14. El primer tigre

Los elefantes, a una voz de sus respectivos cornacs, disminuyeron la marcha.

También ellos se debían de haber dado cuenta de la vecindad de la peligrosa fiera, porque de improviso se habían vuelto todavía más cautos; especialmente el comareah, que iba delante montado por Sandokán y sus compañeros.

Como era menos alto que el otro, corría el riesgo de que el bâg le sorprendiera antes de que pudiera verle; por eso, apenas apartaba las cañas, recogía enseguida la trompa, arrollándola entre sus enormes colmillos.

A pesar de que los elefantes tienen la piel muy gruesa, son de una extremada sensibilidad. Especialmente la trompa es delicadísima; por lo tanto, es de suponer el cuidado que muestran en no exponerla a los zarpazos de los temibles felinos.

Sandokán y sus compañeros, puesto en pie y empuñando la carabina, procuraban descubrir al bâg, sin conseguirlo. La vegetación era en aquel lugar tan espesa, que no resultaba fácil ver lo que había ante ellos.

Sin embargo, debía de hacer poco tiempo que había pasado por allí, pues todavía se olía el característico hedor que dejan tras de sí esos animales.

Seguramente, los ladridos de «Punty» le habían obligado a alejarse.

—¿En dónde se habrá metido? —preguntó Sandokán, que seguía aferrando el gatillo de su carabina—. ¿Es que no va a dejarse ver?

—Habrá comprendido que no va a ganar nada haciéndonos frente y el muy astuto procurará irse hacia su madriguera.

—Entonces, ¿se nos escapará?

—Si «Punty» ha dado con su rastro, no le dejará escapar.

—¿Y «Darma»? —preguntó Yáñez—. No le veo.

—No temas; nos sigue a distancia. No le gustan los elefantes. Son dos razas enemigas desde siempre.

—¡Silencio! —dijo Sandokán—. ¡«Punty» lo ha descubierto!

De un grupo de bambúes espinosos salían furiosos ladridos.

—¿Estará luchando con el tigre? —gritó Yáñez.

—Mi perro es muy valiente, pero no se expondría a un peligro evidente —respondió Tremal-Naik—. Ya que, a pesar de su fuerza y de su tamaño, no puede competir con las garras de acero del bâg.

En aquel instante, el molango, que estaba en pie detrás del houdah y asido al borde de la caja, dijo a Tremal-Naik:

—¡Sahib, ahí viene!

—¿Le has visto?

—Sí; está escondido allí abajo, detrás de los cálamos. ¿No ves cómo se mueven las hierbas? El bâg se desliza con precaución, y procura despistar a tu perro en su persecución.

—¡Cornac! —gritó el bengalés—, lanza hacía adelante al elefante; nosotros estamos ya preparados para hacer fuego.

El conductor silbó y el comareah alargó el paso, dirigiéndose hacia las grandes hierbas en medio de las cuales resonaban, a intervalos, los ladridos de «Punty». El merghee que llevaba a los malayos los seguía.

El olor que despedía la fiera ya no se percibía. Sin embargo, el comareah, avezado a aquella caza peligrosa, parecía que olfateaba la proximidad del feroz enemigo.

El paquidermo empezaba a inquietarse; soplaba ruidosamente, movía su enorme cabeza, y de vez en cuando le sacudía un violento estremecimiento que hacía tambalearse al houdah.

A pesar de su enorme fuerza y del vigor excepcional de su trompa, que de un solo tirón arranca de raíz un árbol grueso, está comprobado que los elefantes tienen verdadero miedo a los tigres; tanto, que algunas veces se niegan a seguir avanzando y permanecen sordos a las palabras y a los halagos de sus cariñosos cornacs.

El comareah que transportaba a los tres jefes era un animal valiente que ya estaba muy bregado en esas lides, como aseguraba el conductor, habiendo triturado bajo sus patas a muchos tigres y estrellado a otros contra los árboles; a pesar de ello, como hemos dicho, en aquellos momentos experimentaba cierta excitación.

También su compañero, que le seguía a breve distancia, titubeaba de vez en cuando, y algunas veces era preciso que su conductor le aplicase un buen pinchazo para que se decidiera a continuar el camino.

El molango, que había pasado delante y se apoyaba en el cornac, gritó de pronto:

—¡Atención!

Enseguida dos bultos amarillentos estriados de negro, saltaron por encima de las altas hierbas a una distancia de menos de cincuenta pasos, volviendo a desaparecer en el acto. Eran dos enormes tigres que, antes de decidirse a sostener la lucha o batirse en retirada, habían dado un salto para darse cuenta de la fuerza de sus enemigos.

—¡Son dos! —exclamó Tremal-Naik—. ¡El devorador de hombres ha encontrado un compañero! Tened sangre fría, y no hagáis fuego si no es sobre seguro. ¡Me parece que se decidirán a acometernos!

—Así resultará más interesante la caza —contestó Sandokán.

Yáñez miró a Surama; la joven bayadera se había puesto muy pálida. Pero, sin embargo, conservaba una calma admirable.

—¿Tienes miedo? —le preguntó.

—Al lado del sahib blanco, no —contestó la muchacha.

—No temas; estamos curtidos en estas grandes cacerías y conocemos a los tigres.

Las dos fieras habían vuelto a esconderse entre las cañas y los cálamos y parecía que, al menos por el momento, habían tomado el partido de alejarse, porque los ladridos de «Punty» se oían ahora muy lejanos.

—Haz avanzar al elefante —dijo Tremal-Naik al cornac.

El comareah había recobrado ánimos, porque enseguida apretó el paso. A pesar de ello, no acababa de sentirse seguro, a juzgar por sus temblores y por los berridos que lanzaba de vez en cuando.

Tremal-Naik y sus compañeros, inclinados sobre los bordes de la caja del houdah y con los fusiles preparados, escrutaban atentamente las altas hierbas, tratando de descubrir a las fieras, que no se mostraban por parte alguna.

De pronto, los ladridos de «Punty» resonaron a la derecha, a pocos pasos del elefante.

El molango dio un grito:

—¡Atentos, sahibs! ¡Los bags van a saltar! ¡Han dado la vuelta alrededor de nosotros!

En aquel mismo instante, el comareah se detuvo, arrollando rápidamente la trompa, que escondió entre los largos colmillos. Se plantó sólidamente sobre sus robustas patas, echando el cuerpo un poco hacia atrás, y lanzó un formidable grito que parecía un aviso para los cazadores.

Transcurrieron algunos segundos, y de pronto vieron que los cálamos se abrían violentamente, como a impulso de un irresistible empuje, y un tigre, dando un espléndido salto, se lanzó sobre el elefante, cayéndole en la frente y tratando de desgarrar el vientre del cornac con un poderoso zarpazo. Pero este se había echado hacia atrás rápidamente.

Sandokán, que era el que estaba más cerca, con la rapidez de un relámpago le descargó a boca de jarro la carabina, logrando partir una pata de la fiera.

A pesar de la herida, el terrible animal no cayó a tierra. Dando una voltereta, pudo esquivar los disparos de Yáñez y de Tremal-Naik; se recogió sobre sí mismo, y de un enorme salto, pasó sobre la cabeza de los cazadores, sin tocarlos, y fue a caer detrás del elefante, lanzando un prolongado aullido.

Los malayos que montaban sobre el segundo elefante, viéndole caer entre la hierba, hicieron fuego sobre él, aun a riesgo de herir las patas traseras del comareah; pero ya el bâg había desaparecido por entre los bambúes.

Durante algunos instantes vieron moverse las cañas; después, nada.

—¡Ha huido! —dijo Sandokán, cargando precipitadamente la carabina.

—¡Y yo digo que se prepara para atacarnos de nuevo! —dijo Tremal-Naik—. ¡Estoy seguro de que se nos acerca arrastrándose!

—¡Qué impulso tiene esa fiera! —exclamó Yáñez—. ¡Por un momento creí que nos iba a caer encima; ya me parecía sentir sus garras clavadas en el cerebro!

—¡Procuraremos no fallar! —dijo Tremal-Naik.

—Desde el lomo de un elefante no se tira muy bien —respondió Sandokán. No sé cómo pude herirle, con las sacudidas que daba el paquidermo.

—Tenía el baile de San Vito —dijo Yáñez—. Aunque lo cierto es que yo tampoco estaba completamente tranquilo. Se puede ser valiente y tener una buena dosis de sangre fría; pero delante de esos animalitos, la tranquilidad desaparece.

—Se trata de no dejar el pellejo entre sus garras —respondió Sandokán.

—¡Cuidado, sahib! —gritó el molango—. ¡El comareah presiente al tigre!

Efectivamente, el elefante volvía a dar señales de viva inquietud; bufaba y temblaba de nuevo.

De pronto, giró sobre sí mismo con notable rapidez, volviendo a plantarse sólidamente, con la cabeza baja y la trompa muy arrollada entre los colmillos.

Todavía no habían transcurrido diez segundos, cuando Sandokán y sus compañeros volvieron a ver al tigre. Se deslizaba por entre las cañas, procurando acercarse por sorpresa al elefante, con la esperanza de caer de improviso sobre los cazadores.

—¿Lo ves? —preguntó Tremal-Naik a Sandokán.

—Sí.

—¿Y tú también, Yáñez?

—Estoy apuntándole —contestó el portugués. En aquel instante resonaron en el houdah del segundo elefante varios tiros.

Los molangos habían hecho fuego, pero en otra dirección.

—¡El otro tigre está acometiendo al marghee! —gritó Tremal-Naik—. No perdamos de vista al nuestro; dejad que ellos se las arreglen como puedan.

—¡Aquí está!

El tigre apareció en un espacio reducido y casi despejado de cañas. Se detuvo un momento azotándose los costados con la cola, y enseguida dio un rápido salto, y volvió a caer entre las cañas, para reaparecer luego a pocos pasos del comareah.

El cornac dio una voz:

—¡Anda, hijo mío!

El elefante avanzó con la cabeza baja y los colmillos en disposición de clavarlos en el cuerpo de la fiera; pero esta, dando otro brinco de costado, se sustrajo al peligro e intentó un salto análogo al de la vez anterior, que poco faltó para que hubiera sido fatal para el cornac.

Lanzó un ligero aullido gutural, estridente, y cayó como un rayo sobre la frente del paquidermo; pero al estar medio imposibilitado por la pata que la bala de Sandokán le había roto, cayó enseguida a tierra.

Con una velocidad vertiginosa, el comareah le pisó la cola con una de sus patas, y enseguida, hundiéndole en el pecho uno de sus colmillos, le levantó.

El felino lanzaba terribles aullidos y se agitaba desesperadamente, tratando de herir la cabeza del paquidermo. Sandokán y Yáñez le apuntaron con sus carabinas, aun cuando tenían muchas probabilidades de fallar el tiro, debido a las sacudidas que experimentaba el houdah.

El cornac, que les vio apuntar, les recomendó que bajasen las armas, y añadió:

—¡Dejen ustedes al comareah!

El elefante desarrolló la formidable trompa y volvió a arrollarla en torno al cuerpo del tigre, sujetándole por las patas e imposibilitándole de tal modo que no pudiera hacer uso de las temibles garras.

Le hincó el colmillo y, con una fuerza irresistible, le destrozó las costillas; luego le lanzó por los aires, haciéndole voltear un momento, y enseguida le arrojó con tal violencia sobre el suelo, que la fiera quedó completamente inmóvil.

Antes de que esta tuviera tiempo de volver en sí, el comareah le había puesto una de sus poderosas patas sobre el cuerpo. Se oyó un crac, y después, un tremendo aullido que resonó como una trompa de guerra. Con aquel grito, el elefante anunciaba su victoria.

—¡Valiente elefante! —gritó Sandokán—. ¡A eso se le llama un buen golpe!

—¡Bajemos! —dijo Yáñez.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó Tremal-Naik—. ¡Ahí viene el otro! ¡Atención!

En efecto; el segundo tigre, que había logrado escapar de los tiros de los malayos, saltaba a través de las cañas con pasmosa agilidad, dando saltos de cinco y seis metros.

—Corría en socorro del compañero, mejor dicho, de la compañera, porque, a juzgar por su corpulencia, debía de ser un macho. Afortunadamente, para los cazadores, llegaba tarde.

Al ver al comareah ocupado en pisotear y reducir a papilla a la hembra, el tigre se lanzó encima de él, acometiéndole por el costado derecho.

Se agarró a la gualdrapa, y apareció amenazador bajo el houdah, a muy poca distancia del pobre molango.

—¡Fuego! —gritó precipitadamente Tremal-Naik.

Tres tiros partieron casi al mismo tiempo, seguidos de un cuarto disparo efectuado por Surama.

El bâg se dejó caer, llenando de sangre la gualdrapa del comareah.

Le vieron escurrirse por entre las hierbas y enseguida recogerse y alargarse, cual si procurara ocultar a sus enemigos las heridas recibidas.

Sandokán y Tremal-Naik, que habían vuelto a cargar rápidamente las carabinas, le hicieron fuego otra vez, agujereándole la magnífica piel.

El tigre contestó con un terrible rugido, se levantó penosamente y retrocedió, enseñando los dientes y gruñendo como un mastín; pero las fuerzas le fallaron y a los pocos pasos cayó de nuevo.

—¡Tú, Yáñez —dijo Tremal-Naik—, remátale! ¡Ahora se presenta bien!

El felino estaba a unos treinta metros de distancia, con el hocico vuelto hacía el elefante y el pecho descubierto.

El portugués le apuntó unos instantes, mientras el cornac conseguía mantener quieto al elefante, e hizo fuego.

El bâg se levantó un momento, abrió las fauces y enseguida rodó como fulminado. La bala le había roto una costilla, atravesándole luego el corazón.

—¡Un tiro de gran cazador! —gritó Tremal-Naik—. ¡Cornac, echa la escala y vamos a recoger esa soberbia piel!

Como medida de precaución volvieron a cargar las carabinas, pues podía darse el caso de que hubiera otro tigre por allí cerca, y luego descendieron, dirigiéndose hacia los cálamos.

El primer tigre había quedado reducido a una masa informe de carne y de huesos triturados por las pesadas patas del comareah. La piel, rota por varios sitios, ya no servía para nada.

El segundo no tenía más que tres agujeros. Además de la herida que le había producido la muerte, recibió un balazo en el dorso y otro en el costado derecho.

Era un ejemplar de los más hermosos que los cazadores habían visto en su vida.

—¡Un verdadero tigre real! —dijo Tremal-Naik—. ¡Seguramente que no los tenéis iguales en vuestros bosques de Borneo!

—No —contestó Sandokán—. Los de las islas malayas no son tan hermosos; y además de que aquellos son más pequeños, tienen menos corpulencia. ¿Verdad, Yáñez?

—Cierto —contestó el portugués, que examinaba la herida que él le había producido—. Sin embargo, no son menos valientes ni menos feroces que estos.

—Este es un verdadero cuto bâg brursah, como los llaman nuestros poetas —dijo Tremal-Naik.

—¿Qué quiere decir…?

—Un señor tigre.

—¡Por Baco! ¡Cuánto respeto!

—Sugerido por el miedo —dijo Tremal-Naik, riendo.

—Podemos acampar aquí —dijo Sandokán, después de haber echado una mirada en derredor.

—Allí hay un espacio descubierto, donde podremos estar bien. Por hoy debemos darnos por satisfechos del éxito de nuestra cacería; después será mejor que vayamos avanzando sin prisas hacia los Sunderbunds, haciendo que nos preceda la voz de que somos unos apasionados cazadores, con objeto de no alarmar a los thugs.

—Mañana, todos los habitantes de los burgos del junglar sabrán que hemos venido a matar tigres —dijo Tremal-Naik—. El molango que ha venido con nosotros, les relatará maravillas.

—¿Le mandaremos que se vuelva a su aldea?

—Ya no le necesitamos; además, es mejor que no haya testigos. Puede escapársenos alguna palabra, y los thugs, probablemente, tendrán espías en los burgos para que no los sorprenda alguna expedición de soldados.

Los malayos montaron dos grandes tiendas de lona blanca y descargaron las cajas que contenían los víveres y la batería de cocina.

Los cornacs, por su parte, se ocupaban en preparar la comida de los elefantes, que consistía en una enorme cantidad de hoja de ficus indica y de hierbas palustres, largas como hojas de sables, en un cestillo de maíz de unos diez kilos de peso, y de una media libra de ghi, o sea manteca clarificada y mezclada con oirá cantidad análoga de azúcar.

Cuando estuvo hecha la comida y colocados los centinelas en las lindes del junglar, los cazadores se tendieron bajo las tiendas, en tanto que el sol lanzaba torrentes de fuego sobre aquel océano de vegetación, absorbiendo rápidamente el agua de las charcas y de los estanques que se habían formado durante la noche.