15. En los Sunderbunds

Los elefantes volvieron a ponerse en marcha a eso de las cinco, y se dirigieron hacia el Sur, es decir, hacia los Sunderbunds, para entrar en los terrenos deshabitados.

Las tierras que entonces atravesaban, aun cuando a grandes distancias, todavía estaban pobladas de aldeas de pobres molangos.

De cuando en cuando, por encima de las cañas de bambú y de los cálamos, se podían ver algunos que otros grupos de casucas de limo, defendidas por elevadas cercas que las protegían de los ataques de las fieras, así como a sus habitantes y al ganado.

Alrededor de estas cabañas había algún que otro pedazo de tierra cultivada, casi siempre de arroz, y algunos plátanos, cocoteros y mangos, árboles todos que producen frutas excelentes y muy apreciadas por los nativos.

Pero apenas rebasados aquellos burgos, la jungla volvía a recobrar su aspecto salvaje, y volvían a aparecer los estanques, cada vez en, mayor número y rebosantes de plantas en descomposición y de las que producen las fiebres palúdicas.

Millares de pájaros llamados trampolinistas levantaban el vuelo cuando veían aparecer junto a las orillas a los elefantes, y los cazadores aprovechaban la ocasión para dispararles algún tiro que nunca dejaba de dar en el blanco.

Había verdaderas nubes de gigantescas cigüeñas negras; patos con plumas de color púrpura y reflejos azulados, y marangones, los cuales ni siquiera en su huida abandonaban a los peces que cazaban en los estanques, ordinariamente manghis, pequeños, rojos, muy estimados por los bengalíes a causa de la finura de su carne.

También huían por entre las cañas hermosísimos animales salvajes, y escapaban con tal agilidad, que eran muy pocos los que caían bajo los disparos de los cazadores.

Había graciosos akis, parecidos a los gamos corrientes, con el pelaje de color amarillento y manchado de pequeños puntos blancos; elegantes nilgós de cuernos, que desaparecían con la rapidez de una flecha; manadas de perros salvajes de pelo oscuro, y grandes chacales, fieras muy peligrosas cuando tienen hambre.

También se veían algunos teitas, que son pequeñas y bellísimas panteras, fáciles de domesticar, a pesar de sus instintos sanguinarios; aparecían un momento en las lindes de la espesura y enseguida volvían a sus madrigueras.

—¡Este es el verdadero paraíso de los cazadores! —exclamaba entusiasmado Sandokán, viendo cómo huían todos aquellos animales—. ¡Qué lástima que tengamos que ocuparnos de los thugs, en vez de podernos dedicar a la caza de tigres, búfalos y rinocerontes!

—Esta noche no pienso dormir —decía, a su vez, Yáñez—. Iré a cazar al acecho. He oído decir que también es una caza emocionante. ¿Es cierto, Tremal-Naik?

—Y también más peligrosa —respondió el bengalí.

—Llevaremos con nosotros a «Darma» y le lanzaremos sobre los akis y los nilgós. Supongo que le habrás acostumbrado a cazar.

—Vale tanto como la teita mejor amaestrada, mi querido Sandokán.

—¿Te refieres a esas panteras pequeñas que hemos visto huir?

—Sí.

—¿Las adiestran para la caza?

—¡Ya lo creo! Y son cazadoras muy hábiles —respondió Tremal-Naik—. Sin embargo, «Darma» es más arriesgada, pues no vacila en atacar a los búfalos.

—A propósito, ¿dónde se ha metido? —preguntó Yáñez—. Siempre que montamos en los elefantes se pierde de vista.

—No temas —contestó Tremal-Naik—; viene siguiéndonos, y reaparecerá a la hora de cenar, si no es que ha cazado algo por su cuenta.

—Veo ante nosotros un riachuelo —dijo en aquellos momentos Sandokán—. Acamparemos en la orilla izquierda. La caza es abundante en las orillas de los ríos.

Un pequeño curso de agua de unos diez metros de anchura fangoso y de aguas amarillentas, cortaba el camino, discurriendo por entre dos orillas llenas de plantas palúdicas, sobre cuyas ramas se sostenían inmóviles muchos marabúes, ávidos devoradores de cadáveres y carroñas.

—¡Atención, cornac! —dijo Tremal-Naik—. ¡Ahí debe de haber muchos cocodrilos de todas clases!

—¡Mi elefante no les teme! —respondió el conductor.

Los dos paquidermos se habían detenido en la orilla y tanteaban el terreno con gran precaución, olfateando cuidadosamente el agua antes de penetrar en ella.

No parecía complacerles la tranquilidad del río.

—Estoy seguro de no equivocarme —dijo Tremal-Naik, levantándose—. Los elefantes han olfateado algún saurio y temen sus mordeduras, que siempre son muy dolorosas.

El comareah, a la cuenta más decidido que su compañero, se resolvió por fin a meterse en el agua, que era bastante profunda, pues le llegaba hasta los costados.

Apenas había recorrido tres o cuatro metros cuando se detuvo de golpe, imprimiendo una sacudida tan brusca al houdah, que por poco los cazadores van a parar al río.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sandokán, empuñando la carabina.

Después de aquel sobresalto, el comareah lanzó un terrible berrido, y sumergió rápidamente la trompa, retrocediendo a toda prisa.

—¡Le ha cogido! —gritó el cornac.

—¿Qué es lo que ha cogido? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.

—¡Al animal que acaba de morderle! Ya había levantado la trompa. Aferraba a un monstruoso reptil, muy parecido a un cocodrilo, provisto de formidables mandíbulas llenas de dientes agudos y amarillentos.

El monstruo, arrancado de su líquido elemento, se debatía furiosamente, tratando de herir al elefante con su robusta cola, que, como el lomo, estaba cubierta de láminas óseas; pero el paquidermo se guardaba muy bien de que le alcanzase.

Le sostenía en alto y parecía experimentar un malicioso placer en hacer crujir el grueso caparazón del animal.

—¡Acabará por ahogarle! —dijo Yáñez.

—¡Ni mucho menos! Ya verás cómo le hace pagar la mordedura. Estos paquidermos son valientes e inteligentísimos, pero también extremadamente vengativos.

—Entonces, le machacará con las patas.

—¡Ni siquiera eso!

—Veremos, pues, qué clase de muerte destina a ese pobre saurio; porque supongo que no le perdonará.

—Te reirás —dijo Tremal-Naik—. No quisiera encontrarme en el puesto del cocodrilo.

El comareah, sin preocuparse por los denodados esfuerzos que estaba realizando el apresado saurio, y llevándole siempre muy alto para evitar los coletazos, retrocedió hasta la orilla, la subió a toda prisa y se dirigió hacia un gran tamarindo que crecía aislado en medio de los bambúes, extendiendo sus intrincadas ramas en todas direcciones.

Miró durante unos instantes al árbol, y después de haber encontrado lo que le convenía, colocó al reptil entre dos bifurcaciones de las ramas, metiéndole a viva fuerza en aquella horquilla, de modo que no pudiera moverse.

Después de hacer esto, lanzó un potente y largo berrido, que debía de ser de satisfacción, y se volvió con toda tranquilidad hacia el río, bufando y moviendo la trompa, al mismo tiempo que brillaba en sus ojillos negros una maligna alegría.

—¿Habéis visto? —preguntó Tremal-Naik a sus compañeros.

—Sí —dijo Yáñez—; pero no acabo de comprender su intención.

—Ha condenado al reptil a un horrible suplicio.

—¿A qué suplicio? ¡Ah! ¡Ya comprendo! —exclamó el portugués, soltando una carcajada—. ¡Le ha condenado a morir lentamente de sed y de hambre en la copa del árbol!

—Y, además, achicharrado por el sol.

—¡Vaya un elefante vengativo!

—Ese suplicio se lo aplican también a los cocodrilos y a los caimanes cuando logran coger alguno.

—Nadie creería que estos colosos, que tienen un carácter tan dulce, casi melancólico, fuesen capaces de tanta maldad.

—Son tan malos y vengativos como sensibles a las amabilidades que se tienen con ellos. Voy a decirte un ejemplo. Un cornac tenía la costumbre de romper los cocos en la cabeza de su propio elefante. La operación no debía de ser muy del agrado del paquidermo, a pesar de que no le producía gran molestia.

»Sucedió que un día, pasando por entre unos cocoteros, el cornac cogió algunos para romperlos, como de costumbre, en el cráneo del animal.

»Este dejó pasar el primero y el segundo golpe; luego, cogió, a su vez, un coco y probó de romperlo…

—¿En la cabeza del conductor? —preguntó Sandokán.

—Precisamente —respondió Tremal-Naik—. Puedes figurarte en qué estado quedaría la cabeza de aquel pobre diablo. ¡Se la rompió al primer golpe!

—¡Ah! ¡Qué elefante más tuno! —exclamó Yáñez, riendo.

—Y he conocido otro que una vez dio una tremenda lección a un sastre de Calcuta.

»Cada vez que aquel paquidermo iba al río a abrevar, llevado, como es natural, por su conductor, tenía la costumbre de introducir la trompa por las ventanas de las casas, cuyos habitantes no dejaban nunca de obsequiarle con alguna fruta o algún dulce.

»En cambio, el sastre, cuantas veces veía aparecer aquella trompa, se divertía en pincharle con la aguja que tenía en la mano.

»Durante algún tiempo el paquidermo toleró la broma, hasta que un día perdió la paciencia.

»Cuando estuvo en el río, absorbió la mayor cantidad de agua y de fango que pudo, y al pasar por delante de la casa del sastre, descargó por la ventana todo el líquido, tumbando al pobre hombre y estropeándole por completo las telas y los trajes que tenía en la mano.

—¡Qué bribón! —exclamó Yáñez, que reía de buena gana—. ¡No dudo que desde aquel día, el pobre sastre no volvería a tocar al elefante!

Sahibs —dijo en aquel momento el cornac, volviéndose hacia Tremal-Naik—, ¿quieren ustedes acampar aquí? Tendremos sombra y buen pasto para los elefantes.

Efectivamente, la orilla opuesta se prestaba mejor que la otra para acampar, porque no se hallaba obstruida por los cálamos ni por los bambúes espinosos, bajo los cuales se ocultan generalmente las peligrosas serpientes, que abundan de un modo extraordinario en los junglares de los Sunderbunds.

Debía hacer poco que un incendio había destruido la maleza, porque el suelo estaba cubierto de un limo grisáceo, desecado por los abrasadores rayos del sol; pero el fuego había respetado los árboles grandes, que se agrupaban en varios sitios, y a cuya sombra podía estarse muy a gusto.

—Tenemos el río a un lado y la jungla a otro —dijo Tremal-Naik—. El lugar me parece bueno para detenernos y cazar. Detente aquí, cornac.

Bajaron de los elefantes, llevando consigo las armas, y se colocaron al amparo de los árboles.

Los malayos se dispersaron buscando un sitio a propósito para levantar las tiendas, y los elefantes se dedicaron inmediatamente a saquear las hojas de las plantas próximas, y sacudiendo con fuerza los troncos de los arbustos, lo cual las hacía caer como una verdadera lluvia.

—¡Por Baco! —exclamó Yáñez, que al pasar por debajo de aquellos árboles recibió una auténtica ducha—. ¿Qué es lo que tienen esos árboles entre las ramas? ¿Depósitos de agua?

—¿No los conoces? —preguntó Tremal-Naik.

—Me parece que he visto otros parecidos en nuestro viaje, pero ignoro para qué sirven y cómo se llaman.

—Estos árboles son muy apreciados, sobre todo en las regiones que sufren sequías. Se llaman nim, o mejor, árboles de la lluvia. Esta especie tan singular, que está bastante diseminada por toda la India, y en algunas regiones existe en gran abundancia, tiene la facultad de absorber la humedad de la atmósfera de modo tan poderoso, que cada hoja contiene en el cartucho que forman un buen vaso de agua. Sacude con fuerza el tronco y verás qué nueva ducha recibes.

—¿Y el agua es buena?

—No es muy buena que digamos, porque las hojas que la contienen le dan un sabor desagradable, y a no ser que se tenga mucha sed, se vacila antes de tragarla. Los labriegos se sirven de ella para regar sus campos, pues un solo árbol acumula más de dos grandes barriles.

—Nosotros, en nuestras islas, también tenemos plañías parecidas —dijo Sandokán—. Pero las de allí carecen de tronco y se llaman nepentes; sus hojas tienen forma de copa o cucurucho y contienen casi tanta agua como la de estos árboles. ¿Verdad, Yáñez?

—¡Y la de veces que hemos bebido aquella agua con los insectos que contenían! Sobre todo, cuando nos perseguían los ingleses a través de los bosques de Labuán.

Un ladrido y un rugido le interrumpieron. «Punty» y «Darma», que habían atravesado el río detrás de los elefantes, se lanzaron entre los grupos de árboles, dando muestras de gran agitación.

—¿Qué les pasa a tus animales? —preguntó Sandokán, un poco sorprendido por aquella agitación.

—No lo sé —respondió Tremal-Naik—. Quizá vayan olfateando a alguna serpiente pitón que hace poco pasara por aquí.

—¿O algún hombre? —preguntó Yáñez.

—Ya estamos muy alejados de las últimas aldeas, y ningún molango se atrevería a venir hasta aquí. Temen demasiado a los tigres.

—¡Bah! ¡Dejémosles que busquen y cenemos! Después iremos a hacer el agujero para cazar al acecho. Allá abajo veo un buen bosquecillo de pipales[20], que está bastante lejos del campamento y que une la manigua espinosa con el río. Por allí, seguramente, pasarán los anímales que vayan a beber.

Comieron rápidamente, y después de recomendar a los malayos y a los cornacs que establecieran una guardia muy rigurosa, se armaron con una zapa y una pala y se dirigieron hacia el bosque, seguidos de «Darma».

A «Punty» le dejaron en el campamento para que no espantase la caza con sus ladridos.

Al poco rato ya habían perdido de vista las tiendas y los elefantes y se hallaban ocultos por las primeras cañas del junglar, que se hacían cada vez más espesas al otro lado de los terrenos secos, cuando observaron que «Darma» daba nuevas señales de agitación.

Se detenía olfateando el aire, se azotaba nerviosamente los costados con la cola, enderezaba las orejas como si escuchase algún lejano rumor y gruñía roncamente.

—Pero ¿qué es lo que le sucede a «Darma» esta noche? —preguntó Yáñez.

—Eso me pregunto yo también. No acierto a explicarme su agitación —contestó Tremal-Naik.

—Sin embargo, nosotros no hemos oído nada ni visto a nadie —dijo Sandokán.

—Pues, a pesar de ello, yo comienzo a preocuparme —repuso Tremal-Naik.

—¿A quién podemos temer? Aquí está «Darma»; nosotros somos tres y vamos bien armados. No somos asustadizos y, además, a una milla de distancia están los malayos y los cornacs.

—Tienes razón, Sandokán.

—¿Sospechas que ande merodeando por aquí alguna banda de thugs?

—Estamos muy lejos del Raimangal, y no creo que tan pronto se hallen ya informados de que hay extraños en el lugar.

—Sigamos adelante —dijo Yáñez—. Nadie vendrá a molestarnos en el agujero.

Se internaron por entre los pipales, donde ya se estaban extendiendo las sombras del anochecer, pues el sol se había ocultado, y buscaron un terreno descubierto.

Encontraron un descampado bastante amplio, y en poco más de una hora cavaron una zanja de un metro de profundidad por tres de largo, que disimularon con varios bambúes dispuestos de modo que les permitiera salir del escondrijo sin necesidad de apartarlos, y se metieron dentro junto con «Darma».

—Encendamos unos cigarrillos y armémonos de paciencia —dijo Tremal-Naik—. Los animales aún tardarán en venir; pero tengo la seguridad de que han de pasar por aquí, pues prefieren los sitios descubiertos, porque en ellos no pueden emboscarse los tigres ni las panteras. Me parece que mañana tendremos comida en abundancia.

El bosquecillo empezaba a quedarse silencioso. Los pájaros se habían ocultado ya, y tan sólo de cuando en cuando se oían los gritos discordes de una bandada de nukos que se habían establecido en un enorme pipal, para dedicarse a sus ejercicios de gimnasia verdaderamente endiablados, pues esos monos son los más ágiles que se conocen; tanto, que algunas veces parece que vuelan, pues efectúan saltos de diez y doce metros para ir de rama en rama.

A veces también se oía el lamentable aullido de un bighama, especie de lobo más pequeño que el corriente, cuyo pelaje es rojizo oscuro o grisáceo y blanco bajo el vientre. Posee una gran audacia, pues acomete a las personas que van solas cuando cuenta con la ayuda de algún otro compañero.

Los tres cazadores, tendidos en el fondo del hoyo sobre una buena capa de hojas, para evitar la humedad, fumaban en silencio, escuchando atentamente los más ligeros rumores.

«Darma», acurrucado junto a ellos, estaba ahora tranquilo, emitiendo un runruneo de buen augurio.

Transcurrieron de este modo algunas horas, hasta que, de repente, el tigre se levantó, enderezando las orejas y mirando hacia las lindes de la espesura.

—Ha oído a algún animal que se acerca —dijo Tremal-Naik, levantándose también sin hacer ruido y cogiendo la carabina.

Yáñez y Sandokán le imitaron.

En el descampado no se veía nada, pero sé oía como un ligero crujir de ramas hacia la parte más espesa del bosquecillo, como si alguien procurara abrirse paso por entre la maleza que se extendía en derredor de los troncos de los árboles.

—¿Qué animal será? —preguntó Sandokán a Yáñez, mirando a Tremal-Naik.

—Oigo el crujir de las ramas cuando se rompen, por lo cual me figuro que debe tratarse de un animal grande —respondió el bengalí—. Un nilgó[21] o un axis[22] no harían tanto ruido.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, cuando apareció una gran sombra en las márgenes de una espesura de musenda y de mináis.

Se trataba de un búfalo de enormes proporciones, casi tan grande como un bisonte americano, con la cabeza más corta y ancha que los búfalos comunes, con dos largos cuernos vueltos hacia atrás y muy pegados a la base; en fin, un animal muy fuerte y hasta cierto punto peligroso, capaz de hacer frente incluso a un tigre.

Ya porque hubiera olfateado la presencia de los cazadores o de «Darma», sea porque quisiera explorar el terreno, el caso es que se detuvo, emitiendo un pequeño mugido.

—¡Hermoso ejemplar! —murmuró Yáñez, en voz baja.

—No se le puede tumbar ni con uno ni con dos tiros —dijo Tremal-Naik—. Nuestros búfalos son realmente terribles y no temen en absoluto a los cazadores. Pero «Darma» tiene buenas garras.

El tigre, que ya había apoyado las patas delanteras en el borde del foso, lanzó una mirada al poderoso animal y luego fijó sus ojos en su amo.

—¡Sí; anda, ve, valiente! —le animó Tremal-Naik, acariciándole y señalándole al animal.

La fiera, que era tan astuta como inteligente, comprendió lo que le decían e inmediatamente se deslizó sin hacer ruido por entre los bambúes, y fue escurriéndose, no directamente hacia el búfalo, sino en dirección hacia unas malezas, entre las cuales desapareció con la ligereza propia de los gatos.

—¿No le ataca de frente? —preguntó Yáñez.

—«Darma» no es tan tonto —respondió Tremal-Naik—. Ya sabe lo peligrosos que son los cuernos de los búfalos. Caerá a traición sobre él de un solo salto, como hacen todos los animales de su especie.

—Y nosotros estaremos preparados para ayudarle —dijo Sandokán, montando cuidadosamente la carabina.

El búfalo, que seguía olfateando el aire, dio de improviso un respingo y enseguida giró sobre sí mismo, volviendo la mirada hacia la maleza que acababa de atravesar, y luego bajó la cabeza, presentando los cuernos.

¿Se habría dado cuenta ya de la vecindad del tigre, o le había alarmado el crujido de alguna hoja, o de alguna rama, al quebrarse?

Permaneció un rato escuchando de este modo, como recogido en sí mismo; por lo menos durante medio minuto, no se movió.

Luego empezó a dar muestras de inquietud; se azotaba los costados con la cola, y lanzaba de cuando en cuando sordos mugidos.

De pronto se vio algo que atravesaba velozmente el espacio y que caía, dando un enorme salto, sobre la grupa del animal.

«Darma» había llevado a cabo su ataque característico, y clavaba ferozmente las garras, ahondándolas en las palpitantes carnes.

A pesar de su extraordinario vigor, el búfalo casi se había doblado bajo el inesperado golpe; pero, levantándose enseguida, lleno de rabia, dio una poderosa sacudida, tratando de desembarazarse de su inoportuno adversario.

Pero nuevamente volvió a caer, lanzando un mugido de dolor que repitió el eco bajo las bóvedas formadas por las hojas de los árboles, y quedó inmóvil.

Los terribles dientes del tigre le habían despedazado la columna vertebral y roto la yugular.

Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán se lanzaron fuera del hoyo y se dirigían directamente hacia el grupo formado por ambos animales, cuando oyeron un disparo a poca distancia, y una voz, en inglés, que gritaba:

—¡Socorro, que me ahogan!