad negra, arrancadas de cuajo, corrían por el campo.
Lo peor fue cuando el ciclón, cambiando de rumbo, rechazó las aguas del Hugly, que se extendieron sobre la ciudad, arrastrando consigo a doscientos cuarenta barcos que había anclados a lo largo del río, y que se estrellaron unos contra otros.
Las aguas desbordadas, empujadas por el viento, arrasaron los barrios pobres de la capital, transportando muy lejos sus ruinas y derribando pórticos, palacios, columnas y puentes; de tal modo, que la opulenta ciudad quedó reducida a un montón de escombros.
Y eso no fue todo. Por lo general, después del ciclón soplan vientos muy cálidos, que los indostanos llaman hot-winds, y que no son menos temibles que el propio ciclón.
Su calor es tan excesivo, que los europeos no acostumbrados a ellos no pueden salir de sus casas, porque corren el peligro de morir asfixiados inmediatamente.
Los propios indígenas se ven obligados, a las primeras ráfagas del simún, a adoptar grandes precauciones para que sus viviendas no se conviertan en auténticos hornos.
Tienen que tapar todas las aberturas, ventanas y puertas, con espesas capas de paja, que llaman tatti, y las mojan continuamente para que cuando el viento pase a través de aquellas húmedas barreras, pierda parte de la intensidad de su calor y no haga irrespirable la atmósfera.
Por otra parte, también hacen funcionar los punkas, que son unos grandes ventiladores como ruedas, a los que también se les llama thermantidoli, y con los que se mantienen las habitaciones un poco más frescas.
No obstante, y a pesar de todas estas medidas, mucha gente muere asfixiada, sobre todo en las regiones de la India occidental, pues allí todavía esos vientos son más calientes, ya que llegan directamente de los desiertos.
El ciclón que ahora empezaba a desencadenarse, tenía todas las trazas de no ser menos terrible que los otros, y preocupaba grandemente a Tremal-Naik y a los guías, que ya conocían la fuerza de semejantes fenómenos.
En cambio, Sandokán y Yáñez no manifestaban la menor inquietud. Aunque no conocían los ciclones indostánicos, habían experimentado otros no menos formidables que se desatan en los mares de Malasia, a los que habían desafiado no pocas veces.
Aun cuando las primeras ráfagas de viento empezaban a sacudir ya con gran violencia las tiendas, el portugués, que esta vez se había convertido en cocinero, disponía la comida ayudado por Surama.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Tomemos un bocado para que pesemos más y no se nos pueda llevar el viento fácilmente! Tendremos un poco de música, con el indispensable acompañamiento de truenos; pero ¡bah!, ya tenemos los oídos acostumbrados y…
Un terrible estampido, sólo comparable con la voladura de un polvorín, resonó por todo el junglar, seguido de ruidos ensordecedores que repercutían en el espacio con inusitada intensidad.
—¡Menuda orquesta! —exclamó el señor De Lussac, tendiéndose cerca del tapiz, sobre el cual humeaban las viandas, dispuestas sobre una vajilla de plata—. ¡No sé si Júpiter y Eolo nos dejarán terminar la comida!
—Cualquiera diría que el cielo va a hacerse pedazos sobre nuestra cabeza, con todos los mundos conocidos y desconocidos que contiene —dijo Yáñez—. ¡Vaya golpes de bombo! Despacio, señores músicos o, de lo contrario, vais a dejarnos sordos.
Los estampidos continuaban incrementando su intensidad, y parecía que millares de furgones cargados con láminas metálicas, corrían a gran velocidad sobre puentes de hierro.
Gruesos goterones caían con un rumor inquietante sobre las plantas que cubrían la inmensa llanura, en tanto que relámpagos deslumbradores rasgaban las negrísimas nubes.
De pronto empezaron a oírse a lo lejos unos agudos silbidos, que se hacían por momentos más intensos, y que pronto se convertirían en auténticos rugidos.
Tremal-Naik se levantó.
—¡Ya llegan las ráfagas! —exclamó—. ¡Apoyémonos contra las lonas, porque si no la tienda desaparece!
Una tromba de aire sopló sobre el junglar, arrancando de cuajo los bambúes y todo cuanto encontraba a su paso.
Atravesó el campamento haciendo revolotear a gran altura gruesas ramas, cañas y maleza, y derribando las paredes de barro de la antigua aldea, que todavía permanecían en pie; pero la tienda resguardada tras los enormes elefantes, resistió al embite.
—¿Volverá de nuevo? —preguntó Yáñez.
—Detrás de esta ráfaga vienen las compañeras —contestó Tremal-Naik—. No esperes que esto se acabe tan pronto. Apenas ha comenzado.
Sandokán y el francés, a pesar de que la lluvia caía a torrentes, salieron fuera para ver si la tienda de los malayos también había resistido.
Pero no había sido así, ya que estos corrían como locos por entre los bambúes derribados, persiguiendo la lona, que el viento transportaba a través del junglar, como un pájaro fantástico de colosales dimensiones.
En torno al campamento, todo estaba derribado y hecho pedazos. Tan sólo un gran pipal de enorme tronco, había resistido la furia del ciclón, aunque le había desgajado una buena parte de sus ramas.
Volaban en todas direcciones trozos de arbustos y gigantescas hojas arrancadas a las palmeras espinosas y huían revueltos y combatidos por el viento, arghilaks, ocas, cigüeñas y folagos.
Los cuadrúpedos saltaban por la llanura, presa de un terror loco. Se veían desfilar, en un galope desenfrenado a los bisontes, axis, ciervos y gamos.
Cuatro o cinco nilgós, que parecían sentirse más seguros estando cerca de los hombres, se habían acurrucado detrás del muro que se alzaba en las proximidades del campamento, y allí permanecían amontonados unos sobre otros, con la cabeza escondida entre las patas.
—¡Ahí debían estarse hasta que cesara el huracán, para proporcionarnos las chuletas de mañana! —dijo Sandokán, señalándoselos al francés.
—Apenas deje de soplar el viento echarán a correr como rayos —contestó el teniente—. Dejémoslos que se vayan; ya encontraremos otros. Ahí se acerca otra tromba que, por su manera de anunciarse, me parece que ha de ser más violenta que la primera. ¡Señor Sandokán, entremos en la tienda!
Se oían espantosos silbidos y se veía a las palmeras y los taras que había respetado la ráfaga anterior, caer derribados o desgajados, como si los segasen con un hacha y de un solo golpe.
Al propio tiempo, como si Júpiter tuviese celos del poder de Eolo, redobló sus truenos y sus relámpagos.
El estruendo era tan grande, que los hombres guarecidos en el interior de la tienda no podían entenderse.
Los elefantes, asustados por aquel fragor y por los rugidos del viento, empezaron a agitarse. No hacían caso de las voces que les daban sus cornacs, que se habían tendido fuera de la tienda para calmarlos.
La ráfaga de aire, que avanzaba con extraordinaria velocidad, iba a caer sobre el campamento.
De improviso, el comareah se levantó lanzando un formidable barrito.
Permaneció un instante erguido, con la trompa horizontal, aspirando el viento, y enseguida, poseído de un terror loco, se lanzó a través del junglar, sin hacer caso de los gritos de su cornac.
Sandokán y sus compañeros habían salido corriendo de la tienda para prestar auxilio a los dos guardianes, pero la tromba les cayó encima con todo su ímpetu y se sintieron levantar primero y después arrastrar entre una nube de plantas que rodaban por todas partes.
La tienda, arrancada de cuajo, volaba detrás de ellos.
Durante cinco minutos, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el francés fueron rodando entre los bambúes arrancados, hasta que se detuvieron junto al tronco de un pipal que, para su suerte, había resistido el tremendo empuje del ciclón.
Cuando hubo pasado aquella ráfaga y le sucedió una breve calma, se levantaron magullados y con la ropa hecha jirones, pero sin sufrir, afortunadamente, contusiones de mayor importancia.
El comareah había desaparecido, junto con su guardián, que se había lanzado tras de él; el otro elefante, el merghee, yacía aún en medio del campamento, con la cabeza escondida entre las patas, pero en una postura que no parecía natural.
—¿Y Surama? —exclamó de pronto Yáñez, cuando se disponían a volver al campamento, donde esperaban encontrar todavía un refugio.
—¡Escapemos, señores! —dijo el teniente—. ¡No vayan a cogernos las nuevas ráfagas en este lugar! ¡Detrás del elefante estaremos más seguros!
—¿Y el otro?
—No te preocupes, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. En cuanto haya pasado el ciclón, le veremos volver con su cornac.
—Y espero que también vuelvan nuestros hombres —añadió Sandokán—. ¿En dónde se habrán refugiado que no veo a ninguno?
—Apresurémonos, señores —apremió el teniente. Iban a lanzarse a la carrera, cuando entre los silbidos del viento oyeron una voz que gritaba:
—¡Socorro, sahib!
Yáñez dio un respingo.
—¡Surama!
—¿Quién la amenaza? —bramó Tremal-Naik.
—¿Dónde está «Darma»? ¡«Punty», «Punty»! Ni el perro ni el tigre acudieron. Quizá la tromba les habría arrastrado y se habían refugiado en alguna parte.
—¡Adelante! —gritó Sandokán.
Se lanzaron todos hacia el campamento, pues el grito de Surama se había oído en aquella dirección.
No se podía ver bien lo que allí sucedía, ya que las espesísimas nubes habían oscurecido el sol casi completamente, y la vegetación arrancada de la tierra, revoloteaba sin cesar de arriba abajo, empujada, arrollada y dispersa por las ráfagas del viento.
Tan sólo se distinguía la enorme masa del merghee, entre los derruidos muros de la antigua aldea.
Sandokán y sus compañeros corrían como si tuvieran alas en los pies. Habían dejado los fusiles en el houdah, y empuñaron los cuchillos de caza, armas peligrosas en las manos de aquellos hombres, sobre todo en las de los dos piratas, acostumbrados al manejo de los kriss malayos.
En menos de cinco minutos llegaron al campamento. La segunda ráfaga de aire había dispersado todos los bagajes, los morrales de las provisiones, las cajas de las municiones, las tiendas de recambio e incluso el houdah, que yacía en tierra.
Allí no había nadie: ni Surama, ni el cornac, ni «Darma», ni «Punty». Únicamente el elefante parecía dormitar o estar próximo a morir, porque exhalaba un ronquido fatigoso.
—¿Dónde estará esa muchacha? —se preguntó Yáñez, mirando en todas direcciones—. No la veo, y sin embargo, ella era quien gritó.
—¿La habrá sepultado el viento entre esa masa de cañas y hojas? —dijo Sandokán.
El portugués gritó por tres veces con todas sus fuerzas:
—¡Surama! ¡Surama! ¡Surama!
Los roncos barritos del elefante fue la única respuesta.
—¿Qué le pasa al merghee? —preguntó de pronto el francés—. Parece como si se estuviera muriendo. ¿No oyen ustedes qué sibilante es su respiración?
—Es cierto —contestó Tremal-Naik—. Tal vez le haya herido algún tronco de árbol arrastrado por la maldita tromba. Pero yo no he visto volar ninguno.
—¡Vamos a ver! —dijo Sandokán—. ¡Me parece que aquí ha sucedido algo extraordinario!
Mientras el portugués recorría los alrededores del campamento, removiendo los montones de cañas que el viento había acumulado en enormes cantidades, y llamaba a la pobre muchacha, los otros se acercaron al elefante.
Casi todos a un tiempo lanzaron un grito de furor.
Efectivamente, el merghee estaba expirando, y no porque le hubiese herido el tronco de ningún árbol lanzado por el ciclón, sino porque había sido acometido por una mano criminal.
El pobre animal había recibido en las patas posteriores dos heridas horribles que le seccionaban los tendones, y de ellas manaba tanta sangre, que se había empapado un gran trozo del suelo.
—¡Le han asesinado! —gritó Tremal-Naik—. ¡Este es el golpe que dan los cazadores de marfil!
—¿Quién le ha asesinado? —preguntó el Tigre de Malasia con voz terrible.
—¿Quién? ¡Los thugs! ¡Estoy seguro de ello!
—El elefante va a morir —añadió el señor De Lussac—. Esto está perdido: no le quedan más que unos minutos de vida.
El Tigre de Malasia lanzó un verdadero rugido.
—¿Es decir, que esos miserables se han aprovechado del ciclón para caer como chacales sobre nuestro campamento?
—Aquí tienes la prueba —contestó Tremal-Naik.
—¿Y cómo ellos han podido eludir la tromba, mientras que nosotros hemos sido arrastrados, lo mismo que si fuésemos simples briznas de paja?
Tremal-Naik iba a responder, cuando le interrumpió una exclamación del señor De Lussac. Este se había precipitado hacia un pequeño muro de limo seco, el único que había resistido el huracán, y les enseñaba una piel de nilgó, gritando:
—¡Malditos reptiles! ¡Y nosotros que los hemos creído animales auténticos! ¡Ah! ¡Esto es demasiado!
Sandokán y Tremal-Naik se apresuraron a reunirse con el oficial.
Cerca de este, adosadas contra el muro, se veían otras dos o tres pieles más.
—Capitán Sandokán —dijo el francés—, ¿se acuerda usted de aquellos cuatro o cinco nilgós que se refugiaban detrás de este muro?
—¿Eran thugs disfrazados de ciervos? —dijo el Tigre de Malasia.
—Sí, señor. ¿Recuerda usted cómo avanzaban, deslizándose sobre el vientre y con las patas escondidas entre las hierbas?
—Sí, señor De Lussac.
—Pues esos bandidos nos la han jugado con una audacia increíble.
—Y han aprovechado el momento en que el ciclón nos empujó fuera del campamento, para mutilar al elefante.
—Y raptar a Surama —añadió Tremal-Naik—. La muchacha debió de quedar cogida entre las cuerdas de la tienda.
—¡Yáñez! —gritó Sandokán—. ¡Es inútil que busques a Surama! ¡A estas horas debe estar ya bien lejos! ¡Pero no te desesperes; daremos caza a los raptores!
El portugués, que en el fondo de su alma, y aunque no quisiera manifestarlo, sentía un gran afecto por la desgraciada hija del pequeño rajá Asamey, perdió la calma y gritó por primera vez en su vida:
—¡Voy a matarlos a todos! ¡Que se guarden de tocar un solo cabello de esa pobre niña! ¡Ahora odio a esos monstruos más que nunca!
—Aunque nos hayan matado al merghee, todavía nos queda el comareah —dijo Sandokán—. Alcanzaremos a esos bandidos, y no les daremos tregua ni un solo instante.
—¡Mírelo usted allí! Vuelve con su cornac y los malayos —dijo el señor De Lussac—. Parece que ya se ha calmado.
El paquidermo se acercaba corriendo, llevando a la grupa al cornac y a los hombres de escolta de Sandokán, que después de perseguir durante un buen rato la lona que el aire se había llevado muy lejos, lograron apoderarse de ella.
Sin embargo, todavía faltaban el cornac del moribundo merghee, Surama, «Darma» y «Punty».
Que los thugs hubiesen matado al primero y arrebatado a la joven, era cosa plausible, pero que hubieran hecho frente al terrible tigre y al enorme perro y hubieran, además, logrado vencerlos, era ya algo más difícil de creer.
—¿Qué imaginas que haya sucedido a tus animales? —preguntó Sandokán a Tremal-Naik.
—Tengo el convencimiento de que han de volver pronto, a no ser que hayan seguido a los thugs. Ya sabes lo inteligente que es «Punty», y el odio que siente por los sectarios de Kali, desde que estuvo prisionero en los subterráneos de Raimangal. Y «Darma» comparte sus rencores.
—¿Crees que el tigre habrá seguido al perro?
—Estoy seguro. Se han criado juntos, y muchas veces, cuando yo cazaba en los Sunderbunds, les he visto socorrerse mutuamente, y también…
Un agudísimo bramido, que parecía una nota arrancada de una colosal tromba de bronce, le cortó la frase.
El pobre merghee, en un desesperado esfuerzo, se había levantado sobre las patas delanteras, poniendo la trompa en sentido horizontal.
—¡Va a morir! —dijo el señor De Lussac con voz conmovida—. ¡Villanos! ¡Hacer daño a un animal tan hermoso y tan valiente!
El elefante respiraba afanosamente, y fuertes convulsiones sacudían su cuerpo.
Cuando Sandokán y sus amigos se acercaban a él, el paquidermo se desplomó pesadamente, cayendo sobre un costado, y vomitando por la trompa un gran chorro de sangre y baba.
Al mismo tiempo se oyó una voz lamentable que gritaba:
—¡Ha muerto! ¡Malditos sean esos perros! Era el cornac del merghee, que aparecía entre los montones de cañas y de maleza arrancadas por el huracán, y a quien seguían «Darma» y «Punty».