12. La acometida del rinoceronte

El peligrosísimo paquidermo había abandonado su lugar de reposo donde se habría detenido, probablemente, para resguardarse de los rayos del sol, los cuales son capaces, en pocos minutos, de levantar ampollas en la piel.

Advirtiendo la proximidad de seres humanos, por el ruido que hacían los parangs al cortar las cañas, se había alejado sin hacer ruido antes de que llegase a donde él estaba.

Como muy bien había dicho Tremal-Naik, el enorme animal debía de hallarse aquel momento de muy buen humor para que, a pesar de que aquella bestia encarna y representa todo cuanto la fuerza material pueda tener de más violento, brutal e irreflexivo, hubiese dejado el paso libre.

Conocedor de su propia fuerza, realmente prodigiosa, de su extremada agilidad y del arma que posee, con la cual es capaz de herir sin la menor dificultad incluso a un elefante, casi nunca esquiva la lucha. Ataca a hombres y animales con furor ciego, y nada puede resistir su terrible acometida, en cuanto se ha lanzado al ataque. Además, su durísima piel le protege contra las balas y su única parte vulnerable es el cerebro; pero es preciso herirle en uno de los ojos, lo cual no es demasiado fácil.

A pesar de todo esto y sin temor a que volviera sobre sus pasos para saber quiénes eran los que le habían sacado de su reposo, Sandokán se había lanzado resueltamente por el sendero, seguido muy de cerca por Yáñez y Tremal-Naik.

Aquella abertura, hecha a través del inmenso junglar por el cuerpo del rinoceronte, y que se prolongaba siempre hacia el Nordeste, es decir, en dirección a Khari, ahorraba a los malayos un durísimo trabajo y les hacía ganar tiempo.

Los tres hombres que iban delante caminaban con precaución, con el dedo puesto en el gatillo de las respectivas carabinas, y deteniéndose de vez en cuando para escuchar.

No se oía rumor alguno, señal evidente de que la fiera les llevaba ya mucha delantera y de que continuaba alejándose.

—¡Es muy amable! —dijo Yáñez—. Hace de batidor y deja respirar a nuestros hombres. Debería continuar hasta la puerta de tu bungalow, amigo Tremal-Naik.

—¿Y que entre también en las caballerizas? —contestó riendo el bengalí.

—El caso es que sigue avanzando en buena dirección.

—Veremos hasta cuándo —intervino Sandokán—. Temo que acabe por terminársele la paciencia al verse seguido, y que se revuelva para atacarnos.

—Si cambia de humor vendrá a echársenos encima.

Continuaron caminando, seguidos a unos cincuenta pasos por los malayos que escoltaban a Surama y a la viuda, hasta que al cabo de unos setecientos u ochocientos metros vieron que los bambúes comenzaban a ser menos espesos, oyéndose un gran ruido, que parecía producido por una gran bandada de aves acuáticas que se chapuzaran en algún estanque.

—Me parece que vamos a desembocar en un descampado —dijo Sandokán—. ¡Me vendría muy bien una bocanada de aire!

—¡Despacio! —dijo Tremal-Naik—. ¡Atención al rinoceronte!

—Todavía no se oye nada.

—Puede haberse detenido. Yáñez, haz una señal a los malayos de la escolta. Los kampilangs y los parangs son armas muy buenas para cortar los tendones de esas fieras.

Apenas el portugués había advertido a los tres hombres para que se le acercasen, cuando de improviso se encontraron en un descampado, en medio del cual se ensanchaba un estanque de agua amarillenta lleno de cañas y de hojas de loto.

En la orilla opuesta se veían unas ruinas; trozos de columnas, arcadas, pedazos de muros derruidos, restos todos, probablemente, de alguna antiquísima pagoda.

Sandokán dirigió una rápida mirada en derredor del estanque y retrocedió inmediatamente, escondiéndose entre los bambúes.

—¡Allí está ese animal! —dijo—. ¡Me parece que está esperándonos para acometernos!

—¡Veamos primero cómo es ese animalito! —dijo Yáñez.

Se echó al suelo y se deslizó por entre las cañas, hasta llegar a las lindes del junglar.

Allá estaba el coloso, parado en la orilla del estanque, con las patas medio hundidas en el fango y la cabeza baja, presentando horizontalmente su terrible cuerno.

Era uno de los mayores ejemplares de su especie, porque medía cerca de cuatro metros de largo y parecía tan grueso como un hipopótamo.

Metido dentro de su gruesísima piel como dentro de una armadura, impenetrable para las balas que entonces se usaban, y con la feísima cabeza, corta y casi triangular, hundida entre los deformes y hundidos omóplatos, parecía esperar la aparición de los cazadores para poner en actividad su agudo cuerno, el cual tenía cerca de un metro de longitud.

—¡Está muy feo en esa actitud! —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que se le había acercado—. ¿Cuánto apostamos a que no quiere dejamos libre el paso?

—No se irá fácilmente —contestó el bengalí—. Esos animales son muy testarudos.

—Podemos dispararle desde aquí. Con seis balas puede tumbársele.

—¡Hum! ¡Lo dudo!

—Pues Sandokán y yo hemos matado a más de uno en los bosques de Borneo. Aunque es verdad que aquellos no eran tan enormes.

—Cuando está parado es difícil herirle mortalmente.

—¿Por qué?

—Porque, parado, los pliegues de su gruesa piel están apretados unos sobre otros e impiden que las balas penetren profundamente. En cambio, cuando está en marcha, los pliegues se separan y dejan al descubierto los tejidos más blandos; entonces hay más probabilidades de tocarles en la carne viva.

—Pues dejémosle que le maten en otra parte y procuremos dar la vuelta al estanque.

—Eso es lo que quería proponeros. Por lo menos, veamos si podemos llegar hasta las ruinas de esa pagoda. Detrás de las columnas y de las paredes estaremos resguardados de los ataques de ese gran animal, y tiraremos sobre él cómodamente.

—Pero para ello es preciso que no se dé cuenta de nuestra maniobra.

—Mientras no nos vea no se moverá; ya lo verás —contestó Tremal-Naik.

Volvieron a donde estaba Sandokán, el cual, a su vez, consultaba a sus malayos acerca de lo que debía hacerse, porque no quería exponer a las dos mujeres a una acometida del rinoceronte.

Todos aprobaron la proposición de Tremal-Naik, pues como aquella parte de la orilla estaba llena de pedruscos, cascotes y enormes bloques de piedra, la fiera no podría moverse con facilidad, ni desplegar su habilidad y su violencia.

Después de que se hubieron convencido de que el animal no cambiaría de posición, se metieron por entre las cañas, procurando apartarlas sin hacer ruido, y rodearon el estanque.

No distaban de las ruinas más que cien pasos, cuando oyeron un sonido tan agudo como una nota de trompa, seguido de un galope pesado que hacía retemblar la tierra.

El paquidermo se lanzaba hacia el junglar, suponiendo que allí se escondían sus enemigos.

Yáñez cogió a Surama por la espalda, gritando:

—¡A la carrera! ¡Nos ataca por la espalda!

El rinoceronte, al oír aquellas palabras, gritadas con tan poca oportunidad, en lugar de precipitarse sobre el sendero que él mismo había abierto, dio una vuelta brusca y saltó hacia donde veía oscilar los bambúes.

Parecía un tren lanzado a toda máquina a través del junglar.

Delante de la fiera caían las enormes cañas, rotas como si fuesen simples tallos, y con el cuerno arrancaba las intrincadas masas de cálamos.

Las dos mujeres y los piratas habían echado a correr desesperadamente.

En pocos segundos llegaron hasta las ruinas, poniéndose a salvo detrás de las columnas y de los enormes bloques de granito.

En aquel momento desembocaba el rinoceronte por entre las cañas y avanzaba con la cabeza casi rozando el suelo y con el cuerno tendido horizontalmente.

Yáñez y Sandokán, que se habían refugiado sobre un pequeño muro que en su tiempo debería haber formado parte del recinto exterior de la pagoda, al verle delante hicieron fuego casi simultáneamente, y poco menos que a quemarropa.

El coloso, herido en algún pliegue, se encabritó como un caballo que recibe un espolazo, y enseguida volvió a la carga contra el muro, el cual ya resquebrajado por los siglos, no pudo resistir aquel poderoso encontronazo.

Los pedruscos se desmoronaron de golpe, y los dos piratas cayeron rodando por el suelo.

Tremal-Naik, que estaba sobre un enorme bloque de piedra con Surama y la viuda, lanzó un grito de terror, creyéndolos perdidos; un terrible mugido respondió a aquel grito.

El rinoceronte había caído al suelo agitando las macizas zarpas traseras, de cuyos tendones cortados salían ríos de sangre.

—¡Ya es nuestro! —gritó una voz.

Casi al mismo tiempo, uno de los malayos, empuñando el parang ensangrentado, saltaba entre las ruinas del muro, acudiendo en ayuda del Tigre de Malasia y del portugués.

Cuando aquel hombre valeroso vio el peligro que corrían sus jefes, acometió por detrás al rinoceronte, y con la pesada arma le cortó de un golpe los tendones de las patas traseras, produciéndole unas heridas de las que había de sucumbir muy pronto.

En efecto: el animal cayó, lanzando un espantoso bramido, pero pronto volvió a levantarse. No obstante, aquel momento había sido suficiente para que Sandokán, Yáñez y el malayo, se pusieran a salvo sobre una piedra colosal.

Mientras tanto, sus compañeros habían hecho fuego.

La gran fiera, herida en varias partes y con las patas medio rotas, dio dos o tres vueltas sobre sí misma, como si estuviese loca, mientras berreaba ensordecedoramente, y enseguida se lanzó al estanque de un salto, dejando tras de sí dos regueros de sangre.

Buscaba, en la frescura de las aguas, un alivio a sus heridas.

Se estuvo agitando durante varios minutos, mientras se elevaban del estanque verdaderas oleadas rojizas; después, intentó volver hacia la orilla, pero le fallaron sus fuerzas.

Se le vio levantarse por última vez sobre las mutiladas patas, y caer de nuevo entre un grupo de cañas, lanzando un ronco bramido.

Aún sacudieron los espasmos de la agonía aquel enorme cuerpo, hasta que quedó rígido y se fue hundiendo poco a poco en el fango del estanque.

—¡Ha exhalado el último suspiro! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡Pobre animal! Estas fieras son más temibles que los tigres —añadió luego, mirando la enorme mole del rinoceronte, que iba desapareciendo poco a poco bajo las aguas—. ¡Derribó la muralla como si fuese de cartón! ¡Sin esos dos tajos, no sé cómo nos hubiésemos arreglado!

—Tu malayo le dio el corte llamado del elefante, ¿verdad? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí —contestó Sandokán—. En nuestro país se mata a los paquidermos cortándoles los tendones de las patas traseras. Es un sistema muy seguro, y menos peligroso que otro cualquiera.

—¡Será una lástima perder el cuerno!

—¿Quieres poseerlo? El cuerpo del animal ya no se hunde más, y la cabeza está fuera del agua.

—¡Es un soberbio trofeo de caza!

—Nuestros hombres se encargarán de ir a cortarlo. Acampemos aquí un par de horas y comamos. Hace demasiado calor para volver a emprender la marcha.

Cerca de la semiderruida pagoda había unos cuantos tamarindos que ofrecían una sombra muy agradable, y hacia allí se dirigieron para comer.

Los malayos sacaron los víveres de los morrales; consistían en bizcochos, carne en conserva y plátanos, cogidos en la orilla del río cuando salieron de la torre de los náufragos.

El lugar era bastante pintoresco, y la atmósfera menos sofocante que en el junglar, a pesar de que el sol lanzaba sobre el estanque una verdadera lluvia de fuego, que producía una evaporación muy intensa.

En el cercano cañaveral reinaba un profundo silencio. Hasta los pájaros acuáticos, eternos charlatanes, estaban en silencio y parecían amodorrados por aquel intenso calor.

Tan sólo un enorme arhgilak, casi tan grande como un hombre, paseaba por la orilla del agua, agitando de vez en cuando sus blancas alas ribeteadas de negro y luciendo su cabeza calva y roñosa, en la cual se veían sus dos ojillos redondos y rojos y su descomunal pico de forma de embudo.

Una vez hubieran comido, Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se dirigieron hacia la pagoda, mirando con gran curiosidad las columnas y los muros, en donde se percibían aún varios trozos de inscripciones en lengua sánscrita y fragmentos de estatuas que representaban elefantes, tortugas y animales fantásticos.

—¿Habrá pertenecido a los thugs esta pagoda? —preguntó Yáñez, al ver en lo alto de una columna una figura que, más o menos, se parecía a la de la diosa Kali.

—No —contestó Tremal-Naik—. Ha debido de estar dedicada a Visnú: en todas las columnas está esculpida la figura de un enano.

—¿Ese dios era enano?

—Se hizo enano en su quinta encarnación, con objeto de castigar el orgullo del gigante Bely, que había vencido y arrojado a los dioses de Sargón, o sea del Paraíso.

—Vuestro Visnú es un dios famosísimo.

—El más venerado después de Brahma.

—¿Y cómo se las compuso para vencer a un gigante? —preguntó riendo Sandokán.

—Por medio de la astucia. Visnú se había propuesto expurgar el mundo de los seres malvados y orgullosos que atormentaban la Humanidad. Después de haber vencido a otros muchos, pensó también en domar el orgullo de Bely, que disponía del Cielo y de la Tierra a su antojo, y se presentó ante él bajo el aspecto de un bramin enano.

»En aquel momento, el gigante estaba haciendo un sacrificio. Visnú se dirigió a él y le pidió tres pasos de terreno, pues quería construirse una cabaña.

»Bely, señor del mundo entero, se burló de la aparente imbecilidad del enano, y le contestó que no debía limitarse a pedirle algo tan insignificante. Sin embargo, Visnú insistió en su petición, diciendo que a un ser tan pequeño como él, le bastaban los tres pasos de superficie.

»El gigante dijo que se los concedería, y para confirmárselo, le vertió agua en las manos. Pero he aquí que de repente Visnú empieza a crecer hasta adquirir una estatura tan grande, que con su cuerpo llenó el Universo entero; con un solo paso recorrió la Tierra, y con otro el Cielo, y para poder dar el tercero intimó al gigante para que cumpliera la promesa que le había hecho de darle el espacio de los tres pasos que le había pedido.

»El gigante reconoció enseguida a Visnú y le ofreció su propia cabeza; pero satisfecho el dios con aquel acto de sumisión, le envió a gobernar el Pandolou, permitiéndole que pudiese venir a la Tierra todos los años en el día del plenilunio de noviembre.

—¡Quién sabe las heroicidades que habrá realizado en sus demás encarnaciones! —dijo Yáñez.

—En esos antiquísimos tiempos, los dioses de la India eran dioses valientes. Claro que también podían transmutarse a su antojo, ya en enanos, ya en gigantes.

—Y también en animales —añadió Tremal-Naik—. Según nuestros libros sagrados, la primera encarnación de Visnú fue en pez para salvar del diluvio al rey de Sattiaviradem y a su mujer.

—¡Ah! ¿También vosotros recordáis el diluvio?

—Las letras sagradas indias nos hablan de él. En la segunda encarnación se transformó en tortuga, para sacar a flote del mar la montaña Mondraguiri, con objeto de extraer de ella el amurdon, o sea el licor de la inmortalidad; en la tercera se hizo jabalí, para abrir el vientre al gigante Ereniasciageen, que se divertía en destrozar el mundo; en la cuarta se transformó en un ser que era medio hombre y medio león, para derribar al gigante Erecniano y beber su sangre; en las demás encarnaciones, hasta la novena, fue siempre hombre.

—¿Es decir, que ese dios se ha transformado nueve veces? —dijo Sandokán.

—Y en la décima encamación, que realizará al terminar la época actual, aparecerá bajo la forma de un caballo, con un sable en una pata y un escudo en la otra.

—¿Y qué es lo que va a venir a hacer? —preguntó Yáñez.

—Nuestros sacerdotes dicen que descenderá a la Tierra para matar a todos los malvados. Entonces se oscurecerán el sol y la luna, temblará el Universo, caerán las estrellas y la gran serpiente que duerme en el mar de leche vomitará tanto fuego, que abrasará todo el globo terráqueo, juntamente con las criaturas que lo habitan.

—Para entonces espero que no viviremos ninguno de nosotros —dijo Yáñez.

—¿Tú crees en la venida de ese caballo terrible? —preguntó Sandokán al bengalí con acento de broma.

Tremal-Naik sonrió sin contestar a la pregunta, y se dirigió hacia el estanque, en donde los malayos estaban ya partiendo el hocico del rinoceronte para extraerle el cuerno.

Por fin, a fuerza de golpes de parangs lograron cortarlo.

Aquel cuerno medía un metro veinte centímetros, y terminaba en una punta casi aguda, debido al continuo roce a que los rinocerontes someten su formidable defensa; pues no sólo se sirven de él como arma defensiva, sino que también lo emplean para socavar la tierra y poner al descubierto determinadas raíces a las cuales son muy aficionados, y que constituyen su principal alimento.

Los cuernos del rinoceronte no están formados por una sustancia ósea como los de los renos, ciervos, etcétera, sino por fibras adheridas unas a otras, o mejor, por pelos aglutinados de materia córnea, susceptible, sin embargo, de recibir un hermoso pulimento, siendo tan resistentes, que desafían al marfil.

A las cuatro de la tarde, cuando el calor había aflojado un poco, el grupo se alejó del estanque y volvió lucha contra los bambúes y los cálamos.

No obstante, esta no duró mucho, porque, una o dos horas más tarde, llegaban por fin al sendero que va de Khari a las orillas del Ganges.

A partir de entonces avanzaron rápidamente, y al ponerse el sol, Tremal-Naik llegaba con sus compañeros a la entrada del recinto de su bungalow.