En cuanto el señor De Lussac se hubo quedado plácidamente dormido, Yáñez salió de la tienda sin hacer ruido y fue a la de Sandokán, en la cual todavía se veía luz.
El formidable jefe de los piratas de Mompracem estaba todavía despierto, fumando tranquilamente en compañía de Tremal-Naik, en tanto que Surama, la hermosa bailarina, preparaba varias tazas de té.
El valiente pirata no se veía acosado por el sueño, ya que estaba muy habituado a las largas vigilias pasadas en alta mar. También el bengalí, aun cuando hacía mucho rato que había pasado ya la medianoche, tenía la mirada limpia del hombre que ha descansado lo suficiente.
—¿Ha terminado el coloquio con el francés? —preguntó Sandokán, volviéndose hacia Yáñez.
—Ha sido un poco largo —dijo el portugués—, porque he tenido que darle muchas explicaciones que eran absolutamente precisas.
—¿Acepta?
—Sí; será de los nuestros.
—¿Ya sabe quiénes somos?
—No he creído oportuno ocultarle nada; es decir, a mí me parece que debía de obrar así, querido Sandokán, porque nuestras campañas se hicieron notar en toda la India. Los antiguos piratas de Mompracem son ahora unos héroes, después de la tremenda lección que le dimos a James Brooke, y aquí somos más conocidos de lo que tú crees.
—¿Y a pesar de eso, el teniente ha aceptado?
—No hemos venido a saquear la India —contestó Yáñez, riendo—, sino para librarla de una secta monstruosa que diezma la población. Ahora prestamos un servicio demasiado valioso a nuestra antigua enemiga Inglaterra, para que sus oficiales dejen de interesarse en ello. ¡Quién sabe, mi querido Sandokán, si cualquier día terminarán siendo rajás o marajás, los antiguos jefes de los tigres de Mompracem!
—Preferiré siempre mi isla y mis tigrecitos —contestó Sandokán—. Allí seré siempre más libre y más poderoso, que siendo rajá bajo la mirada recelosa de los ingleses. Pero dejemos eso, y preocupémonos ahora de los thugs. Cuando has llegado estaba hablando precisamente de eso, con Tremal-Naik y Surama.
»Después de lo sucedido esta noche, me parece que ha llegado el momento de dejar tranquilos a los tigres auténticos, para lanzarnos inmediatamente encima de esas otras fieras.
»Es probable que los thugs hayan adivinado, o por lo menos sospechen nuestras intenciones. Nos vigilan: sobre eso no tengo la menor duda. Era a nosotros a quienes estaban vigilando y no al oficial.
—Eso mismo creo yo —añadió Tremal-Naik.
—¿Nos habrá traicionado alguien? —preguntó Yáñez.
—¿Quién? —exclamó Sandokán.
—Los thugs tienen espías en todas partes, y cuentan con una organización de espionaje realmente admirable —dijo Tremal-Naik—. Han debido de comunicar nuestra marcha a los que están en los junglares. ¿Verdad, Surama, que tienen espías diseminados por todos los lugares, y que están encargados de vigilar por la seguridad de Suyodhana, que para ellos representa una especie de divinidad, algo así como una nueva encarnación de Kali?
—Sí, sahib —respondió la joven—. Tienen una policía llamada negra, compuesta de hombres cuya astucia y habilidad son verdaderamente endiabladas.
—¿Sabéis lo que debemos hacer? —preguntó Suyodhana.
—Habla —dijo Yáñez.
—Dirigirnos a Raimangal a marchas forzadas, procurando que los espías que nos siguen queden atrás, y ponernos enseguida en comunicación con el prao. Debemos atacar a los thugs antes de que tengan tiempo de organizar la resistencia, o de huir llevándose consigo a la pequeña Damna.
—¡Sí, sí! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Serían capaces de trasladarla a otro lugar, si se dan cuenta de que están amenazados!
—Pues a las cuatro, en marcha —dijo Sandokán—. Aprovechemos estas tres horas para dormir un poco.
Yáñez acompañó a Surama a la tienda que tenía destinada, y después se dirigió a la suya, en el interior de la cual, el francés dormía profundamente.
—¡Qué bien duerme el señor De Lussac! —exclamó riendo—. ¡La juventud reclama sus derechos!
Se tendió sobre la misma manta y cerró los ojos.
A las cuatro resonaba el cuerno del primer cornac, tocando a despertarse.
Los elefantes estaban ya dispuestos, y los seis malayos rodeaban al merghee.
—Salimos temprano —dijo el señor De Lussac, dirigiéndose hacia Yáñez que en aquel momento entraba con dos tazas de té—. ¿Han descubierto ustedes las huellas de algún tigre?
—No; pero vamos a buscar a otros un poco más lejos, en los Sunderbunds, y le aseguro que no serán menos peligrosos.
—¿Los thugs?
—Beba usted, señor De Lussac, y montemos en el comareah. Iremos juntos en el houdah, y allí podremos seguir charlando. Tenemos que comunicarle algo más acerca de nuestros proyectos.
Un cuarto de hora más tarde, los dos elefantes se alejaban del lugar que les había servido de campamento y emprendían la marcha hacia el Sur. Los cornacs habían recibido la orden de hacerlos caminar con la mayor rapidez posible, para que fueran alejándose de los thugs.
A pesar de que los hindúes, en su mayoría muy delgados y ágiles, tienen fama de ser buenos andarines, no era posible que pudiesen competir con el paso de los elefantes ni con su resistencia.
Sin embargo, Sandokán y sus compañeros estaban equivocados, si creían poder dejar atrás a aquellos bribones, ya que probablemente iban siguiéndolos desde su salida de Khari.
Efectivamente; apenas los elefantes habían recorrido media milla, cuando en medio de las elevadísimas cañas que cubrían aquellas tierras pantanosas, se oyó el agudo sonido producido por una de esas largas trompas de cobre que los hindúes llaman ramsinga.
Tremal-Naik se estremeció, y su rostro, de color bronceado, se tomó de pronto ligeramente gris.
—¡El maldito instrumento de los thugs! —exclamó—. ¡Los espías han avisado nuestro paso!
—¿A quién? —preguntó Sandokán, con voz completamente tranquila.
—A otros espías que deben de estar diseminados por la manigua. ¿Oyes?
Hacia el Sur, pero a una gran distancia, se oyó otro sonido, que llegó hasta los cazadores muy débilmente, como emitido por una trompetilla de niños.
—Los muy bandidos se comunican por medio de las trompas —dijo Yáñez, arrugando el entrecejo—. Nos anunciarán por todas partes hasta que lleguemos a los Sunderbunds. La cosa es grave. ¿Qué le parece a usted esto, señor De Lussac?
—Creo que estos condenados sectarios son más astutos que las serpientes —contestó el aludido— y que nosotros debemos imitarlos.
—¿Cómo? —preguntó Sandokán.
—Engañándolos acerca de nuestra verdadera dirección.
—¿De qué modo?
—Por ahora, desviándonos, volviendo a emprender la marcha durante la noche.
—¿Resistirán los elefantes?
—Podemos hacerles descansar al mediodía.
—Me parece una buena idea la que usted ha tenido —dijo Sandokán—. Por la noche no nos verán más que los animales de cuatro patas, y los thugs supongo que no serán tigres. ¿Qué te parece, Tremal-Naik?
—Que estoy completamente de acuerdo con lo que aconseja el señor De Lussac —respondió el bengalí—. Es preciso que lleguemos a los Sunderbunds sin que los thugs lo adviertan.
—Bien —dijo Sandokán—; seguiremos marchando hasta el mediodía y luego acamparemos para emprender el camino esta noche a primera hora. No hay luna, y nadie podrá vernos.
Ordenó al cornac que cambiase de dirección, torciendo hacia Oriente, y encendiendo un cigarrillo que le alargaba Yáñez, se puso a fumar con su calma habitual, sin que la más ligera sombra de preocupación oscureciera su rostro.
Los dos elefantes proseguían su endiablada carrera, imprimiendo a los houdah sacudidas bastante bruscas.
No les detenía ningún obstáculo; partían los más gruesos bambúes como si fueran ligerísimas briznas y pisoteaban la maleza y los montones de cálamos sin detenerse un momento.
El junglar no variaba. Cañas y siempre cañas, ligadas unas a otras por plantas parásitas; pantanos y más pantanos cubiertos de hojas de loto, sobre las cuales reposaban plácidamente, sin asustarse ante la presencia de los elefantes, cigüeñas, airones e ibis negros.
La carrera de los paquidermos continuó hasta las once. Entonces llegaron a un espacio descubierto, donde se veían algunos restos de cabañas, y Sandokán dio orden de hacer alto.
—Aquí no nos sorprenderá nadie. Si alguien se acerca, enseguida le veremos; además, tenemos a «Punty» y a «Darma».
—Los cuales tardarán en alcanzarnos algunas horas —dijo Tremal-Naik—. Deben de haberse quedado muy atrás; pero el perro no dejará al tigre, y le guiará hasta nosotros.
—Me tenían un poco inquieto, porque no los veía —dijo Yáñez.
—No temas por ellos. Vendrán.
Apenas les quitaron de encima el houdah, los elefantes se tumbaron en el suelo. Los pobres animales respiraban fatigosamente, sudaban de un modo prodigioso y estaban cansadísimos.
Los dos cornacs se dedicaron enseguida a cuidarlos, obligándoles a ponerse a la sombra de un bar, cuya corteza les gusta mucho, y después les frotaron la cabeza, las orejas y las patas con grasa, para que no se les hiciesen ampollas.
Mientras tanto, los malayos alzaban las tiendas a toda prisa, pues el calor era tan intenso, que no era posible resistirlo estando al descubierto.
El aire se hacía cada vez más irrespirable; sobre la manigua caía una verdadera lluvia de fuego.
—¡Cualquiera diría que va a desencadenarse una tempestad o un huracán! —dijo Yáñez, que se había apresurado a meterse bajo una de las tiendas—. Estando fuera se corre el peligro de coger una insolación. Tú, Tremal-Naik, que has crecido entre estas cañas, puedes predecir algo sobre el tiempo.
—Que va a soplar el hot-winds, y que haremos muy bien en tomar nuestras precauciones. Porque se corre el peligro de morir asfixiados.
—¿Hot-winds? ¿Qué viento es ese?
—El simún de la India.
—¡Vamos, un viento muy caliente!
—A veces, más temible que el que sopla en el Sahara —dijo el señor De Lussac, que entraba en aquel momento en la tienda—. Lo he sufrido dos veces estando de guarnición en Lucknow, y sé algo de la violencia de estos vientos. Allí son mucho más terribles y más abrasadores, porque llegan del Poniente, pasando primero por los arenales de fuego de Marusthan, de Persia y de Beluchistán.
»Una vez se me murieron asfixiados catorce cipayos, porque el hot-winds los sorprendió en campo abierto, sin que tuvieran lugar alguno donde poder resguardarse.
—A mí me parece que más bien va a ser un ciclón que aire caliente —dijo Yáñez, señalando las nubes que se levantaban por el Noroeste y que avanzaban hacia los junglares con increíble rapidez.
—Siempre sucede así —contestó el teniente—; primero, el huracán; después, el viento cálido.
—Aseguremos las tiendas —dijo Tremal-Naik—, y pongámoslas detrás de los elefantes, cuya mole puede servirnos de barrera.
Bajo la dirección de los dos cornacs y de Tremal-Naik, los malayos se pusieron a la obra, plantando alrededor de las tiendas gran número de estacas y pasando por encima de las lonas varias cuerdas.
Las alzaron entre un muro viejo, resto de la antigua aldea, y los elefantes, a los cuales obligaron a acostarse uno cerca del otro.
Mientras tanto, con la ayuda de Yáñez, Sur ama preparaba la comida. Las nubes ya cubrían el cielo, extendiéndose sobre el junglar en dirección del golfo de Bengala.
Empezaba a sentirse de vez en cuando un viento muy ardiente que venía a ráfagas y que secaba rápidamente la vegetación y los charcos. Las nubes se condensaban cada vez más, haciéndose en extremo amenazadoras.
Los paquidermos daban muestras de una gran agitación. Barritaban con frecuencia, sacudían las orejas y absorbían el aire ruidosamente, como sí no les bastara para henchir sus enormes pulmones.
—Comamos deprisa —dijo el oficial, que estaba en el borde la tienda escrutando el cielo, en compañía de Sandokán—. El ciclón avanza con una rapidez espantosa.
—¿Resistirán las tiendas? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Si los elefantes no se mueven, quizá.
—¿Seguirán tranquilos?
—Eso es lo que no sabemos. He visto algunos poseídos de tal pánico, que huían como locos, sin hacer el menor caso de los gritos que les daban sus guardianes. Ya verá usted qué estragos hace el viento en estos bambúes.
En aquel momento se oyó un ladrido en lontananza.
—Es «Punty» que vuelve —dijo Tremal-Naik, precipitándose fuera de la tienda—. El perro llega a tiempo al refugio.
—¿Vendrá seguido de «Darma»? —preguntó Sandokán.
—Mírelo usted; por allá viene dando enormes saltos —dijo el señor De Lussac—. ¡Qué animal tan inteligente!
—Ya está el ciclón sobre nosotros —dijo uno de los cornacs.
Un relámpago deslumbrador había rasgado los densos nubarrones, en tanto que una ráfaga de viento, de una extraordinaria impetuosidad, barría el junglar, doblando los gigantescos bambúes hasta hacerlos tocar la tierra, y retorcía las ramas de los taras y de los pipales.