El grito había resonado por la parte del río y Sandokán, al oírlo, se lanzó con la velocidad del rayo en aquella dirección, seguido de cerca por Yáñez y Tremal-Naik.
Por la mente de los tres cazadores cruzaba una misma sospecha: la de que los estranguladores de Raimangal habían sorprendido a alguno de sus hombres, los cuales hablaban muy bien en inglés, y que estaban ahogándole.
La velocidad que desplegó el formidable pirata en su carrera era tal, que podía competir con la de los tigres; por lo tanto, en sólo pocos segundos atravesó los últimos grupos de pipales, dejando a sus compañeros atrás, a una distancia de unos centenares de metros.
Cerca de la orilla del río vio a cinco hombres medio desnudos, que tiraban de una cuerda y arrastraban por encima de la hierba a un bulto que se debatía, y que Sandokán no pudo distinguir enseguida porque los cálamos eran bastante elevados.
Pero como había oído el grito de «¡socorro, que me ahogan!», lo más probable sería que aquello que arrastraban era la persona que lo había lanzado.
Sin dudar un solo instante, el valiente pirata dio un último salto y se lanzó hacia aquellos hombres, gritando con voz amenazadora:
—¡Quietos, bribones, u os disparo un tiro como a perros rabiosos!
Al ver que aquel desconocido se les echaba encima, los cinco hindúes dejaron precipitadamente la cuerda y sacaron de las fajas que les ceñían las cinturas unos largos cuchillos muy parecidos a puñales, pero de hoja un poco curvada.
Sin dar una sola voz y mediante un movimiento muy rápido, se colocaron en semicírculo, como si quisieran encerrar dentro a Sandokán, y uno de ellos sacó un pañuelo negro de más de un metro de longitud, que desenvolvió con la velocidad de un rayo. El pañuelo, que parecía tener una piedra pequeña o una bala en una de sus puntas, volteó en el aire.
Sandokán, que, como sabemos, no era hombre que se dejara cercar, dio un salto para sustraerse a aquella maniobra, apuntó la carabina e hizo fuego sobre el hindú, gritando:
—¡A mí, Yáñez!
El thug, herido en pleno pecho, cayó de bruces sin lanzar un solo quejido.
Los otros cuatro, sin asustarse ante aquel certero disparo, iban a arrojarse resueltamente sobre Sandokán, cuando detrás de ellos resonó un espantoso bramido que los detuvo en el acto.
Era el tigre, que corría en ayuda del amigo de su amo, acercándose con unos saltos de diez metros de longitud.
De entre la espesura salió la voz de Tremal-Naik, que gritaba:
—¡Cógelo, «Darma»!
Cuando los thugs vieron a la terrible fiera, giraron sobre sus talones y se precipitaron por el canal, que en aquel lugar estaba obstruido por plantas acuáticas, y desaparecieron ante los ojos de Sandokán.
«Darma» se dirigió a toda velocidad hacia la orilla, pero ya era demasiado tarde para poder apresar a uno de aquellos miserables, a los cuales el miedo debía de haberles puesto alas en los talones.
—¡Otra vez será, mi bravo «Darma»! —dijo Sandokán—. ¡No faltarán ocasiones! Ahora, esos bribones ya habrán ganado la orilla opuesta.
En aquel momento llegaban Yáñez y Tremal-Naik.
—¿Se han escapado? —preguntaron ambos.
—No los veo —respondió Sandokán, que descendió hasta la orilla con el tigre, y que en vano procuraba descubrirlos entre las espesas cañas y las anchas hojas de loto—. La oscuridad es demasiado densa para poder discernir cosa alguna entre esta vegetación. La rápida aparición de «Darma» ha bastado para hacerlos huir como liebres y que renunciasen a vengar a su compañero.
—¿Eran thugs? —preguntó Tremal-Naik.
—Eso supongo, porque uno de ellos intentó echarme al cuello el pañuelo de seda.
—Pero ¿le has matado?
—Está allá abajo, en medio de las hierbas. Cayó sin tener tiempo para dar un grito.
—Vamos a verlo; me interesa saber si, en efecto, eran thugs o bandidos.
Volvieron a subir por la orilla y se acercaron al cadáver, el cual yacía tendido entre las hierbas con los brazos y las piernas estirados y la cara contra el suelo.
Le levantaron y le miraron el pecho.
—¡La serpiente con la cabeza de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡No me había equivocado!
—¡Eso es un buen tiro, Sandokán! —dijo Yáñez—. La bala le ha atravesado el pecho de parte a parte, rompiéndole la columna vertebral y, probablemente, tocándole el corazón.
—No estaba más que a cinco pasos —contestó el Tigre de Malasia.
De pronto se dio un golpe en la frente y exclamó:
—¿Y el hombre que ha gritado? ¡Esos bribones arrastraban un bulto sobre la hierba!
Miraron en derredor y vieron a unos cuantos metros a un hombre vestido con un traje de franela blanca, sentado entre los cálamos y mirándoles con ojos dilatados por el terror.
Era un joven de unos veinticinco años aproximadamente, con espesa cabellera negra y un bigotillo del mismo color, de facciones muy hermosas y regulares y tez ligeramente tostada. Del cuello le pendía un delgado cordel, sin duda uno de los lazos de seda de los cuales se servían los thugs a falta de pañuelo negro.
El joven les miraba silenciosamente como si no se atreviera a interrogarles, temiendo quizá que aquellos hombres fueran otros nuevos enemigos.
Sandokán se dirigió hacia él y le dijo:
—No tema usted nada, señor; somos amigos, y estamos dispuestos a protegerle contra los miserables que han intentado estrangularle.
El desconocido se levantó lentamente y dio algunos pasos, diciendo en un inglés correcto, pero en cuya pronunciación se notaba un acento extranjero:
—Perdónenme si no les he dado las gracias todavía; ignoraba si eran ustedes mis salvadores o unos nuevos enemigos.
—¿Quién es usted?
—Un teniente del quinto regimiento de caballería de Bengala.
—No le creía a usted inglés.
—Y tiene usted razón; soy francés de nacimiento, pero estoy al servicio de Inglaterra.
—¿Qué hacía usted aquí solo en el junglar? —preguntó Yáñez.
—¡Un europeo! —exclamó el teniente, mirándole con cierta curiosidad.
—Portugués, señor.
—¿Solo? —dijo el joven, después de haber hecho una ligera inclinación—. No; no estoy solo. Llevo a dos hombres en mi compañía o, por lo menos, hasta hace algunas horas estaban en mi campamento.
—¿Teme usted que los hayan estrangulado? —preguntó Sandokán.
—No sé nada; sin embargo, dudo mucho que esos reptiles que han querido estrangularme les hayan respetado.
—Los compañeros de usted, ¿son molangos?
—No, son dos cipayos.
—¿Quién ha disparado el tiro que nos hizo venir corriendo?
—Yo, señor…
—Por ahora llámeme usted capitán nada más, si es que no le desagrada, señor…
—Remy de Lussac —dijo el joven—. Hice fuego sobre aquellos cinco sinvergüenzas, que se me echaron encima mientras yo estaba acostado en la maleza, espiando los movimientos de un axis, a quien quería matar para la comida de mañana.
—¿Y le ha fallado a usted el tiro?
—Por desgracia, y a pesar de creerme un buen cazador.
—¿Eso significa que ha venido usted aquí para cazar?
—Sí, capitán —respondió Lussac—. Tengo una licencia de tres meses y desde hace dos semanas recorro los junglares tirando a todos los animales que encuentro.
De improviso, dio un salto atrás, gritando:
—¡Dispare!
«Darma» remontaba la orilla y se acercaba a su amo.
—¡Es amigo nuestro; no se asuste usted, señor teniente! —dijo Tremal-Naik—. Él ha sido el que hizo huir a los estranguladores que iban a echarse encima de nuestro capitán.
—¡Es un animal prodigioso!
—Que obedece mejor que un perro.
—Señor De Lussac —dijo Sandokán—, ¿dónde está el campamento de usted?
—A un kilómetro de aquí, en la orilla del canal.
—¿Quiere usted que le acompañemos? Por esta noche hemos terminado nuestra cacería.
—¿También ustedes son cazadores?
—Por ahora ténganos como tales. Vamos a ver si los thugs han respetado la vida de los hombres que le acompañaban.
El francés buscó durante algún tiempo entre la hierba, hasta que encontró su carabina, que era una preciosa arma de dos cañones bruñidos, de fabricación inglesa.
—Estoy a las órdenes de ustedes —dijo. Sandokán hizo seña a Tremal-Naik para que se pusiera al lado del teniente, diciendo:
—Yáñez y yo iremos a retaguardia con «Darma». Vayan ustedes un poco separados de la orilla, porque los thugs, además de los lazos, pueden tener fusiles. Sin embargo, parecía que los thugs debían ya andar lejos, porque «Darma» no daba señal alguna de inquietud.
—¿Qué piensas de esta aventura? —preguntó Sandokán a Yáñez—. ¿Crees que ese oficial nos será un estorbo, o de utilidad para nuestros proyectos? Si ese hombre se ha atrevido a meterse en los junglares casi solo, debe de tener valor, y los hombres valientes nunca están de más en las expediciones arriesgadas. ¿Crees que debemos proponerle que se una a nosotros?
—Y aceptará —respondió Yáñez—. Vamos a luchar contra hombres que el Gobierno de Bengala se alegraría de ver aniquilados.
—¿Le ponemos al corriente de nuestros propósitos?
—A mí me parece que no hay ningún inconveniente. Pienso que se alegrará de ayudarnos; es un hombre de guerra, como nosotros, y un joven vigoroso, además, que de seguro no nos estorbará cuando tengamos que acometer a Suyodhana. Además, en su calidad de oficial, podría proporcionamos algún buen apoyo de parte de su Gobierno.
—Pues entonces, tú te encargas de ponerle al corriente de nuestros asuntos, si se decide a unirse a nosotros. Bien considerado, no me molesta tener a nuestro lado a un representante del ejército anglo-hindú. Nunca se sabe lo que puede suceder. ¡Ah! ¡Tengo una sospecha!
—¿Cuál, Sandokán?
—Que esos thugs, en lugar de vigilar al francés, vinieran siguiéndonos a nosotros.
—También yo he pensado lo mismo. Afortunadamente, somos muchos, y pronto encontraremos al Mariana en el canal de Raimatla.
—A estas horas ya debe de estar allí —dijo Sandokán.
En aquel preciso instante, oyeron gritar al oficial.
—¿Qué le sucede a usted, señor De Lussac? —le preguntó Yáñez, acercándosele.
—Que en mi campamento no arden las hogueras que recomendé a mis cipayos que tuvieran siempre encendidas.
—Eso presagia una desgracia, señor.
—¿Dónde está su campamento? —preguntó Sandokán.
—Allí abajo, junto a aquel nim grande que se yergue solo junto al río.
—¡Mal indicio si no arden las hogueras! —murmuró Sandokán, arrugando el entrecejo.
Se quedó inmóvil durante unos instantes, con la mirada fija en el árbol, y enseguida dijo resueltamente:
—¡Adelante! ¡«Darma» que vaya a la cabeza! A una señal de Tremal-Naik, el tigre se puso delante del grupo, pero apenas había recorrido unos cincuenta pasos, cuando se detuvo, mirando al bengalés.
—¡Ha olfateado algo! —dijo Tremal-Naik—. ¡Pongámonos en guardia!
Continuaron avanzando cautelosamente, con el índice sobre los gatillos de las carabinas, hasta que llegaron a cien pasos del árbol, bajo el cual se distinguían confusamente dos pequeñas tiendas de campaña.
El señor De Lussac se puso a gritar:
—¡Remkar!
Nadie respondió a esta llamada; pero de improviso resonaron entre las tinieblas grandes aullidos, viéndose, a través de las sombras, diversas figuras que huían dando saltos en todas direcciones, hasta dispersarse.
—Son chacales que huyen —dijo Tremal-Naik—. Señor De Lussac, sus hombres están muertos, y quizá a estas horas, incluso medio devorados.
—¡Sí! —dijo el francés, con voz hondamente conmovida—. ¡Los sectarios de la sangrienta diosa los han asesinado!
Se lanzaron hacia allí a toda velocidad, y enseguida llegaron junto a las tiendas.
Ante sus ojos se ofreció un horrible espectáculo.
Dos hombres casi devorados por completo yacían uno cerca del otro, y algunos tizones humeaban todavía.
La cabeza de uno de ellos había desaparecido, y la del otro se hallaba de tal modo roída, que resultaba imposible reconocerle.
—¡Pobres hombres! —exclamó el francés, conmovidísimo—. ¡Y no poder vengarlos!
—¿Qué sabe usted? —dijo Sandokán, poniéndole una mano sobre un hombro—. Usted ignora todavía quiénes somos nosotros y por qué razones nos encontramos aquí.
El francés se volvió con rapidez, mirando con estupor al Tigre de Malasia.
—De eso hablaremos después —dijo Sandokán, adelantándose a la pregunta del oficial—. Ahora es mejor que enterremos los restos de esos desgraciados.
—Pero, señor…
—¡Más tarde, señor De Lussac! —dijo Yáñez—. Veo que no le desagradaría a usted poder vengar la muerte de esos hombres.
—¡Oh, puede usted estar seguro!
—Pues le proporcionaremos la ocasión. ¿Tiene usted algo que llevar consigo?
—Los thugs han saqueado las tiendas —dijo Tremal-Naik, que ya las había inspeccionado—. Además de asesinos, ladrones. ¡Esto es lo que son los adoradores de Kali!
Abrieron una fosa, utilizando los cuchillos, y enterraron aquellos míseros restos para librarlos de los dientes de los chacales; encima acumularon piedras.
Una vez terminada tan fúnebre operación, Sandokán se volvió hacia el teniente, que parecía muy triste.
—Señor De Lussac —le dijo—, ¿qué es lo que va usted a hacer ahora? ¿Volverse a Calcuta o vengar a sus hombres? Nosotros hemos venido aquí, no para cazar tigres y rinocerontes, sino para llevar a cabo una completa y justa venganza y recobrar lo que nos han quitado: nuestros enemigos son los thugs.
El francés permaneció unos instantes silencioso, mirando con asombro a aquellos tres hombres.
—Decídase usted —dijo Sandokán—. Si prefiere dejar el junglar, pongo a su disposición uno de nuestros elefantes para que le conduzca a Diamond-Harbour o a Khari.
—Pero, señores, ¿qué es lo que han venido ustedes a hacer aquí? —preguntó el francés.
—Yo y mi amigo Yáñez de Gomera, un noble portugués, hemos abandonado nuestra isla, que está allá en medio del mar de Malasia, para cumplir una misión que libertará a este desgraciado país de una secta infame y que devolverá su familia a este hindú, uno de los más fuertes y más valientes hijos de que puede envanecerse Bengala, y que es pariente allegado de otro de los hombres más valerosos, uno de los más intrépidos oficiales del ejército anglo-hindú: el capitán Corishant.
—¡Corishant! ¡El exterminador de los thugs! —exclamó el francés.
—Sí, señor De Lussac —dijo Tremal-Naik, avanzando en dirección a él—. Yo he estado casado con su hija.
—¡Corishant! —repitió el joven—. ¡El que hace algunos años asesinaron en los Sunderbunds los sectarios de Kali!
—¿Le ha conocido usted?
—Era mi capitán.
—Pues nosotros le vengaremos.
—Señores, todavía ignoro quiénes son ustedes, pero desde este momento pueden contar conmigo. Como ya les he dicho, tengo una licencia extraordinaria de tres meses, y estos noventa días se los dedico a ustedes. Dispongan de mí como quieran.
—Señor De Lussac —dijo Yáñez—, ¿quiere usted venir a nuestro campamento? Allí no le estrangularán los thugs, se lo aseguro.
—Estoy a sus órdenes, señor Yáñez de Gomera.
—¡Vámonos! —dijo Sandokán—. Nuestros hombres pueden inquietarse por tan larga espera.
Los cuatro hombres formaron un grupo detrás del tigre y se pusieron en camino, volviendo a seguir de nuevo las lindes del bosque. Dos horas después llegaron al campamento.
Los malayos y los cornacs todavía se hallaban despiertos, fumando y charlando en torno de las hogueras.
—¿Ninguna novedad? —preguntó Sandokán.
—Ninguna, capitán —contestó uno de los tigres.
—¿No habéis notado nada extraordinario? ¿Por ejemplo, hombres que hayan estado rondando por las cercanías del campamento?
—Los hubiera oído el perro.
—Señor Le Lussac —dijo Sandokán, volviéndose hacia el francés, que contemplaba admirado los enormes elefantes, que roncaban beatíficamente a poca distancia de las hogueras—. Si no tiene usted inconveniente, compartirá usted la tienda con Yáñez. Es, como usted, un europeo.
—¡Gracias por su hospitalidad, capitán!
—Es muy tarde; vamos a dormir. ¡Hasta mañana, señor De Lussac!
Hizo una seña a Yáñez y entró en su tienda, mientras los malayos reavivaban el fuego y se repartían las guardias.
—Señor De Lussac —dijo Yáñez, sonriendo—, mi tienda nos espera. Si el sueño no le tienta, hablaremos un poco.
—Prefiero algunas explicaciones a dormir —contestó el teniente.
—Me lo supongo —dijo Yáñez, ofreciéndole un cigarrillo.
Se sentaron delante de la tienda, frente a una de las hogueras. Yáñez fumaba sin hablar, pero, por la contracción de su rostro, se comprendía que estaba ordenando sus pensamientos y sus antiguos recuerdos.
De pronto, tiró el cigarrillo y dijo:
—Es una historia un poco larga, que quizá encuentre usted interesante, y que le explicará el motivo por el cual nos encontramos aquí, y también el porqué hemos declarado una guerra mortal a los sectarios de Kali, estando decididos a vencer o morir en la contienda.
»Hace ya algunos años, un hindú que se ganaba la vida cazando valerosamente serpientes y tigres encontró a una joven blanca de cabellos rubios.
»Tuvieron ocasión de verse durante muchos días, hasta que el corazón del hindú se inflamó de amor por aquella jovencita misteriosa, que todas las tardes, a la hora del crepúsculo, se le aparecía.
»Aquella flor perdida en los junglares pantanosos era, desgraciadamente, la virgen de los thugs, representante sobre la tierra de la monstruosa Kali. Entonces vivía en los amplios subterráneos de Raimangal, donde se ocultaban los sectarios para escapar de la persecución del Gobierno de Bengala.
»El gran sacerdote de esos bribones la hizo raptar de Calcuta. Era hija de uno de los más valientes oficiales del ejército anglo-hindú: del capitán Corishant.
—A quien he conocido personalmente —dijo el francés, que escuchaba el relato vivamente interesado—. Era célebre por su implacable odio hacia los estranguladores.
—El hindú, que es el que ha visto usted en nuestra compañía, y que había de llegar a ser el yerno del infortunado capitán, después de increíbles aventuras consiguió penetrar en los subterráneos de los thugs para rescatar a la muchacha de quien estaba enamorado. El audaz intento no llegó a realizarse y el desgraciado cayó en manos de los estranguladores. No obstante, le perdonaron la vida; y no sólo eso, sino que le hicieron la promesa de darle la mano de la muchacha si mataba al capitán Corishant; la cabeza del valeroso oficial debía de ser el regalo de boda.
—¡Ah, miserables! —exclamó el francés—. ¿Y el hindú ignoraba que el capitán era el padre de su novia?
—Sí; porque entonces, el capitán Corishant se hacía llamar Macpherson.
—¿Y le mató?
—No —dijo Yáñez—. Una afortunada circunstancia le hizo saber a tiempo que el capitán era el padre de la virgen de la pagoda.
—¿Y qué fue lo que sucedió entonces? —preguntó el francés, lleno de ansiedad.
—Por aquellos días organizó el Gobierno de Bengala una expedición contra los thugs, y se dio el mando al capitán Corishant. En dicha expedición llegaron hasta los subterráneos, invadiéndolos y aniquilando a una buena parte de los que los habitaban; pero el jefe de todos ellos, Suyodhana, logró huir con muchos sectarios.
»A su vez fueron sorprendidos los cipayos del capitán en los espesos junglares de los Sunderbunds, y perecieron todos, entre ellos su jefe, y el hindú y la joven cayeron de nuevo en poder de los thugs.
—Recuerdo ese hecho, que produjo una enorme conmoción en todo Calcuta —comentó el francés—. Continúe usted, señor Yáñez de Gomera.
—La muchacha se volvió loca, y a su novio, atontado por un filtro que le dieron los sectarios de Kali, le acusaron de ser cómplice de ellos, y fue condenado a deportación perpetua en la isla de Norfolk.
—¡Qué historia me cuenta usted, señor Yáñez!
—Una historia absolutamente real, señor De Lussac —respondió el portugués—. Sucedió que, por una extraordinaria casualidad, el barco que le conducía a Australia tuvo que aproar en Sarawak, donde por entonces reinaba James Brooke.
—¿El exterminador de los piratas?
—Sí, señor De Lussac, y nuestro implacable enemigo.
—¿Enemigo de ustedes? ¿Por qué motivo?
—Por… —dijo, sonriendo, Yáñez— cuestiones de supremacía; quizá por otras causas que por ahora no quiero explicar a usted, señor De Lussac. Son asuntos que nos atañen de un modo exclusivo a mí y a mi amigo Sandokán, que es ex rajá de uno de los Estados de Borneo. Pero dejemos eso, que por el momento no puede interesarle y me haría perder el hilo de mi historia.
—Respeto sus secretos, señor Yáñez.
—Casi por la misma época —siguió diciendo el portugués— naufragó un buque en las playas de una isla que se llama Mompracem. A bordo iban la hija del capitán Corishant y un fidelísimo criado del novio.
»A pesar de que la muchacha seguía loca, el criado había logrado hacerla huir y se embarcaron, con objeto de reunirse con el novio de la joven.
»Una tempestad hizo que el barco se estrellara contra las escolleras de Mompracem, y el criado y la hija del capitán cayeron en nuestras manos.
—¡Cayeron! —exclamó el francés, haciendo un gesto de asombro.
—Es una forma de decir que les dimos hospitalidad —dijo Yáñez, sonriendo—. Nos interesó aquella dramática historia, y Sandokán y yo decidimos libertar al pobre hindú, víctima del odio implacable de los thugs.
»La empresa no era fácil, pues el pobre hombre había quedado prisionero de James Brooke, rajá de Sarawak, el más poderoso y temido de los sultanes de Borneo.
»Sin embargo, con nuestros barcos y nuestros hombres, no tan sólo logramos arrancarle al hindú, sino también expulsarle para siempre de Borneo y hacerle perder el trono.
—¡Ustedes! Pero, entonces, ¿quiénes son ustedes, que declaran la guerra a un Estado puesto bajo la protección de la poderosa Inglaterra?
—Somos dos hombres con resolución, con muchos barcos, muchos soldados, muchas riquezas… y con otras muchas cosas más —dijo Yáñez—. Déjeme proseguir sin interrumpirme, o no se acabará nunca la historia del hindú.
—¡Sí, sí; continúe usted, señor Yáñez!
—La hija del capitán se curó, gracias a cierto experimento ideado por mi amigo Sandokán, y los novios volvieron a ponerse en camino hacia la India dos meses más tarde, y finalmente se casaron.
»La pobre hija del capitán Corishant no debía de haber nacido con buena estrella, pues dos años más tarde murió, al dar a luz una niña que se llama Damna.
»Después de esto transcurrieron cuatro años; un día, la niña también desapareció, como había desaparecido su madre, robada por los thugs.
»La hija de la virgen de la pagoda fue a ocupar el puesto de su madre.
»¿Quiere usted saber por qué estamos aquí nosotros? Pues hemos venido para rescatar a la hija de nuestro amigo de manos de los estranguladores y para destruir esa secta infame, que es la vergüenza de la India, y que todos los años le cuesta la vida a miles de personas.
»Esta es nuestra misión, señor De Lussac. ¿Quiere usted unir sus esfuerzos a los nuestros? Hoy combatimos por la Humanidad.
—Pero ¿quiénes son ustedes, que desde la lejana Malasia vienen hasta aquí a desafiar el poder de los thugs, que ha resistido y todavía resiste a los golpes del Gobierno anglo-hindú?
—¿Quiénes somos? —dijo Yáñez, levantándose—. ¡Hombres que han hecho temblar a todos los sultanes de Borneo, que despojaron de su poder a James Brooke, el exterminador de los piratas, y que han hecho palidecer al leopardo inglés! ¡Nosotros somos los piratas de Mompracem!