13. El devorador de hombres

Khari es uno de los pocos burgos que subsisten todavía en los junglares de los Sunderbunds, resistiendo tenazmente a las acometidas del cólera y de las fiebres malignas, así como la de los tigres y panteras, solamente por la riqueza y prodigiosa fertilidad de sus arrozales, que producen el benafuh en gran cantidad, una especie de arroz muy fina, de grano muy largo y blanco, que al cocerse exhala un delicioso perfume.

Khari no es más que un poblado de cabañas, cuyas paredes están hechas de limo secado al sol, y cuyos techos están formados de hojas de cocotero.

En todo el poblado no existen más de tres o cuatro bungalows de apariencia pobre, que nunca están habitados por sus propietarios por temor a las fieras.

El de Tremal-Naik tampoco tenía la bonita apariencia de los bungalows de Calcuta. Era una vivienda antigua de una sola planta, con el tejado acabado en punta y un barandal alrededor. Lo había hecho construir el capitán Corishant durante la cruda guerra que hizo a los thugs de Suyodhana, con objeto de estar más cerca de los Sunderbunds.

Dentro del recinto, dos enormes elefantes cuidados por sus respectivos cornacs[18], comían sus correspondientes raciones de la noche, interrumpiendo de vez en cuando la ingerencia de las grandes cantidades de vegetales para lanzar unos berridos que hacían temblar los muros de la vivienda.

Eran de diversa especie, pues en la India hay dos razas de elefantes muy distintas entre sí; los que pertenecen a la comareah tienen el cuerpo muy macizo, las patas cortas y la trompa larga, y poseen una fuerza muscular extraordinaria. En cambio, los llamados merghee son más altos, más esbeltos, de trompa menos gruesa, patas menos macizas y su paso es más rápido. Aun cuando inferiores a los primeros en robustez y fuerza, son más apreciados por su velocidad.

—¡Qué magníficos animales! —exclamaron Yáñez y Sandokán deteniéndose en el patio, en tanto que los paquidermos, obedeciendo a una voz de sus conductores, saludaban a los recién llegados levantando la trompa y sosteniéndola en alto.

—¡Hermosísimos y fuertes! —dijo Tremal-Naik, que los miraba con ojos de entendido—. ¡Darán quehacer a los tigres de los Sunderbunds!

—¿Marcharemos mañana sobre esos animales? —preguntó Yáñez.

—Sí, si no hay inconvenientes —respondió el bengalí—. Ya debe estar todo dispuesto para comenzar la cacería.

—¿Podremos ir todos en el houdah?

—Nosotros, con Surama, iremos en uno; los malayos en el otro. «Darma» y «Punty» irán a pie.

—¡«Darma»! —exclamaron Sandokán y Yáñez—. ¿Está aquí tu tigre?

En vez de responder, Tremal-Naik emitió un largo silbido.

Un hermoso tigre real saltó con la ligereza de un gato desde el barandal al patio, y fue corriendo a frotarse el hocico en las piernas del bengalí.

Yáñez y Sandokán, a pesar de que ya habían oído hablar en varias ocasiones de la docilidad de aquella fiera, retrocedieron instintivamente, y los malayos se pusieron a salvo detrás de los elefantes, desenvainando sus parangs y kampilangs.

Al mismo tiempo, un perro completamente negro y tan alto como una pantera, que llevaba un collar erizado de agudas puntas, salió corriendo de debajo de un cobertizo, y empezó a dar saltos alrededor de su amo, ladrando alegremente.

—¡Aquí están mis amigos del junglar negro! —dijo Tremal-Naik, acariciando a uno y a otro— y serán también vuestros amigos. No temas, Sandokán, ni tú, Yáñez. Saluda a los héroes de Mompracem, «Darma». ¡Son tigres también!

La fiera miró a su amo, que le señalaba a Yáñez y a Sandokán; y luego se acercó a los dos piratas, meneando suavemente la cola. Dio dos o tres vueltas en torno a ellos olfateándolos repetidas veces, y se dejó acariciar manifestando su satisfacción con un prolongado runruneo.

—¡Es soberbio! —dijo Sandokán—. ¡No recuerdo haber visto ninguno tan hermoso ni tan grande!

—Y además es muy cariñoso —respondió Tremal-Naik—. Es como si fuera el propio «Punty».

—Tienes dos guardianes que probablemente no dejarán acercarse a los thugs.

—Ya los conocen y saben lo que valen. En los subterráneos de Raimangal ya han experimentado las garras de uno y los dientes de acero del otro.

—¿Y se quieren los dos? —preguntó Yáñez.

—Mucho; siempre duermen juntos —contestó Tremal-Naik—. ¡Vamos, vamos a cenar! ¡Mis criados han preparado la mesa!

Los introdujo en un saloncito de la planta baja, modestamente amueblado con sillas de bambú y varias aspas de acojú, sobre las cuales estaba tensa una tela ligera que hacía girar un muchacho para sostener de continuo la renovación del aire.

Tremal-Naik, que desde hacía tiempo había adoptado las costumbres inglesas, mandó disponer carne, legumbres, cerveza y frutas.

Comieron en poco rato, y enseguida cada uno se fue a su habitación a descansar, dando las órdenes oportunas a los cornacs para que todo estuviera dispuesto para salir a las cuatro de la mañana.

«Punty» fue el que dio el toque de diana con sus ladridos ensordecedores.

Después de beber varias tazas de té, Sandokán y Yáñez bajaron al patio llevando sus carabinas. Tremal-Naik ya estaba allí con la joven bailarina que debía de acompañarles y junto con los seis malayos.

Los elefantes llevaban ya puestas las albardas, y no esperaban más que la señal de sus respectivos conductores para ponerse en marcha.

—¡Vamos a cazar! —dijo alegremente Sandokán, trepando por la escala de cuerda y colocándose en el houdah[19]—. ¡Antes de que se haga de noche espero tener ya la piel de alguna fiera!

—Quizá antes —dijo Tremal-Naik, que ya había subido también seguido de Yáñez y de Surama—. Un hombre de la aldea se ha ofrecido a guiamos a un lugar donde, desde hace tres semanas se esconde un admikanevalla.

—¿Qué es eso?

—Un tigre que prefiere la carne humana a la de los otros animales. Ya ha sorprendido y devorado a dos mujeres de la aldea, y el otro día quiso acometer a un muchacho que, por fortuna, pudo escapar con sólo unos rasguños. Él es quien nos guía.

—¿Entonces tenemos que habérnoslas con un tigre astuto? —preguntó Yáñez.

—Y que no se dejará cazar fácilmente —respondió Tremal-Naik—. Los admikanevallas son, por lo general, tigres viejos y, como ya no tienen la agilidad necesaria para cazar a los listísimos nilgó, ni para hacer frente a los búfalos de los junglares, se dirigen contra las mujeres y los niños. Pondrá en juego su astucia e intentará todas sus artimañas para evitar la lucha, sabiendo que no ha de ganar nada. «Punty» lo encontrará.

—Y «Darma», ¿cómo se porta con sus semejantes?

—Se limita a mirarlos; pero nunca le he visto tomar parte en la lucha. No le agrada la compañía de los tigres libres, y creo que los considera como si pertenecieran a una raza distinta.

—Ahí está el guía delante de los elefantes. Un pobre molango, casi tan negro como un africano, pequeño y además muy feo, que temblaba a impulsos de la fiebre y que cubría parte de su cuerpo con un simple tanguts, apareció junto a la puerta armado de una pica.

—Sube, y ponte delante de nosotros —le dijo Tremal-Naik.

El hindú, con la agilidad de una ardilla, trepó por la escala de cuerda y se acurrucó sobre el enorme dorso del elefante.

Los cornacs que iban montados a horcajadas y con las piernas escondidas detrás de las enormes orejas de los paquidermos, empuñaron unas picas cortas que tenían la punta aguzada y curva, y dieron un grito.

Ambos animales contestaron a la voz de mando con un berrido ensordecedor y se pusieron en marcha, precedidos por «Punty» y seguidos por «Darma», al cual no parecía agradarle demasiado la compañía de los dos elefantes.

Atravesaron la todavía desierta aldea, y al cabo de un cuarto de hora los paquidermos llegaron a las márgenes del junglar, metiéndose por entre las gigantescas cañas y las altísimas hierbas.

Iban a buen paso y nunca dudaban acerca de la dirección que debían tomar. Bastaba una ligera presión de los pies de los cornacs y un simple silbido para que torcieran a derecha o izquierda.

No obstante, avanzaban con cierta precaución, rompiendo con la trompa las cañas altas y tanteando el piso húmedo y fangoso, en el cual podría haber algún hoyo en el que se hundiesen y del cual no podrían salir.

El junglar se extendía más allá de lo que abarcaba la mirada. Como todos, era monótono y triste; tan sólo de vez en cuando, en medio de aquella desesperante llanura amarillenta, destacaban, como una nota alegre, algún que otro grupo de arbustos como los tarags o los majestuosos cocoteros de amplias ramas, cuyas hojas tienen un color verde brillante, o los llamados baniam, sostenidos a menudo por varios centenares de troncos.

Reinaba un profundo silencio en aquel mar de vegetación, pues todavía dormían los llamados trampolinistas, unas aves zancudas que anidan a millares en aquellas tierras húmedas.

No se oía otra cosa que el ligero chasquido de las copas de los bambúes y el ronco y gigantesco respirar de los dos elefantes.

Aún no había salido el sol y vagaba por la atmósfera una niebla pesada y amarillenta cargada de miasmas infectas que exhalaban miles de plantas putrefactas; niebla peligrosa, pues en ella se ocultan los microbios del cólera y de la fiebre, eternos huéspedes de las maniguas del Ganges.

El calor, que muy pronto debía hacerse sentir de un modo intenso, no tardaría en absorber aquellos vapores para volver a dejarlos caer después de anochecido.

—¡Vaya una niebla, capaz de poner del peor humor al hombre más alegre! —dijo Yáñez, que echaba tanto humo como una lancha de vapor, y que de vez en cuando se mojaba los labios con un sorbo de coñac—. ¡Debe de producir efecto incluso en los tigres!

—Es posible —respondió Tremal-Naik—, porque los que viven en los Sunderbunds tienen fama de ser más feroces que los otros.

—¿Hacen grandes estragos entre los pobres molangos?

—Todos los años caen muchos de esos desgraciados en las garras de los señores bagh, como les llaman aquí. Se calcula que mueren unos cuatro mil nativos entre los dientes de esos carnívoros, y las tres cuartas partes perecen en los Sunderbunds.

—¿Todos los años?

—Sí, Yáñez; todos los años.

—Por lo visto, los molangos se dejan devorar pacíficamente.

—¿Y qué quieres que hagan?

—¡Que los destruyan!

—Para hacer frente a esas fieras se necesita valor, y los molangos no tienen suficiente.

—¿No se atreven a cazarlos?

—Prefieren abandonar sus aldeas cada vez que un devorador de hombres se hace demasiado goloso.

—¿No saben hacer trampas?

—Suelen hacer profundos agujeros en los sitios que frecuentan esas fieras, cubriéndolos con bambúes muy finos, que disimulan bajo una ligera capa de hierbajos; pero es muy raro que caigan en la trampa. Son demasiado listos y tan ágiles que, aunque caigan en el hoyo, el ochenta por ciento vuelven a salir de él. Sin embargo, utilizan otro sistema que les da mejor resultado: curvan un arbolillo joven, fuerte y flexible, formando con él un arco y le atan por la copa a una estaca clavada en el suelo. A la cuerda unen el cebo, que casi siempre es un cabritillo o un cochinillo, dispuesto de modo que el tigre no pueda tocarle sin meter primero la cabeza o una garra dentro de un nudo corredizo.

—Que se aprieta al recobrar el árbol su posición normal, ¿no es eso?

—Eso es y el tigre queda prisionero.

—¡Prefiero matarlos con mi carabina!

—También los oficiales ingleses son de tu misma opinión.

—¿Vienen por aquí a cazarlos alguna vez? —preguntó Sandokán.

—De vez en cuando realizan batidas con muy buenos resultados; porque hay que confesar que los oficiales ingleses son cazadores valientes y decididos. Aún recuerdo la cacería organizada por el capitán Lenox, en la cual tomé parte. Se realizó con muchos elefantes, un centenar de perros y un verdadero ejército de ojeadores, llamados scikari. Por cierto que salvé la piel de milagro.

—¿Te acometió algún tigre?

—Y por culpa de mi portador de armas, que huyó con mi fusil de recambio en el preciso momento en que más falta me hacía, pues me encontré de improviso frente a dos tigres.

—Cuéntanos cómo te las arreglaste —dijo Sandokán, a quien parecía interesarle el suceso.

—La expedición se había organizado en gran escala para dar una gran batida a los tigres, que venían haciendo grandes estragos desde hacía meses entre los habitantes de los Sunderbunds. Impulsados por el hambre o por cualquier otro motivo, abandonaron las islas pantanosas y pestilentes del golfo de Bengala, realizando audaces correrías incluso dentro de las aldeas de los molangos, en donde aparecían en pleno día. Tan sólo en dos semanas devoraron a más de sesenta molangos, sorprendiendo en el camino de Sonapore a cuatro cipayos con su sargento y matando a dos pilotos de Diamond-Harbour, juntamente con sus mujeres. En fin, llevaron su audacia hasta acercarse a Port-Canning y Raimangal.

—Vamos, eso era que estaban cansados de los Sunderbunds y que querían cambiar de panorama —dijo Yáñez.

—Las primeras batidas dieron buenos resultados —prosiguió Tremal-Naik—. Durante el día, los oficiales ingleses los echaban de sus madrigueras, montados en los elefantes; por la noche los esperaban cerca de las fuentes, escondidos en los pozos y les disparaban a su sabor.

»Tan sólo en tres días cayeron catorce tigres bajo las balas de los cazadores y tres bajo las patas de los elefantes.

»Una tarde, poco antes de la puesta del sol, llegaron al campamento dos pobres molangos para advertirnos que habían visto a un tigre merodeando por los alrededores de una pagoda derruida.

»Todos los oficiales, incluso el capitán Lenox, se habían marchado ya para emboscarse en las excavaciones que previamente habían mandado hacer.

»En el campamento no había quedado nadie más que yo, retenido por un ataque de fiebre, y algunos scikari.

»Aun cuando yo no tuviese muy firmes los brazos, ya que los estremecimientos y convulsiones no me dejaban en paz, decidí acercarme a la pagoda llevando conmigo a mi porta-armas, que era un joven scikari, en el cual hasta entonces había tenido gran confianza, pues me había dado pruebas de valor y sangre fría.

»Llegué al lugar indicado una hora después de la puesta del sol y me oculté entre un grupo de nundis, a poca distancia de una pequeña charca, en cuyas orillas había podido descubrir numerosas pisadas de animales.

»Estaba seguro de que más pronto o más tarde aparecería el tigre, porque les gusta esconderse cerca de los abrevaderos para sorprender a los antílopes y otros animales que van a beber a estas charcas.

»Cuando ya llevaba unas dos horas en mi puesto y ya empezaba a perder la paciencia, vi que avanzaba recelosamente y con muchas precauciones un nilgó, especie de ciervo que tiene dos cuernos como de un pie de largo, muy derechos y agudos.

»La presa bien valía un disparo y, olvidando al tigre, le hice fuego.

»El animal cayó; pero antes de que hubiese podido alcanzarle, volvió a levantarse y huyó hacia el junglar. Cojeaba mucho por lo cual, convencido de que le había herido de gravedad, me lancé tras él al propio tiempo que cargaba de nuevo mi carabina.

»Mi portador de armas, que llevaba mi gran rifle de recambio, iba siguiéndome.

»Iba a rebasar un grupo de cálamos cuando de pronto oí por entre las grandes hierbas unos aullidos que me obligaron a detenerme instantáneamente, dudando entre seguir adelante o retroceder.

»Casi al mismo tiempo mi portador de armas me gritó:

»—¡Cuidado, sahib! ¡El bâg está ahí detrás!

»—Bueno —le contesté—. Ponte cerca de mí y tendremos la carne del nilgó y la piel del tigre.

»Me metí entre los cálamos empuñando la carabina, y a los pocos pasos me encontré, ¡frente a tres tigres!

—¡Me produces frío! —dijo Yáñez—. ¡Aquel debió de ser un momento terrible!

—Aquellas malditas fieras habían rematado al pobre nilgó y se lo estaban comiendo.

»Al verme se replegaron para lanzarse sobre mí.

»Sin pensar en el tremendo peligro a que me exponía, hice fuego sobre el que estaba más próximo, partiéndole la espina dorsal, y enseguida me eché hacia atrás rápidamente, con objeto de evitar la acometida de los otros dos.

»—¡Mi rifle! —grité al scikari, tendiendo la mano sin volverme.

»Nadie me contestó.

»El porta-armas no se encontraba detrás de mí como de costumbre. Asustado por la imprevista aparición de los tres tigres, Había huido, llevándose el rifle de recambio, con el cual yo contaba, sin que aquel bribón pensara que me dejaba indefenso frente a aquellas fieras.

»No creo necesario decir lo que sentí en aquellos instantes: un sudor frío me invadió la frente, y me pareció que pasaba ante mis ojos el espectro de la muerte.

—¿Y los dos tigres? —preguntaron con ansiedad Yáñez, Sandokán y la bayadera.

—Estaban a una distancia de veinte pasos, mirándome con las pupilas dilatadas y sin atreverse a moverse.

»Pasó como cosa de un minuto, tan largo como un siglo, y de repente tuve una inspiración que me salvó la vida. Apunté resueltamente la carabina descargada e hice saltar el gatillo.

»No lo creeréis; pero lo cierto es que ambas fieras al oír aquel pequeño ruido se echaron hacia atrás, y dando un enorme salto, desaparecieron entre los bambúes del junglar.

—¡Eso se llama tener suerte —dijo Sandokán— y poseer también una buena dosis de sangre fría!

—Sí —respondió Tremal-Naik—, pero al día siguiente estaba en cama con cuarenta grados de fiebre.

—Pero con la piel intacta —dijo Yáñez—. Y la propia vida bien vale una fiebre, ¿no crees?

—Estoy completamente convencido de ello.

Mientras escuchaban el relato de aquella emocionante cacería, los dos elefantes habían continuado su camino por el junglar, abriéndose paso entre los bambúes de quince y hasta dieciocho metros, y por entre los duros cálamos, no menos altos.

Los pájaros habían despertado ya, sin que, al parecer, les preocupara gran cosa la presencia de los enormes paquidermos y de los hombres que los montaban.

Bandadas de cuervos, de subbis, de cigüeñas de largo pico, de pavos reales cuyas magníficas plumas brillaban bajo los rayos del sol de un modo deslumbrador, y de blanquísimas plumas brillaban bajo los rayos del sol de un modo deslumbrador, y de blanquísimas tórtolas, tendían el vuelo, saliendo casi de entre las patas de los elefantes, revoloteaban algunos instantes sobre los houdah, y enseguida volvían a bajar para esconderse entre la vegetación.

También de vez en cuando salía volando algún gigantesco arhgilak, desplegando sus inmensas alas, mostrando su horrible cabeza de pájaro decrépito, protestando con fuertes gritos porque le habían turbado su sueño y acabando, finalmente, por descender a tierra y plantarse sobre sus larguísimas patas.

Poco a poco el suelo se iba haciendo cada vez más pantanoso, lo cual dificultaba la marcha de los paquidermos.

El agua rezumaba por todas partes, pues las tierras que componen el delta del Ganges están formadas tan sólo por bancos de limo apenas desecado. Pero precisamente dichos lugares eran los habitados por los tigres que, al revés de los gatos, son muy aficionados a los lugares húmedos y próximos a los ríos.

En efecto; cuando los elefantes llevaban ya media hora por entre aquellos pantanos, dijo el molango:

Sahib, este es el sitio que frecuenta el tigre. ¡Vayan con atención; no debe estar muy lejos!

—¡Amigos, montemos las carabinas y preparemos las picas! —dijo Tremal-Naik—. «Punty» ya está sobre la pista de ese viejo bribón, ¿le oís?

El perro había lanzado un ladrido muy prolongado, señal de que olfateaba al devorador de seres humanos.